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Juan Macías, Santo |
El padre de los pobres
Martirologio Romano: En Lima, en el
Perú, san Juan Macías, religioso dominico, que, dedicado por mucho
tiempo a oficios humildes, atendió con diligencia a pobres y
enfermos y rezó asiduamente el Rosario por las almas de
los difuntos (1645).
Etimología: Juan = Dios es misericordia. Viene de
la lengua hebrea.
Fecha de canonización: 28 de setiembre de 1975
por Pablo VI
Nació en Rivera
de Fresno, en Extremadura, España, el 2 de marzo de
1585. Era muy niño cuando sus padres murieron, quedando él
bajo el cuidado de un tío suyo que lo hizo
trabajar como pastor. Después de un tiempo conoció a un
comerciante con el cual comenzó a trabajar, en 1616 el
mercader viajó a América y Juan junto con él.
Llegó
primero a Cartagena y de ahí decidió dirigirse al interior
del Reino de Nueva Granada, visitó Pasto y Quito, para
llegar finalmente al Perú donde se instalaría por el resto
de su vida. Recién llegado obtuvo trabajo en una hacienda
ganadera en las afueras de la capital y en estas
circunstancias descubrió su vocación a la vida religiosa. Después de
dos años ahorró un poco de dinero y se instaló
definitivamente en Lima.
Repartió todo lo que tenía entre los pobres
y se preparó para entrar a la Orden de Predicadores
como hermano lego en el convento de dominicos de Santa
María Magdalena donde había sido admitido. El 23 de enero
de 1622 tomó los hábitos.
Su vida en el convento estuvo
marcada por la profunda oración, la penitencia y la caridad.
Por las austeridades a las que se sometía sufrió una
grave enfermedad por la cual tuvo que ser intervenido en
una peligrosa operación. Ocupó el cargo de portero y este
fue el lugar de su santificación. El portón del monasterio
era el centro de reunión de los mendigos, los enfermos
y los desamparados de toda Lima que acudían buscando consuelo.
El propio Virrey y la nobleza de Lima acudían a
él en busca de consejos.
Andaba por la ciudad en busca
de limosna para repartir entre los pobres. No se limitaba
a saciar el hambre de pan, sino que completaba su
ayuda con buenos consejos y exhortaciones en favor de la
vida cristiana y el amor a Dios.
Murió el 16 de
setiembre de 1645.
A
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Este bienaventurado siervo de Dios, lego de la Orden
dominicana, nació en la villa extremeña de Ribera, en febrero de 1585. Sus
padres fallecieron, dejándole huérfano y sin amparo alguno, cuando apenas
contaba cuatro años, no sin antes haberle enseñado ya las principales
oraciones. No obstante su tierna edad, se ajustó con un labrador para cuidar
una piara de ganado de cerda. Un día, dedicado a esta humilde ocupación, se le
apareció el evangelista San Juan, que le tomó desde entonces bajo su protección
inmediata. En tan memorable oportunidad el azorado niño experimentó su primer
éxtasis, y, fuera de sí, mereció contemplar la ciudad celestial. El amparo de
San Juan le acompañó durante su vida entera, apartándole de todo mal y
guardando su pureza de cualquier trance que la pusiera a riesgo de mancillarla.
De esta forma, el Beato Masías, a la hora de su tránsito, pudo gloriarse de
que moría virgen, como otro Santo Domingo.
Años más tarde abandonó el oficio del
pastoreo, proporcionándose el sustento con el trabajo de sus manos. Buscaba
siempre la soledad, como el ambiente más a propósito para la quietud del espíritu.
Pasó luego a Sevilla y se acomodó en calidad de
dependiente con un mercader, en cuya compañía se trasladó al Nuevo Mundo. A
causa de no saber escribir, despidióle su patrón en Cartagena de Indias, desde
donde Masías emprendió viaje por tierra hasta el Perú.
A la edad de treinta y siete años, en enero de
1622, hallándose en Lima, recibió el hábito dominico. Cumplido el año de
noviciado, profesó de lego. En esta calidad decidió ofrecer a la comunidad su
esfuerzo corporal, ejercicio que no por humilde es menos acepto a la
misericordia divina, y por él y en sumisa obediencia han llegado no pocos
privilegiados a la cumbre de la perfección. Se le asignó al servicio de la
portería del convento de la Recoleta de Santa María Magdalena, que tenía la
Orden de Santo Domingo de Lima.
Sin menoscabo de las atenciones propias de dicho
cargo, dedicaba a la oración cada día seis o siete horas; la noche que no había
consagrado a tan recomendable ejercicio por lo menos otras tres o cuatro, le
parecía a él desperdiciada. Según propia confesión, cuando esto le ocurría,
a la mañana siguiente experimentaba insufrible vergüenza al presentarse ante
Dios. Para mayor sacrificio, cumplía estas devociones hincado de rodillas todo
el tiempo. De resultas de este esfuerzo, endeble y flaco por su riguroso
ascetismo, le sobrevino una llaga rebelde en una rodilla. Cuando los médicos
que le visitaron habían agotado todos los recursos científicos, una noche se
le apareció su protector San Juan Evangelista, dejándole milagrosamente limpio
de su dolencia.
