(JESUCRISTO: EL MESIAS PROMETIDO)
'Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?' (Mt 16, 15).
1. Al iniciar el ciclo
de catequesis sobre Jesucristo, catequesis de fundamental importancia para la
fe y la vida cristiana, nos sentimos interpelados por la misma pregunta que
hace casi dos mil años el Maestro dirigió a Pedro y a los discípulos que
estaban con El. En ese momento decisivo de su vida, como narra en su
Evangelio Mateo, que fue testigo de ello, 'viniendo Jesús a la región de
Cesárea de Filipo, preguntó a sus discípulos: ¿Quién dicen los hombres que es
el Hijo del hombre? Ellos contestaron: unos, que Juan el Bautista; otros, que
Elías; otros, que Jeremías u otro de los Profetas. Y El les dijo: y vosotros,
¿quién decís que soy ?' (Mt. 16, 13-15).
Conocemos la respuesta escueta e impetuosa de Pedro: 'Tú eres el
Mesías, el Hijo de Dios vivo' (Mt 16, 16). Para que nosotros podamos darla,
no sólo en términos abstractos, sino como una expresión vital, fruto del don
del Padre (Mt 16, 17), cada uno debe dejarse tocar personalmente por la
pregunta: 'Y tú, ¿quién dices que soy? Tú, que oyes hablar de Mí, responde:
¿Qué soy yo de verdad para ti?. A Pedro la iluminación divina y la respuesta
de la fe le llegaron después de un largo periodo de estar cerca de Jesús, de
escuchar su palabra y de observar su vida y su ministerio (Cfr. Mt 16,
21-24).
También nosotros, para llegar a una confesión más consciente de
Jesucristo, hemos de recorrer como Pedro un camino de escucha atenta,
diligente. Hemos de ir a la escuela de los primeros discípulos, que son sus
testigos y nuestros maestros, y al mismo tiempo hemos de recibir la experiencia
y el testimonio nada menos que de veinte siglos de historia surcados por la
pregunta del Maestro y enriquecidos por el inmenso coro de las respuestas de
fieles de todos los tiempos y lugares. Hoy, mientras el Espíritu, 'Señor y
dador de vida', nos conduce al umbral del tercer milenio cristiano, estamos
llamados a dar con renovada alegría la respuesta que Dios nos inspira y
espera de nosotros, casi como para que se realice un nuevo nacimiento de
Jesucristo en nuestra historia.
2. La pregunta de
Jesús sobre su identidad muestra la finura pedagógica de quien no se fía de
respuestas apresuradas, sino que quiere una respuesta madurada a través de un
tiempo, a veces largo, de reflexión y de oración, en la escucha atenta e
intensa de la verdad de la fe cristiana profesada y predicada por la Iglesia.
Reconocemos, pues, que ante Jesucristo no podemos contentarnos de una
simpatía simplemente humana por legítima y preciosa que sea, ni es suficiente
considerarlo sólo como un personaje digno de interés histórico, teológico,
espiritual, social o como fuente de inspiración artística. En torno a Cristo
vemos muchas veces pulular, incluso entre los cristianos, las sombras de la
ignorancia, o las aún más penosas de los malentendidos, y a veces también de
la infidelidad. Siempre está presente el riesgo de recurrir al 'Evangelio de
Jesús' sin conocer verdaderamente su grandeza y su radicalidad y sin vivir lo
que se afirma con palabras. Cuántos hay que reducen el Evangelio a su medida
y se hacen un Jesús más cómodo, negando su divinidad trascendente, o
diluyendo su real, histórica humanidad, e incluso manipulando la integridad
de su mensaje especialmente si no se tiene en cuenta ni el sacrificio de la
cruz, que domina su vida y su doctrina, ni la Iglesia que Él instituyó
como su 'sacramento' en la historia.
Estas sombras también nos estimulan a la búsqueda de la verdad plena
sobre Jesús, sacando partido de las muchas luces que, como hizo una vez a
Pedro, el Padre ha encendido, en torno a Jesús a lo largo de los siglos, en
el corazón de tantos hombres con la fuerza del Espíritu Santo: las luces de
los testigos fieles hasta el martirio; las luces de tantos estudiosos
apasionados, empeñados en escrutar el misterio de Jesús con el instrumento de
la inteligencia apoyada en la fe; las luces que especialmente del Magisterio
de la Iglesia,
guiado por el carisma del Espíritu Santo, ha encendido con las definiciones
dogmáticas sobre Jesucristo.
Reconocemos que un estímulo para descubrir quién es verdaderamente
Jesús está presente en la búsqueda incierta y trepidante de muchos
contemporáneos nuestros tan semejantes a Nicodemo, que fue 'de noche a
encontrar a Jesús' (Cfr. Jn 3, 2), o a Zaqueo, que se subió a un árbol para
'ver a Jesús' (Cfr. Lc 19, 4). El deseo de ayudar a todos los hombres a descubrir
a Jesús, que ha venido como médico para los enfermos y como salvador para los
pecadores (Cfr. Mc 2, 17), me lleva a asumir la tarea comprometida y
apasionante de presentar la figura de Jesús a los hijos de la Iglesia y a todos los
hombres de buena voluntad.
Quizá recordaréis que al principio de mi pontificado lancé una
invitación a los hombres de hoy para 'abrir de par en par las puertas a
Cristo'. Después, en la
Exhortación 'Catechesi tradendae', dedicad la catequesis,
haciéndome portavoz del pensamiento de los obispos reunidos en el IV Sínodo,
afirmé que 'el objeto esencial y primordial de la catequesis es (...) el
'misterio de Cristo'. Catequizar es, en cierto modo llevar a uno a escrutar
ese misterio en toda su dimensión...; descubrir en la Persona de Cristo el
designio eterno de Dios, que se realiza en Él... Sólo El puede conducirnos al
amor del Padre en el Espíritu y hacernos partícipes de la vida de la Santísima Trinidad'
(Catechesi tradendae 5).
Recorreremos juntos este itinerario catequístico ordenando nuestras
consideraciones en torno a cuatro puntos:
1 ) Jesús en su realidad histórica y en su condición mesiánica
trascendente, hijo de Abrahán, hijo del hombre, e hijo de Dios;
2) Jesús en su identidad de verdadero Dios y verdadero hombre, en profunda
comunión con el Padre y animado por la fuerza del Espíritu Santo, tal y como
se nos presenta en el Evangelio;
3) Jesús a los ojos de la
Iglesia que con a asistencia del Espíritu Santo ha
esclarecido y profundizado los datos revelados, dándonos formulaciones
precisas de la fe cristológica, especialmente en los Concilios Ecuménicos;
4) finalmente, Jesús en su vida y en sus obras, Jesús en su pasión
redentora y en su glorificación, Jesús en medio de nosotros y dentro de
nosotros, en la historia y en su Iglesia hasta el fin del mundo (Cfr. Mt 28,
20).
3. Es ciertamente
verdad que en la Iglesia
hay muchos modos de catequizar al Pueblo de Dios sobre Jesucristo. Cada uno
de ellos, sin embargo, para ser auténtico ha de tomar su contenido de la
fuente perenne de la Sagrada Tradición y de la Sagrada Escritura,
interpretada a la luz de las enseñanzas de los Padres y Doctores de la Iglesia, de la liturgia,
de la fe y piedad popular, en una palabra, de la Tradición viva
y operante en la Iglesia
bajo a acción del Espíritu Santo, que según la promesa del Maestro 'os guiará
hacia la verdad completa, porque no hablará de Sí mismo, sino que hablará lo
que oyere y os comunicará las cosas venideras' (Jn 16, 13). Esta Tradición la
encontramos expresada y sintetizada especialmente en la doctrina de los
Sacrosantos Concilios, recogida en los Símbolos de la Fe y profundizada mediante la
reflexión teológica fiel a la Revelación y al Magisterio de la Iglesia.
¿De qué serviría una catequesis sobre Jesús si no tuviese a autenticidad
y la plenitud de la mirada con que la Iglesia contempla, reza y anuncia su misterio?
Por una parte, se requiere una sabiduría pedagógica que, al dirigirse a los
destinatarios de la catequesis, sepa tener en cuenta sus condiciones y sus
necesidades. Como he escrito en la Exhortación antes citada, 'Catechesi
tradendae': 'La constante preocupación de todo catequista, cualquiera que sea
su responsabilidad en la
Iglesia, debe ser la de comunicar, a través de su enseñanza
y su comportamiento, la doctrina y la vida de Jesús' (Catechesi tradendae 6).
4. Concluimos esta
catequesis introductoria, recordando que Jesús, en un momento especialmente
difícil de la vida de los primeros discípulos, es decir, cuando la cruz se
perfilaba cercana y lo abandonaban, hizo a los que se habían quedado con El
otra de estas preguntas tan fuertes, penetrantes e ineludibles: '¿Queréis
iros vosotros también?'. Fue de nuevo Pedro quien, como intérprete de sus
hermanos, le respondió: 'Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida
eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que Tú eres el Santo de Dios' (Jn
6, 67-69). Que estos apuntes catequéticos puedan hacernos más disponibles
para dejarnos interrogar por Jesús, capaces de dar la respuesta justa a sus
preguntas, dispuestos a compartir su Vida hasta el final.
1. Con la catequesis
de la semana pasada, siguiendo los Símbolos más antiguos de la fe cristiana,
hemos iniciado un nuevo ciclo de reflexiones sobre Jesucristo. El Símbolo
Apostólico proclama: 'Creo... en Jesucristo su único Hijo (de Dios)'. El
Símbolo Niceno) constantinopolitano, después de haber definido con precisión
aún mayor el origen divino de Jesucristo como Hijo de Dios, continúa
declarando que este Hijo de Dios 'por nosotros los hombres y por nuestra
salvación bajó del cielo y se encarnó'. Como vemos, el núcleo central de la
fe cristiana está constituido por la doble verdad de que Jesucristo es Hijo
de Dios e Hijo del hombre (la verdad cristológica) y es la realización de la
salvación del hombre, que Dios Padre ha cumplido en El, Hijo suyo y Salvador
del mundo (la verdad sotereológica).
2. Si en las
catequesis precedentes hemos tratado del mal, y especialmente del pecado, lo
hemos hecho también para preparar el ciclo presente sobre Jesucristo
Salvador. Salvación significa, de hecho, liberación del mal, especialmente
del pecado. La
Revelación contenida en la Sagrada Escritura,
comenzando por el Proto-Evangelio (Gen 3,15), nos abre a la verdad de que
sólo Dios puede librar al hombre del pecado y de todo el mal presente en la
existencia humana. Dios, al revelarse a Sí mismo como Creador del mundo y su
providente Ordenador, se revea al mismo tiempo como Salvador: como Quien
libera del mal, especialmente del pecado cometido por la libre voluntad de la
criatura. Este es el culmen del proyecto creador obrado por la Providencia de Dios,
en el cual, mundo (cosmología), hombre (antropología) y Dios Salvador
(sotereología) están íntimamente unidos.
Tal como recuerda el Concilio Vaticano II, los cristianos creen que el
mundo está 'creado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la
servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado
(Cfr. Gaudium et Spes 2).
3. El nombre 'Jesús',
considerado en su significado etimológico, quiere decir 'Yahvéh libera',
salva, ayuda. Antes de la esclavitud de Babilonia se expresaba en la forma
'Jehosua': nombre teofórico que contiene la raíz del santísimo nombre de
Yahvéh. Después de la esclavitud babilónica tomó la forma abreviada 'Jeshua'
que en la traducción de los Setenta se transcribió como 'Jesous', de aquí
'Jesús'.
El nombre estaba bastante difundido, tanto en a antigua como en la Nueva Alianza.
Es, pues, el nombre que tenía Josué, que después de la muerte de Moisés
introdujo a los israelitas en la tierra prometida: 'EI fue, según su nombre,
grande en la salud de los elegidos del Señor... para poner a Israel en
posesión de su heredad' (Sir 46, 1-2). Jesús, hijo de Sirah, fue el
compilador del libro del Sirácida (50, 27). En la genealogía del Salvador,
relatada en el Evangelio según Lucas, encontramos citado a 'Er, hijo de
Jesús' (Lc. 3, 28-29). Entre los colaboradores de San Pablo está también un
tal Jesús, 'llamado Justo' (Cfr. Col 4, 11).
4. El nombre de
Jesús, sin embargo, no tuvo nunca esa plenitud del significado que habría
tomado en el caso de Jesús de Nazaret y que se le habría revelado por el
ángel a María (Cfr. Lc 1, 31 ss.) y a José (Cfr. Mt 1, 21). Al comenzar el
ministerio público de Jesús, la gente entendía su nombre en el sentido común
de entonces.
'Hemos hallado a aquel de quien escribió Moisés en la Ley y los Profetas, a Jesús,
hijo de José de Nazaret'. Así dice uno de los primeros discípulos, Felipe, a
Natanael; el cual contesta: '¿De Nazaret puede salir algo bueno?' (Jn 1,
45-46). Esta pregunta indica que Nazaret no era muy estimada por los hijos de
Israel. A pesar de esto, Jesús fue llamado 'Nazareno' (Cfr. Mt 2, 23), o
también 'Jesús de Nazaret de Galilea' (Mt 21, 11), expresión que el mismo
Pilato utilizó en la inscripción que hizo colocar en la cruz: 'Jesús
Nazareno, Rey de los Judíos' (Jn 19, 19).
5. La gente llamó a
Jesús 'el Nazareno' por el nombre del lugar en que residió con su familia
hasta la edad de treinta años. Sin embargo, sabemos que el lugar de nacimiento
de Jesús no fue Nazaret, sino Belén, localidad de Judea, al sur de Jerusalén.
Lo atestiguan los Evangelistas Lucas y Mateo. El primero, especialmente, hace
notar que a causa del censo ordenado por las autoridades romanas, 'José subió
de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se
llama Belén, por ser él de la casa y de la familia de David, para
empadronarse con María, su esposa que estaba encinta. Estando allí se
cumplieron los días de su parto' (Lc 2, 4-6).
Tal como sucede con otros lugares bíblicos, también Belén asume un
valor profético. Refiriéndose al Profeta Miqueas (5,1)3), Mateo recuerda que
esta pequeña ciudad fue elegida como lugar del nacimiento del Mesías: 'Y tú,
Belén, tierra de Judá, de ninguna manera eres la menor entre los clanes de
Judá pues de ti saldrá un caudillo, que apacentará a mi pueblo Israel' (Mt
2,6). El Profeta añade: 'Cuyos orígenes serán de antiguo, de días de muy
remota antigüedad (Miq 5, 1).
A este texto se refieren los sacerdotes y los escribas que Herodes
había consultado para dar respuesta a los Magos, quienes, habiendo llegado de
Oriente, preguntaban dónde estaba el lugar del nacimiento del Mesías.
El texto del Evangelio de Mateo: 'Nacido, pues, Jesús en Belén de Judá
en los días del rey Herodes' (Mt 2, 1), hace referencia a la profecía de
Miqueas, a la que se refiere también la pregunta que trae el IV Evangelio:
'¿No dice la Escritura
que del linaje de David y de la aldea de Belén ha de venir el Mesías?' (Jn 7,
42).
6. De estos detalles
se deduce que Jesús es el nombre de una persona histórica, que vivió en
Palestina. Si es justo dar credibilidad histórica figuras como Moisés y
Josué, con más razón hay que acoger la existencia histórica de Jesús. Los
Evangelios no nos refieren detalladamente su vida, porque no tienen finalidad
primariamente historiográfica. Sin embargo, son precisamente los Evangelios
los que, leídos con honestidad de crítica, nos llevan a concluir que Jesús de
Nazaret es una persona histórica que vivió en un espacio y tiempo
determinados. Incluso desde un punto de vista puramente científico ha de
suscitar admiración no el que afirma, sino el que niega la existencia de
Jesús, tal como han hecho las teorías mitológicas del pasado y como aún hoy
hace algún estudioso.
Respecto a la fecha precisa del nacimiento de Jesús, las opiniones de
los expertos no son concordes. Se admite comúnmente que el monje Dionisio el
Pequeño, cuando el año 533 propuso calcular los años no desde la fundación de
Roma, sino desde el nacimiento de Jesucristo, cometió un error. Hasta hace
algún tiempo se consideraba que se trataba de una equivocación de unos cuatro
años, pero la cuestión no está ciertamente resuelta.
7. En la tradición
del pueblo de Israel el nombre 'Jesús' conservó su valor etimológico: 'Dios
libera'. Por tradición, eran siempre los padres quienes ponían el nombre a
sus hijos. Sin embargo en el caso de Jesús, Hijo de María, el nombre fue
escogido y asignado desde lo alto, y antes de su nacimiento, según la
indicación del Ángel a María, en a anunciación (Lc 1, 31 ) y a José en sueño
(Mt 1, 21). 'Le dieron el nombre de Jesús' )subraya el Evangelista Lucas¿,
porque este nombre se le había 'impuesto por el Ángel antes de ser concebido
en el seno de su Madre' (Lc 2, 21).
8. En el plan
dispuesto por la
Providencia de Dios, Jesús de Nazaret lleva un nombre que
alude a la salvación: 'Dios libera', porque El es en realidad lo que el
nombre indica, es decir, el Salvador. Lo atestiguan algunas frases que se
encuentran en los llamados Evangelios de la infancia, escritos por Lucas:
'...nos ha nacido... un Salvador' (Lc 2, 11), y por Mateo: 'Porque salvaría
al pueblo de sus pecados' (Mt 1, 21). Son expresiones que reflejan la verdad
revelada y proclamada por todo el Nuevo Testamento. Escribe, por ejemplo, el
Apóstol Pablo en la Carta
a los Filipenses: 'Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre, sobre
todo nombre, para que al nombre de Jesús se doble la rodilla y toda lengua
confiese que Jesucristo es Señor (Kyrios, Adonai) para gloria de Dios Padre'
(Flp 2, 9-11).
La razón de la exaltación de Jesús la encontramos en el testimonio que
dieron de El los Apóstoles, que proclamaron con coraje 'En ningún otro hay
salvación, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los
hombres, por el cual podamos ser salvos' (Hech 4, 12).
1. En el encuentro
anterior centramos nuestra reflexión en el nombre 'Jesús', que significa
'Salvador'. Este mismo Jesús, que vivió treinta años en Nazaret, en Galilea,
es el Hijo Eterno de Dios, 'concebido por obra del Espíritu Santo y nacido de
María Virgen'. Lo proclaman los Símbolos de la Fe, el Símbolo de los Apóstoles y el
niceno-constantinopolitano; lo han enseñado los Padres de la Iglesia y los Concilios,
según los cuales, Jesucristo, Hijo eterno de Dios, es 'ex substantia matris
in saeculo natus' (Cfr. Símbolo Quicumque). La Iglesia, pues, profesa y
proclama que Jesucristo fue, concebido y nació de una hija de Adán,
descendiente de Abrahán y de David, la Virgen María.
El Evangelio según Lucas precisa que María concibió al Hijo de Dios por obra
del Espíritu Santo, 'sin conocer varón' (Cfr. Lc 1, 34 y Mt 1, 18. 24-25).
María era, pues, virgen antes del nacimiento de Jesús y permaneció virgen en
el momento del parto y después del parto. Es la verdad que presentan los
textos del Nuevo Testamento y que expresaron tanto el V Concilio Ecuménico,
celebrado en Constantinopla el año 553, que habla de María 'siempre Virgen',
como el Concilio Lateranense, el año 649, que enseña que 'la Madre de Dios... María...
concibió (a su Hijo) por obra del Espíritu Santo sin intervención de varón y
que lo engendró incorruptiblemente, permaneciendo inviolada su virginidad
también después del parto'.
2. Esta fe esta
presente en la enseñanza de los Apóstoles. Leemos por ejemplo en la Carta a de San Pablo a los
Gálatas: 'Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido
de mujer... para que recibiéramos la adopción' (Gal. 4, 4-5). Los
acontecimientos unidos a la concepción y al nacimiento de Jesús están
contenidos en los primeros capítulos de Mateo y de Lucas, llamados comúnmente
'el Evangelio de la infancia', y es sobre todo a ellos a los que hay que hacer
referencia.
3. Especialmente
conocido es el texto de Lucas, porque se lee frecuentemente en la liturgia
eucarística, y se utiliza en la oración del Angelus. El fragmento del
Evangelio de Lucas describe a anunciación a María, que sucedió seis meses después
del anuncio del nacimiento de Juan Bautista (Cfr. Lc 1, 5-25). ' fue enviado
el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a
una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David; el
nombre de la virgen era María' (Lc 1, 26). El ángel la saludó con las
palabras 'Ave María', que se han hecho oración de la Iglesia (la 'salutatio
angélica'). El saludo provoca turbación en María: 'Ella se turbó al oír estas
palabras y discurría qué podría significar aquella salutación. El ángel le
dijo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios, y
concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre
Jesús. El será grande y llamado Hijo del Altísimo... Dijo María l ángel:
¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón? El ángel le contestó y dijo:
El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su
sombra, y por eso el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios'
(Lc 1, 29-35). El ángel anunciador, presentando como un 'signo' la inesperada
maternidad de Isabel, pariente de María, que ha concebido un hijo en su
vejez, añade: 'Nada hay imposible para Dios'. Entonces dijo María: 'He aquí a
la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra' (Lc 1, 37-38).
4. Este texto del
Evangelio de Lucas constituye la base de la enseñanza de la Iglesia sobre la
maternidad y la virginidad de María, de la que nació Cristo, hecho hombre por
obra del Espíritu. El primer momento del misterio de la Encarnación
del Hijo de Dios se identifica con la concepción prodigiosa sucedida por obra
del Espíritu Santo en el instante en que María pronunció su 'sí': 'Hágase en
mi según tu palabra' (Lc 1, 38).
5. El Evangelio según
Mateo completa la narración de Lucas describiendo algunas circunstancias que
precedieron al nacimiento de Jesús. Leemos: 'La concepción de Jesucristo fue
así: Estando desposada María, su Madre con José, antes de que conviviesen se
halló haber concebido María del Espíritu Santo. José su esposo, siendo justo,
no quiso denunciarla y resolvió repudiarla en secreto. Mientras reflexionaba
sobre esto, he aquí que se le apareció en sueños un ángel del Señor y le
dijo: José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa,
pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo a
quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados'
(Mt 1, 18-21 ).
6. Como se ve, ambos
textos del 'Evangelio de la infancia' concuerdan en la constatación
fundamental: Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de María
Virgen; y son entre sí complementarios en el esclarecimiento de las
circunstancias de este acontecimiento extraordinario: Lucas respecto a María,
Mateo respecto a José.
Para identificar la fuente de la que deriva el Evangelio de la
infancia, hay que referirse a la frase de San Lucas: 'María guardaba todo
esto y lo meditaba en su corazón' (Lc 2, 19). Lucas lo dice dos veces:
después de marchar los pastores de Belén y después del encuentro de Jesús en
el templo (Cfr. 2, 51). El Evangelista mismo nos ofrece los elementos para
identificar en la Madre
de Jesús una de las fuentes de información utilizadas por él para escribir el
'Evangelio de la infancia'. María, que 'guardó todo esto en su corazón' (Cfr.
Lc 2, 19), pudo dar testimonio, después de la muerte y resurrección de
Cristo, de lo que se referí la propia persona y a la función de Madre
precisamente en el período apostólico, en el que nacieron los textos del
Nuevo Testamento y tuvo origen la primera tradición cristiana.
7. El testimonio
evangélico de la concepción virginal de Jesús por parte de María es de gran
relevancia teológica. Pues constituye un signo especial del origen divino del
Hijo de María. El que Jesús no tenga un padre terreno porque ha sido
engendrado 'sin intervención de varón', pone de relieve la verdad de que El
es el Hijo de Dios, de modo que cuando asume la naturaleza humana, su Padre
continúa siendo exclusivamente Dios.
8. La revelación de
la intervención del Espíritu Santo en la concepción de Jesús, indica el comienzo
en la historia del hombre de la nueva generación espiritual que tiene un
carácter estrictamente sobrenatural (Cfr. 1 Cor 15, 45-49). De este modo Dios
Uno y Trino 'se comunica' a la criatura mediante el Espíritu Santo. Es el
misterio al que se pueden aplicar las palabras del Salmo: 'Envía tu Espíritu,
y serán creados, y renovarás la faz de la tierra' (Sal 103/104, 30). En la
economía de esa comunicación de Sí mismo que Dios hace a la criatura, la
concepción virginal de Jesús, que sucedió por obra del Espíritu Santo, es un
acontecimiento central y culminante. El inicia la 'nueva creación' Dios entra
así en un modo decisivo en la historia para actuar el destino sobrenatural
del hombre, o sea, la predestinación de todas las cosas en Cristo. Es la expresión
definitiva del Amor salvífico de Dios al hombre, del que hemos hablado en las
catequesis sobre la
Providencia.
9. En la actuación
del plan de la salvación hay siempre una participación de la criatura. Así en
la concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo María participa de forma
decisiva. Iluminada interiormente por el mensaje del ángel sobre su vocación
de Madre y sobre la conservación de su virginidad, María expresa su voluntad
y consentimiento y acepta hacerse el humilde instrumento de la 'virtud del
Altísimo'. La acción del Espíritu Santo hace que en María la maternidad y la
virginidad estén presentes de un modo que, aunque inaccesible a la mente
humana, entre de lleno en el ámbito de la predilección de la omnipotencia de
Dios. En María se cumple la gran profecía de Isaías: 'La virgen grávida da a
luz' (7, 14. Cfr. Mt 1, 22)23); su virginidad, signo en el Antiguo Testamento
de la pobreza y de disponibilidad total al plan de Dios, se convierte en el
terreno de a acción excepcional de Dios, que escoge a María para ser Madre
del Mesías.
10. La excepcionalidad
de María se deduce también de las genealogías aducidas por Mateo y Lucas.
El Evangelio según Mateo comienza, conforme a la costumbre hebrea, con
la genealogía de José (Mt 1, 2-17) y hace un elenco partiendo de Abrahán, de
las generaciones masculinas. A Mateo de hecho, le importa poner de relieve,
mediante la paternidad legal de José, la descendencia de Jesús de Abrahán y
David y, por consiguiente, la legitimidad de su calificación de Mesías. Sin
embargo al final de la serie de los ascendientes leemos: 'Y Jacob engendró a
José esposo de María, de la cual nació Jesús llamado Cristo' (Mt 1,16).
Poniendo el acento en la maternidad de María el Evangelista implícitamente
subraya la verdad del nacimiento virginal: Jesús como hombre, no tiene padre
terreno.
Según el Evangelio de Lucas, la genealogía de Jesús (Lc 3 23-38) es
ascendente: desde Jesús a través de sus antepasados se remonta hasta Adán. El
Evangelista ha querido mostrar la vinculación de Jesús con todo el género
humano. María, como colaboradora de Dios en dar a su Eterno Hijo la
naturaleza humana ha sido el instrumento de la unión de Jesús con toda la
humanidad.
1. En la catequesis
anterior hablamos de las dos genealogías de Jesús: la del Evangelio según
Mateo (Mt 1,1-17) tiene una estructura 'descendente', es decir, enumera los
antepasados de Jesús, Hijo de María, comenzando por Abrahán. La otra, que se encuentra
en el Evangelio de Lucas (Lc 3, 23-38), tiene una estructura 'ascendente':
partiendo de Jesús llega hasta Adán.
Mientras que la genealogía de Lucas indica la conexión de Jesús con
toda la humanidad, la genealogía de Mateo hace ver su pertenencia la estirpe
de Abrahán. Y en cuanto hijo de Israel, pueblo elegido por Dios en a antigua
Alianza, al que directamente pertenece, Jesús de Nazaret es a pleno título
miembro de la gran familia humana.
2. Jesús nace en
medio de este pueblo, crece en su religión y en su cultura. Es un verdadero
israelita, que piensa y se expresa en arameo según las categorías
conceptuales y lingüísticas de sus contemporáneos y sigue las costumbres y
los usos de su ambiente. Como israelita es heredero fiel de la Antigua Alianza.
Es un hecho puesto de relieve por San Pablo cuando, en la Carta a los Romanos,
escribe respecto a su pueblo: 'los israelitas, cuya es a adopción, y la
gloria, y las alianzas, y la legislación, y el culto y las promesas; cuyos
son los patriarcas y de quienes según la carne procede Cristo' (Rom 9, 4-5).