Distribuía el día sin dejar instante
desocupado. Desde el amanecer se ajetreaba atendiendo a los pobres vergonzantes,
preparándoles comidas y sirviendo con grande humildad a los que acudían a
solicitar socorro en la portería; cuando sobraba algo, lo repartía también
hincado de rodillas.
Su descanso se limitaba a recostarse de bruces,
el rostro apoyado sobre los brazos, arrodillado delante de una imagen de las
Reina de los Cielos, en su advocación de Belén, colocada a la cabecera de su
cama. Incansable en mortificarse, ceñía permanentemente su cuerpo, ocultos
debajo del hábito, con unos ásperos cilicios.
Varón de admirable y ejemplar observancia de la
vocación a que había sido llamado, merecedor de memoria y celebridad por
muchos títulos, jamás se le pudo notar nada que desdijera de su estado;
perfectísimo en todas las virtudes, dulce y contemplativo, hizo vida de
extremada austeridad y sobre todo encarecimiento rigurosa. A juicio de su
confesor, no incurrió en toda su vida en pecado mortal, ni aun cometió alguno
venial, de los que se califican de serios y de malicia.
Fue de mediana estatura, el rostro blanco y de
facciones menudas, la barba espesa y negra. El retrato que de él se conoce nos
muestra un semblante ascético, macerado por la penitencia. Descolló por su
integridad de ánimo y paciencia en encarnizados combates con el espíritu
infernal, pero nadie le aventajó en el ejercicio de la caridad. Con frecuencia,
y cuando escaseaban las provisiones para los necesitados que a él acudían,
ayunaba para cederles parte de su ya parva colación, y eso que es fama que la
divina Providencia multiplicaba milagrosamente la comida que servía.
Según los autores que han escrito sobre la vida,
virtudes y prodigios del Beato Masías, ateniéndose a la autobiografía que
dictó la víspera de su muerte, la Virgen de Belén, a la que profesaba
singular devoción, se le presentó varias veces, para revelarle lo futuro y
reconfortarle en sus penitencias. Otros testigos en su proceso de beatificación
deponen que mientras atendía sus obligaciones en el refectorio, la cocina o la
portería, experimentaba raptos extáticos, y en sublime arrobamiento se le veía
elevarse del suelo, aureolado por un vivísimo resplandor.
En 1645 enfermó de disentería, y en esta
oportunidad su celda fue visitada, una vez más, por los encumbrados personajes
de Lima, a cuya cabeza hallábase el virrey, marqués de Mancera. Murió el 17
de septiembre de dicho año, de más de sesenta años de edad.
Concurrieron al entierro del humilde lego el
mismo virrey, el arzobispo, todas las comunidades y corporaciones religiosas y
civiles limeñas y una muchedumbre que le aclamaba ya por digno de ser exaltado
a los altares. Sus reliquias, así como sus estampas y retratos, se disputaban
con gran fervor, pues era notorio que obraban prodigios. Al cabo de un año de
su fallecimiento, fue trasladado el cadáver a otra sepultura dentro del mismo
convento en que el Beato se había santificado. Se halló entonces el cuerpo
incorrupto y exhalando una singular fragancia.
Son innumerables los prodigios que se leen en sus
biografías. Curaciones sobrenaturales, apariciones extraordinarias... Daremos
lugar aquí a un suceso notable ocurrido después de su muerte y que, según
tradición constante en Lima, merece entero crédito.
En un lugar cercano a la capital del Perú, el
Beato, antes de profesar había cuidado el ganado de un vecino distinguido. En
aquel sitio se alzaban varios naranjos, y en uno de ellos, abriendo la corteza,
el devoto pastor talló una cruz: al pie de ella rezaba y de ese árbol colgaba
su rosario. Quince años después de su fallecimiento, el propietario de aquélla
arboleda ordenó talarla, y precisamente el día en que la lglesia conmemora el
triunfo de la Santa Cruz, el leñador que ejecutaba la tarea descubrió en el
interior de uno de los árboles dos cruces del tamaño de una cuarta. Admiráronse
todos, y al punto se improvisó una fervorosa procesión, que condujo las cruces
con todo respeto a lugar sagrado.
Los portentos que en vida había obrado el siervo
de Dios, la pública voz y fama de sus virtudes y la devoción general,
enfervorizada aún más después de su tránsito ante el creciente número de
prodigios que seguía consumando en cuantos acudían a solicitar su intercesión,
movieron a sus hermanos de Orden a interesar de las autoridades eclesiásticas
la apertura de informaciones fundadas en la virtud, pureza de vida y milagros
del lego Masías, a fin de ponerlas a los pies del Pontífice e impetrar que
fuese incluido en el catálogo de los escogidos. Declararon más de 150 testigos
y todos coincidieron en ponderar la virtud santa y ejemplar del caritativo
religioso.
La beatificación vino al fin, la proclamó el
Papa Gregorio XVI el 16 de septiembre de 1840 y se señaló para su fiesta el 4
de octubre, en que le celebra la Iglesia peruana con toda solemnidad. |
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