Y en la Carta
a los Gálatas recuerda que Cristo ha 'nacido bajo la ley' (Gal 4, 4).
3. Como obsequio a la
prescripción de la ley de Moisés, poco después del nacimiento Jesús fue circuncidado
según el rito, entrando así oficialmente a se r parte del pueblo de a
alianza: 'Cuando se hubieron cumplido los ocho días para circuncidar al niño,
le dieron el nombre de Jesús' (Lc 2, 21).
El Evangelio de la infancia, aunque es pobre en pormenores sobre el
primer periodo de la vida de Jesús, narra sin embargo que 'sus padres iban
cada año a Jerusalén en la fiesta de la Pascua' (Lc 2, 41), expresión de su fidelidad a
la ley y a la tradición de Israel. 'Cuando era ya de doce años, al subir sus
padres, según el rito festivo' (Lc 2, 42), 'y volverse ellos, acabados los
días, el Niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que sus padres lo echasen de
ver' (Lc 2, 43). Después de tres días de búsqueda 'le hallaron en el templo,
sentado en medio de los doctores, oyéndolos y preguntándoles' (Lc 2, 46). La
alegría de María y José se sobrepusieron sin duda sus palabras, que ellos no
comprendieron: '¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es preciso que me
ocupe de las cosas de mi Padre?' (Lc 2, 49).
4. Fuera de este
suceso, todo el periodo de la infancia y de a adolescencia de Jesús en el
Evangelio está cubierto de silencio. Es un período de 'vida oculta', resumido
por Lucas en dos simples frases: Jesús 'bajó con ellos (con María y José) y
vino a Nazaret y les estaba sujeto' (Lc 2, 51), y: 'crecía en sabiduría y
edad y gracia ante Dios y ante los hombres' (Lc 2, 52).
5. Por el Evangelio
sabemos que Jesús vivió en una determinada familia, en la casa de José, quien
hizo las veces de padre del Hijo de María, asistiéndolo, protegiéndolo y
adiestrándolo poco a poco en su mismo oficio de carpintero. A los ojos de los
habitantes de Nazaret Jesús aparecía como 'el hijo del carpintero' (Cfr. Mt
13, 55). Cuando comenzó a enseñar, sus paisanos se preguntaban sorprendidos:
'¿No es acaso el carpintero, hijo de María?...' (Cfr. Mc 6, 2-3). Además de
la madre, mencionaban también a sus 'hermanos' y sus 'hermanas', es decir,
aquellos miembros de su parentela ('primos'), que vivían en Nazaret, aquellos
mismos que, como recuerda el Evangelista Marcos, intentaron disuadir a Jesús
de su actividad de Maestro (Cfr. Mc 3, 21).Evidentemente ellos no en
encontraban en El algún motivo que pudiera justificar el comienzo de una
nueva actividad; consideraban que Jesús era y debía seguir siendo un israelita
más.
6. La actividad
pública de Jesús comenzó a los treinta años cuando tuvo su primer discurso en
Nazaret: '...según su costumbre, entró el día de sábado en la sinagoga y se
levantó para hacer la lectura. Le entregaron un libro del Profeta Isaías...'
(Lc. 4, 16-17). Jesús leyó el pasaje que comenzaba con las palabras: 'El
Espíritu del Señor está sobre mi, porque me ungió para evangelizar a los
pobres ' (Lc 4, 18). Entonces Jesús se dirigió a los presentes y les anunció:
'Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír...'(Lc. 4, 21 )
7. En su actividad de
Maestro, que comienza en Nazaret y se extiende a Galilea y a Judea hasta la
capital, Jerusalén, Jesús sabe captar y valorar los frutos abundantes
presentes en la tradición religiosa de Israel. La penetra con inteligencia
nueva, hace emerger sus valores vitales, pone a la luz sus perspectivas
proféticas. No duda en denunciar las desviaciones de los hombres en contraste
con los designios del Dios de a alianza.
De este modo realiza, en el ámbito de la única e idéntica Revelación
divina, el paso de lo 'viejo' a lo 'nuevo', sin abolir la ley, sino más bien
llevándola a su pleno cumplimiento (Cfr. Mt 5, 17). Este es el pensamiento
con el que se abre la Carta
a los Hebreos: 'Muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a
nuestros padres por ministerio de los Profetas; últimamente, en estos días,
nos habló por su Hijo..' (Heb 1, 1).
8. Este paso de lo
'viejo' a lo 'nuevo' caracteriza toda la enseñanza del 'Profeta' de Nazaret.
Un ejemplo especialmente claro es el sermón de la montaña, registrado en el
Evangelio de Mateo Jesús dice: 'Habéis oído que se dijo a los antiguos: No
matarás... Pero yo os digo que todo el que se irrita contra su hermano será
reo de juicio' (Cfr. Mt 5, 21)22). 'Habéis oído que fue dicho: No
adulterarás: pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya
adulteró con ella en su corazón' (Mt 5, 27-28). 'Habéis oído que fue dicho:
amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo; pero yo os digo: amad a
vuestros enemigos y orad por los que os persiguen' (Mt. 5, 43-44).
Enseñando de este modo, Jesús declara al mismo tiempo: 'No penséis que
yo he venido a abrogar la ley o los Profetas, no he venido a abrogarlas, sino
a consumarlas' (Mt 5, 17).
9. Este 'consumar' es
una palabra clave que se refiere no sólo a la enseñanza de la verdad revelada
por Dios, sino también a toda la historia de Israel, o sea, del pueblo del
que Jesús es hijo. Esta historia extraordinaria, guiada desde el principio
por la mano poderosa del Dios de a alianza, encuentra en Jesús su
cumplimiento. El designio que el Dios de a alianza había escrito desde el
principio en esta historia, haciendo de ella la historia de la salvación,
tendía a la 'plenitud de los tiempos' (Cfr. Gal 4, 4), que se realiza en
Jesucristo. El Profeta de Nazaret no duda en hablar de ello desde el primer
discurso pronunciado en la sinagoga de su ciudad.
10. Especialmente
elocuentes son las palabras de Jesús referidas en el Evangelio de Juan cuando
dice a sus contrarios: 'Abrahán, vuestro padre, se regocijó pensando en ver
mi día' y ante su incredulidad: '¿No tienes aún cincuenta años y has visto a
Abrahán?', Jesús confirma aún más explícitamente: 'En verdad, en verdad os
digo: antes que Abrahán naciese, era yo' (Cfr. Jn 8, 56-58). Es evidente que
Jesús afirma no sólo que El es el cumplimiento de los designios salvíficos de
Dios, inscritos en la historia de Israel desde los tiempos de Abrahán, sino
que su existencia precede al tiempo de Abrahán, llegando a identificarse como
'El que es' (Cfr. Ex 3, 14) Pero precisamente por esto, es El, Jesucristo, el
cumplimiento de la historia De Israel, porque 'supera' esta historia con su
Misterio. Pero aquí tocamos otra dimensión de la cristología que afrontaremos
más adelante.
11. Por ahora concluyamos
con una última reflexión sobre las dos genealogías que narran los dos
Evangelistas Mateo y Lucas. De ellas resulta que Jesús es verdadero hijo de
Israel y que, en cuanto tal, pertenece a toda la familia humana. Por eso, si
en Jesús, descendiente de Abrahán, vemos cumplidas las profecías del Antiguo
Testamento, en El, como descendiente de Adán, vislumbramos, siguiendo la
enseñanza de San Pablo, el principio y el centro de la 'recapitulación' de la
humanidad entera (Cfr. Ef 1, 10).
1. Como hemos visto
en las recientes catequesis, el Evangelista Mateo concluye su genealogía de
Jesús, Hijo de María, colocad l comienzo de su Evangelio, con las palabras
'Jesús, llamado Cristo' (Mt 1, 16). El término 'Cristo' es el equivalente griego
de la palabra hebrea 'Mesías' que quiere decir 'Ungido'. Israel, el pueblo
elegido por Dios, vivió durante generaciones en la espera del cumplimiento de
la promesa del Mesías, a cuya venida fue preparado a través de la historia de
a alianza. El Mesías, es decir el 'Ungido' enviado por Dios, había de dar
cumplimiento a la vocación del pueblo de la
Alianza, al cual, por medio de la Revelación se
le había concedido el privilegio de conocer la verdad sobre el mismo Dios y
su proyecto de salvación.
2. El atribuir el
nombre 'Cristo' a Jesús de Nazaret es el testimonio de que los Apóstoles y la Iglesia primitiva
reconocieron que en El se habían realizado los designios del Dios de a
alianza y las expectativas de Israel. Es lo que proclamó Pedro el día de
Pentecostés cuando, inspirado por el Espíritu Santo, habló por la primera vez
a los habitantes de Jerusalén y a los peregrinos que habían llegado a las
fiestas: 'Tenga pues por cierto toda la casa de Israel que Dios le ha hecho
Señor y Mesías a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado' (Hech 2,
36).
3. El discurso de
Pedro y la genealogía de Mateo vuelven a proponernos el rico contenido de la
palabra 'Mesías)Cristo' que se encuentra en el Antiguo Testamento y sobre el
que hablaremos en las próximas catequesis.
La palabra 'Mesías' incluyendo la idea de unción, sólo puede
comprenderse en conexión con la institución religiosa de la unción con el
aceite, que era usual en Israel y que )como bien sabemos) pasó de la antigua
Alianza a la Nueva. En
la historia de a antigua alianza recibieron esta unción personas llamadas por
Dios al cargo y a la dignidad de rey, o de sacerdote o de profeta.
La verdad sobre el Cristo-Mesías hay que volverá a leer, pues, en el
contexto bíblico de este triple 'munus', que en la antigua alianza se
confería a los que estaban destinados a guiar o a representar al Pueblo de
Dios. En esta catequesis intentamos detenernos en el oficio y la dignidad de
Cristo en cuanto Rey.
4. Cuando el ángel
Gabriel anuncia a la
Virgen María que había sido escogida para ser la Madre del Salvador, le
habla de la realeza de su Hijo: '...le dará el Señor Dios el trono de David,
su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá
fin' (Lc 1, 32)33).
Estas palabras parecen corresponder a la promesa hecha al rey David:
'Cuando se cumplieren tus días... suscitaré a tu linaje después de ti... y
afirmaré su reino. El edificará casa mi nombre y yo estableceré su trono por
siempre. Yo le seré a él padre, y el me será a mi hijo' (2 Sm 7, 12-14). Se
puede decir que esta promesa se cumplió en cierta medida con Salomón, hijo y
directo sucesor de David. Pero el sentido pleno de la promesa iba más allá de
los confines de un reino terreno y se refería no sólo a un futuro lejano,
sino ciertamente a una realidad, que iba más allá de la historia, del tiempo
y del espacio: 'Yo estableceré su trono por siempre' (2 Sm 7, 13).
5. En la anunciación
se presenta a Jesús como Aquel en el que se cumple la antigua promesa. De ese
modo la verdad sobre el Cristo-Rey se sitúa en la tradición bíblica del 'Rey
mesiánico' (del Mesías-Rey); así se la encuentra muchas veces en los
Evangelios que nos hablan de la misión de Jesús de Nazaret y nos transmiten
su enseñanza.
Es significativa a este respecto a actitud del mismo Jesús, por
ejemplo cuando Bartimeo, el mendigo ciego, para pedirle ayuda le grita: 'Hijo
de David, Jesús, ten piedad de mí!' (Mc 10, 47). Jesús, que nunca se ha
atribuido ese título, acepta como dirigidas a El las palabras pronunciadas
por Bartimeo. En todo caso se preocupa de precisar su importancia. En efecto,
dirigiéndose a los fariseos, pregunta: '¿Qué os parece de Cristo? ¿De quién
es hijo? Dijéronle ellos: De David. Les replicó: pues ¿cómo David, en
espíritu le llama Señor, diciendo: !Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi
diestra mientras pongo a tus enemigos bajo tus pies?(Sal 109/110, 1). Si,
pues, David le llama Señor, 'cómo es hijo suyo?' (Mt 22, 42-45) .
6. Como vemos, Jesús
llama a atención sobre el modo 'limitado' e insuficiente de comprender al Mesías
teniendo sólo como base la tradición de Israel, unida a la herencia real de
David. Sin embargo, El no rechaza esta tradición, sino que la cumple en el
sentido pleno que ella contenía, y que ya aparece en las palabras
pronunciadas en a anunciación y que se manifestará en su Pascua.
7. Otro hecho
significativo es que, al entrar en Jerusalén en vísperas de su pasión, Jesús
cumple, tal como destacan a los Evangelistas Mateo (21, 5) y Juan (12, 15),
la profecía de Zacarías, en la que se expresa la tradición del 'Rey
mesiánico': 'Alégrate sobremanera, hija de Sión. Grita exultante, hija de
Jerusalén. He aquí que viene tu Rey, justo y victorioso, humilde, montado en
un asno, en un pollino hijo de asna' (Zac 9, 9) 'Decid a la hija de Sión: he
aquí que tu rey viene a ti, manso y montado sobre un asno, sobre un pollino
hijo de una bestia de carga' (Mt 21, 5) Precisamente sobre un pollino cabalga
Jesús durante su entrada solemne en Jerusalén, acompañado por la turba
entusiasta: 'Hosanna al Hijo de David' (Cfr. Mt 21, 1-10). A pesar de la
indignación de los fariseos, Jesús acepta a aclamación mesiánica de los
'pequeños' (Cfr. Mt 21, 16; Lc 19, 40), sabiendo muy bien que todo equívoco
sobre el titulo de Mesías se disiparía con su glorificación a través de la
pasión .
8. La comprensión de
la realeza como un poder terreno entrará en crisis. La tradición no quedará
anulada por ello, sino clarificada. Los días siguientes a la entrada de Jesús
en Jerusalén se verá cómo se han de entender las palabras del Ángel en a
anunciación: 'Le dará el Señor Dios el trono de David, su padre... reinará en
la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin'. Jesús mismo
explicará en qué consiste su propia realeza, y por lo tanto la verdad
mesiánica, y cómo hay que comprenderla.
9. El momento
decisivo de esta clarificación se da en el diálogo de Jesús con Pilato, que
trae el Evangelio de Juan. Puesto que Jesús ha sido acusado ante el
gobernador romano de 'considerarse rey' de los judíos, Pilato le hace una
pregunta sobre est acusación que interesa especialmente a la autoridad romana
porque, si Jesús realmente pretendiera ser 'rey de los judíos' y fuese
reconocido como tal por sus seguidores, podría constituir una amenaza para el
imperio.
Pilato, pues, pregunta a Jesús: '¿Eres tú el rey de los judíos?
Responde Jesús: ¿Por tu cuenta dices eso o te lo han dicho otros de mi?'; y
después explica: 'Mi reino no es de este mundo; si de este mundo fuera mi
reino, mis ministros habrían luchado para que no fuese entregado a los
judíos; pero mi reino no es de aquí' Ante la insistencia de Pilato: 'Luego,
¿tú eres rey?', Jesús declara: 'Tú dices que soy rey. Yo para esto he nacido
y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que
es de la verdad oye mi voz' (Cfr. Jn 18, 33-37) Estas palabras inequívocas de
Jesús contienen la afirmación clara de que el carácter o munus real, unido a
la misión del Cristo) Mesías enviado por Dios, no se puede entender en
sentido político como si se tratara de un poder terreno, ni tampoco en
relación al 'pueblo elegido', Israel.
10. La continuación
del proceso de Jesús confirma la existencia del conflicto entre la concepción
que Cristo tiene de Sí como 'Mesías)Rey' y la terrestre o política, común entre
el pueblo. Jesús es condenado a muerte bajo a acusación de que 'se ha
considerado rey'. La inscripción colocada en la cruz: 'Jesús Nazareno, Rey de
los judíos', probará que para a autoridad romana éste es su delito.
Precisamente los judíos que, paradójicamente, aspiraban al restablecimiento
del 'reino de David', en sentido terreno, al ver a Jesús azotado y coronado
de espinas, tal como se lo presentó Pilato con las palabras: 'Ahí tenéis a
vuestro rey!', habían gritado: 'Crucifícale!... Nosotros no tenemos más rey
que al Cesar' (Jn 19, 15).
En este marco podemos comprender mejor el significado de la
inscripción puesta en la cruz de Cristo, refiriéndonos por lo demás a la
definición que Jesús había dado de Sí mismo durante el interrogatorio ante el
procurador romano. Sólo en ese sentido el Cristo)Mesías es 'el Rey'; sólo en
ese sentido El actualiza la tradición del 'Rey mesiánico', presente en el
Antiguo Testamento e inscrita en la historia del pueblo de a antigua alianza.
11. Finalmente, en el
Calvario un último episodio ilumina la condición mesiánico-real de Jesús. Uno
de los dos malhechores crucificados junto con Jesús manifiesta esta verdad de
forma penetrante, cuando dice: 'Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu
reino' (Lc 23, 42). Jesús le responde: 'En verdad te digo, hoy estarás
conmigo en el paraíso' (Lc 23, 43) En este diálogo encontramos casi una
confirmación última de las palabras que el Ángel había dirigido a María en a
anunciación: Jesús 'reinará... y su reino no tendrá fin' (Lc 1, 33).
1. El nombre 'Cristo'
que, como sabemos, es el equivalente griego de la palabra 'Mesías', es decir
'Ungido', además del carácter 'real', del que hemos tratado en la catequesis
precedente, incluye también, según la tradición del Antiguo Testamento, el
'sacerdote'. Cual elementos pertenecientes a la misma misión mesiánica, los
dos aspectos, diversos entre sí, son sin embargo complementarios. La figura
del Mesías, dibujada en el Antiguo Testamento, los comprende a entrambos manifestando
la profunda unidad de la misión real y sacerdotal.
2. Esta unidad tiene
su primera expresión, como un prototipo y una anticipación, en Melquisedec,
rey de Salem, misterioso contemporáneo de Abrahán. De él leemos en el libro
del Génesis, que, saliendo al encuentro de Abrahán, 'sacando pan y vino, como
era sacerdote del Dios Altísimo, bendijo a Abrahán diciendo: Bendito Abram
del Dios Altísimo, el dueño de cielos y tierra'.(Gen 14, 18-19).
La figura de Melquisedec, rey)sacerdote, entró en la tradición
mesiánica, como atestigua el Salmo 109 -110): el Salmo mesiánico por
antonomasia. Efectivamente, en este Salmo, Dios-Yahvéh se dirige 'a m i
Señor' (es decir, al Mesías) con las palabras: 'Siéntate a mi derecha, y haré
de tus enemigos estrado de tus pies. !Desde Sión extenderá el Señor el poder
de tu cetro: somete en la batalla a tus enemigos...!' (Sal 109/110, 1-2).
A estas expresiones, que no pueden dejar ninguna duda sobre el
carácter real de Aquel al que se dirige Yahvéh, sigue el anuncio: 'El Señor
lo ha jurado y no se arrepiente: Tú eres sacerdote eterno según el rito de
Melquisedec' (Sal 109/110, 4). Como vemos, Aquel al que Dios-Yahvéh se
dirige, invitándolo a sentarse 'a su derecha', será al mismo tiempo rey y
sacerdote 'según el rito de Melquisedec'.
3. En la historia de
Israel la institución del sacerdocio de a antigua Alianza comienza en la
persona de Arón, hermano de Moisés, y se unirá por herencia con una de las
doce tribus de Israel, la de Leví .
A este respecto, es significativo lo que leemos en el libro del
Eclesiástico: '(Dios) elevó a Arón... su hermano (es decir, hermano de
Moisés), de la tribu de Leví. Y estableció con él una alianza eterna y le dio
el sacerdocio del pueblo' (Sir 45, 78). 'Entre todos los vivientes le escogió
el Señor para presentarle las ofrendas, los perfumes y el buen olor para
memoria y hacer la expiación de su pueblo. Y le dio sus preceptos y poder
para decidir sobre la ley y el derecho, para enseñar sus mandamientos a Jacob
e instruir en su ley a Israel' (Sir 45, 20)21). De estos textos deducimos que
la elección sacerdotal está en función del culto, para la ofrenda de los
sacrificios de adoración y de expiación y que a su vez el culto esta ligado a
la enseñanza sobre Dios y sobre su ley.
4. Siempre en el mismo
contexto son significativas también estas palabras del libro del
Eclesiástico: 'También hizo Dios alianza con David... La herencia del reino
es para uno de sus hijos, y la herencia de Arón para su descendencia' (Sir
45, 31).
Según esta tradición, el sacerdocio se sitúa 'al lado' de la dignidad
real. Ahora bien, Jesús no procede de la estirpe sacerdotal, de la tribu de
Leví, sino de la de Judá, por lo que no parece que le corresponda el carácter
sacerdotal del Mesías. Sus contemporáneos descubren en El sobre todo al
maestro, al profeta, algunos también a su 'rey', heredero de David. Así,
pues, podría decirse que en Jesús la tradición de Melquisedec, el
Rey-sacerdote, está ausente.
5. Sin embargo, es
una ausencia aparente. Los acontecimientos pascuales manifestaron el
verdadero sentido del 'Mesías-rey' y del 'rey-sacerdote según el rito de
Melquisedec' que, presente en el Antiguo Testamento, encontró su cumplimiento
en la misión de Jesús de Nazaret. Es significativo que en el proceso ante el
Sanedrín, al sumo sacerdote que le pregunta: '...si eres tú el Mesías, el
Hijo de Dios', Jesús responde: 'Tú lo has dicho... y yo os digo que a partir
de ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del poder...' (Mt 26,
63-64). Es una clara referencia al Salmo mesiánico (Sal 109/110), en el que
se expresa la tradición del rey-sacerdote.
6. Pero hay que decir
que la manifestación plena de esta verdad sólo se encuentra en la Carta a los Hebreos, que
afronta la relación entre el sacerdocio levítico y el de Cristo.
El autor de la Carta
a los Hebreos toca el tema del sacerdocio de Melquisedec para decir que en
Jesucristo se ha cumplido el anuncio mesiánico ligado a esta figura que por
predestinación superior ya desde los tiempos de Abrahán había sido inscrita
en la misión del Pueblo de Dios.
Efectivamente, leemos de Cristo que ' al ser consumado, vino a ser
para todos los que le obedecen causa de salud eterna, declarado por Dios
Pontífice según el orden de Melquisedec' (Heb 5, 9-10). Por eso, después de
haber recordado lo que escribe el libro del Génesis sobre Melquisedec (Gen
14, 18), la Carta
a los Hebreos continúa: '... (su nombre) se interpreta primero rey de
justicia, y luego también rey de Salem, es decir, rey de paz. Sin padre, sin
madre, sin genealogía, sin principio de sus días, ni fin de su vida, se
asemeja en eso al Hijo de Dios, que es sacerdote para siempre' (Heb 7, 2-3).
7. Haciendo también
analogías con el ritual del culto, con el arca y con los sacrificios de a
antigua Alianza, el Autor de la
Carta a los Hebreos presenta a Jesucristo como el
cumplimiento de todas las figuras y las promesas del Antiguo Testamento, en
orden 'a servir en un santuario que es imagen y sombra del celestial' (Heb 8,
5). Sin embargo Cristo, Sumo Sacerdote misericordioso y fiel (Heb 2,17; cfr.
3, 2.5), lleva en Si mismo un 'sacerdocio perpetuo' (Heb 7, 24), al haberse
ofrecido 'a Sí mismo inmaculado a Dios'(Heb 9, 14).
8. Vale la pena citar
en su totalidad algunos fragmentos especialmente elocuentes de esta Carta. Al
entrar en el mundo, Jesucristo dice a Dios su Padre: 'No quisiste sacrificios
ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo. Los holocaustos y sacrificios
por el pecado no los recibiste. Entonces yo dije: Heme aquí que vengo, en el
volumen del libro está escrito de mí, para hacer, oh Dios!, tu voluntad' (Heb
10, 5-7)
'Y tal convenía que fuese nuestro Sumo Sacerdote' (Heb 7, 26). 'Por
esto hubo de asemejarse en todo a sus hermanos, a fin de hacerse Pontífice
misericordioso y fiel en las cosas que tonan a . Dios, para expiar los
pecados del pueblo' (Heb 2, 17). Tenemos pues, 'un gran Pontífice... tentado
en todo, a semejanza nuestra, menos en el pecado', un Sumo Sacerdote que sabe
'compadecerse de nuestras flaquezas' (Cfr. Heb 4, 15).
9. Leemos más
adelante que ese Sumo Sacerdote 'no necesita, como los pontífices, ofrecer
cada día víctimas, primero por sus propios pecados, luego por los del pueblo,
pues esto lo hizo una sola vez ofreciéndose a Sí mismo' (Heb 7, 27). Y
también: 'Cristo, constituido Pontífice de los bienes futuros...entró una vez
para siempre en el santuario... por su propia sangre, realizada la redención
eterna' (Heb 9, 11-12). De aquí nuestra certeza de que 'la sangre de Cristo,
que por el Espíritu eterno a Sí mismo se ofreció inmaculado a Dios, limpiará
nuestra conciencia de las obras muertas para dar culto al Dios vivo'(Heb 9,
14).
Así se explica a atribución de una perenne fuerza salvífica al
sacerdocio de Cristo, por ella ' su poder es perfecto para salvar a los que
por El se acercan a Dios y siempre vive para interceder por ellos' (Heb 7,
25).
10. Finalmente podemos
observar que en la Carta
a los Hebreos se afirma, de forma clara y convincente, que Jesucristo ha
cumplido con toda su vida y sobre todo con el sacrificio de la cruz, lo que
se ha inscrito en la tradición mesiánica de la Revelación
divina. Su sacerdocio es puesto en referencia al servicio ritual de los
sacerdotes de a antigua alianza, que sin embargo El sobrepasa, como Sacerdote
y como Víctima. En Cristo, pues, se cumple ele terno designio de Dios que
dispuso la institución del sacerdocio en la historia de la alianza.
11. Según la Carta a los Hebreos, el
cumplimiento mesiánico está simbolizado por la figura de Melquisedec. En
efecto, en ella se lee que por voluntad de Dios: 'a semejanza de Melquisedec
se levanta otro Sacerdote, instituido no en razón de una ley carnal (o sea,
por institución legal), sino de un poder de vida indestructible' (Heb
7,15)16). Se trata, pues, de un sacerdocio eterno (Cfr. Heb 7, 24).
La Iglesia guardiana e intérprete de éstos y de otros textos que hay en el Nuevo
Testamento, ha reafirmado repetidas veces la verdad del Mesías-Sacerdote, tal
como atestigua, por ejemplo, el Concilio Ecuménico de Efebo (431), el de
Trento (1562) y, en nuestros días, el Concilio Vaticano II (1962-65).
Un testimonio evidente de esta verdad lo encontramos en el sacrificio
eucarístico que por institución de Cristo ofrece la Iglesia cada día bajo
las especies del pan y del vino, es decir, 'según el rito de Melquisedec'.
1. Durante el proceso
ante Pilato, Jesús, al ser interrogado si era rey, primero niega que sea rey
en sentido terreno y político; después, cuando Pilato se lo pregunta por segunda
vez, responde: 'Tú dices que soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he
venido al mundo, para dar testimonio de la verdad' (Jn 18, 37). Esta
respuesta une la misión real y sacerdotal del Mesías con la característica
esencial de la misión profética. En efecto, el Profeta es llamado y enviado a
dar testimonio de la verdad. Como testigo de la verdad él habla en nombre de
Dios. En cierto sentido es la voz de Dios. Tal fue la misión de los Profetas
que Dios envió a lo largo de los siglos a Israel.
En la figura de David, rey y profeta, es en quien especialmente la
característica profética se une a la vocación real.
2. La historia de los
Profetas del Antiguo Testamento indica claramente que la tarea de proclamar
la verdad, al hablar en nombre de Dios, es antes que nada un servicio, tanto
en relación con Dios que envía, como en relación con el pueblo al que el
Profetas se presenta como enviado de Dios. De ello se deduce que el servicio
profético no sólo es eminente y honorable, sino también difícil y fatigoso.
Un ejemplo evidente de ello es lo que le ocurrió al Profeta Jeremías, quien
encuentra resistencia, rechazo y finalmente persecución, en la medida en que
la verdad proclamada es incómoda. Jesús mismo, que muchas veces se refirió a
los sufrimientos que padecieron los Profetas, los experimentó personalmente
de forma plena.
3. Estas primeras
referencias al carácter ministerial de la misión profética nos introducen en
la figura del Siervo de Dios (Ebed Yahvéh) que se encuentra en Isaías (y
precisamente en el llamado 'Deutero-Isaías'). En esta figura la tradición
mesiánica de a antigua Alianza encuentra una expresión especialmente rica, e
importante, si consideramos que el Siervo de Yahvéh, en el que sobresalen
sobre todo las características del Profeta, une en sí mismo, en cierto modo,
también la cualidad del sacerdote y del rey. Los Cantos de Isaías sobre el
Siervo de Yahvéh presentan una síntesis veterotestamentaria del Mesías,
abierta a ulteriores desarrollos. Si bien están escritos muchos siglos antes de
Cristo, sirven de modo sorprendente para la identificación de su figura,
especialmente en cuanto a la descripción del Siervo de Yahvéh sufriente: un
cuadro tan justo y fiel que se diría que está hecho teniendo delante los
acontecimientos de la Pascua
de Cristo.
4. Hay que observar
que el término 'Siervo, 'Siervo de Dios' se emplea abundantemente en el
Antiguo Testamento. A muchos personajes eminentes seles llama o se les define
'siervos de Dios'. Así Abrahán (Gen 26, 24), Jacob (Gen 32, 11), Moisés,
David y Salomón, los Profetas. La Sagrada Escritura
también atribuye este término a algunos personajes paganos que cumplen su
papel en la historia de Israel: así, por ejemplo, a Nabucodonosor (Jer 25,
8-9), y a Ciro (Is 44, 26). Finalmente, todo Israel como pueblo es llamado
'siervo de Dios' (Cfr. Is 41, 8-9; 42, 19; 44, 21; 48, 20), según un uso
lingüístico del que se hace eco el Canto de María que alaba a Dios porque
'auxilia a Israel, su siervo' (Lc 1, 54).
5. En cuanto a los
Cantos de Isaías sobre el Siervo de Yahvéh constatamos ante todo los que se
refieren no a una entidad colectiva, como puede ser un pueblo, sino a una
persona determinada a la que el Profeta distingue en cierto modo de Israel
pecador: 'He aquí a mi siervo, a quien sostengo yo (leemos en el primer
Canto), mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre
él; él dará el derecho a las naciones. No gritará, no hablará recio ni hará
oír su voz en las plazas. No romperá la caña cascada ni apagará la mecha que
se extingue. . . sin cansarse ni desmayar, hasta que establezca el derecho en
la tierra...' (Is 42, 1-4). 'Yo, Yahvéh, te he formado y te he puesto por
alianza del pueblo y para luz de las gentes, para abrir los ojos de los
ciegos, para sacar de la cárcel a los presos, del calabozo a los que moran en
las tinieblas' (Is 42, 6-7).
6. El segundo Canto
desarrolla el mismo concepto: 'Oídme, islas; atended, pueblos lejanos: Yahvéh
me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre me llamó por
mi nombre. Y puso mi boca como cortante espada, me ha guardado a la sombra de
su mano, hizo de mí aguda saeta y me guardó en su aljaba' (Is 49, 6). 'Dijo:
ligera cosa es para mí que seas tú mi siervo, para restablecer las tribus de
Jacob Yo te he puesto para luz de las gentes, para llevar mi salvación hasta
los confines de la tierra' (Is 49,6). 'EL Señor, Yahvéh, me ha dado lengua de
discípulo, para saber sostener con palabras al cansado' (Is 50, 4). Y
también: 'Así se admirarán muchos pueblos y los reyes cerrarán ante él su
boca' (Is 52, 15). 'El Justo, mi Siervo, justificará a muchos y cargará con
las iniquidades de ellos' (Is 53, 11).
7. Estos últimos
textos, pertenecientes a los Cantos tercero y cuarto, nos introducen con
realismo impresionante en el cuadro del Siervo Sufriente al que deberemos
volver nuevamente. Todo lo que dice Isaías parece anunciar de modo
sorprendente lo que en el alba misma de la vida de Jesús predecirá el santo
anciano Simeón, cuando lo saludó como 'luz para iluminación de las gentes' y
al mismo tiempo como 'signo de contradicción' (Cfr. Lc 2, 32. 34).Ya en el
libro de Isaías la figura del Mesías emerge como Profeta, que viene al mundo
para dar testimonio de la verdad, y que precisamente a causa de esta verdad
será rechazado por su pueblo, llegando a ser con su muerte motivo de
justificación para 'muchos'.
8. Los Cantos del
Siervo de Yahvéh encuentran amplia resonancia en el Nuevo Testamento, desde
el comienzo de a actividad mesiánica de Jesús. Ya la descripción del bautismo
en el Jordán permite establecer un paralelismo con los textos de Isaías.
Escribe Mateo: 'Bautizado Jesús. .. he aquí que se abrieron los cielos, y vio
al Espíritu de Dios descender como paloma y venir sobre El' (Mt 3 16); en
Isaías se dice: 'He puesto mi espíritu sobre El' (Is 42, 1). El Evangelista
añade: 'Mientras una voz del cielo decía: Esté es mi Hijo amado, en quien
tengo mis complacencias' (Mt 3, 17), y en Isaías Dios dice del Siervo: 'Mi
elegido en quien se complace mi alma' (Is 42, 1 ). Juan Bautista señala a
Jesús que se acerca al Jordán, con las palabras: 'He aquí el Cordero de Dios,
que quita el pecado del mundo' (Jn 1, 29), exclamación que representa casi
una síntesis del contenido del Canto tercero y cuarto sobre el Siervo de
Yahvéh sufriente.
9. Una relación
análoga se encuentra en el fragmento en que Lucas narra las primeras palabras
mesiánicas pronunciadas por Jesús en la sinagoga de Nazaret, cuando Jesús lee
el texto de Isaías: 'EL Espíritu del Señor está sobre mi, porque me ungió
para evangelizar a los pobres; me envió a predicar a los cautivos la
libertad, a los ciegos la recuperación de la vista: para poner en libertad a
los oprimidos, par anunciar un año de gracia del Señor' (Lc 4, 17-19). Son
las palabras del primer Canto sobre el Siervo de Yahvéh (Is 42, 1-7; cfr. también
Is 61, 1-2).
10. Si miramos también
la vida y el ministerio de Jesús. El se nos manifiesta como el Siervo de
Dios, que trae la salvación a los hombres, que los sana, que los libra de su
iniquidad, que los quiere ganar para Sí no con la fuerza, sino con la bondad.
El Evangelio, especialmente el de San Mateo, hace referencia muchas veces al
libro de Isaías, cuyo anuncio profético se realiza en Cristo: así cuando
narra que 'y tardecido, le presentaron muchos endemoniados, y arrojaba con
una palabra los espíritus, y a todos los que se sentían mal los curaba, para
que se cumpliese lo dicho por el Profeta Isaías, que dice: El tomó nuestras
enfermedades y cargó con nuestras dolencias' (Mt 8, 16-17; cfr. Is 53, 4). Y
en otro lugar: 'Muchos le siguieron, y los curaba a todos... para que se
cumpliera el anuncio del Profeta Isaías: He aquí a mi siervo..' (Mt 12,
15-21), y aquí el Evangelista narra un largo fragmento del primer Canto sobre
el Siervo de Yahvéh.
11. Como los
Evangelios, también los Hechos de los Apóstoles demuestran que la primera
generación de los discípulos de Cristo, comenzando por los Apóstoles, está
profundamente convencida de que en Jesús se cumplió todo lo que el Profeta
Isaías había anunciado en sus Cantos inspirados: que Jesús es el elegido Siervo
de Dios (Cfr. por ejemplo, Hech 3, 13; 3, 26; 4, 27; 4, 30; 1 Pe 2, 22-25),
que cumple la misión del Siervo de Yahvéh y trae la nueva ley, es la luz y
alianza para todas las naciones (Cfr. Hech 13, 46-47). Esta misma convicción
la volvemos a encontrar también en la 'didajé', en el 'Martirio de San
Policarpo', y en la primera Carta de San Clemente Romano.
12. Hay que añadir un
dato de gran importancia: Jesús mismo habla de Sí como de un siervo,
aludiendo claramente a Is 53, cuando dice: 'El Hijo del hombre no ha venido a
ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos' (Mc 10, 45;
Mt 20, 28) y expresa el mismo concepto cuando lava los pies a los Apóstoles
(Jn 13, 3-4; 12-15).
En el conjunto del Nuevo Testamento, junto a los textos y a las alusiones
a al primer Canto del Siervo de Yahvéh (Is 42, 1-7), que subrayan la elección
del Siervo y su misión profética de liberación, de curación y de alianza para
todos los hombres, el mayor número de textos hace referencia al Canto tercero
y cuarto (Is 50, 4-11; 52, 13-53, 12) sobre el Siervo Sufriente. Es la misma
idea expresada de modo sintético por San Pablo en la Carta a los Filipenses,
cuando hace un himno a Cristo: 'el cual, siendo de condición divina, no
retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de Sí mismo
tomando la condición de siervo y apareciendo en su porte como hombre; y se
humilló a Sí mismo, obedeciendo hasta la muerte' (Flp 2, 6-8).
1. En las catequesis
precedentes hemos intentado mostrar lo aspectos más relevantes de la verdad
sobre el Mesías tal como fue preanunciada en la Antigua alianza y tal
como fue heredada por la generación de los contemporáneos de Jesús de
Nazaret, que entraron en la nueva etapa de la Revelación divina.
De esta generación, los que siguieron a Jesús lo hicieron porque estaban
convencidos de que en El se había cumplido la verdad sobre el Mesías que El
es el Mesías, el Cristo. Son muy significativas las palabra con que Andrés,
el primero de los Apóstoles llamados por Jesús anuncia a su hermano Simón:
'Hemos encontrado al Mesías (que significa el Cristo)' (Jn 1,41).
Sin embargo, hay que reconocer que constataciones tan explícitas como
ésta son más bien raras en los Evangelios. Ello se debe también al hecho de
que en la sociedad israelita de entonces se hallaba difundida una imagen de
Mesías al que Jesús no quiso adaptar su figura y su obra, a pesar del asombro
y a admiración suscitados por todo lo que 'hizo y enseñó' (Hech 1, 1).
2. Es más, sabemos
incluso que el mismo Juan Bautista, que había señalado a Jesús junto al
Jordán como 'El que tenía que venir' (Cfr. Jn 1, 15-30), pues, con espíritu
profético, había visto en El al 'Cordero de Dios' que venía para quitar los
pecados del mundo; Juan, que había anunciado el 'nuevo bautismo' que
administraría Jesús con la fuerza del Espíritu, cuando se hallaba ya en la
cárcel, mandó a sus discípulos a preguntar a Jesús: '¿Eres Tú que ha de venir
o esperamos a otro?' (Mt 11, 3).
3. Jesús no deja sin
respuesta a Juan y a sus mensajeros: 'Id y comunicad a Juan lo que habéis
visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios,
los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados' (Lc 7,
22). Con esta respuesta Jesús pretende confirmar su misión mesiánica y
recurre en concreto a las palabras de Isaías (Cfr. Is 35, 4-5; 6, 1). Y
concluye: 'Bienaventurado quien no se escandaliza de mí' (Lc 7, 23). Estas
palabras finales resuenan como una llamada dirigida directamente a Juan, su
heroico precursor, que tenía una idea distinta del Mesías.
Efectivamente, en su predicación, Juan había delineado la figura del
Mesías como la de un juez severo. En este sentido había hablado 'de la ira
inminente', del 'hacha puesta y la raíz del árbol' (Cfr. Lc 3, 7. 9), para
cortar todas las plantas 'que no de buen fruto' (Lc 3, 9). Es cierto que
Jesús no dudaría en tratar con firmeza e incluso con aspereza, cuando fue
necesario, la obstinación y la rebelión contra la Palabra de Dios; pero El
iba a ser, sobre todo, el anunciador de la 'buena nueva a los pobres' y con
sus obras y prodigios revelaría la voluntad salvífica de Dios, Padre
misericordioso
4. La respuesta que
Jesús da a Juan presenta también otro el momento que es interesante subrayar:
Jesús evita proclamarse Mesías abiertamente. De hecho, en el contexto social
de la época es título resultaba muy ambiguo: la gente lo interpretaba por lo
general en sentido político. Por ello Jesús prefiere referirse al testimonio
ofrecido por sus obras, deseoso sobre todo de persuadir y de suscitar la fe.
5. Ahora bien, en los
Evangelios no faltan casos especiales, como el diálogo con la samaritana,
narrado en el Evangelio de Juan. A la mujer que le dice: 'Yo sé que el
Mesías, el que se llama Cristo está para venir y que cuando venga nos hará
saber todas las cosas', Jesús le responde: 'Yo soy, el que habla contigo' (Jn
4, 25-26).
Según el contexto del diálogo, Jesús convenció a la samaritana, cuya
disponibilidad para la escucha había intuido; de hecho cuando esta mujer
volvió a su ciudad, se apresuró a decir a la gente: 'Venid a ver un hombre
que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será el Mesías?' (Jn 4,
28-29).Animados por su palabra muchos samaritanos salieron al encuentro de
Jesús, lo escucharon, y concluyeron a su vez: 'Este es verdaderamente el
Salvador del mundo' (Jn 4, 22).
6. Entre los
habitantes de Jerusalén, por el contrario, las palabras y los milagros de
Jesús suscitaron cuestiones en torno a su condición mesiánica. Algunos
excluían que pudiera ser el Mesías. 'De éste sabemos de dónde viene, mas del
Mesías, cuando venga nadie sabrá de dónde viene' (Jn 7, 27). Pero otros
decían: 'El Mesías, cuando venga, ¿podrá hacer signos más grandes de los que
ha hecho éste' (Jn 7, 31). '¿No será éste el Hijo de David?'. (Mt 12,23).
Incluso llegó a intervenir el Sanedrín, decretando que 'si alguno lo
confesaba Mesías fuera expulsado de la sinagoga' (Jn 9, 22).
7. Con estos
elementos podemos llegar a comprender el significado clave de la conversación
de Jesús con los Apóstoles cerca de Cesarea de Filipo. 'Jesús les preguntó:
¿Quién dicen los hombres que soy yo? Ellos le respondieron, diciendo: Unos,
que Juan Bautista; otros, que Elías y otros, que uno de los Profetas. Pero El
les preguntó: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Respondiendo Pedro, le
dijo: Tú eres el Cristo' (Mc 8, 27-29; cfr. Además Mt 16, 13-16 y Lc 9,
18-21), es decir, el Mesías.
8. Según el Evangelio
de Mateo esta respuesta ofrece a Jesús la ocasión para anunciar el primado de
Pedro en la futura Iglesia (Cfr. Mt 16, 18). Según Marcos, tras la respuesta
de Pedro, Jesús ordenó severamente a los Apóstoles 'que no dijeran nada a
nadie' (Mc 8 30). De lo cual se puede deducir que Jesús no sólo no proclamaba
que El era el Mesías, sino que tampoco quería que los Apóstoles difundieran
por el momento la verdad sobre su identidad. Quería, en efecto, que sus
contemporáneos llegaran a tal convencimiento contemplando sus obras y
escuchando su enseñanza. Por otra parte, el mismo hecho de que los Apóstoles
estuvieran convencidos de lo que Pedro había dicho en nombre de todos al
proclamar: 'Tú eres el Cristo', demuestra que las obras y palabras de Jesús
constituían una base suficiente sobre la que podía fundarse y desarrollarse
la fe en que El era el Mesías.
9. Pero la continuación
de ese diálogo tal y como aparece en los dos textos paralelos de Marcos y
Mateo es aún más significativa en relación con la idea que tenía Jesús sobre
su condición de Mesías (Cfr. Mc 8, 31-33; Mt 16, 21-23). Efectivamente; casi
en conexión estrecha con la profesión de fe de los Apóstoles, Jesús 'comenzó
a enseñarles como era preciso que el Hijo del Hombre padeciese mucho, y que
fuese rechazado por los ancianos y los príncipes de los sacerdotes y los
escribas y que fuese muerto y resucitado al tercer día' (Mc 8, 31). El
Evangelista Marcos hace notar: 'Les hablaba de esto abiertamente' (Mc 8, 32).
Marcos dice que 'Pedro, tomándole aparte, se puso a reprenderle' (Mc 8, 32).
Según Mateo, los términos de la reprensión fueron éstos: 'No quiera Dios, Señor,
que esto suceda' (Mt 16, 22). Y esta fue la reacción del Maestro: Jesús
'reprendió a Pedro diciéndole: Quítate allá, Satán, pues tus pensamientos no
son los de Dios, sino los de los hombres' (Mc 8, 33; Mt 16, 23).
10. En esta reprensión
del Maestro se puede percibir algo así como un eco lejano de la tentación de
que fue objeto Jesús en el desierto en los comienzos de su actividad
mesiánica (Cfr. Lc 4, 1-13), cuando Satanás quería apartarlo del cumplimiento
de la voluntad del Padre hasta el final. Los Apóstoles, y de un modo especial
Pedro, a pesar que habían profesado su fe en la misión mesiánica de Jesús
afirmando 'Tú eres el Mesías', no lograban librarse completamente de aquella
concepción demasiado humana y terrena del Mesías, y admitir la perspectiva de
un Mesías que iba a padecer y a sufrir la muerte. Incluso en el momento de a
ascensión, preguntarían a Jesús: '¿...vas a reconstruir el reino de Israel'
(Cfr. Hech 1, 6).
11. Precisamente ante
esta actitud Jesús reacciona con tanta decisión y severidad. En El, la
conciencia de la misión mesiánica correspondía a los Cantos sobre el Siervo
de Yahvéh de Isaías y, de un modo especial, a lo que había dicho el Profeta
sobre el Siervo Sufriente: 'Sube ante él como un retoño, como raíz en tierra
árida. No hay en él parecer, no hay hermosura...Despreciado y abandonado de
los hombres, varón de dolores, y familiarizado con el sufrimiento, y como uno
ante el cual se oculta el rostro, menospreciado sin que le tengamos en
cuenta... Pero fue él ciertamente quien soportó nuestros sufrimientos y cargó
con nuestros dolores... Fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por
nuestros pecados' (Is 53, 2)5).
Jesús defiende con firmeza esta verdad sobre el Mesías, pretendiendo
realizarla en El hasta las últimas consecuencias, ya que en ella se expresa
la voluntad salvífica del Padre: 'El Justo, mi siervo, justificará a muchos'
(Is 53,11 ). Así se prepara personalmente y prepara a los suyos para el
acontecimiento en que el 'misterio mesiánico' encontrará su realización plena:
la Pascua de
su muerte y de su resurrección.
1. 'Se ha cumplido el
tiempo, está cerca el reino de Dios' (Mc 1, 15). Con estas palabras Jesús de
Nazaret comienza su predicación mesiánica. El reino de Dios, que en Jesús
irrumpe en la vida y en la historia del hombre, constituye el cumplimiento de
las promesas de salvación que Israel había recibido del Señor.
Jesús se revela Mesías, no porque busque un dominio temporal y
político según la concepción de sus contemporáneos, sino porque con sumisión
se culmina en la pasión-muerte-resurrección, 'todas las promesas de Dios son
!sí!' (2 Cor 1, 20).
2. Para comprender
plenamente la misión de Jesús es necesario recordar el mensaje del Antiguo
Testamento que proclama la realeza salvífica del Señor. En el cántico de
Moisés (Ex 15, 1)18), el Señor es aclamado 'rey' porque ha liberado
maravillosamente a su pueblo y lo ha guiado, con potencia y amor, ala
comunión con El y con los hermanos en el gozo de la libertad. También el
antiquísimo Salmo 28/29 da testimonio de la misma fe: el Señor es contemplado
en la potencia de su realeza, que domina todo lo creado y comunica a su
pueblo fuerza, bendición y paz (Sal 28/29, 10). Pero la fe en el Señor 'rey',
se presenta completamente penetrada por el tema de la salvación, sobre todo
en la vocación de Isaías. El 'Rey' contemplado por el Profeta con los ojos de
la fe 'sobre un trono alto y sublime' (Is 6, 1 ) es Dios en el misterio de su
santidad transcendente y de su bondad misericordiosa, con la que se hace
presente a su pueblo como fuente de amor que purifica, perdona, salva:
'Santo, Santo, Santo, Yahvéh de los ejércitos. Está la tierra llena de tu
gloria' (Is 6,3).
Esta fe en la realeza salvífica del Señor impidió que, en el pueblo de
la alianza, la monarquía se desarrollase de forma autónoma, como ocurría en
el resto de las naciones: El rey es el elegido, el ungido del Señor y, como
tal, es el instrumento mediante el cual Dios mismo ejerce su soberanía sobre
Israel (Cfr. 1 Sm 12, 12-15). 'El Señor reina', proclaman continuamente los
Salmos (Cfr. 5, 3; 9, 6; 28/29, 10; 92/93, 1; 96/97, 1)4; 145/146, 10).
3. Frente a la
experiencia dolorosa de los límites humanos y del pecado, los Profetas
anuncian una nueva Alianza, en la que el Señor mismo será el guía salvífico y
real de su pueblo renovado (Cfr. Jer 31, 31-34; Ez 34, 7-16; 36,24-28).
En este contexto surge la expectación de un nuevo David, que el Señor
suscitará para que sea el instrumento del éxodo, de la liberación, de la
salvación (Ez 34, 23-25; cfr. Jer 23, 5)6). Desde ese momento la figura del
Mesías aparece en relación íntima con la manifestación de la realeza plena de
Dios.
Tras el exilio, aun cuando la institución de la monarquía decayera en
Israel, se continuó profundizando la fe en la realeza que Dios ejerce sobre
su pueblo y que se extenderá hasta 'los confines de la tierra'. Los Salmos
que cantan al Señor rey constituyen el testimonio más significativo de esta
esperanza (Cfr Sal 95/96-98/99).
Esta esperanza alcanza su grado máximo de intensidad cuando la mirada
de la fe, dirigiéndose más allá del tiempo de la historia humana, llegará a
comprender que sólo en la eternidad futura se establecerá el reino de Dios en
todo su poder: entonces, mediante la resurrección, los redimidos se
encontrarán en la plena comunión de vida y de amor con el Señor (Cfr. Dan
7,9-10; 12, 2-3).
4. Jesús alude a esta
esperanza del Antiguo Testamento y proclama su cumplimiento. El reino de Dios
constituye el tema central de su predicación, como lo demuestran sobre todo
las parábolas.
La parábola del sembrador (Mt 13, 3)8) proclama que el reino de Dios
está ya actuando en la predicación de Jesús; al mismo tiempo invita a
contemplar a abundancia de frutos que constituirán la riqueza sobreabundante
del reino al final de los tiempos. La parábola de la semilla que crece por sí
sola (Mc 4, 26-29) subraya que el reino no es obra humana, sino únicamente
don del amor de Dios que actúa en el corazón de los creyentes y guía la
historia humana hacia su realización definitiva en la comunión eterna con el
Señor. La parábola de la cizaña en medio del trigo (Mt 13, 24-30) y la de la
red para pescar (Mt 13, 47-52) se refieren, sobre todo, a la presencia, ya
operante, de la salvación de Dios. Pero, junto a los 'hijos del reino', se
hallan también los 'hijos del maligno', los que realizan la iniquidad: sólo
al final de la historia serán destruidas las potencias del mal, y quien hay
cogido el reino estará para siempre con el Señor. Finalmente, las parábolas
del tesoro escondido y de la perla preciosa (Mt 13, 44-46), expresan el valor
supremo y absoluto del reino de Dios: quien lo percibe, está dispuesto a
afrontar cualquier sacrificio y renuncia para entrar en él.
5. De la enseñanza de
Jesús nace una riqueza muy iluminadora. El reino de Dios en su plena y total
realización, es ciertamente futuro, 'debe venir' (Cfr. Mc 9, 1; Lc 22, 18);
la oración del Padrenuestro enseña a pedir su venida: 'Venga a nosotros tu
reino' (Mt 6, 10).
Pero al mismo tiempo, Jesús afirma que el reino de Dios 'ya ha venido'
(Mt 12, 28), 'está dentro de vosotros' (Lc 17, 21) mediante la predicación y
las obras, de Jesús. Por otra parte, de todo el Nuevo Testamento se deduce
que la Iglesia,
fundada por Jesús, es el lugar donde la realeza de Dios se hace presente, en
Cristo, como don de salvación en la fe, de vida nueva en el Espíritu, de
comunión en la caridad.
Se ve así la relación íntima entre el reino y Jesús, una relación tan
estrecha que el reino de Dios puede llamarse también 'reino de Jesús' (Ef 5,
5;2 Pe 1, 11), como afirma, por lo demás, el mismo Jesús ante Pilato al decir
que 'su' reino no es de este mundo (Cfr. 18, 36).
6. Desde esta
perspectiva podemos comprender las condiciones indicadas por Jesús para
entrar en el reino se pueden resumir en la palabra 'conversión'. Mediante la
conversión el hombre se abre al don de Dios (Cfr. Lc 12, 32), que llama 'a su
reino y a su gloria' (1 Tes 2, 12); acoge como un niño el reino (Mc 10, 15) y
está dispuesto a todo tipo de renuncias para poder entrar en él (Cfr. Lc 18,
29; Mt 19, 29; Mc 10, 29)
El reino de Dios exige una 'justicia' profunda o nueva (Mt 5, 20);
requiere empeño en el cumplimiento de la 'voluntad de Dios' (Mt 7, 21),
implica sencillez interior 'como los niños' (Mt 18, 3; Mc 10, 15); comporta
la superación del obstáculo constituido por las riquezas (Cfr. Mc 10, 23-24).
7. Las
bienaventuranzas proclamadas por Jesús (Cfr. Mt 5, 3-12) se presentan como la
'Carta magna' del reino de los cielos, dado a los pobres de espíritu, a los
afligidos, a los humildes, a quien tiene hambre y sed de justicia, a los
misericordiosos, a los puros de corazón, a los artífices de paz, a los
perseguidos por causa de la justicia. Las bienaventuranzas no muestran sólo
las exigencias del reino; manifiestan ante todo la obra que Dios realiza en
nosotros haciéndonos semejantes a su Hijo (Rom 8, 29) y capaces de tener sus
sentimientos (Flp 2, 5 ss.) de amor y de perdón (Cfr. Jn 13, 34-35; Col 3,
13)
8. La enseñanza de
Jesús sobre el reino de Dios es testimoniada por la Iglesia del Nuevo
Testamento, que vivió esta enseñanza con a alegría de su fe pascual. La Iglesia es la comunidad
de los 'pequeños' que el Padre 'ha liberado del poder de las tinieblas y ha
trasladado al reino del Hijo de su amor' (Col 1,13); es la comunidad de los que
viven 'en Cristo', dejándose guiar por el Espíritu en el camino de la paz (Lc
1, 79), y que luchan para no 'caer en la tentación' y evitar la obras de la
'carne', sabiendo muy bien que 'quienes tales cosas hacen no heredarán el
reino de Dios' (Gal 5, 21). La
Iglesia es la comunidad de quienes anuncian, con su vida y
con sus palabras, el mismo mensaje de Jesús: 'El reino de Dio está cerca de
vosotros' (Lc 10, 9).
9. La Iglesia, que 'camina a
través de los siglos incesantemente a la plenitud de la verdad divina hasta
que se cumpla en ella las palabras de Dios' (Dei Verbum, 8), pide al Padre en
cada una de las celebraciones de la Eucaristía que 'venga su reino'. Vive esperando
ardientemente la venida gloriosa del Señor y Salvador Jesús, que ofrecerá a la Majestad Divina
un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la
santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor la paz' (Prefacio de
la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo).
Esta espera del Señor es fuente incesante de confianza de energía.
Estimula a los bautizados, hechos partícipes de la dignidad real de Cristo, a
vivir día tras día 'en el reino del Hijo de su amor', a testimoniar y
anunciar la presencia del reino con las mismas obras de Jesús (Cfr. Jn 14,
12). En virtud de este testimonio de fe y de amor, enseña el Concilio, el
mundo se impregnará del Espíritu de Cristo y alcanzará con mayor eficacia su
fin en la justicia, en la caridad y en la paz (Lumen Gentium , 36).
1. En el Antiguo
Testamento se desarrolló y floreció una rica tradición de doctrina
sapiencial. En el plano humano, dicha tradición manifiesta la sed del hombre de
coordinar los datos de sus experiencias y de sus conocimientos para orientar
su vida del modo más provechoso y sabio. Desde este punto de vista, Israel no
se aparta de las formas sapienciales presentes en otras culturas de la
antigüedad, y elabora una propia sabiduría de vida, que abarca los diversos
sectores de la existencia: individual, familiar, social, político.
Ahora bien, esta misma búsqueda sapiencial no se desvinculó nunca de
la fe en el Señor, Dios del éxodo; y ello se debió a la convicción que se
mantuvo siempre presente en la historia del pueblo elegido, de que sólo en
Dios residía la
Sabiduría perfecta. Por ello, el 'temor del Señor', es
decir, la orientación religiosa y vital hacia El, fue considerado el
'principio', el 'fundamento', la 'escuela' de la verdadera sabiduría (Prov 7;
9, 10; 15, 33).
2. Bajo el influjo de
la tradición litúrgica y profética, el tema de la sabiduría se enriquece con
una profundización singular, llegando a empapar toda la Revelación. De
hecho, tras el exilio se comprende con mayor claridad que la sabiduría humana
es un reflejo de la
Sabiduría divina, que Dios 'derramó sobre todas sus obras,
y sobre toda carne, según su liberalidad' (Sir 1, 9-10). El momento más alto
de la donación de la
Sabiduría tiene lugar con la revelación al pueblo elegido,
al que el Señor hace conocer su palabra (Dt 30, 14). Es más, la Sabiduría
divina, conocida en la forma más plena de que el hombre es capaz, es la Revelación
misma, la 'Tora', 'el libro de a alianza de Dios altísimo' (Sir 24, 32).
3. La Sabiduría
divina aparece en este contexto como el designio misterioso de Dios que está
en el origen de la creación y de la salvación. Es la luz que lo ilumina todo,
la palabra que revela la fuerza del amor que une a Dios con su creación y con
su pueblo. La
Sabiduría divina no se considera una doctrina abstracta,
sino una persona que procede de Dios: está cerca de El 'desde el principio'
(Prov 8, 23), es su delicia en el momento de la creación del mundo y del
hombre, durante la cual se deleita ante él (Prov 8, 22-31).
El texto de Ben Sirá recoge este motivo y lo desarrolla, describiendo la Sabiduría
divina que encuentra su lugar de 'descanso aso' en Israel y se establece en
Sión (Sir 24, 3)12), indicando de ese modo que la fe del pueblo elegido
constituye la vía más sublime para entrar en comunión con el pensamiento y el
designio de Dios. El último fruto de esta profundización en el Antiguo
Testamento es el libro de la Sabiduría, redactado poco antes del nacimiento
de Jesús. En él se define a la Sabiduría divina como 'hálito del poder de
Dios, resplandor de la luz eterna, espejo sin mancha del actuar de Dios,
imagen de su bondad, fuente de a amistad divina y de la misma profecía' (Sab
7, 25-27).
4. A este nivel de
símbolo personalizado del designio divino, la Sabiduría es
una figura con la que se presenta la intimidad de la comunión con Dios y la
exigencia de una respuesta personal de amor. La Sabiduría
aparece por ello como la esposa (Prov 4, 6-9), la compañera de la vida (Prov
6, 22; 7, 4). Con las motivaciones profundas del amor, la Sabiduría
invita al hombre a la comunión con ella y, en consecuencia, a la comunión con
el Dios vivo. Esta comunión se describe con la imagen litúrgica del banquete:
'Venid y comed mi pan y bebed mi vino que he mezclado' (Prov 9, 5): una
imagen que la apocalíptica volverá a tomar para expresar la comunión eterna
con Dios, cuando El mismo elimine la muerte para siempre (Is 25, 6-7).
5. A la luz de esta
tradición sapiencial podemos comprender mejor el misterio de Jesús Mesías. Ya
un texto profético del libro de Isaías habla del espíritu del Señor que se
posará sobre el Rey)Mesías y caracteriza ese Espíritu ante todo como
'Espíritu de sabiduría y de inteligencia' y luego como 'Espíritu de
entendimiento y de temor de Yahvéh' (Is 11, 2).
En el Nuevo Testamento son varios los textos que presentan a Jesús
lleno de la
Sabiduría divina. El Evangelio de la infancia según San
Lucas insinúa el rico significado de la presencia de Jesús entre los doctores
del templo, donde 'cuantos le oían quedaban estupefactos de su inteligencia'
(Lc 2, 47), y resume la vida oculta en Nazaret con las conocidas palabras:
'Jesús crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los hombres' (Lc
2, 52).
Durante los años del ministerio de Jesús, su doctrina suscitaba
sorpresa y admiración: 'Y la muchedumbre que le oía se maravillaba diciendo:
!¿De dónde le viene a éste tales cosas, y qué sabiduría es ésta que le ha
sido dada?!' (Mc 6, 2).
Esta Sabiduría, que procedía de Dios, conferí Jesús un prestigio
especial: 'Porque les enseñaba como quien tiene poder, y no como sus
doctores' (Mt 7, 29); por ello se presenta como quien es 'más que Salomón'
(Mt 12, 42). Puesto que Salomón es la figura ideal de quien ha recibido la Sabiduría
divina, se concluye que en esas palabras Jesús aparece explícitamente como la
verdadera Sabiduría revelada a los hombres.
6. Esta
identificación de Jesús con la Sabiduría a afirma el Apóstol Pablo con
profundidad singular. Cristo, escribe Pablo, 'ha venido a ser para nosotros,
de parte de Dios, sabiduría, justicia, santificación y redención' (1 Cor 1,
30). Es más, Jesús es la 'sabiduría que no es de este siglo... predestinada
por Dios antes de los siglos para nuestra gloria' (1 Cor 2, 6)7). La
'Sabiduría de Dios' es identificada con el Señor de la gloria que ha sido
crucificado. En la cruz y en la resurrección de Jesús se revela, pues, en
todo su esplendor, el designio misericordioso de Dios, que ama y perdón l
hombre hasta el punto de convertirlo en criatura nueva. La Sagrada Escritura
haba además de otra sabiduría que no viene de Dios, la 'sabiduría de este
siglo' la orientación del hombre que se niega a abrirse al misterio de Dios,
que pretende ser el artífice de su propia salvación. A sus ojos la cruz
aparece como una locura o una debilidad; pero quien tiene fe en Jesús, Mesías
y Señor, percibe con el Apóstol que 'la locura de Dios es más sabia que los
hombres, y la flaqueza de Dios, más poderosa que los hombres' (1 Cor 1, 25).
7. A Cristo se le
contempla cada vez con mayor profundidad como la verdadera 'Sabiduría de
Dios'. Así, refiriéndose claramente al lenguaje de los libros sapienciales,
se le proclama 'imagen del Dios invisible', 'primogénito de toda criatura',
Aquel por medio del cual fueron creadas todas las cosas y en el cual subsisten
todas las cosas (Cfr Col 1, 15-17); El, en cuanto Hijo de Dios, es
'irradiación de su gloria e impronta de su sustancia y el que con su poderosa
palabra sustenta todas las cosas' (Heb 1, 3).
La fe en Jesús, Sabiduría de Dios, conduce a un 'conocimiento pleno'
de la voluntad divina, 'con toda sabiduría e inteligencia espiritual', y hace
posible comportarse 'de una manera digna del Señor, procurando serle gratos
en todo, dando frutos de toda obra buena y creciendo en el comportamiento de
Dios' (Col 1, 9)10).
8. Por su parte, el
Evangelista Juan, evocando la Sabiduría descrita en su intimidad con Dios,
habla del Verbo que estaba en el principio, junto a Dios, y confiesa que 'el
Verbo era Dios'(Jn 1, 1). La Sabiduría, que el Antiguo Testamento había
llegado a equiparar a la
Palabra de Dios, es identificada ahora con Jesús, el Verbo
que 'se hizo carne y habitó entre nosotros' (Jn 1,14). Como la Sabiduría,
también Jesús, Verbo de Dios, invita al banquete de su palabra y de su
cuerpo, porque El es 'el pan de vida' (Jn 6, 48), da el agua viva del
Espíritu (Jn 4,10; 7, 37-39), tiene 'palabras de vida eterna' (Jn 6, 68).En
todo esto, Jesús es verdaderamente 'más que Salomón', porque no sólo realiza
de forma plena la misión de la Sabiduría, es decir, manifestar y comunicar el
camino, la verdad y la vida, sino que El mismo es 'el camino, la verdad y la
vida' (Jn 14, 6), es la revelación suprema de Dios en el misterio de su
paternidad (Jn 1, 18; 17, 6).
9. Esta fe en Jesús,
revelador del Padre, constituye el aspecto más sublime y consolador de la Buena Nueva. Este
es precisamente el testimonio que nos llega de las primeras comunidades
cristianas, en las cuales continuaba resonando el himno de alabanza que Jesús
había elevado al Padre, bendiciéndolo porque en su beneplácito había revelado
'estas cosas' a los pequeños.
La Iglesia ha crecido a través de los siglos con esta fe: 'Nadie conoce al Hijo
sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo
se lo quiera revelar' (Mt 11, 27). En definitiva, revelándonos al Hijo
mediante el Espíritu, Dios nos manifiesta su designio, su sabiduría, la
riqueza de su gracia 'que derramó superabundantemente sobre nosotros con toda
sabiduría e inteligencia' (Ef 1, 8).
1. Jesucristo, Hijo
del hombre e Hijo de Dios: éste es el tema culminante de nuestras catequesis
sobre la identidad del Mesías. Es la verdad fundamental de la revelación
cristiana y de la fe: la humanidad y la divinidad de Cristo, sobre la cual
reflexionaremos más adelante con mayor amplitud. Por ahora nos urge completar
el análisis de los títulos mesiánicos presentes ya de algún modo en el
Antiguo Testamento y ver en qué sentido se los atribuye Jesús a Sí mismo.
En relación con el título 'Hijo del hombre', resulta significativo que
Jesús lo usara frecuentemente hablando de Sí, mientras que los demás lo
llaman Hijo de Dios, como veremos en la próxima catequesis. El se autodefine
'Hijo del hombre', mientras que nadie le daba este título si exceptuamos al
diácono Esteban antes de la lapidación (Hech 7, 56) y al autor del
Apocalipsis en dos textos (Ap 1, 13; 14, 14).
2. El título 'Hijo
del hombre' procede del Antiguo Testamento, en concreto del libro del Profeta
Daniel, de la visión que tuvo de noche el Profeta: 'Seguía yo mirando en la
visión nocturna, y vi venir sobre las nubes del cielo a uno como hijo de
hombre, que se llegó al anciano de muchos días y fue presentado ante éste.
Fuele dado el señorío, la gloria y el imperio, y todos los pueblos, naciones
y lenguas le sirvieron, y su dominio es dominio eterno que no acabará y su
imperio, imperio que nunca desaparecerá' (Dan 7, 13-14).
Cuando el Profeta pide la explicación de esta visión, obtiene la
siguiente respuesta: 'Después recibirán el reino los santos del Altísimo y lo
poseerán por siglos, por los siglos de los siglos... Entonces le darán el
reino, el dominio y la majestad de todos los reinos de debajo del cielo al
pueblo de los santos del Altísimo'. (Dan 7, 18 27) El texto de Daniel
contempla a una persona individual y al pueblo. Señalemos ya ahora que lo que
se refiere a la persona del Hijo del hombre se vuelve a encontrar en las
palabras del Ángel en la anunciación a María: 'Reinará... por los siglos y su
reino no tendrá fin' (Lc 1,33).
3. Cuando Jesús
utiliza el título 'Hijo del hombre' para hablar de Sí mismo, recurre a una
expresión proveniente de la tradición canónica del Antiguo Testamento
presente también en los libros apócrifos del judaísmo. Pero conviene notar,
sin embargo, que la expresión 'hijo de hombre' (ben-adam) se había convertido
en el arameo de la época de Jesús en una expresión que indicaba simplemente
'hombre' (bar enas). Por eso, al referirse a Sí mismo como 'Hijo del hombre',
Jesús logró casi esconder tras el velo del significado común el significado mesiánico
que tenía la palabra en la enseñanza profética. Sin embargo, no resulta
casual; si bien las afirmaciones sobre el 'Hijo del hombre' aparecen
especialmente en el contexto de la vida terrena y de la pasión de Cristo, no
faltan en relación con su elevación escatológica.
4. En el contexto de
la vida terrena de Jesús de Nazaret encontramos textos como el siguiente:
'Las raposas tienen cuevas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del
hombre no tiene dónde reclinar la cabeza' (Mt 8, 20); o este otro: 'Vino el
Hijo del hombre, comiendo y bebiendo, y dicen: es un comilón y bebedor de
vino, amigo de publicanos y pecadores' (Mt 11, 19). Otras veces la palabra de
Jesús asume un valor que indica con mayor profundidad su poder. Así cuando
afirma: 'Y dueño del sábado es el Hijo del hombre' (Mc 2, 28). Con ocasión de
la curación del paralítico, a quien introdujeron en la casa donde estaba
Jesús haciendo un agujero en el techo, El afirma en tono casi desafiante:
'Pues para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para
perdonar los pecados )se dirige al paralítico), yo te digo: Levántate, toma
tu camilla y vete a tu casa' (Mc 2, 10)11 ) En otro texto afirma Jesús:
'Porque como fue Jonás señal para los ninivitas, así también lo será el Hijo
del hombre para esta generación' (Lc 11, 30) En otra ocasión se trata de una
predicción rodeada de misterio: 'Llegará tiempo en que desearéis ver un solo
día al Hijo del hombre, y no lo veréis' (Lc 17, 22).
5. Algunos teólogos
señalan un paralelismo interesante entre la profecía de Ezequiel y las
afirmaciones de Jesús. El Profeta escribe: '(Dios) me dijo: Hijo de hombre,
yo te mando a los hijos de Israel... que se han rebelado contra mí... Diles:
Así dice el Señor, Yahvéh' (Ez 2, 3)4) 'Hijo de hombre, habitas medio de
gente rebelde, que tiene ojos para ver, y no ven; oídos para oír, y no
oyen...' (Ez 12, 2) 'Tú, hijo de hombre... dirigirás tus miradas contra el
muro de Jerusalén... profetizando contra ella' (Ez. 4, 1-7). 'Hijo de hombre,
propón un enigma y compón una parábola sobre la casa de Israel (Ez 17, 2).
Haciéndose eco de las palabras del Profeta, Jesús enseña: 'Pues el
Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido' (Lc 19,
10). 'Pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir
y a dar su vida en rescate por muchos' (Mc 10, 45; cfr. además Mt 20, 29). El
'Hijo del hombre... cuando venga en la gloria del Padre, se avergonzará de
quien se avergüence de El y de sus palabras ante los hombres' (Cfr. Mc 8,
38).
6. La identidad del
Hijo del hombre se presenta en el doble aspecto de representante de Dios,
anunciador del reino de Dios, Profeta que llama a la conversión. Por otra
parte, es 'representante' de los hombres, compartiendo con ellos su condición
terrena y sus sufrimientos para redimirlos y salvarlos según el designio del
Padre. Como dice El mismo en el diálogo con Nicodemo: 'A la manera que Moisés
levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo
del hombre, para que todo el que crea en El tenga la vida eterna' (Jn 3,
14-15).
Se trata de un anuncio claro de la pasión, que Jesús vuelve a repetir:
'Comenzó a enseñarles cómo era preciso que el Hijo del hombre padeciese
mucho, y que fuese rechazado por los ancianos y los príncipes de los sacerdotes
y los escribas, y que fuese muerto y resucitara después de tres días'(Mc 8,
31). En el Evangelio de Marcos encontramos esta predicción repetida en tres
ocasiones (Cfr. Mc 9, 31; 10, 33-34) y en todas ellas Jesús habla de Sí mismo
como 'Hijo del hombre'.
7. Con este mismo
apelativo se autodefine Jesús ante el tribunal de Caifás, cuando a la
pregunta: '¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?', responde: 'Yo soy, y
veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las
nubes del cielo' (Mc 14, 62). En estas palabras resuena el eco de la profecía
de Daniel sobre el 'Hijo del hombre que viene sobre las nubes del cielo' (Dan
7, 13) y del Salmo 110, que contempla al Señor sentado a la derecha de
Dios(Cfr. Sal 109/110, 1)
8. Jesús habla
repetidas veces de la elevación del 'Hijo del hombre', pero no oculta a sus
oyentes que ésta incluye la humillación de la cruz. Frente a las objeciones y
a la incredulidad de la gente y de los discípulos, que comprendían muy bien
el carácter trágico de sus alusiones y que, sin embargo, le preguntaban:
'¿Cómo, pues, dices tú que el Hijo del hombre ha de ser levantado? ¿Quién es
este Hijo del hombre?' (Jn 12, 34), afirma Jesús claramente: 'Cuando
levantéis en alto al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que yo soy y no
hago nada por mí mismo, sino que según me enseñó el Padre, así hablo' (Jn 8,
28). Jesús afirma que su 'elevación' mediante la cruz constituirá su
glorificación. Poco después añadirá: 'es llegada la hora en que el Hijo del
hombre será glorificado' (Jn 12, 23). Resulta significativo que cuando Judas
abandonó el Cenáculo, Jesús afirme: 'Ahora ha sido glorificado el Hijo del
hombre, y Dios ha sido glorificado en él' (Jn 13, 31).
9. Este es el
contenido de vida, pasión, muerte y gloria, del que el Profeta Daniel había
ofrecido sólo un simple esbozo. Jesús no duda en aplicarse incluso el
carácter de reino eterno e imperecedero que Daniel había atribuido a la obra
del Hijo del hombre, cuando en la profecía sobre el fin del mundo proclama:
'Entonces verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes con gran poder y
majestad' (Mc 13, 26; cfr. Mt 24, 30): En esta perspectiva escatológica debe
llevarse a cabo la obra evangelizadora de la Iglesia. Jesús
hace la siguiente advertencia: 'No acabaréis las ciudades de Israel antes de
que venga el Hijo del hombre' (Mt 10, 23). Y se pregunta: 'Pero cuando venga
el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?' (Lc 1 8, 8).
10.
Si en su condición de 'Hijo del hombre' Jesús realizó con su vida, pasión,
muerte y resurrección el plan mesiánico delineado en el Antiguo Testamento,
al mismo tiempo asume con ese mismo nombre el lugar que le corresponde entre
los hombres como hombre verdadero, como hijo de una mujer, María de Nazaret.
Mediante esta mujer, su Madre, El, el 'Hijo de Dios', es al mismo tiempo
'Hijo del hombre', hombre verdadero, como testimonia la Carta a los Hebreos: 'Se
hizo realmente uno de nosotros, semejante a nosotros en todo, menos en el
pecado' (Const. Gaudium et Spes, 22; cfr. Heb 4, 15).(JESUCRISTO: EL HIJO DE DIOS)
1. Según hemos
tratado en las catequesis precedentes, el nombre de 'Cristo' significa en el
lenguaje del Antiguo Testamento 'Mesías'. Israel, el Pueblo de Dios de la
antigua alianza, vivió en la espera de la realización de la promesa del
Mesías, que se cumplió en Jesús de Nazaret. Por eso desde el comienzo se
llamó a Jesús Cristo, esto es: 'Mesías', y fue aceptado como tal por todos
aquellos que 'lo han recibido' (Jn 1, 12).
2. Hemos visto que,
según la tradición de la antigua alianza, el Mesías es Rey y que este Rey
Mesiánico fue llamado también Hijo de Dios, nombre que en el ámbito del
monoteísmo yahvista del Antiguo Testamento tiene un significado
exclusivamente analógico, e incluso, metafórico. No se trata en aquellos
libros del Hijo 'engendrado' por Dios, sino de alguien a quien Dios elige y
le confía una concreta misión o servicio.
3. En este sentido
también alguna vez todo el pueblo se denominó 'hijo', como, por ejemplo, en
las palabras que Yahvéh dirigió a Moisés: 'Tú dirás al Faraón: ...Israel es
mi hijo, mi primogénito... Yo mando que dejes a mi hijo ira servirme' (Ex 4,
22-23; cfr. también Os 11, 1; Jer 31, 9). Así, pues, si se llama al Rey en la
antigua alianza 'Hijo de Dios', es porque en la teocracia israelita, es el
representante especial de Dios.
Lo vemos, por ejemplo, en el Salmo 2, con relación con la
entronización del rey: 'El me ha dicho: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado
hoy' (Sal 2, 7-8). También en el Salmo 88 leemos: 'El (David) me invocará
diciendo: tú eres mi padre... Y yo te haré mi primogénito, el más excelso de
los reyes de la tierra' (Sal. 80, 27)28). Después el profeta Natán hablará
así a propósito de la descendencia de David: 'Yo le seré a él padre y él me
será a mí hijo. Si obrare mal yo le castigaré,..' (2 Sm 7, 14).
No obstante, en el Antiguo Testamento, a través del significado
analógico y metafórico de la expresión 'Hijo de Dios', parece que penetra en
él otro, que permanece oscuro. Así en el citado Salmo 2, Dios dice al rey:
'Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy' (Sal 2, 7), y en el Salmo 109/110:
'Yo mismo te engendré como rocío antes de a aurora' (Sal 109/110, 3).
4. Es preciso tener
presente este transfondo bíblico mesiánico para darse cuenta de que el modo
de actuar y de expresarse de Jesús indica la conciencia de una realidad
completamente nueva.
Aunque en los Evangelios sinópticos Jesús jamás se define como Hijo de
Dios (lo mismo que no se llama Mesías), sin embargo, de diferentes maneras, afirma
y hace comprender que es el Hijo de Dios y no en sentido analógico o
metafórico, sino natural.
5. Subraya incluso la
exclusividad de su relación filial con Dios. Nunca dice de Dios: 'nuestro
Padre', sino sólo 'mi Padre', o distingue 'mi Padre, vuestro Padre'. No duda
en afirmar: 'Todo me ha sido entregado por mi Padre' (Mt 11, 27).
Esta exclusividad de la relación filial con Dios se manifiesta
especialmente en la oración, cuando Jesús se dirige a Dios como Padre usando
la palabra aramea 'Abbá', que indica una singular cercanía filial y, en boca
de Jesús, constituye una expresión de su total entrega a la voluntad del
Padre: 'Abbá, Padre, todo te es posible; aleja de mí este cáliz' (Mc 14, 36).
Otras veces Jesús emplea la expresión 'vuestro Padre', por ejemplo:
'como vuestro Padre es misericordioso' (Lc 6, 36); 'vuestro Padre, que está
en los cielos' (Mc 11, 25). Subraya de este modo el carácter específico de su
propia relación con el Padre, incluso deseando que esta Paternidad divina se
comunique a los otros, como atestigua la oración del 'Padre nuestro', que
Jesús enseñó a sus discípulos y seguidores.
6. La verdad sobre
Cristo como Hijo de Dios es el punto de convergencia de todo el Nuevo
Testamento. Los Evangelios, y sobre todo el Evangelio de San Juan, y los
escritos de los Apóstoles, de modo especial las Cartas de San Pablo, nos
ofrecen testimonios explícitos. En esta catequesis nos concentramos solamente
en algunas afirmaciones particularmente significativas, que, en cierto
sentido, 'nos abren el camino' hacia el descubrimiento de la verdad sobre
Cristo como Hijo de Dios y nos acercan a una recta percepción de esta
'filiación'.
7. Es importante
constatar que la convicción de la filiación divina de Jesús se confirmó con
una voz desde el cielo durante el Bautismo en el Jordán (Cfr. Mc 1, 11 ) y en
el monte de la
Transfiguración (Cfr. Mc 9, 7). En ambos casos, los
Evangelistas nos hablan de la proclamación que hizo el Padre acerca de Jesús
'(su) Hijo predilecto' (Cfr. Mt 3, 17; Lc 3, 22).
Los Apóstoles tuvieron una confirmación análoga dada por los espíritus
malignos que arremetían contra Jesús: '¿Qué hay entre Ti y nosotros, Jesús
Nazareno? ¿Has venido a perdernos? Te conozco: tú eres el Santo de Dios' (Mc
1, 24). '¿Qué hay entre Ti y mí, Jesús, Hijo del Altísimo?' (Mc 5, 7).
8. Si luego
escuchamos el testimonio de los hombres, merece especial atención la
confesión de Simón Pedro, junto a Cesarea de Filipo: 'Tú eres el Mesías, el
Hijo de Dios vivo' (Mt 16, 16). Notemos que esta confesión ha sido confirmada
de forma insólitamente solemne por Jesús: 'Bienaventurado tú, Simón, Bar
Jona, porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi
Padre, que está en los cielos' (Mt 16, 17). No se trata de un hecho aislado.
En el mismo Evangelio de Mateo leemos que, al ver a Jesús caminar sobre las
aguas del lago de Genesaret, calmar al viento y salvar a Pedro, los Apóstoles
se postraron ante el maestro, diciendo: 'Verdaderamente tú eres el Hijo de
Dios' (Mt 14, 33).
9. Así, pues, lo que
Jesús hacía y enseñaba, alimentaba en los Apóstoles la convicción de que El
era no sólo el Mesías, sino también el verdadero 'Hijo de Dios'. Y Jesús
confirmó esta convicción.
Fueron precisamente algunas de las afirmaciones proferidas por Jesús
las que suscitaron contra El a acusación de blasfemia. De ellas brotaron
momentos singularmente dramáticos como atestigua el Evangelio de Juan, donde
se lee que los judíos 'buscaban... matarlo, pues no sólo quebrantaba el
sábado, sino que decía que Dios era su Padre, haciéndose igual a Dios' (Jn
5,18).
El mismo problema se plantea de nuevo en el proceso incoado a Jesús
ante el Sanedrín: Caifás, Sumo Sacerdote, lo interpeló: 'Te conjuro por Dios
vivo a que me digas si eres tú el Mesías, el Hijo de Dios'. A esta pregunta,
Jesús respondió sencillamente: 'Tú lo has dicho', es decir: 'Sí, yo lo soy'
(Cfr. Mt 26, 63-64). Y también en el proceso ante Pilato, aun siendo otro el
motivo de a acusación: el de haberse proclamado rey, sin embargo los judíos
repitieron la imputación fundamental: 'Nosotros tenemos una ley y, según esa
ley, debe morir, porque se ha hecho Hijo de Dios' (Jn 19, 7).
10. En definitiva,
podemos decir que Jesús murió en la cruz a causa de la verdad de su Filiación
divina. Aunque la inscripción colocada sobre la cruz con la declaración
oficial de la condena decía: 'Jesús de Nazaret, el Rey de los judíos', sin
embargo )hace notar San Mateo), 'los que pasaban lo injuriaban moviendo la
cabeza y diciendo... si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz' (Mt 27,
39-40). Y también: 'Ha puesto su confianza en Dios, que El le libre ahora, si
es que lo quiere, puesto que ha dicho: Soy el Hijo de Dios' (Mt 27, 43).
Esta verdad se encuentra en el centro del acontecimiento del Gólgota.
En el pasado fue objeto de la convicción, de la proclamación y del testimonio
dado por los Apóstoles, ahora se ha convertido en objeto de burla. Y sin
embargo, también aquí, el centurión romano, que vigila a agonía de Jesús y
escucha las palabras con las cuales El se dirige al Padre, en el momento de
la muerte, a pesar de ser pagano, da un último testimonio sorprendente en
favor de la identidad divina de Cristo: 'Verdaderamente este hombre era hijo
de Dios' (Mc 15, 39).
11. Las palabras del
centurión romano sobre la verdad fundamental del Evangelio y del Nuevo Testamento
en su totalidad nos remiten a las que el Ángel dirigió a María en el momento
de a anunciación: 'Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien
pondrás por nombre Jesús. El será grande y llamado Hijo del Altísimo...' (Lc
1, 31-32). Y cuando María pregunta '¿Cómo podrá ser esto?', el mensajero le
responde: 'El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te
cubrirá con su sombra y, por esto, el hijo engendrado será santo, será
llamado Hijo de Dios' (Lc 1, 34-35).
12. En virtud de la conciencia
que Jesús tuvo de ser Hijo de Dios en el sentido real natural de la palabra,
El 'llamaba a Dios su Padre...' (Jn 5, 18). Con la misma convicción no dudó
en decir a sus adversarios y acusadores: 'En verdad en verdad os digo: antes
que Abrahán naciese, era yo' (Jn 8, 58).
En este 'era yo' está la verdad sobre la Filiación
divina, que precede no sólo al tiempo de Abrahán, sino a todo tiempo y a toda
existencia creada.
Dirá San Juan al concluir su Evangelio: 'Estas (señales realizadas por
Jesús) fueron escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios,
y para que, creyendo tengáis vida en su nombre' (Jn 20, 31).
1. El ciclo de las
catequesis sobre Jesucristo se ha acercado gradualmente a su centro, permaneciendo
en relación constante con el artículo del Símbolo, en el cual confesamos
'Creo... en Jesucristo, Hijo único de Dios'. Las catequesis anteriores nos
han preparado para esta verdad central, mostrando antes que nada el carácter
mesiánico de Jesús de Nazaret. Y verdaderamente la promesa del Mesías )
presente en toda la
Revelación de a antigua Alianza como principal contenido de
las expectativas de Israel) encuentra su cumplimiento en Aquel que solía
llamarse el Hijo del hombre.
A la luz de las obras y de las palabras de Jesús se hace cada vez más
claro que El es, al mismo tiempo, el verdadero Hijo de Dios. Esta es una
verdad que resultaba muy difícil de admitir para una mentalidad enraizada en
un rígido monoteísmo religioso. Y ésa era la mentalidad de los israelitas
contemporáneos de Jesús. Nuestras catequesis sobre Jesucristo entran ahora
precisamente en el ámbito de esta verdad que determina la novedad esencial
del Evangelio, y de la que depende toda la originalidad del cristianismo como
religión fundada en la fe en el Hijo de Dios, que se hizo hombre por
nosotros.
2. Los Símbolos de la
fe se concentran en esta verdad fundamental referida a Jesucristo.
En el Símbolo Apostólico confesamos: 'Creo en Dios, Padre
todopoderoso... y en Jesucristo, su único Hijo (unigénito)'. Sólo
sucesivamente el Símbolo Apostólico pone de relieve el hecho de que el Hijo
unigénito del Padre es el mismo Jesucristo, como Hijo del hombre: 'el cual
fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de la Virgen María'.
El Símbolo niceno-constantinopolitano expresa la misma realidad con
palabras un poco distintas: 'Por nosotros los hombres y por nuestra salvación
bajó del cielo y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre'.
Sin embargo, el mismo Símbolo presenta antes, ya de modo mucho más
amplio la verdad de la filiación divina de Jesucristo, Hijo del hombre: 'Creo
en un solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de
todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre, por quien todo
fue hecho'. Estas últimas palabras ponen todavía más de relieve la unidad en
la divinidad del Hijo con el Padre, que es 'creador del cielo y de la tierra,
de todo lo visible y lo invisible'.
3. Los Símbolos
expresan la fe de la Iglesia
de una manera concisa, pero precisamente gracias a su concisión esculpen las
verdades más esenciales: aquellas que constituyen como el 'meollo' mismo de
la fe cristiana, la plenitud y el culmen de a autorrevelación de Dios. Pues
bien, según la expresión del autor de la Carta a los Hebreos, 'muchas veces y de muchas
maneras habló Dios en otro tiempo' y finalmente ha hablado a la humanidad
'por su Hijo'(Cfr. Heb 1,1-2). Es difícil no reconocer aquí la auténtica
plenitud de la
Revelación. Dios no sólo habla de Sí por medio de los
hombres llamados a hablar en su nombre, sino que, en Jesucristo, Dios mismo,
hablando 'por medio de su Hijo', se convierte en sujeto de la Palabra que revela. El
mismo habla de Sí mismo. Su palabra contiene en sí a autorrevelación de Dios,
la autorrevelación en el sentido estricto e inmediato.
4. Esta
autorrevelación de Dios constituye la gran novedad y 'originalidad' del
Evangelio. Profesando la fe con las palabras de los Símbolos, sea el
apostólico o el niceno-constantinopolitano, la Iglesia bebe en plenitud
del testimonio evangélico y alcanza así su esencia profunda. A la luz de este
testimonio profesa y da testimonio de Jesucristo como Hijo que es 'de la
misma naturaleza que el Padre'. El nombre 'Hijo de Dios' podía usarse (y lo
ha sido) en un sentido amplio, como se constata en algunos textos del Antiguo
Testamento (Sab 2, 18; Sir 4, 11; Sal 82, 6, y, con mayor claridad, 2 Sm
7,14; Sal 2, 7; Sal 110, 3). El Nuevo Testamento, y especialmente los
Evangelios, hablan de Jesús como Hijo de Dios en sentido estricto y pleno:
Eles 'engendrado, no creado' y 'de la misma naturaleza que el Padre'.
5. Prestaremos ahora
atención a esta verdad central de la fe cristiana analizando el testimonio
del Evangelio desde este punto de vista. Es ante todo el testimonio del Hijo
sobre el Padre y, en concreto, el testimonio de una relación filial que es
propia de El y sólo de El.
De hecho, así como son significativas las palabras de Jesús: 'Nadie
conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiera revelárselo'
(Mt 11, 27), lo son éstas otras: 'Nadie conoce al Hijo sino el Padre' (Mt 11,
27). Es el Padre quien realmente revela al Hijo. Merece la pena recordar que
en el mismo contexto se reproducen las palabras de Jesús: 'Yo te alabo,
Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los
sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos' (Mt 11, 25; también Lc
10, 21-22). Son palabras que Jesús pronuncia (como anota el Evangelista) con
una especial alegría del corazón: 'Inundado de gozo en el Espíritu Santo'
(Cfr. Lc 10, 21).
6. La verdad sobre
Jesucristo, Hijo de Dios, pertenece, por tanto, a la esencia misma de la Revelación
trinitaria. En ella y mediante ella Dios se revela a Sí mismo como unidad de
la inescrutable Trinidad: del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Así, pues, la fuente definitiva del testimonio, que los Evangelios (y
todo el Nuevo Testamento) dan de Jesucristo como Hijo de Dios, es el mismo
Padre: el Padre que conoce al Hijo y se conoce a Sí mismo en el Hijo. Jesús,
revelando al Padre, comparte en cierto modo con nosotros el conocimiento que
el Padre tiene de Sí mismo en su eterno, unigénito Hijo. Mediante esta eterna
filiación Dios es eternamente Padre. Verdaderamente, con espíritu de fe y de
alegría, admirados y conmovidos, hagamos nuestra la confesión de Jesús: 'Todo
te lo ha confiado el Padre a Ti, Jesús, Hijo de Dios, y nadie sabe quién es
el Padre sino el Hijo y aquel a quien Tú, el Hijo, lo quieras revelar'.
1. Los Evangelios (y
todo el Nuevo Testamento) dan testimonio de Jesucristo como Hijo de Dios. Es
ésta una verdad central de la fe cristiana. Al confesar a Cristo como Hijo
'de la misma naturaleza' que el Padre, la Iglesia continúa fielmente este testimonio
evangélico, Jesucristo es el Hijo de Dios en el sentido estricto y preciso de
esta palabra. Ha sido, por consiguiente, 'engendrado' en Dios, y no 'creado'
por Dios y 'aceptado' luego como Hijo, es decir, 'adoptado'. Este testimonio,
del Evangelio (y de todo el Nuevo Testamento), en el que se funda la fe de
todos los cristianos, tiene su fuente definitiva en Dios) Padre, que da
testimonio de Cristo como Hijo suyo.
En la catequesis anterior hemos hablado ya de esto refiriéndonos a los
textos del Evangelio según Mateo y Lucas. 'Nadie conoce al Hijo sino el
Padre' (Mt 11, 27). 'Nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre' (Lc 10, 22)
2. Este testimonio
único y fundamental, que surge del misterio eterno de la vida trinitaria,
encuentra expresión particular en los Evangelios sinópticos, primero en la
narración del bautismo de Jesús en el Jordán y luego en el relato de la
transfiguración de Jesús en el monte Tabor. Estos dos acontecimientos merecen
una atenta consideración.
3. En el Evangelio
según Marcos leemos: 'En aquellos días vino Jesús desde Nazaret, de Galilea,
y fue bautizado por Juan en el Jordán. En el instante en que salía del agua
vio los cielos abiertos y el Espíritu como paloma, que descendía sobre El, y
una voz se hizo (oír) de los cielos: !Tú eres mi Hijo, el Amado, en quien
tengo mis complacencias!' (Mc 1, 9-11).
Según el texto de Mateo, la voz que viene del cielo dirige sus
palabras no a Jesús directamente, sino a aquellos que se encontraban
presentes durante su bautismo en el Jordán: 'Este es mi Hijo amado' (Mt 3,
17). En el texto de Lucas (Cfr. Lc 3, 22), el tenor de las palabras es
idéntico al de Marcos.
4. Así, pues, somos
testigos de una teofanía trinitaria. La voz del cielo que se dirige al Hijo
en segunda persona: 'Tú eres...' (Marcos y Lucas) o habla de El en tercera
persona: 'Este es...' (Mateo), es la voz del Padre, que en cierto sentido
presenta a su propio Hijo a los hombres que habían acudido al Jordán para
escuchar a Juan Bautista. Indirectamente lo presenta a todo Israel: Jesús es
el que viene con la potencia del Espíritu Santo, es decir, el Mesías)Cristo.
El es el Hijo en quien el Padre ha puesto sus complacencias, el Hijo 'amado'.
Esta predilección, este amor, insinúa la presencia del Espíritu Santo en la
unidad trinitaria, si bien en la teofanía del bautismo en el Jordán esto no
se manifiesta aún con suficiente claridad.
5. El testimonio contenido
en la voz que procede 'del cielo' (de lo alto), tiene lugar precisamente al
comienzo de la misión mesiánica de Jesús de Nazaret. Se repetirá en el
momento que precede a la pasión y al acontecimiento pascual que concluye toda
su misión: el momento de la transfiguración. A pesar de la semejanza entre
las dos teofanías, hay una clara diferencia entre ellas, que nace sobre todo
del contexto de los textos. Durante el bautismo en el Jordán, Jesús es
proclamado Hijo de Dios ante todo el pueblo. La teofanía de la
transfiguración se refiere sólo a algunas personas escogidas: ni siquiera se
introduce a todos los Apóstoles en cuanto grupo, sino sólo a tres de ellos:
Pedro, Santiago y Juan. 'Pasados seis días Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a
Juan, y los condujo solos a un monte alto y apartado y se transfiguró ante
ellos' Esta transfiguración v acompañada de la 'aparición de Elías con Moisés
hablando con Jesús'. Y cuando, superado el 'susto' ante tal acontecimiento,
los tres Apóstoles expresan el deseo de prolongarlo y fijarlo ('bueno es
estarnos aquí'), 'se formó una nube... y se dejó oír desde la nube una voz:
Este es mi Hijo amado, escuchadle' (Cfr. Mc 9, 2)7). Así en el texto de
Marcos. Lo mismo se cuenta en Mateo: 'Este es mi Hijo amado, en quien tengo mi
complacencia; escuchadle' (Mt 17, 5). En Lucas, por su parte, se dice: 'Este
es mi Hijo elegido, escuchadle' (Lc 9, 35).
6. El hecho, descrito
por los Sinópticos, ocurrió cuando Jesús se había dado a conocer ya a Israel
mediante sus signos (milagros), sus obras y sus palabras. La voz del Padre
constituye como una confirmación 'desde lo alto' de lo que estaba madurando
ya en la conciencia de los discípulos. Jesús quería que, sobre la base de lo
signos y de las palabras, la fe en su misión y filiación divinas naciese en
la conciencia de sus oyentes en virtud de la revelación interna que les daba
el mismo Padre.
7. Desde este punto
de vista, tiene especial significación la respuesta que Simón Pedro recibió
de Jesús tras haberlo confesado en las cercanías de Cesarea de Filipo. En
aquella ocasión dijo Pedro: 'Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo' (Mt
16,16). Jesús le respondió: 'Bienaventurado tú, Simón Bar Jona, porque no es
la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre, que está en
los cielos' (Mt 16, 17). Sabemos la importancia que tiene en labios de Pedro
la confesión que acabamos de citar. Pues bien, resulta esencial tener
presente que la profesión de la verdad sobre la filiación divina de Jesús de
Nazaret )'Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo') procede del Padre. Sólo
el Padre 'conoce al Hijo' (Mt 11, 27), sólo el Padre sabe 'quién es el Hijo'
(Lc 10, 22), y sólo el Padre puede conceder este conocimiento al hombre. Esto
es precisamente lo que afirma Cristo en la respuesta dada a Pedro. La verdad
sobre la filiación divina que brota de labios del Apóstol, tras haber
madurado primero en su interior, en su conciencia, procede de la profundidad
de la autorrevelación de Dios. En este momento todos los significados
análogos dela expresión 'Hijo de Dios', conocidos ya en el Antiguo
Testamento, quedan completamente superados. Cristo es el Hijo del Dios vivo,
el Hijo en el sentido propio y esencial de esta palabra: es 'Dios de Dios'.
8. La voz que
escuchan los tres Apóstoles durante la transfiguración en el monte
(identificado por la tradición posterior con el monte Tabor), confirma la
convicción expresada por Simón Pedro en las cercanías de Cesarea (según Mt
16,16). Confirma en cierto modo 'desde el exterior' lo que el Padre había ya
'revelado desde el interior'. Y el Padre, al confirmar ahora la revelación
interior sobre la filiación divina de Cristo ) 'Este es mi Hijo amado:
escuchadle'), parece como si quisiera preparar a quienes ya han creído en El
para los acontecimientos de la
Pascua que se acerca: para su muerte humillante en la cruz.
Es significativo que 'mientras bajaban del monte' Jesús les ordenara: 'No
deis a conocer a nadie esta visión hasta que el Hijo del Hombre resucite de
entre los muertos' (Mt 17,9, como también Mc 9, 9, y además, en cierta
medida, Lc 9, 21). La teofanía en el monte de la transfiguración del Señor se
hala así relacionada con el conjunto del Misterio pascual de Cristo.
9. En esta línea se
puede entender el importante pasaje del Evangelio de Juan (Jn 12 20-28) donde
se narra un hecho ocurrido tras la resurrección de Lázaro, cuando por un lado
aumenta a admiración hacia Jesús y, por otro, crecen las amenazas contra El.
Cristo habla entonces del grano de trigo que debe morir para poder producir
mucho fruto. Y luego concluye significativamente: 'Ahora mi alma se siente
turbada; ¿y qué diré? Padre, líbrame de esta hora? Mas para esto he venido yo
a esta hora! Padre, glorifica tu nombre'. Y 'llegó entonces una voz del
Cielo: !Lo glorifiqué y de nuevo lo glorificaré' (Cfr. Jn 12, 27-28). En esta
voz se expresa la respuesta del Padre, que confirma las palabras anteriores
de Jesús: 'Es llegada la hora en que el Hijo del Hombre será glorificado' (Jn
12, 25).
El Hijo del Hombre que se acerca a su 'hora' pascual, es Aquel de
quien la voz de lo alto proclamaba en el bautismo y en la transfiguración:
'Mi Hijo amado en quien tengo mis complacencias... el elegido'. En esta voz
se contenía el testimonio del Padre sobre el Hijo. El autor de la segunda
Carta a de Pedro, recogiendo el testimonio ocular del Jefe de los Apóstoles,
escribe para consolar a los cristianos en un momento de dura persecución:
'(Jesucristo)... al recibir de Dios Padre honor y gloria de la majestuosa
gloria le sobrevino una voz (que hablaba) en estos términos: !Este es mi
Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias!. Y esta voz bajada del
cielo la oímos los que con El estábamos en el monte santo' (2 Pe. 1, 16-18).
1. En la anterior
catequesis hemos mostrado, a base de los Evangelios sinópticos, que la fe en
la filiación divina de Cristo se va formando, por Revelación del Padre, en la
conciencia de sus discípulos y oyentes, y ante todo en la conciencia de los
Apóstoles. Al crear la convicción de que Jesús es el Hijo de Dios en el
sentido estricto y pleno 'no metafórico de esta palabra, contribuye sobre
todo el testimonio del mismo Padre, que 'revela' en Cristo a su Hijo ('Mi
Hijo') a través de las teofanías que tuvieron lugar en el bautismo en el
Jordán, y luego, durante la transfiguración en el monte Tabor. Vimos además
que la revelación de la verdad sobre la filiación divina de Jesús alcanza,
por obra del Padre, las mentes y los corazones de los Apóstoles, según se ve
en las palabras de Jesús a Pedro: 'No es la carne ni la sangre quien esto te
ha revelado, sino mi Padre que está en los cielos' (Mt 16, 17).
2. A la luz de esta fe
en la filiación divina de Cristo, fe que tras la resurrección adquirió una
fuerza mucho mayor, hay que leer todo el Evangelio de Juan, y de un modo especial
su prólogo (Jn 1, 1)18). Este constituye una síntesis singular que expresa la
fe de la Iglesia
apostólica: de aquella primera generación de discípulos, a la que había sido
dado tener contactos con Cristo, o de forma directa o a través de los Apóstoles
que hablaban de lo que habían oído y visto personalmente, y en lo cual
descubrían la realización de todo lo que el Antiguo Testamento había predicho
sobre El. Lo que había sido revelado ya anteriormente, pero que en cierto
sentido se hallaba cubierto por un velo, ahora, a la luz de los hechos de
Jesús, y especialmente y especialmente en virtud de los acontecimientos
pascuales, adquiere transparencia, se hace claro y comprensible..
De esta forma, el Evangelio de Juan (que, de los cuatro Evangelios,
fue el último escrito), constituye en cierto sentido el testimonio más
completo sobre Cristo como Hijo de Dios, Hijo ''consubstancial' al Padre. El
Espíritu Santo prometido por Jesús a los Apóstoles, y que debía 'enseñarles
todo'(Cfr. Jn 14, 16), permite realmente al Evangelista 'escrutar las
profundidades de Dios' (Cfr. 1 Cor 2, 10) y expresarlas en el texto inspirado
del prólogo.
3. 'Al principio era
el Verbo, y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios. El estaba al
principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por El, y sin El no se hizo
nada de cuanto ha sido hecho' (Jn 1, 1-3). 'Y el Verbo se hizo carne y habitó
entre nosotros, y hemos visto su gloria, como de Unigénito del Padre, lleno
de gracia y de verdad' (Jn 1, 14) 'Estaba en el mundo y por El fue hecho el
mundo, pero el mundo no lo conoció. Vino a los suyos, pero los suyos no le
recibieron, (Jn 1, 10)11). 'Mas a cuantos le recibieron dióles poder de venir
a ser hijos de Dios: a aquellos que creen en su nombre; que no de la sangre,
ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad del varón, sino de Dios, son
nacidos' (Jn 1, 12)13). 'A Dios nadie lo vio jamás; el Hijo Unigénito, que
está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer' (Jn 1, 18)
4. El prólogo de Juan
es ciertamente el texto clave, en el que la verdad sobre la filiación divina
de Cristo halla expresión plena.
El que 'se hizo carne', es decir, hombre en el tiempo, es desde la
eternidad el Verbo mismo, es decir, el Hijo unigénito: el Dios, 'que está en el
seno del Padre'. Es el Hijo 'de la misma naturaleza que el Padre', es 'Dios
de Dios'. Del Padre recibe la plenitud de la gloria. Es el Verbo por quien
'todas las cosas fueron hechas'. Y por ello todo cuanto existe le debe a El
aquel 'principio' del que habla el libro del Génesis (Cfr. Gen 1, 1), el
principio de la obra de la creación. El mismo Hijo eterno, cuando viene al
mundo como 'Verbo que se hizo carne', trae consigo a la humanidad la plenitud
'de gracia y de verdad'. Trae la plenitud de la verdad porque instruye acerca
del Dios verdadero a quien 'nadie a visto jamás'. Y trae la plenitud de la
gracia, porque a cuantos le acogen les da la fuerza para renacer de Dios:
para llegar a ser hijos de Dios. Desgraciadamente, constata el Evangelista,
'el mundo no lo conoció', y, aunque 'vino a los suyos', muchos 'no le
recibieron'.
5. La verdad
contenida en el prólogo joánico es la misma que encontramos en otros libros
del Nuevo Testamento. Así, por ejemplo, leemos en la Carta 'a los Hebreos', que
Dios 'últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo, a quien constituyó
heredero de todo, por quien también hizo los siglos; que, siendo la
irradiación de su gloria y la impronta de su sustancia y el que con su
poderosa palabra sustenta todas las cosas, después de hacer la purificación
de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las
alturas' (Heb 1, 2-3)
6. El prólogo del
Evangelio de Juan (lo mismo que, de otro modo, la Carta a los Hebreos),
expresa, pues, bajo la forma de alusiones bíblicas, el cumplimiento en Cristo
de todo cuanto se había dicho en a antigua alianza, comenzando por el libro
del Génesis, pasando por la ley de Moisés (Cfr. Jn 1,17) y los Profetas,
hasta los libros sapienciales. La expresión 'el Verbo' (que 'estaba en el
principio en Dios'), corresponde a la palabra hebrea 'dabar' Aunque en griego
encontramos el término 'logos', el patrón es, con todo, vétero-testamentario.
Del Antiguo Testamento toma simultáneamente dos dimensiones: la de 'hochma',
es decir, la sabiduría, entendida como 'designio' de Dios sobre la creación,
y la de 'dabar' (Logos), entendida como realización de ese designio. La
coincidencia con la palabra 'Logos', tomada de la filosofía griega, facilitó
a su vez a aproximación de estas verdades a las mentes formadas en esa
filosofía.
7. Permaneciendo
ahora en el ámbito del Antiguo Testamento, precisamente en Isaías, leemos: La
'palabra que sale de mi boca, no vuelve a mí vacía, sino que hace lo que yo
quiero y cumple su misión' (Is 55, 11 ). De donde se deduce que la 'dabar-Palabra'
bíblica no es sólo 'palabra', sino además 'realización' (acto). Se puede
afirmar que ya en los libros de la
Antigua alianza se encuentra cierta personificación del
'verbo' (dabar logos); lo mismo que de la 'Sabiduría' (Sofia).
Efectivamente, en el libro de la Sabiduría leemos: (la Sabiduría)
'está en los secretos de la ciencia de Dios y es la que discierne sus obras'
(Sab 8,4); y en otro texto: 'Contigo está la sabiduría, conocedora de tus
obras, que te asistió cuando hacías al mundo, y que sabe lo que es grato a
tus ojos y lo que es recto... Mándala de los santos cielos, y de tu trono de
gloria envíala, para que me asista en mis trabajos y venga yo a saber lo que
te es grato' (Sab 9, 9-10).
8. Estamos, pues, muy
cerca de las primeras palabras del prólogo de Juan. Aún más cerca se hallan
estos versículos del libro de la Sabiduría que dicen: 'Un profundo silencio lo
envolvía todo, y en el preciso momento de la medianoche, tu Palabra
omnipotente de los cielos, de tu trono real... se lanzó en medio de la tierra
destinada a la ruina llevando por aguda espada tu decreto irrevocable' (Sab
18, 14)15). Sin embargo, esta 'Palabra' a la que aluden los libros
sapienciales, esa Sabiduría que desde el principio está en Dios, se considera
en relación con el mundo creado que ella ordena y dirige (Cfr. Prov 8,
22)27). En el Evangelio de Juan por el contrario 'el Verbo' no sólo está 'al
principio', sino que se revela como vuelto completamente hacia Dios (pros ton
Theon) y siendo Dios el mismo 'El Verbo era Dios'. El es el 'Hijo unigénito,
que está en el seno del Padre', es decir, Dios-Hijo. Es en Persona la
expresión pura de Dios, la 'irradiación de su gloria' (Cfr Heb 1, 3),
'consubstancial al Padre'.
9. Precisamente este
Hijo, el Verbo que se hizo carne, es Aquel de quien Juan da testimonio en el
Jordán. De Juan Bautista leemos en el prólogo: 'Hubo un hombre enviado por
Dios de nombre Juan. Vino éste a dar testimonio de la luz...' (Jn 1, 6)7).
Esa luz es Cristo, como Verbo. Efectivamente, en el prólogo leemos: 'En El
estaba la vida y la vida era la luz de los hombres' (Jn 1, 4). Esta es 'la
luz verdadera que... ilumina a todo hombre' (Jn 1, 9). La luz que 'luce en
las tinieblas, pero las tinieblas no a acogieron' (Jn 1, 5).
Así, pues, según el prólogo del Evangelio de Juan, Jesucristo es Dios
porque es Hijo unigénito de Dios Padre. El Verbo. El viene al mundo como
fuente de vida y de santidad. Verdaderamente nos encontramos aquí en el punto
central y decisivo de nuestra profesión de fe: 'El Verbo se hizo carne y habitó
entre nosotros'.
1. El prólogo del
Evangelio de Juan, al que dedicamos a anterior catequesis, al hablar de Jesús
como Logos, Verbo, Hijo de Dios, expresa sin ningún tipo de dudas el núcleo
esencial de la verdad sobre Jesucristo; verdad que constituye el contenido
central de a autorrevelación de Dios en la Nueva Alianza y
como tal es profesada solemnemente por la Iglesia. Es la fe en
el Hijo de Dios, que es 'de la misma naturaleza del Padre' como Verbo eterno,
eternamente 'engendrado', 'Dios de Dios y Luz de Luz' y no 'creado' (ni
adoptado). El prólogo manifiesta además la verdad sobre la preexistencia
divina de Jesucristo como 'Hijo Unigénito' que está 'en el seno del Padre'.
Sobre esta base adquiere pleno relieve la verdad sobre la venida del
Dios-Hijo al mundo ('el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros' (Jn
1,14), para llevar a cabo una misión especial de parte del Padre. Esta misión
(missio Verbi) tiene una importancia esencial en el plan divino de salvación.
En ella se contiene la realización suprema y definitiva del designio
salvífico de Dios sobre el mundo y sobre el hombre.
2. En todo el Nuevo
Testamento hallamos expresada la verdad sobre el envío del Hijo por parte del
Padre, que se concreta en la misión mesiánica de Jesucristo. En este sentido,
son particularmente significativos los numerosos pasajes del Evangelio de
Juan, a los que es preciso recurrir en primer lugar.
Dice Jesús hablando con los discípulos y con sus mismos adversarios:
'Yo he salido y vengo de Dios, pues yo no he venido de mí mismo, antes es El
quien me ha mandado' (Jn 8, 42). 'No estoy solo, sino yo y el Padre que me ha
mandado' (Jn 8, 16). 'Yo soy el que da testimonio de mí mismo, y el Padre,
que me ha enviado, da testimonio de mí' (Jn 8, 18). 'Pero el que me ha
enviado es veraz, aunque vosotros no le conocéis. Yo le conozco porque
procedo de EL y El me ha enviado' (Jn 7, 28-29). 'Estas obras que yo hago,
dan en favor mío testimonio de que el Padre me ha enviado' (Jn 5, 36). 'Mi
alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra' (Jn 4, 34).
3. Muchas veces, como
se ve en el Evangelio joánico, Jesús habla de Sí mismo (en primera persona)
como de alguien mandado por el Padre. La misma verdad aparecerá, de modo especial,
en la oración sacerdotal, donde Jesús, encomendando sus discípulos al Padre,
subraya: 'Ellos... conocieron verdaderamente que yo salí de ti, y creyeron
que tú me has enviado' (Jn 17,8). Y continuando esta oración, la víspera de
su pasión, Jesús dice: 'Como tú me enviaste al mundo, así los envié yo a
ellos al mundo' (Jn 17, 18). Refiriéndose de forma casi directa a la oración
sacerdotal, las primeras palabras dirigidas a los discípulos la tarde del día
de la resurrección, dicen así: 'Como me envió mi Padre, así os envío yo' (Jn
20, 21 ).
4. Aunque la verdad
sobre Jesús como Hijo mandado por el Padre la pone de relieve sobre todo los
textos joánicos, también se encuentra en los Evangelios sinópticos. De ellos
se deduce, por ejemplo, que Jesús dijo: 'Es preciso que anuncie el reino de
Dios también en otras ciudades porque para esto he sido enviado'(Lc 4, 43).
Particularmente iluminadora resulta la parábola de los viñadores homicidas.
Estos tratan mal a los siervos mandados por el dueño de la viña 'para percibir
de ellos la parte de los frutos de la viña 'y matan incluso a muchos. Por
último, el dueño de la viña decide enviarles a su propio hijo: 'Le quedaba
todavía uno, un hijo amado, y se lo envió también el último diciendo: A mi
hijo le respetarán. Pero aquellos viñadores se dijeron para sí: 'éste es el
heredero. Ea! Matémosle y será nuestra la heredad. Y asiéndole, le mataron y
le arrojaron fuera de la viña' (Mc 12, 6-8). Comentando esta parábola, Jesús
se refiere a la expresión del Salmo 117/118 sobre la piedra desechada por los
constructores: precisamente esta piedra se ha convertido en cabeza de esquina
(es decir, piedra angular) (Cfr. Sal 117/118,22).
5. La parábola del
hijo mandado a los viñadores aparece en todos los sinópticos (Cfr. Mc
12,1-12; Mt 21, 33-46; Lc 20, 9-19). En ella se manifiesta con toda evidencia
la verdad sobre Cristo como Hijo mandado por el Padre. Es más, se subraya con
toda claridad el carácter sacrificial y redentor de este envío El Hijo es
verdaderamente '...Aquel a quien el Padre santificó y envió al mundo' (Jn 10,
36). Así, pues, Dios no sólo 'nos ha hablado por medio del Hijo... en los
últimos tiempos' (Cfr. Heb 1,1-2), sino que a este Hijo lo ha entregado por
nosotros, en un acto inconcebible de amor, mandándolo al mundo.
6. Con este lenguaje
sigue hablando de modo muy intenso el Evangelio de Juan: 'Porque tanto amó
Dios al mundo, que le dio a su unigénito Hijo, para que todo el que crea en
El no perezca, sino que tenga la vida eterna' (Jn 3,16).Y añade: 'El Padre
mandó a su Hijo como salvador del mundo'. En otro lugar escribe Juan: 'Dios
es amor. En esto se ha manifestado el amor que Dios nos tiene: Dios ha
mandado a su Hijo unigénito al mundo para que tuviéramos vida por Él'; 'no
hemos sido nosotros quienes hemos amado a Dios, sino que El nos ha amado y ha
enviado a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados' Por ello
añade que, acogiendo a Jesús, acogiendo su Evangelio, su muerte y su
resurrección, 'hemos reconocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es
amor, y el que vive en amor permanece en Dios y Dios en El' (Cfr. 1 Jn 4,
8-16).
7. Pablo expresará
esta misma verdad en la carta a los Romanos: 'El que no perdonó a su propio
Hijo (es decir, Dios), antes le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos ha
de dar con El todas las cosas?' (Rom 8, 32). Cristo ha sido entregado por
nosotros, como leemos en Jn 3, 16; ha sido 'entregado' en sacrificio 'por
todos nosotros' (Rom 8 32). El Padre 'envió a su Hijo, como propiciación por
nuestros pecados' (1 Jn 4, 10). El Símbolo profesa esta misma verdad: 'Por
nosotros los hombres y por nuestra salvación (el Verbo de Dios) bajó del
cielo'.
8. La verdad sobre
Jesucristo como Hijo enviado por el Padre para la redención del mundo, para
la salvación y la liberación del hombre prisionero del pecado (y por
consiguiente de las potencias de las tinieblas), constituye el contenido
central de la Buena
Nueva. Cristo Jesús es el 'Hijo Unigénito' (Jn 1,18), que,
para llevar a cabo su misión mesiánica 'no reputó como botín (codiciable) el
ser igual a Dios, antes se anonadó tomando la forma de siervo, haciéndose
semejante a los hombres... haciéndose obediente hasta la muerte' (Flp 2.
6)8). Y en esta situación de hombre, de siervo del Señor, libremente
aceptada, proclamaba: 'El Padre es mayor que yo' (Jn 14, 28), y: 'Yo hago
siempre lo que es de su agrado' (Jn 8, 29).
Pero precisamente esta obediencia hacia el Padre, libremente aceptada,
esta sumisión al Padre, en antítesis con la 'desobediencia' del primer Adán,
continúa siendo la expresión de la unión más profunda entre el Padre y el
Hijo, reflejo de la unidad trinitaria: 'Conviene que el mundo conozca que yo
amo al Padre y que según el mandato que me dio el Padre, así hago' (Jn
14,31). Más todavía, esta unión de voluntades en función de la salvación del
hombre, revela definitivamente la verdad sobre Dios, en su Esencia íntima: el
Amor; y al mismo tiempo revela la fuente originaria de la salvación del mundo
y del hombre: la 'Vida que es la luz de los hombres' (Cfr. Jn 1, 4).
1. Posiblemente no
haya una palabra que exprese mejor a autorrevelación de Dios en el Hijo que
la palabra 'Abbá-Padre'. 'Abbá' es una expresión aramea, que se ha conservado
en el texto griego del Evangelio de Marcos (14, 36). Aparece precisamente
cuando Jesús se dirige al Padre. Y aunque esta palabra se puede traducir a
cualquier lengua, con todo, en labios de Jesús de Nazaret permite percibir
mejor su contenido único, irrepetible.
2. Efectivamente,
'Abbá' expresa no sólo a alabanza tradicional de Dios 'Yo te doy gracias,
Padre, Señor del cielo y de la tierra' (Cfr. Mt 11, 25), sino que, en labios
de Jesús, revea asimismo la conciencia de la relación única y exclusiva que
existe entre el Padre y El, entre El y el Padre. Expresa la misma realidad a
la que alude Jesús en forma tan sencilla y al mismo tiempo tan extraordinaria
con las palabras conservadas en el texto del Evangelio de Mateo (11, 27) y
también en el de Lucas (Lc 10, 22): 'Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y
nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere
revelárselo'. Es decir, la palabra 'Abbá' no sólo manifiesta el misterio de
la vinculación recíproca entre el Padre y el Hijo, sino que sintetiza de
algún modo toda la verdad de la vida intima de Dios en su profundidad
trinitaria: el conocimiento recíproco del Padre y del Hijo, del cual emana el
eterno Amor.
3. La palabra 'Abbá'
forma parte del lenguaje de la familia y testimonia esa particular comunión
de personas que existe entre el padre y el hijo engendrado por él, entre el
hijo que ama l padre y al mismo tiempo es amado por él. Cuando, para hablar
de Dios, Jesús utilizaba esta palabra, debía de causar admiración e incluso
escandalizar a sus oyentes. Un israelita no la habría utilizado ni en la
oración. Sólo quien se consideraba Hijo de Dios en un sentido propio podría
hablar así de El y dirigirse a El como Padre. 'Abbá' es decir, 'padre mío',
'papaíto 'papá'.
4. En un texto de
Jeremías se habla de que Dios espera que se le invoque como Padre: 'Vosotros
me diréis: !padre mío!' (Jer 3, 19). Es como una profecía que se cumpliría en
los tiempos mesiánicos. Jesús de Nazaret la ha realizado y superado al hablar
de Sí mismo en su relación con Dios como de Aquel que 'conoce al Padre', y
utilizando para ello la expresión filial 'Abbá'. Jesús habla constantemente
del Padre, invoca al Padre como quien tiene derecho a dirigirse a El
sencillamente con el apelativo: 'Abbá) Padre mío'.
5. Todo esto lo han
señalado los Evangelistas. En el Evangelio de Marcos, de forma especial, se
lee que durante la oración en Getsemaní, Jesús exclamó: 'Abbá, Padre, todo te
es posible. Aleja de mí este cáliz; mas no sea lo que yo quiero, sino lo que
tú quieras' (Mc 14, 36). El pasaje paralelo de Mateo dice: 'Padre mío', o
sea, 'Abbá', aunque no se nos transmita literalmente el término arameo (Cfr.
Mt 26, 39)42). Incluso en los casos en que el texto evangélico se limita a
usar la expresión 'Padre', sin más (como en Lc 22, 42 y, además, en otro
contexto, en Jn 12, 27), el contenido esencial es idéntico
6. Jesús fue
acostumbrando a sus oyentes para que entendieran que en sus labios la palabra
'Dios' y, en especial, la palabra 'Padre', significaba 'Abbá) Padre mío'.
Así, desde su infancia, cuando tenía sólo 12 años, Jesús dice a sus padres
que lo habían estado buscando durante tres días: '¿No sabíais que es preciso
que me ocupe en las cosas de mi Padre?' (Lc 2, 49). Y al final de su vida, en
la oración sacerdotal con la que concluye su misión, insiste en pedir a Dios
'Padre, ha llegado la hora, glorifica tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique
a ti' (Jn 17, 1). 'Padre Santo, guarda en tu nombre a éstos que me has dado'
(Jn 17, 11). 'Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te conocí...'
(Jn 17, 25). Ya en el anuncio de las realidades últimas, hecho con la
parábola sobre el juicio final, se presenta como Aquel que proclama: 'venid a
mí, benditos de mi Padre..." (Mt 25, 34). Luego pronuncia en la cruz sus
últimas palabras: 'Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu' (Lc 23, 46).
Por último, una vez resucitado anuncia a los discípulos: 'Yo os envío la
promesa de mi Padre' (Lc 24, 49).
7. Jesucristo, que
'conoce al Padre' tan profundamente, ha venido para 'dar a conocer su nombre
a los hombres que el Padre le ha dado' (Cfr. Jn 17, 6) Un momento singular de
esta revelación del Padre lo constituye la respuesta que da Jesús a sus
discípulos cuando le piden: 'Enséñanos a orar' (Cfr. Lc 11, 1). El les dicta
entonces la oración que comienza con las palabras 'Padre nuestro' (Mt 6,
9-13), o también 'Padre' (Lc 11, 2)4). Con la revelación de esta oración los
discípulos descubren que ellos participan de un modo especial en la filiación
divina, de la que el Apóstol Juan dirá en el prólogo de su Evangelio. 'A
cuantos le recibieron (es decir, a cuantos recibieron al Verbo que se hizo
carne), Jesús les dio poder de llegar a ser hijos de Dios' (Jn 1, 12). Por
ello, según su propia enseñanza, oran con toda razón diciendo 'Padrenuestro'.
8. Ahora bien, Jesús
establece siempre una distinción entre 'Padre mío' y 'Padre vuestro'. Incluso
después de la resurrección, dice a María Magdalena: 'Ve a mis hermanos y
diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios' (Jn 20,
17). Se debe notar, además, que en ningún pasaje del Evangelio se lee que
Jesús recomendar los discípulos orar usando la palabra 'Abbá'. Esta se
refiere exclusivamente a su personal relación filial con el Padre. Pero al
mismo tiempo, el 'Abbá' de Jesús es en realidad el mismo que es también
'Padre nuestro', como se deduce de la oración enseñada a los discípulos. Y lo
es por participación o, mejor dicho, por adopción, como enseñaron los
teólogos siguiendo a San Pablo, que en la Carta a los Gálatas escribe: 'Dios envió a su
Hijo... para que recibiésemos la adopción' (Gal 4, 4 y ss.; cfr. S. Th. III
q. 23, a
1 y 2).
9. En este contexto
conviene leer e interpretar también las palabras que siguen en el mencionado
texto de la Carta
de Pablo a los Gálatas: 'Y puesto que sois hijos, envió Dios a nuestros corazones
el Espíritu de su Hijo que clama "Abbá, Padre" (Gal. 4, 6); y las
de la Carta a
los Romanos: 'No habéis recibido el espíritu de siervos... antes habéis
recibido el espíritu de adopción, por el que clamamos: !Abbá, Padre!' (Rom 8,
15). Así, pues, cuando, en nuestra condición de hijos adoptivos (adoptados en
Cristo): 'hijos en el Hijo', dice San Pablo (Cfr. Rom 8, 19), gritamos a Dios
'Padre', 'Padre nuestro', estas palabras se refieren al mismo Dios a quien
Jesús con intimidad incomparable le decía: 'Abbá..., Padre mío'.
1. 'Abbá Padre mío':
Todo lo que hemos dicho en la catequesis anterior, nos permite penetrar más
profundamente en la única y excepcional relación de! hijo con el Padre, que
encuentra su expresión en los Evangelios, tanto en los Sinópticos como en San
Juan, y en todo el Nuevo Testamento. Si en el Evangelio de Juan son más
numerosos los pasajes que ponen de relieve esta relación (podríamos decir 'en
primera persona'), en los Sinópticos (Mt y Lc) se encuentra, sin embargo, la
frase que parece contener la clave de esta cuestión: 'Nadie conoce al Hijo
sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo
se lo quiera revelar' (Mt 11, 27 y Lc 10, 22).
El Hijo, pues, revea al Padre como Aquel que lo 'conoce' y lo ha
mandado como Hijo para 'hablar' a los hombres por medio suyo (Cfr Heb 1,2) de
forma nueva y definitiva. Más aún: precisamente este Hijo unigénito el Padre
'lo ha dado, a los hombres para la salvación del mundo, con el fin de que el
hombre alcance la vida eterna en El y por medio de El (Cfr Jn 3, 16).
2. Muchas veces, pero
especialmente durante la última Cena, Jesús insiste en dar a conocer a sus
discípulos que está unido al Padre con un vinculo de pertenencia particular.
'Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo es mío', dice en la oración sacerdotal, al
despedirse de los Apóstoles para ir a su pasión. Y entonces pide la unidad
para sus discípulos, actuales y futuros, con palabras que ponen de relieve la
relación de esa unión y 'comunión' con la que existe sólo entre el Padre y el
Hijo. En efecto, pide: 'Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mi y yo
en ti, para que también ellos sean en nosotros y el mundo crea que tú me has
enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, a fin de que sean uno como
nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno y
conozca el mundo que tú me enviaste y amaste a éstos como me amaste a mí' (Jn
17, 21-23).
3. Al rezar por la
unidad de sus discípulos y testigos, revela Jesús al mismo tiempo qué unidad,
qué 'comunión' existe entre El y el Padre: el Padre está 'en el' Hijo y el
Hijo 'en el' Padre Esta particular 'inmanencia', la compenetración recíproca
)expresión de la comunión de las personas) revela la medida de la recíproca
pertenencia y la intimidad de la recíproca realización del Padre y del Hijo.
Jesús la explica cuando afirma: 'Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío' (Jn. 17,
10). Es una relación de posesión recíproca en la unidad de esencia, y al
mismo tiempo es una relación de don. De hecho dice Jesús: 'Ahora saben que
todo cuanto me diste viene de ti' (Jn. 17, 7).
4. Se pueden captar
en el Evangelio de Juan los indicios de a atención, del asombro y del
recogimiento con que los Apóstoles escucharon estas palabras de Jesús en el
Cenáculo de Jerusalén, la víspera de los sucesos pascuales. Pero la verdad de
la oración sacerdotal de algún modo ya se había expresado públicamente con
anterioridad el día de la solemnidad de la dedicación del templo. Al desafío
de los que se habían congregado: 'Si eres el Mesías, dínoslo claramente',
Jesús responde: 'Os lo dije y no creéis; las obras que yo hago en nombre de
mi Padre, ésas dan testimonio de mi'. Y a continuación afirma Jesús que los
que lo escuchan y creen en El, pertenecen a su rebaño en virtud de un don del
Padre: 'Mis ovejas oyen mi voz y yo las conozco... Lo que mi Padre me dio es
mejor que todo, y nadie podrá arrebatar nada de la mano de mi Padre. Yo y el
Padre somos una sola cosa' (Jn 10, 24-30).
5. La reacción de los
adversarios en este caso es violenta: 'De nuevo los judíos trajeron piedras
para apedrearlo'. Jesús les pregunta por qué obras provenientes del Padre y
realizadas por El lo quieren apedrear, y ellos responden: 'Por la blasfemia,
porque tú, siendo hombre, te haces Dios'. La respuesta de Jesús es
inequívoca: 'Si no hago las obras de mi Padre no me creáis; pero si las hago,
ya que no me creéis a mí, creed a la obras, para que sepáis y conozcáis que
el Padre está en mi y yo en el Padre' (Cfr Jn 10, 31-38).
6. Tengamos bien en
cuenta el significado de este punto crucial de la vida y de la revelación de
Cristo. La verdad sobre el particular vínculo, la particular unidad que
existe entre el Hijo y el Padre, encuentra la oposición de los judíos: Si tú
eres el Hijo en el sentido que se deduce de tus palabras, entonces, siendo
hombre, te haces Dios. En tal caso profieres la mayor blasfemia. Por lo
tanto, los que lo escuchaban comprendieron el sentido de las palabras de
Jesús de Nazaret: como Hijo, él es 'Dios de Dios' ('de la misma naturaleza
que el Padre'), pero precisamente por eso no las aceptaron, sino que las
rechazaron de la forma más absoluta, con toda firmeza. Aunque en el conflicto
de ese momento no se llega a apedrearlo (Cfr. Jn 10, 39); sin embargo, al día
siguiente de la oración sacerdotal en el Cenáculo, Jesús será sometido a
muerte en la cruz. Y los judíos presentes gritarán: 'Si eres Hijo de Dios,
baja de la cruz' (Mt 27, 40), y comentarán con escarnio: 'Ha puesto su
confianza en Dios: que El lo libre ahora, si es que lo quiere, puesto que ha
dicho: soy el Hijo de Dios' (Mt 27, 42-43).
7. También en la hora
del Calvario Jesús afirma la unidad con el Padre. Como leemos en la Carta a los Hebreos: 'Y
aunque era Hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia' (Heb 5, 8).
Pero esta 'obediencia hasta la muerte' (Cfr. Flp 2, 8) era la ulterior y
definitiva expresión de la intimidad de la unión con el padre. En efecto,
según el texto de Marcos, durante a agonía en la cruz, 'Jesús... gritó:
!Eloi, Eloi, lama sabactani?!, que quiere decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué
me has abandonado?' (Mc 15, 34). Este grito (aunque las palabras manifiestan
el sentido del abandono probado en su psicología de hombre sufriente por
nosotros) era la expresión de la más intima unión del Hijo con el Padre en el
cumplimiento de su mandato: 'He llevado a cabo la obra que me encomendaste
realizar' (Cfr. Jn 17, 4). En este momento la unidad del Hijo con el Padre se
manifestó con una definitiva profundidad divino-humana en el misterio de la
redención del mundo.
8. También en el
Cenáculo, Jesús dice a los Apóstoles: 'Nadie viene al Padre sino por mí. Si
me habéis conocido, conoceréis también a mi Padre...Felipe, le dijo: Señor,
muéstranos al Padre y nos basta. Jesús le dijo: Felipe, ¿tanto tiempo ha que
estoy con vosotros y aún no me habéis conocido? El que me ha visto (ve) a mí
ha visto (ve) al Padre... ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en
mí?' (Jn 14, 6-10).
'Quien me ve a mí, ve al Padre' El Nuevo Testamento está todo plagado
de la luz de esta verdad evangélica. El Hijo es 'irradiación de su (del
Padre) gloria", e 'impronta de su subsistencia' (Heb 1, 3). Es 'imagen
del Dios invisible' (Col 1, 15). Es la epifanía de Dios. Cuando se hizo
hombre, asumiendo 'la condición de siervo' y 'haciéndose obediente hasta la
muerte' (Cfr. Flp 2, 7-8), al mismo tiempo se hizo para todos los que lo
escucharon 'el camino': el camino al Padre, con el que es 'la verdad y la
vida' (Jn 14, 6).
En la fatigosa subida para conformarse a la imagen de Cristo, los que
creen en El, como dice San Pablo, 'se revisten del hombre nuevo...', y 'se
renuevan sin cesar, para lograr el perfecto conocimiento de Dios' (Cfr. Col
3,10), según la imagen del Aquel que es 'modelo'. Este es el sólido
fundamento de la esperanza cristiana.
1. En la catequesis
anterior hemos considerado a Jesucristo como Hijo íntimamente unido al Padre.
Esta unión le permite y le obliga a decir: 'El Padre está en mí y yo en el
Padre' no solamente en la conversación confidencial del cenáculo, sino
también en la declaración pública hecha durante la celebración de la fiesta
de los Tabernáculos (Cfr. Jn. 7, 28-29). Y más aún, todavía con más claridad
Jesús llega a afirmar: 'Yo y el Padre somos una sola cosa' (Jn. 10, 30).
Dichas palabras son consideradas blasfemas y provocan a la reacción violenta
de los oyentes: 'Trajeron piedras para apedrearle' (Cfr. Jn. 10, 31). En
efecto, según la ley de Moisés la blasfemia debía ser castigada con la muerte
(Cfr. Dt 13, 10-11).
2. Ahora bien, es
importante reconocer que existe un lazo orgánico entre la verdad de esta
íntima unión del Hijo con el Padre y el hecho de que Jesús-Hijo vive totalmente
'para el Padre'. Sabemos, en efecto, que toda la vida, toda la 'existencia'
terrena de Jesús está orientada constantemente hacia el Padre, y 'entregada
al Padre' sin reservas.
Cuando tenía doce años, Jesús, Hijo de María, tenía una clara conciencia
de su relación con el Padre y adoptaba una actitud coherente con su certeza
interior. Por ello, ante el reproche de su Madre, cuando juntamente con José
lo encontraron en el templo después de haberlo buscado durante tres días,
responde: '¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?' (Lc.
2,49).
3. También en la
presente catequesis hacemos referencia, sobre todo, al texto del cuarto
evangelio, porque la conciencia y a actitud manifestadas por Jesús, cuando
tenía doce años, encuentra su profunda raíz en lo que leemos al comienzo del
gran discurso de despedida que, según San Juan, pronunció durante la última
Cena, al término de su vida, mientras que se disponía a cumplir su misión
mesiánica. El evangelista dice de El que 'llegada su hora...(sabía) que el
Padre había puesto en sus manos todas las cosas y que había salido de Dios y
a El se volvía' (Jn 13, 3).
La Carta a los Hebreos pone de relieve la misma verdad refiriéndose en cierto
modo a la misma preexistencia)existencia de Jesús)Hijo de Dios: Por lo cual,
entrando en este mundo, Cristo dice: 'Tú no has querido holocaustos y
sacrificios por el pecado. Entonces he dicho: Heme aquí que vengo (en el
volumen del libro está escrito de mí) para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad (Heb
10, 5-7).
4. 'Hacer la
voluntad' del Padre, en las palabras y en las obras de Jesús, quiere decir
vivir para el Padre totalmente 'Como el Padre, que tiene la vida, me ha
enviado... yo vivo por el Padre' (Jn 6, 57), dice Jesús en el contexto del
anuncio de la institución de la Eucaristía.
Que cumplir la voluntad del Padre sea para Cristo su misma vida, lo
manifiesta El mismo con las palabras dirigidas a los discípulos tras el
encuentro con la
Samaritana: 'Mi alimento es hacer la voluntad del que me
envió y acabar su obra' (Jn 4, 34). Jesús vive de la voluntad del Padre. Este
es su alimento'.
5. El vive de esta
forma )es decir, totalmente orientado hacia el Padre), puesto que 'ha salido
del Padre y al Padre va', sabiendo que el Padre 'le ha puesto en las manos
todas las cosas' (Jn 3, 35). Dejándose guiar en todo por esta conciencia,
Jesús proclama ante los hijos de Israel: 'Pero yo tengo un testimonio mayor
que el de Juan, porque las obras que mi Padre me dio a hacer, esas obras que
yo hago, dan en favor mío testimonio de que el Padre me ha enviado' (Jn 5,
36). Y en el mismo contexto: 'En verdad, en verdad, os digo que no puede el
Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque lo que
éste hace, lo hace igualmente el Hijo' (Jn 5, 19). Y añade: 'Como el Padre
resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo a los que quiere da
la vida' (Jn 5, 21).
6. El pasaje del
discípulo eucarístico (de Juan 6), que hemos citado anteriormente: 'Como el
Padre, que tiene la vida, me ha enviado..., yo vivo por el Padre', a veces es
traducido bajo esta otra forma: 'Yo vivo por medio del Padre' (Jn 6. 57). Las
palabras de San Juan 5, que acabamos de citar, sintonizan con esta segunda
interpretación Jesús vive 'por medio del Padre' en el sentido de que todo lo
que hace corresponde plenamente a la voluntad del Padre: es lo que el mismo
Padre hace.
Justamente por esto la vida humana del Hijo, su actuación, su
existencia terrena, está de forma tan completa orientada hacia el Padre.
Jesús vive plenamente 'por el Padre', porque en El la fuente de todo es su
eterna unidad con el Padre: 'Yo y el Padre somos una sola cosa' (Jn 10, 30).
Sus obras son la prueba de la estrecha comunión de las divinas Personas En
Ellas la misma divinidad se manifiesta como unidad del Padre y del Hijo: la
verdad que ha suscitado tanta oposición entre los oyentes.
7. Casi en previsión
de las ulteriores consecuencias de aquella oposición, Jesús dijo en otro
momento de su conflicto con los judíos: 'Cuando levantéis en alto al Hijo del
hombre, entonces conoceréis que soy Yo, y no hago nada por mí mismo, sino
que, según me enseñó el Padre, hablo. El que me envió está conmigo; no me ha
dejado solo, porque Yo hago siempre lo que es de su agrado' (Jn 8, 28-29).
8. Verdaderamente
Jesús ha cumplido la voluntad del Padre hasta el final. Con la pasión y
muerte en la cruz ha confirmado que ha hecho siempre las cosas gratas al
Padre: Ha cumplido la voluntad salvífica para la redención del mundo, en la
cual el Padre y el Hijo están unidos, porque 'Yo y el Padre somos una sola
cosa' (Jn 10, 30).
Cuando estaba muriendo sobre la cruz, Jesús 'gritó' con gran fuerza:
'Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu' (Cfr. Lc 23, 46). Estas sus
últimas palabras dan testimonio de que hasta el final toda su existencia
terrena estaba dirigida al Padre. Viviendo como Hijo 'por medio del Padre
vivía totalmente' por el Padre. Y el Padre, como El había predicho, 'no lo
dejó solo'.
En el misterio pascual de la muerte y de la resurrección se han
cumplido las palabras: 'Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, entonces
sabréis que soy Yo'. 'Yo soy', las mismas palabras con las que una vez el
Señor (el Dios vivo) respondió a la pregunta de Moisés a propósito de su
nombre (Cfr. Ex 3, 13).
9. Leemos en la Carta a los Hebreos
expresiones extraordinariamente consoladoras: 'Por ello Jesús puede salvar
perfectamente a los que por medio de El se acercan a Dios, estando siempre
vivo para interceder en su favor' (Heb 7, 25).
El que, como Hijo 'de la misma naturaleza que el Padre', vive 'por
medio del Padre', ha revelado al hombre, el camino de la salvación eterna.
Tomemos también nosotros este camino y avancemos por él, participando de
aquella vida 'por el Padre' cuya plenitud dura para siempre en Cristo.
1. Jesucristo es el
Hijo íntimamente unido al Padre; el Hijo que 'vive totalmente para el Padre'
(Cfr. Jn 6, 57); el Hijo, cuya existencia terrena total se da al Padre sin
reservas. A estos temas desarrollados en las últimas catequesis, se une
estrechamente el de la oración de Jesús: tema de la catequesis de hoy. Es,
pues, en la oración donde encuentra su particular expresión el hecho de que
el Hijo esté íntimamente unido al Padre, esté dedicado a El, se dirija a El
con toda su existencia humana. Esto significa que el tema de la oración de
Jesús ya está contenido implícitamente en los temas precedentes, de modo que
podemos decir perfectamente que Jesús de Nazaret 'oraba en todo tiempo sin
desfallecer' (Cfr. Lc 18, 1 ). La oración era la vida de su alma, y toda su
vida era oración La historia de la humanidad no conoce ningún otro personaje
que con esa plenitud )de ese modo) se relacionara con Dios en la oración como
Jesús de Nazaret, Hijo del hombre, y al mismo tiempo Hijo de Dios, 'de la
misma naturaleza que el Padre'.
2. Sin embargo, hay
pasajes en los Evangelios que ponen de relieve la oración de Jesús,
declarando explícitamente que 'Jesús rezaba'. Esto sucede en diversos
momentos del día y de la noche y en varias circunstancias. He aquí algunas:
'A la mañana, mucho antes de amanecer, se levantó, salió y se fue aun lugar
desierto, y allí oraba' (Mc 1, 35). No sólo lo hacía al comenzar el día (la
'oración de la mañana',), sino también durante el día y por la tarde, y
especialmente de noche. En efecto, leemos: 'Concurrían numerosas muchedumbres
para oírle y ser curados de sus enfermedades, pero El se retiraba a lugares
solitarios y se daba a la oración' (Lc 5, 15)16).
Y en otra ocasión: 'Una vez que despidió a la muchedumbre, subió a un
monte apartado para orar, y llegada la noche, estaba allí solo' (Mt 14, 23).
3. Los evangelistas
subrayan el hecho de que la oración acompañe los acontecimientos de
particular importancia en la vida de Cristo: 'Aconteció, pues, que, bautizado
Jesús y orando, se abrió el cielo...' (Lc 3, 21), y continúa la descripción
de la teofanía que tuvo lugar durante el bautismo de Jesús en el Jordán. De
forma análoga, la oración hizo de introducción en la teofanía del monte de la
transfiguración: ' tomando a Pedro, a Juan y a Santiago, subió aun monte para
orar. Mientras oraba, el aspecto de su rostro se transformó...'(Lc 9, 28-29).
4. La oración también
constituía la preparación para decisiones importantes y para momentos de gran
relevancia de cara a la misión mesiánica de Cristo. Así, en el momento de
comenzar su ministerio público, se retira al desierto a ayunar y rezar (Cfr.
Mt 4, 1)11 y paral.); y también, antes de la elección de los Apóstoles,
'Jesús salió hacia la montaña para orar, y pasó la noche orando a Dios.
Cuando se hizo de día, llamó a sí a los discípulos y escogió a doce de ellos,
a quienes dio el nombre de apóstoles' (Lc 6, 12)13). Así también, antes de la
confesión de Pedro, cerca de Cesarea de Filipo: '...aconteció que orando
Jesús a solas, estaban con El los discípulos, a los cuales preguntó: ¿Quién
dicen las muchedumbres que soy yo? Respondiendo ellos, le dijeron: 'Juan
Bautista; otros Elías; otros, que uno de los antiguos Profetas ha
resucitado'. Díjoles El: 'Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?' Respondiendo
Pedro, dijo: 'El Ungido de Dios' (Lc 9, 18-20).
5. Profundamente
conmovedora es la oración de antes de la resurrección de Lázaro: 'Y Jesús,
alzando los ojos al cielo, dijo: !Padre: te doy gracias porque me has
escuchado; yo sé que siempre me escuchas, pero por la muchedumbre que me
rodea lo digo, para que crean que tú me has enviados!'(Jn 11, 41-42).
6. La oración en la
última Cena (la llamada oración sacerdotal), habría que citarla toda entera.
Intentaremos al menos tomar en consideración los pasajes que no hemos citado
en las anteriores catequesis. Son éstos: '... Levantando sus ojos al cielo,
añadió (Jesús): !Padre, llegó la hora; glorifica a tu Hijo para que tu hijo
te glorifique, según el poder que le diste sobre toda carne, para que a todos
los que tú le diste les dé El la vida eterna!' (Jn 17, 1-2). Jesús reza por
la finalidad esencial de su misión: la gloria de Dios y la salvación de los
hombres. Y añade: 'Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios Verdadero,
y a tu enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a
cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora, tú, Padre glorifícame cerca
de ti mismo con la gloria que tuve cerca de ti antes que el mundo existiese'
(Jn 17, 3-5).
7. Continuando la
oración, el Hijo casi rinde cuentas al Padre por su misión en la tierra: 'He
manifestado tu nombre a los hombres que de este mundo me has dado. Tuyos
eran, y tú me los diste, y han guardado tu palabra. Ahora saben que todo
cuanto me diste viene de ti' (Jn. 17, 6-7) Después añade: 'Yo ruego por
ellos, no ruego por el mundo, sino por los que tú me diste, porque son
tuyos...' (Jn 17, 9). Ellos son los que 'acogieron' la palabra de Cristo, los
que 'creyeron' que el Padre lo envió. Jesús ruega sobre todo por ellos,
porque 'ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti' (Jn 17, 11). Ruega
para que 'sean uno', para que 'no perezca ninguno de ellos' (y aquí el
Maestro recuerda 'al hijo de la perdición'), para que 'tengan mi gozo
cumplido en sí mismos' (Jn 17,13): En la perspectiva de su partida, mientras
los discípulos han de permanecer en el mundo y estarán expuestos al odio
porque 'ellos no son del mundo', igual que su Maestro, Jesús ruega: 'No pido
que los saques del mundo, sino que los libres del mal' (Jn 17, 15).
8. También en la
oración del cenáculo. Jesús pide por sus discípulos: 'Santifícalos en la
verdad, pues tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los
envié al mundo, y yo por ellos me santifico, para que ellos sean santificados
en la verdad' (Jn 17, 17-19). A continuación Jesús abraza con la misma
oración a las futuras generaciones de sus discípulos. Sobre todo ruega por la
unidad, para que 'conozca el mundo que tú me enviaste y amaste a éstos como
tú me amaste a mí' (Jn 17, 25). Al final de su invocación, Jesús vuelve a los
pensamientos principales dichos antes, poniendo todavía más de relieve su
importancia. En ese contexto pide por todos los que el Padre le 'ha dado'
para que 'estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has
dado; porque me amaste antes de la creación del mundo' (Jn 17, 24).
9. Verdaderamente la
'oración sacerdotal' de Jesús es la síntesis de esa autorrevelación de Dios
en el Hijo, que se encuentra en el centro de los Evangelios. El Hijo haba al
Padre en el nombre de esa unidad que forma con El ('Tú, Padre, estás en mí y
yo en ti' Jn 17, 21). Y al mismo tiempo ruega para que se propaguen entre los
hombres los frutos de la misión salvífica por la que vino al mundo. De este
modo revela el mysterium Ecclesiae, que nace de su misión salvífica, y reza
por su futuro desarrollo en medio del 'mundo'. Abre la perspectiva de la
gloria, a la que están llamados con El todos los que 'acogen' su palabra.
10. Si en la oración
de la última Cena se oye a Jesús hablar al Padre como Hijo suyo
'consubstancial', en la oración del Huerto, que viene a continuación, resalta
sobre todo su verdad de Hijo del Hombre. 'Triste está mi alma hasta la
muerte. Permaneced aquí y velad' (Mc 14, 34), dice a sus amigos al llegar al
huerto de los olivos. Una vez solo, se postra en tierra y las palabras de su
oración manifiestan la profundidad del sufrimiento Pues dice: 'Abbá, Padre,
todo te es posible; aleja de mí este cáliz, mas no se haga lo que yo quiero
sino lo que tú quieres' (Mt 14, 36).
11. Parece que se
refieren a esta oración de Getsemaní las palabras de la Carta a los Hebreos. 'El
ofreció en los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos
clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte'. Y aquí
el Autor de la Carta
añade que 'fue escuchado por su reverencial temor' (Heb 5, 7). Sí. También la
oración de Getsemaní fue escuchada, porque también en ella )con toda la
verdad de su actitud humana de cara al sufrimiento) se hace sentir sobre todo
la unión de Jesús con el Padre en la voluntad de redimir al mundo, que
constituye el origen de su misión salvífica.
12. Ciertamente Jesús
oraba en las distintas circunstancias que surgían de la tradición y de la ley
religiosa y de Israel, como cuando, al tener doce años, subió con los padres
al templo de Jerusalén (Cfr. Lc 2, 41 ss.), o cuando, como refieren los
evangelistas, entraba 'los sábados en la sinagoga, según la costumbre' (Cfr.
Lc 4, 16). Sin embargo, merece una atención especial lo que dicen los
Evangelios de la oración personal de Cristo. La Iglesia nunca lo ha
olvidado y vuelve a encontrar en el diálogo personal de Cristo con Dios la
fuente, la inspiración, la fuerza de su misma oración. En Jesús orante, pues,
se expresa del modo más personal el misterio del Hijo, que 'vive totalmente
para el Padre', en íntima unión con El.
1. La oración de
Jesús como Hijo 'salido del Padre' expresa de modo especial el hecho de que El
'va al Padre' (Cfr. Jn 16, 28). 'Va', y conduce al Padre a todos aquellos,
que el Padre 'le ha dado' (Cfr. Jn 17). Además, a todos les deja el
patrimonio duradero de su oración filial: 'Cuando oréis, decid: ¡Padre
nuestro...!' (Mt 6, 9; cfr. Lc 11, 2). Como aparece en esta fórmula que
enseñó Jesús, su oración al Padre se caracteriza por algunas notas
fundamentales: es una oración llena de alabanza, llena de un abandono
ilimitado a la voluntad del Padre, y, por lo que se refiere a nosotros, llena
de súplica y petición de perdón. En este contexto se sitúa de modo especial
la oración de acción de gracias.
2. Jesús dice: 'Yo te
alabo, Padre, Señor del cielo y tierra, porque ocultaste estas cosas a los
sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos...' (Mt 11, 5). Con la
expresión 'Te alabo', Jesús quiere significar la gratitud por el donde la
revelación de Dios, porque 'nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a
quien el Hijo quisiere revelárselo' (Mt 11, 27). También la oración
sacerdotal (que hemos analizado en la última catequesis), si bien posee el
carácter de una gran petición que el Hijo hace al Padre al final de su misión
terrena, al mismo tiempo está también impregnada en un profundo sentido de
acción de gracias. Se puede incluso decir que a acción de gracias constituye
el contenido esencial no sólo de la oración de Cristo, sino de la misma
intimidad existencial suya con el Padre. En el centro de todo lo que Jesús
hace y dice, se encuentra la conciencia del don: todo es don de Dios, creador
y Padre; y una respuesta adecuada al don es la gratitud, a acción de gracias.
3. Hay que prestar
atención a los pasajes evangélicos, especialmente a los de San Juan, donde
esta acción de gracias se pone claramente de relieve. Tales, por ejemplo, la
oración con motivo de la resurrección de Lázaro: 'Padre te doy gracias porque
me has escuchado' (Jn 11, 41). En la multiplicación de los panes (junto a
Cafarnaún) 'Jesús tomó los panes y, dando gracias, dio a los que estaban
recostados, e igualmente de los peces...' (Jn 6, 11). Finalmente, en la
institución de la
Eucaristía, Jesús, antes de pronunciar las palabras de la
institución sobre el pan y el vino 'dio gracias' (Lc 22, 17; cfr., también Mc
14,23; Mt 26, 27). Esta expresión la usa respecto al cáliz del vino, mientras
que con referencia al pan se habla igualmente de la 'bendición'. Sin embargo,
según el Antiguo Testamento, 'bendecir a Dios' significa también darle
gracias, además de 'alabar a Dios', 'confesar al Señor'.
4. En la oración de
acción de gracias se prolonga la tradición bíblica, que se expresa de modo
especial en los Salmos. 'Bueno es alabar a Yahvéh y cantar para tu nombre, oh
Altísimo... Pues me has alegrado, oh Yahvéh, con tus hechos, y me gozo en las
obras de tus manos' (Sal 91/92, 2-5). 'Alabad a Yahvéh, porque es bueno,
porque es eterna su misericordia. Digan así los rescatados de Yahvéh... Den
gracias a Dios por su piedad y por los maravillosos favores que hace a los
hijos de los hombres. Y ofrézcanle ale sacrificios de alabanza (zebah todah)
(Sal 106/197, 1.2.21-22). 'Alabad a Yahvéh porque es bueno, porque es eterna
su misericordia... Te alabo porque me oíste y fuiste para mí la salvación...
Tú eres mi Dios, yo te alabaré; mi Dios, yo te ensalzaré' (Sal 117/118,
1.21.28). '¿Qué podré yo dar a Yahvéh por todos los beneficios que me ha
hecho? Te ofreceré sacrificios de alabanza e invocaré el nombre de Yahvéh'
(Sal 115/116, 12.17). 'Te alabaré por el maravilloso modo con que me hiciste;
admirables son tus obras, conoces del todo mi alma' (Sal 138/139,14). 'Quiero
ensalzarte, Dios mío, Rey, y bendecir tu nombre por los siglos' (Sal 144/145,
1).
5. En el Libro del
Eclesiástico se lee también: 'Bendecid al Señor en todas sus obras. Ensalzad
su nombre, y uníos en la confesión de sus alabanzas. Alabadle así con alta
voz: Las obras del Señor son todas buenas, sus órdenes se cumplen a tiempo,
pues todas se hacen desear a su tiempo... No ha lugar a decir: ¿Qué es esto,
para qué esto? Todas las cosas fueron creadas para sus fines' (Sir 39,
19-21.26). La exhortación del Eclesiástico a 'bendecir al Señor' tiene un
tono didáctico.
6. Jesús acogió esta
herencia tan significativa para el Antiguo Testamento explicitando en el
filón de la bendición (confesión) alabanza la dimensión de acción de gracias.
Por eso se puede decir que el momento culminante de esta tradición bíblica
tuvo lugar en la última Cena cuando Cristo instituyó el sacramento de su
Cuerpo y de su Sangre el día antes de ofrecer ese Cuerpo y esa Sangre en el
Sacrificio de la cruz. Como escribe San Pablo: 'El Señor Jesús, en la noche
en que fue entregado, tomó el pan y, después de dar gracias, lo partió y
dijo: 'Esto es mi Cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en memoria mía'
(1 Cor 11, 23-24). Del mismo modo, los evangelistas sinópticos hablan también
de a acción de gracias sobre el cáliz: 'Tomando el cáliz después de dar
gracias, se lo entregó, y bebieron de él todos. Y les dijo. 'esta es mi
Sangre de a alianza, que es derramada por muchos' (Mc 14, 23)24; cfr. Mt
26.27; Lc 22, 17).
7. El original griego
de la expresión 'dar gracias' es 'ucaris thsaz' (de'eujaristein'), de donde
Eucaristía así pues, el Sacrificio del Cuerpo y de la Sangre instituido como el
Santísimo Sacramento de la
Iglesia, constituye el cumplimiento y al mismo tiempo la
superación de los sacrificios de bendición y de alabanza, de los que se habla
en los Salmos (zebah todah) Las comunidades cristianas, desde los tiempos más
antiguos, unían la celebración de la Eucaristía a acción de gracias, como demuestra
el texto de la 'Didajé' (escrito y compuesto entre finales del siglo I y
principios del II, probablemente en Siria, quizá en la misma Antioquía):
'Te damos gracias, Padre nuestro, por la santa vida de David tu
Siervo, que nos has hecho desvelar por Jesús tu Siervo...'
'Te damos gracias, Padre nuestro, por la vida y el conocimiento que
nos has hecho desvelar por Jesucristo, tu Siervo'
'Te damos gracias, Padre santo, por tu santo nombre, que has hecho
habitar en nuestros corazones, y por el conocimiento, la fe y la inmortalidad
que nos has hecho desvelar por Jesucristo tu Siervo' (Didajé 9, 2-3; 10, 2).
8. El Canto de acción
de gracias de la Iglesia
que acompaña la celebración de la Eucaristía, nace de lo íntimo de su corazón, y
del Corazón mismo del Hijo, que vivía en acción de gracias. Por eso podemos
decir que su oración, y toda su existencia terrena, se convirtió en
revelación de esta verdad fundamental enunciada por la Carta de Santiago: 'Todo
buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba, desciende del Padre de las
luces ' (Sant 1,17).Viviendo en a acción de gracias, Cristo, el Hijo del
hombre, el nuevo 'Adán', derrotaba en su raíz misma el pecado que bajo el
influjo del 'padre de la mentira' había sido concebido en el espíritu 'del
primer Adán' (Cfr. Gen 3) La acción de gracias restituye al hombre la
conciencia del don entregado por Dios 'desde el principio' y al mismo tiempo
expresa la disponibilidad a intercambiar el don: darse a Dios, con todo el
corazón y darle todo lo demás. Es como una restitución, porque todo tiene en
El su principio y su fuente.
'Gratias agamus Domino Deo nostro': es la invitación que la Iglesia pone en el
centro de la liturgia eucarística. También en esta exhortación resuena fuerte
el eco de a acción de gracias, del que vivía en la tierra el Hijo de Dios. Y
la voz del Pueblo de Dios responde con un humilde y gran testimonio coral:
'Dignum et iustum est', 'es justo y necesario'.
(JESUCRISTO: UNGIDO
POR EL ESPÍRITU SANTO)
1. 'Salí del Padre y
vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y me voy al Padre' (Jn 16, 28).
Jesucristo tiene el conocimiento de su origen del Padre: es el Hijo porque
proviene del Padre. Como Hijo ha venido al mundo, mandado por el Padre. Esta
misión (missio) que se basa en el origen eterno del
Cristo) Hijo, de la misma naturaleza que el Padre, está radicada en El. Por
ello en esta misión el Padre revela el Hijo y da testimonio de Cristo como su
Hijo, mientras que al mismo tiempo el Hijo revea al Padre. Nadie,
efectivamente 'conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el
Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo' (Mt 11, 27). El Hijo, que
'ha salido del Padre', expresa y confirma la propia filiación en cuanto
'revea al Padre' ante el mundo. Y lo hace no sólo con las palabras del
Evangelio, sino también con su vida, por el hecho de que El completamente
'vive por el Padre', y esto hasta el sacrificio de su vida en la cruz.
2. Esta misión
salvífica del Hijo de Dios como Hombre se lleva a cabo 'en la potencia' del
Espíritu Santo. Lo atestiguan numerosos pasajes de los Evangelios y todo el
Nuevo Testamento. En el Antiguo Testamento, la verdad sobre la estrecha
relación entre la misión del Hijo y la venida del Espíritu Santo (que es
también su 'misión') estaba escondida, aunque también, en cierto modo, ya
anunciada. Un presagio particular son las palabras de Isaías, a las cuales
Jesús hace referencia al inicio de su actividad mesiánica en Nazaret: 'El
Espíritu del Señor está sobre mi, porque me ungió para evangelizar a los
pobres; me envió a predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la
recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos, para
anunciar un año de gracia del Señor' (Lc 4,17-19; cfr. Is 61, 1-2).
Estas palabras hacen referencia al Mesías: palabra que significa
'consagrado con unción' ('ungido'), es decir, aquel que viene de la potencia
del Espíritu del Señor. Jesús afirma delante de sus paisanos que estas
palabras se refieren a El: 'Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír'
(Cfr. Lc 4, 21).
3. Esta verdad sobre
el Mesías que viene en el poder del Espíritu Santo encuentra su confirmación
durante el bautismo de Jesús en el Jordán, también al comienzo de su actividad
mesiánica. Particularmente denso es el texto de Juan que refiere las palabras
del Bautista: 'Yo he visto el Espíritu descender del cielo como paloma y
posarse sobre El. Yo no le conocía; pero el que me envió a bautizar en agua
me dijo: Sobre quien vieres descender el Espíritu y posarse sobre El, ése es
el que bautiza en el Espíritu Santo. Y yo vi, y doy
testimonio de que éste es el Hijo de Dios' (Jn 1, 32)34).
Por consiguiente, Jesús es el Hijo de Dios, aquel que 'ha salido del
Padre y ha venido al mundo' (Cfr. Jn 16, 28), para llevar el Espíritu Santo:
'para bautizar en el Espíritu Santo' (Cfr. Mc 1, 8), es decir, para instituir
la nueva realidad de un nuevo nacimiento, por el poder de Dios, de los hijos
de Adán manchados por el pecado. La venida del Hijo de Dios al mundo, su
concepción humana y su nacimiento virginal se han cumplido por obra del
Espíritu Santo. El Hijo de Dios se ha hecho hombre y ha nacido de la Virgen María
por obra del Espíritu Santo, en su potencia.
4. El testimonio que
Juan da de Jesús como Hijo de Dios está en estrecha relación con el texto del
Evangelio de Lucas donde leemos que en la Anunciación María
oye decir que Ella 'concebirá y dará a luz en su seno un hijo que será
llamado Hijo del Altísimo' (Cfr. Lc 1, 31-32). Y cuando pregunta: '¿Cómo
podrá ser esto, pues yo no conozco varón?', recibe la respuesta. 'El Espíritu
Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y
por esto el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios' (Lc 1,
34-35).
Si, entonces, el 'salir del Padre y venir al mundo' (Cfr. Jn 16, 28)
del Hijo de Dios como hombre (el Hijo del hombre), se ha efectuado en el
poder del Espíritu Santo, esto manifiesta el misterio de la vida trinitaria
de Dios. Y este poder vivificante del Espíritu Santo está confirmado desde el
comienzo de la actividad mesiánica de Jesús, como aparece en los textos de
los Evangelios, sea de los sinópticos (Mc 1, 10; Mt 3, 16; Lc 3, 22) como de
Juan (Jn 1, 32-34).
5. Ya en el Evangelio
de la infancia, cuando se dice de Jesús que 'la gracia de Dios estaba en El'
(Lc 2, 40), se pone de relieve la presencia santificante del Espíritu Santo.
Pero es en el momento del bautismo en el Jordán cuando los Evangelios hablan
mucho más expresamente de a actividad de Cristo en la potencia del Espíritu:
'enseguida (después del bautismo) el Espíritu le empujó hacia el desierto'
dice Marcos (Mc 1, 12). Y en el desierto, después de un período de cuarenta
días de ayuno, el Espíritu de Dios permitió que Jesús fuese tentado por el espíritu
de las tinieblas, de forma que obtuviese sobre él la primera victoria
mesiánica (Cfr. Lc 4, 1-14). También durante su actividad pública, Jesús
manifiesta numerosas veces la misma potencia del Espíritu Santo respecto a
los endemoniados. El mismo lo resalta con aquellas palabras suyas: 'si yo
arrojo los demonios con el Espíritu de Dios, entonces es que ha llegado a
vosotros el reino de Dios' (Mt 12, 28). La conclusión de todo el combate
mesiánico contra las fuerzas de las tinieblas ha sido el acontecimiento
pascual: la muerte en cruz y la resurrección de Quien ha venido del Padre en
la potencia del Espíritu Santo.
6. También, después
de la ascensión, Jesús permaneció, en la conciencia de sus discípulos, como
aquel a quien 'ungió Dios con el Espíritu Santo y con poder' (Hech 10, 38).
Ellos recuerdan que gracias a este poder los hombres, escuchando las
enseñanzas de Jesús, alababan a Dios y decían: 'un gran profeta se ha
levantado entre nosotros y Dios ha visitado a su pueblo' (Lc 7, 16),' Jamás
hombre alguno habló como éste' (Jn 7, 46), y atestiguaban que, gracias a este
poder, Jesús 'hacia milagros, prodigios y señales' (Cfr. Hech 2, 22), de esta
manera 'toda la multitud buscaba tocarle, porque salía de El una virtud que
sanaba a todos' (Lc 6, 19). En todo lo que Jesús de Nazaret, el Hijo del
hombre, hacía o enseñaba, se cumplían las palabras del profeta Isaías (Cfr.
Is 42, 1 ) sobre el Mesías: 'He aquí a mi siervo a
quien elegí; mi amado en quien mi alma se complace. Haré descansar asar mi
espíritu sobre él...' (Mt 12, 1 8).
7. Este poder del
Espíritu Santo se ha manifestado hasta el final en el sacrificio redentor de
Cristo y en su resurrección. Verdaderamente Jesús es el Hijo de Dios 'que el Padre
santificó y envió al mundo' (Cfr. Jn 10, 36). Respondiendo a la voluntad del
Padre, El mismo se ofrece a Dios mediante el Espíritu como víctima inmaculada
y esta víctima purifica nuestra conciencia de las obras muertas, para que
podamos servir al Dios viviente (Cfr. Heb 9,14). El mismo Espíritu Santo
(como testimonio al Apóstol Pablo) 'resucitó a Cristo Jesús de entre los
muertos' (Rom 8, 11), y mediante este 'resurgir de los muertos'. Jesucristo
recibe la plenitud de la potencia mesiánica y es definitivamente revelado por
el Espíritu Santo como 'Hijo de Dios con potencia' (literalmente):
'constituido Hijo de Dios, poderoso según el Espíritu de Santidad a partir de
la resurrección de entre los muertos' (Rom 1, 4).
8. Así pues,
Jesucristo, el Hijo de Dios, viene al mundo por obra del Espíritu Santo, y
como Hijo del hombre cumple totalmente su misión mesiánica en la fuerza del
Espíritu Santo. Pero si Jesucristo actúa por este poder durante toda su
actividad salvífica y al final en la pasión y en la resurrección, entonces es
el mismo Espíritu Santo el que revela que El es el Hijo de Dios. De modo que
hoy, gracias al Espíritu Santo, la divinidad del Hijo, Jesús de Nazaret,
resplandece ante el mundo. Y 'nadie (como escribe San Pablo) puede decir:
'Jesús es el Señor', sino en el Espíritu Santo' (1 Cor 12,3).
1. Jesucristo, el
Hijo de Dios, que ha sido mandado por el Padre al mundo, llega a ser hombre
por obra del Espíritu Santo en el seno de María, la Virgen de Nazaret, y en
la fuerza del Espíritu Santo cumple como hombre su misión mesiánica hasta la
cruz y la resurrección.
En relación a esta verdad (que constituía el objeto de la catequesis
precedente), es oportuno recordar el texto de San Ireneo que escribe: 'EL
Espíritu Santo descendió sobre el Hijo de Dios, que se hizo Hijo del hombre;
habituándose junto a El a habitar en el género humano, a descansar asar en
los hombres, y realizar las obras de Dios, llevando a cabo en ellos la
voluntad del Padre, transformando su vetustez en la novedad de Cristo' (Adv. haer. III, 17,1).
Es un pasaje muy significativo que repite con otras palabras lo que
hemos tomado del Nuevo Testamento, es decir, que el Hijo de Dios se ha hecho
hombre por obra del Espíritu Santo y en su potencia ha desarrollado la misión
mesiánica, para preparar de esta manera el envío y la venid las almas humanas
de este espíritu, que 'todo lo escudriña, hasta las profundidades de Dios' (1
Cor 2, 10), para renovar y consolidar su presencia y su acción santificante
en la vida del hombre. Es interesante esta expresión de Ireneo, según la
cual, el Espíritu Santo, obrando en el Hijo del hombre, 'se habituaba junto a
El a habitar en el género humano'.
2. En el Evangelio de
Juan leemos que 'el último día, el día grande de la fiesta, se detuvo Jesús y
gritó diciendo: !Si alguno tiene sed, venga a mí y
beba. Al que cree en mi, según dice la Escritura, ríos de agua viva manarán de sus
entrañas!. Esto dijo del Espíritu, que habían de
recibir los que creyeran en El, pues aún no había sido dado el Espíritu
porque Jesús no había sido glorificado'. (Jn 7, 37)39).
Jesús anuncia la venida del Espíritu Santo, sirviéndose de la metáfora
del 'agua viva', porque 'el espíritu es el que da la vida...' (Jn 6, 63). Los
discípulos recibirán este Espíritu de Jesús mismo en el tiempo oportuno,
cuando Jesús sea 'glorificado': el Evangelista tiene
en mente la glorificación pascual mediante la cruz y la resurrección.
3. Cuando este tiempo )o sea, la 'hora' de Jesús) está ya cercana,
durante el discurso en el Cenáculo, Cristo repite su anuncio, y varias veces
promete a los Apóstoles la venida del Espíritu Santo como nuevo Consolador
(Paráclito).
Les dice así: 'yo rogaré al Padre y os dará otro Abogado que estará
con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, que el mundo no puede
recibir, porque no le ve ni le conoce; vosotros le conocéis, porque permanece
con vosotros' (Jn 14, 16)17). 'El Abogado, el Espíritu Santo, que el Padre
enviará en mi nombre, ése os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo
lo que yo os he dicho' (Jn 14, 26). Y más adelante: 'Cuando venga el Abogado,
que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de verdad, que procede del
Padre, El dará testimonio de mí...' (Jn 15, 26).
Jesús concluye así: 'Si no me fuere, el Abogado no vendrá a vosotros:
pero, si me fuere, os lo enviaré. Y al venir éste, amonestará al mundo sobre
el pecado, la justicia y el juicio...' (Jn 16, 7-8).
4. En los textos
reproducidos se contiene de una manera densa la revelación de la verdad sobre
el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo. (Sobre este tema me he
detenido ampliamente en la Encíclica 'Dominum et
Vivificantem'). En síntesis, hablando a los
Apóstoles del cenáculo, la vigilia de su pasión, Jesús une su partida, ya
cercana, con la venida del Espíritu Santo. Para Jesús se da una relación
casual: El debe irse a través de la cruz y de la resurrección, para que el
Espíritu de su verdad pueda descender sobre los Apóstoles y sobre la Iglesia entera como el
Abogado. Entonces el Padre mandará el Espíritu 'en nombre del Hijo', lo
mandará en la potencia del misterio de la Redención, que
debe cumplirse por medio de este Hijo, Jesucristo. Por ello, es justo
afirmar, como hace Jesús, que también el mismo Hijo lo mandará: 'el Abogado
que yo os enviaré de parte del Padre' (Jn 15,26).
5. Esta promesa hecha
a los Apóstoles en la vigilia de su pasión y muerte, Jesús la ha realizado el
mismo día de su resurrección. Efectivamente, el Evangelio de Juan narra que,
presentándose a los discípulos que estaban aún refugiados en el cenáculo,
Jesús los saludó y mientras ellos estaban asombrados por este acontecimiento
extraordinario, 'sopló y les dijo: !Recibid el Espíritu Santo; a quien
perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quien se los retuviereis,
les serán retenidos!' (Jn 20, 22 -23).
En el texto de Juan existe un subrayado teológico, que conviene poner
de relieve: Cristo resucitado es el que se presenta a los Apóstoles y les
'trae' el Espíritu Santo, el que en cierto sentido lo 'da' a ellos en los
signos de su muerte en cruz ('les mostró las manos y el costado': Jn 20, 20).
Y siendo 'el Espíritu que da la vida' (Jn 6, 63), los Apóstoles reciben junto
con el Espíritu Santo la capacidad y el poder de perdonar los pecados.
6. Lo que acontece de
modo tan significativo el mismo día de la resurrección, los otros
Evangelistas lo distribuyen de alguna manera a lo largo de los días
sucesivos, en los que Jesús continúa preparando a los Apóstoles para el gran
momento, cuando en virtud de su partida el Espíritu Santo descenderá sobre
ellos de una forma definitiva, de modo que su venida se hará manifiesta al
mundo.
Este será también el momento del nacimiento de la Iglesia: 'recibiréis el
poder del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en
Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta el extremo de la tierra' (Hech
1,8). Esta promesa, que tiene relación directa con la venida del Paráclito,
se ha cumplido el día de Pentecostés.
7. En síntesis,
podemos decir que Jesucristo es aquel que proviene del Padre como eterno
Hijo, es aquel que 'ha salido' del Padre haciéndose hombre por obra del
Espíritu Santo. Y después de haber cumplido su misión mesiánica como Hijo del
hombre, en la fuerza del Espíritu Santo, 'va al al
Padre' (Cfr. Jn 14, 21). Marchándose allí como Redentor del Mundo, 'da' a sus
discípulos y manda sobre la
Iglesia para siempre el mismo Espíritu en cuya potencia el
actuaba como hombre. De este modo Jesucristo, como aquel que 'va al Padre'
por medio del Espíritu Santo conduce 'al Padre'' a todos aquellos que lo
seguirán en el transcurso de los siglos.
8. 'Exaltado a la
diestra de Dios y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo,
(Jesucristo) le derramó' (Hech 2, 33), dirá el Apóstol Pedro el día de
Pentecostés. 'Y, puesto que sois hijos, envió Dios a vuestros corazones el
Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abbá!, Padre!' (Gal 4, 6), escribía el Apóstol Pablo. El Espíritu
Santo, que 'procede del Padre' (Cfr. Jn 15, 26), es, al mismo tiempo, el
Espíritu de Jesucristo: el Espíritu del Hijo.
9. Dios ha dado 'sin
medida' a Cristo el Espíritu Santo, proclama Juan Bautista, según el IV
Evangelio. Y Santo Tomás de Aquino explica en su claro comentario que los
profetas recibieron el Espíritu 'con medida', y por ello, profetizaban
'parcialmente' Cristo, por el contrario, tiene el Espíritu Santo 'sin
medida': ya como Dios, en cuanto que el Padre mediante la generación eterna
le da el espirar (soplar) el Espíritu sin medida; ya como hombre, en cuanto
que, mediante la plenitud de la gracia, Dios lo ha colmado de Espíritu Santo,
para que lo efunda en todo creyente (Cfr Super Evang S Ioannis Lectura, c. III, 1.6, nn.
541-544). El Doctor Angélico se refiere al texto de Juan (Jn 3, 34): 'Porque
aquel a quien Dios ha enviado habla palabras de Dios, pues Dios no le dio el
espíritu con medida' (según la traducción propuesta por ilustres biblistas)
Verdaderamente podemos exclamar con íntima emoción, uniéndolos al
Evangelista Juan: 'De su plenitud todos hemos recibido' (Jn 1, 16);
verdaderamente hemos sido hechos participes de la vida de Dios en el Espíritu
Santo
Y en este mundo de hijos del primer Adán, destinados a la muerte,
vemos erguirse potente a Cristo, el 'último Adán', convertido en 'Espíritu
vivificante' (1 Cor 15, 45).
1. Las catequesis
sobre Jesucristo encuentran su núcleo en este tema central que nace de la Revelación:
Jesucristo, el hombre nacido de la Virgen María, es el Hijo de Dios. Todos los
Evangelios y los otros libros del Nuevo Testamento documentan esta
fundamental verdad cristiana, que en las catequesis precedentes hemos
intentado explicar, desarrollando sus varios aspectos. El testimonio
evangélico constituye la base del Magisterio solemne de la Iglesia en los
Concilios, el cual se refleja en los símbolos de la fe (ante todo en el
niceno-constantinopolitano) y también, naturalmente, en la constante
enseñanza ordinaria de la
Iglesia, en su liturgia, en la oración y en la vida
espiritual guiada y promovida por ella.
2. La verdad sobre
Jesucristo, Hijo de Dios, constituye, en la autorrevelación
de Dios, el punto clave mediante el cual se desvela el indecible misterio de
un Dios único en la Santísima Trinidad. De hecho, según la Carta a los Hebreos,
cuando Dios, 'últimamente en estos días, nos habló por su Hijo' (Heb 1, 2),
ha desvelado la realidad de su vida íntima, de esta vida en la que El
permanece en absoluta unidad en la divinidad, y al mismo tiempo es Trinidad,
es decir, divina comunión de tres Personas. De esta comunión da testimonio
directo el Hijo que 'ha salido del Padre y ha venido al mundo (Cfr. Jn 16,
28). Solamente El. El Antiguo Testamento, cuando Dios 'habló por ministerio
de los profetas' (Heb 1, 1), no conocía este misterio íntimo de Dios.
Ciertamente, algunos elementos de la revelación veterotestamentaria
constituían la preparación de la evangélica y, sin embargo, sólo el Hijo
podía introducirnos en este misterio. Ya que 'a Dios nadie lo vio jamás':
nadie ha conocido el misterio íntimo de su vida. Solamente el Hijo: 'el Hijo
unigénito, que está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocen' (Jn 1,
18).
3. En el curso de las
precedentes catequesis hemos considerado los principales aspectos de esta
revelación, gracias a la cual la verdad sobre la filiación divina de
Jesucristo nos aparece con plena claridad. Concluyendo ahora este ciclo de
meditaciones, es bueno recordar algunos momentos, en los cuales, junto a la
verdad sobre la filiación divina del Hijo del hombre, Hijo de María, se
desvela el misterio del Padre y del Espíritu Santo.
El primero cronológicamente es ya en el momento de a anunciación, en
Nazaret. Según el Ángel, de hecho quien debe nacer de la Virgen es el Hijo del
Altísimo, el Hijo de Dios. Con estas palabras, Dios es revelado como Padre y el
Hijo de Dios es presentado como aquel que debe nacer por obra del Espíritu
Santo: 'El Espíritu Santo vendrá sobre ti' (Lc 1, 35). Así, en la narración
de a anunciación se contiene el misterio trinitario: Padre, Hijo y Espíritu
Santo.
Tal misterio está presente también en la teofanía ocurrida durante el
bautismo de Jesús en el Jordán, en el momento que el Padre, a través de una
voz de lo alto, da testimonio del Hijo 'predilecto', y ésta v acompañada por
el Espíritu 'que bajó sobre Jesús en forma de paloma' (Mt 3, 16). Esta
teofanía es casi una confirmación 'visiva' de las palabras del profeta
Isaías, a las que Jesús hizo referencia en Nazaret, al inicio de su actividad
mesiánica: 'El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió... me
envió...' (Lc 4, 18; cf. Is 61, 1).
4. Luego, durante el
ministerio, encontramos las palabras con las cuales Jesús mismo introduce a
sus oyentes en el misterio de la divina Trinidad, entre las cuales está la
'gozosa declaración' que hallamos en los Evangelios de Mateo (11, 25)27) y de
Lucas (10, 21)22). Decimos 'gozosa' ya que, como leemos en el texto de Lucas,
'en aquella hora se sintió inundado de gozo en el Espíritu Santo' (Lc 10, 21 ) y dijo: 'Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la
tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste
a los pequeñuelos. Si, Padre, porque así te plugo. Todo me ha sido entregado
por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre
sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo' (Mt 11, 25)27).
Gracias a esta inundación de 'gozo en el Espíritu Santo', somos
introducidos en las 'profundidades de Dios', en las 'profundidades' que sólo
el Espíritu escudriña: en la íntima unidad de la vida de Dios, en la
inescrutable comunión de las Personas.
5. Estas palabras,
tomadas de Mateo y de Lucas, armonizan perfectamente con muchas afirmaciones
de Jesús que encontramos en el Evangelio de Juan, como hemos visto ya en las
catequesis precedentes. Sobre todas ellas, domina la aserción de Jesús que
desvela su unidad con el Padre: 'Yo y el Padre somos una sola cosa' (Jn 10,
30). Est afirmación se toma de nuevo y se
desarrolla en la oración sacerdotal (Jn 17) y en todo el discurso con el que
Jesús en el cenáculo prepara a los Apóstoles para su partida en el curso de
los acontecimientos pascuales.
6. Y propiamente
aquí, en la óptica de esta 'partida', Jesús pronuncia las palabras que de una
manera definitiva re velan el misterio del Espíritu Santo y la relación en la
que El se encuentra con respecto al Padre y el Hijo El Cristo que dice: 'Yo
estoy en el Padre y el Padre está en mí', anuncia al mismo tiempo a los
Apóstoles la venida del Espíritu Santo y afirma: Este es 'el Espíritu de
verdad, que procede del Padre' (Jn 15, 26). Jesús añade que 'rogará al Padre
o para que este Espíritu de verdad sea dado a los Apóstoles, para que
'permanezca con ellos para siempre' como 'Consolador' (Cfr. Jn 14,16). Y
asegura a los Apóstoles: 'el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi
nombre' (Cfr. Jn 14, 26). Todo ello, concluye Jesús, tendrá lugar después de
su partida, durante los acontecimientos pascuales, mediante la cruz y la
resurrección: 'Si me fuere, os lo enviaré' (Jn 16, 7).
7. 'En aquel día
vosotros sabréis que yo estoy en el Padre', afirma aún Jesús, o sea, por obra
del Espíritu Santo se clarificará plenamente el misterio de le unidad del
Padre y del Hijo: 'Yo en el Padre y el Padre en mí'. Tal misterio, de hecho,
lo puede aclarar sólo 'el Espíritu que escudriña las profundidades de Dios'
(Cfr. 1 Cor 2, 10), donde en la comunión de las Personas se constituye la
unidad de la vida divina en Dios. Así se ilumina también el misterio de la Encarnación
del Hijo, en relación con los creyentes y con la Iglesia, también por
obra del Espíritu Santo. Dice de hecho Jesús: 'En aquel día (cuando los
Apóstoles reciban el Espíritu de verdad) conoceréis (no solamente) que yo
estoy en el Padre, (sino también que) vosotros (estáis) en mi y yo en
vosotros' (Jn 14, 20). La Encarnación es, pues, el fundamento de nuestra
filiación divina por medio de Cristo, es la base del misterio de la Iglesia como cuerpo de
Cristo.
8. Pero aquí es
importante hacer notar que la Encarnación, aunque hace referencia
directamente al Hijo, es 'obra' de Dios Uno y Trino (Concilio Lateranense
IV). Lo testimonia ya el contenido mismo de a anunciación (Cfr. Lc 1, 26-38).
Y después, durante todas sus enseñanzas, Jesús ha ido 'abriendo perspectivas
cerradas a la razón humana' (Gaudium et Spes, 24), las de la vida íntima de Dios Uno en la Trinidad del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo. Finalmente, cumplida su misión mesiánica, Jesús,
al dejar definitivamente a los Apóstoles, cuarenta días después del día de la
resurrección, realizó hasta el final lo que había anunciado: 'Como me envió
mi Padre, así os envío yo' (Jn 20, 21). De hecho, les dice: 'Id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el
nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo' (Mt 28, 19).
Con estas palabras conclusivas del Evangelio, y antes de iniciarse el
camino de la Iglesia
en el mundo, Jesucristo entregó a ella la verdad suprema de su revelación: la
indivisible Unidad de la
Trinidad.
Y desde entonces, la
Iglesia, admirada y adorante, puede confesar con el
evangelista Juan, en la conclusión del prólogo del IV Evangelio, siempre con
la íntima conmoción: 'A Dios nadie le vio jamás; Dios unigénito, que está en
el seno del Padre, ése le ha dado a conocer' (Jn 1, 18).(JESUCRISTO: VERDADERO DIOS -SU AUTORIDAD)
Verdadero Dios y verdadero hombre (26.VIII.87)
1. 'Creo... en
Jesucristo, su único Hijo (= de Dios Padre), nuestro Señor; que fue concebido
por obra y gracia del Espíritu Santo, y nació de Santa María Virgen'. El
ciclo de catequesis sobre Jesucristo, que desarrollamos aquí, hace referencia
constante a la verdad expresada en las palabras del Símbolo Apostólico que
acabamos de citar. Nos presentan a Cristo como verdadero Dios (Hijo del
Padre) y, al mismo tiempo, como verdadero Hombre, Hijo de María Virgen. Las
catequesis anteriores nos han permitido y cercarnos a esta verdad fundamental
de la fe. Ahora, sin embargo, debemos tratar de profundizar su contenido
esencial: debemos preguntarnos qué significa 'verdadero Dios y verdadero
Hombre'. Es esta una realidad que se desvela ante los ojos de nuestra fe
mediante a autorrevelación de Dios en Jesucristo. Y dado que ésta (como
cualquier otra verdad revelada) sólo se puede acoger rectamente mediante la
fe, entra aquí en juego el 'rationabile obsequium fidei' el obsequio
razonable de la fe. Las próximas catequesis, centradas en el misterio del
Dios) Hombre, quieren favorecer una fe así.
2. Ya anteriormente
hemos puesto de relieve que Jesucristo hablaba a menudo de sí, utilizando el
apelativo de 'Hijo del hombre' (Cfr. Mt 16, 28; Mc 2, 28). Dicho título
estaba vinculado a la tradición mesiánica del Antiguo Testamento, y al mismo
tiempo, respondía a aquella 'pedagogía de la fe', a la que Jesús recurría
voluntariamente. En efecto, deseaba que sus discípulos y los que le
escuchaban llegasen por sí solos al descubrimiento de que 'el Hijo del
hombre' era al mismo tiempo el verdadero Hijo de Dios. De ello tenemos una
demostración muy significativa en la profesión de Simón Pedro, hecha en los
alrededores de Cesarea de Filipo, a la que nos hemos referido en las
catequesis anteriores. Jesús provoca a los Apóstoles con preguntas, y cuando
Pedro llega al reconocimiento explícito de su identidad divina, confirma su
testimonio llamándolo 'bienaventurado tú, porque no es la carne ni la sangre
quien esto te ha revelado sino mi Padre' (Cfr. Mt 16, 17). Es el Padre, el
que da testimonio del Hijo, porque sólo El conoce al Hijo (Cfr. Mt 11, 27).
3. Sin embargo, a
pesar de la discreción con que Jesús actuaba aplicando ese principio
pedagógico de que se ha hablado, la verdad de su filiación divina se iba
haciendo cada vez más patente, debido a lo que El decía y especialmente a lo
que hacía. Pero si para unos esto constituía objeto de fe, para otros era
causa de contradicción y de acusación. Esto se manifestó de forma definitiva
durante el proceso ante el Sanedrín. Narra el Evangelio de Marcos: 'El
Pontífice le preguntó y dijo: ¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito? Jesús
dijo: Yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y
venir sobre las nubes del cielo' (Mc 14, 61-62). En el Evangelio de Lucas la
pregunta se formula así: 'Luego, ¿eres tú el Hijo de Dios. Díjoles: vosotros
lo decís, yo soy' (Lc 22, 70).
4. La reacción de los
presentes es concorde: 'Ha blasfemado... Acabáis de oír la blasfemia... Reo
es de muerte' (Mt 26, 65-66). Esta exclamación es, por decirlo así, fruto de
una interpretación material de la ley antigua.
Efectivamente, leemos en el Libro del Levítico: 'Quien blasfemare el
nombre de Yahvéh será castigado con la muerte; toda a asamblea lo lapidará'
(Lev 24, 16). Jesús de Nazaret, que ante los representantes oficiales del
Antiguo Testamento declara ser el verdadero Hijo de Dios, pronuncia (según la
convicción de ellos) una blasfemia. Por eso 'reo es de muerte', y la condena
se ejecuta, si bien no con la lapidación según la disciplina veterotestamentaria,
sino con la crucifixión, de acuerdo con la legislación romana. Llamarse a sí
mismo 'Hijo de Dios' quería decir 'hacerse Dios' (Cfr. Jn 10, 33), lo que
suscitaba una protesta radical por parte de los custodios del monoteísmo del
Antiguo Testamento.
5. Lo que al final se
llevó a cabo en el proceso intentado contra Jesús, en realidad había sido ya
antes objeto de amenaza, como refieren los Evangelios, particularmente el de
Juan. Leemos en él repetidas veces que los que lo escuchaban querían apedrear
a Jesús, cuando lo que oían de su boca les parecía una blasfemia.
Descubrieron una tal blasfemia, por ejemplo, en sus palabras sobre el tema
del Buen Pastor (Cfr. Jn 10, 27.29), y en la conclusión a la que llegó en esa
circunstancia: 'Yo y el Padre somos una sola cosa' (Jn 10, 30). La narración
evangélica prosigue así: 'De nuevo los judíos trajeron piedras para
apedrearle. Jesús les respondió: Muchas obras os he mostrado de parte de mi
Padre; ¿por cuál de ellas me apedreáis? Respondiéronle los judíos: Por ninguna
obra buena te apedreamos, sino por la blasfemia, porque tú, siendo hombre, te
haces Dios' (Jn 10, 31-33).
6. Análoga fue la
reacción a estas otras palabras de Jesús: 'Antes que Abrahán naciese, era yo'
(Jn 8, 58). También aquí Jesús se halló ante una pregunta y una acusación
idéntica: '¿Quién pretendes ser?' (Jn 8; 53), y la respuesta a tal pregunta
tuvo como consecuencia a amenaza de lapidación (Cfr. Jn 8, 59). Está, pues,
claro, que si bien Jesús hablaba de sí mismo sobre todo como del 'Hijo del
hombre', sin embargo todo el conjunto de lo que hacía y enseñaba daba
testimonio de que El era el Hijo de Dios en el sentido literal de la palabra:
es decir, que era una sola cosa con el Padre, y por tanto: también El era
Dios, como el Padre. Del contenido unívoco de este testimonio es prueba tanto
el hecho de que El fue reconocido y escuchado por unos: 'muchos creyeron en
Él': (Cfr. por ejemplo Jn 8, 30); como, todavía más, el hecho de que halló en
otros una oposición radical, más aún, la acusación de blasfemia con la
disposición a infligirle la pena prevista para los blasfemos en la Ley del Antiguo Testamento.
7. Entre las
afirmaciones de Cristo relativas a este tema, resulta especialmente
significativa la expresión: 'YO SOY'. El contexto en el que viene pronunciada
indica que Jesús recuerda aquí la respuesta dada por Dios mismo a Moisés,
cuando le dirige la pregunta sobre su Nombre: 'Yo soy el que soy... Así
responderás a los hijos de Israel: Yo soy me manda a vosotros' (Ex 3, 14).
Ahora bien, Cristo se sirve de la misma expresión 'Yo soy' en contextos muy
significativos. Aquel del que se ha hablado, concerniente a Abrahán: 'Antes
que Abrahán naciese, ERA YO'; pero no sólo ése. Así, por ejemplo: 'Si no
creyereis que YO SOY, moriréis en vuestros pecados' (Jn 8,24), y también:
'Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, entonces conoceréis que YO SOY'
(Jn 8, 28), y asimismo: 'Desde ahora os lo digo, antes de que suceda, para
que, cuando suceda, creáis que YO SOY' (Jn 13,19). Este 'Yo soy' se halla
también en otros lugares de los Evangelios sinópticos (por ejemplo Mt 28, 20;
Lc 24, 39); pero en las afirmaciones que hemos citado el uso del Nombre de
Dios, propio del Libro del Éxodo, aparece particularmente límpido y firme.
Cristo habla de su 'elevación' pascual mediante la cruz y la sucesiva
resurrección: 'Entonces conoceréis que YO SOY'. Lo que quiere decir: entonces
se manifestará claramente que yo soy aquel al que compete el Nombre de Dios.
Por ello, con dicha expresión Jesús indica que es el verdadero Dios. Y aun antes
de su pasión El ruega al Padre así: 'Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío' (Jn
17,10), que es otra manera de afirmar: 'Yo y el Padre somos una sola cosa'
(Jn 10, 30).
Ante Cristo, Verbo de Dios encarnado, unámosnos también nosotros a
Pedro y repitamos con la misma elevación de fe: 'Tú eres el Mesías, el Hijo
de Dios vivo' (Mt 16, 16).
1. En la catequesis
anterior hemos dedicado un atención especial a las afirmaciones en las que Cristo
habla de Sí utilizando la expresión 'YO SOY'. El contexto en el que aparecen
tales afirmaciones, sobre todo en el Evangelio de Juan, nos permite pensar
que al recurrir a dicha expresión Jesús hace referencia al Nombre con el que
el Dios de a antigua Alianza se califica a Sí mismo ante Moisés, en el
momento de confiarle la misión a la que está llamado: 'Yo soy el que soy...
responderás a los hijos de Israel: YO SOY me manda a vosotros' (Ex 3, 14).
De este modo Jesús habla de Sí, por ejemplo en el marco de la
discusión sobre Abrahán: 'Antes que Abrahán naciese, YO SOY' (Jn 8, 58). Ya
esta expresión nos permite comprender que 'el Hijo del Hombre' da testimonio
de su divina preexistencia. Y tal afirmación no está aislada.
2. Más de una vez
Cristo habla del misterio de su Persona y la expresión más sintética parece
ser ésta: 'Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y me voy al
Padre' (Jn 16, 28). Jesús dirige estas palabras a los Apóstoles en el
discurso de despedida, la vigilia de los acontecimientos pascuales. Indican
claramente que antes de 'venir' al mundo Cristo 'estaba' junto al Padre como
Hijo. Indican, pues, su preexistencia en Dios. Jesús da a comprender
claramente que su existencia terrena no puede separarse de dicha
preexistencia en Dios. Sin ella su realidad personal no se puede entender
correctamente.
3. Expresiones
semejantes las hay numerosas. Cuando Jesús alude a la propia venida desde el
Padre al mundo, sus palabras hacen referencia generalmente a su preexistencia
divina. Esto está claro de modo especial en el Evangelio de Juan. Jesús dice
ante Pilato: 'Yo para esto he nacido y par esto he venido al mundo, para dar
testimonio de la verdad' (Jn 18, 37); y quizás no carece de importancia el
hecho de que Pilato le pregunte más tarde: '¿De dónde eres tú?' (Jn 19, 9). Y
antes aún leemos: 'Mi testimonio es verdadero, porque sé de dónde vengo y
adónde voy' (Jn 8, 14). A propósito de ese '¿De dónde eres tú?' en el
coloquio nocturno con Nicodemo podemos escuchar una declaración significativa:
'Nadie sube al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre, que está
en el cielo' (Jn 3, 13). Esta 'venida' del cielo, del Padre, indica la
'preexistencia' divina de Cristo incluso en relación con su 'marcha': '¿Qué
sería si vierais al Hijo del hombre subir allí donde estaba antes?', pregunta
Jesús en el contexto del 'discurso eucarístico' en las cercanías de Cafarnaum
(Cfr. Jn 6, 62).
4. Toda la existencia
terrena de Jesús como Mesías resulta de aquel 'antes' y a él se vincula de
nuevo como a una 'dimensión' fundamental, según la cual el Hijo es 'una sola
cosa' con el Padre. Cuán elocuentes son, desde este punto de vista, las
palabras de la 'oración sacerdotal' en el Cenáculo!: 'Yo te he glorificado
sobre la tierra llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora
tú, Padre, glorifícame cerca de ti mismo con la gloria que tuve cerca de ti
antes que el mundo existiese' (Jn 17, 4-5).
También los Evangelios sinópticos hablan en muchos pasajes sobre la
'venida' del Hijo del hombre para la salvación del mundo (Cfr. por ejemplo Lc
19, 10; Mc 10, 45; Mt 20, 28); sin embargo, los textos de Juan contienen una
referencia especialmente clara a la preexistencia de Cristo.
5. La síntesis más
plena de esta verdad está contenida en el Prólogo del cuarto Evangelio. Se
puede decir que en dicho texto la verdad sobre la preexistencia divina del
Hijo del hombre adquiere una ulterior explicitación, en cierto sentido
definitiva: 'Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo
era Dios. El estaba al principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por
El... En El estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz luce
en las tinieblas, pero las tinieblas no a acogieron' (Jn 1,1-5).
En estas frases el Evangelista confirma lo que Jesús decía de Sí
mismo, cuando declaraba: 'Salí del Padre y vine al mundo' (Jn 16, 28), cuando
rogaba al Padre lo glorificase con la gloria que El tenía cerca de El antes
que el mundo existiese (Cfr. Jn 17, 5). Al mismo tiempo la preexistencia del
Hijo en el Padre se vincula estrechamente con la revelación del misterio
trinitario de Dios: el Hijo es el Verbo eterno, es 'Dios de Dios', de la
misma naturaleza que el Padre (como se expresará el Concilio de Nicea en el
Símbolo de la fe). La fórmula conciliar refleja precisamente el Prólogo de
Juan: 'El Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios'. Afirmar la
preexistencia de Cristo en el Padre equivale a reconocer su divinidad. A su
naturaleza, como a la naturaleza del Padre, pertenece la eternidad. Esto se
indica con la referencia a la preexistencia eterna en el Padre.
6. El prólogo de
Juan, mediante la revelación de la verdad sobre el Verbo contenida en él,
constituye como el complemento definitivo de lo que ya el Antiguo Testamento
había dicho de la Sabiduría. Véanse, por ejemplo, las siguientes
afirmaciones: 'Desde el principio y antes de los siglos me creó y hasta el
fin no dejaré de ser' (Sir 24, 14); 'El que me creó reposó en mi tienda. Y me
dijo: Pon tu tienda en Jacob' (Sir 24, 12)13). La Sabiduría de
que habla el Antiguo Testamento, es una criatura y al mismo tiempo tiene
atributos que la colocan a por encima de todo lo creado': 'Siendo una, todo
lo puede, y permaneciendo la misma, todo lo renueva' (Sab. 7, 27).
La verdad sobre el Verbo contenida en el Prólogo de Juan confirma en
cierto sentido la revelación acerca de la sabiduría presente en el Antiguo
Testamento, y al mismo tiempo la transciende de modo definitivo: el Verbo no
sólo 'está en Dios' sino que 'es Dios'. Al venir a este mundo en la persona
de Jesucristo el Verbo 'viene entre su gente', puesto que 'el mundo fue hecho
por medio de El' (Cfr. Jn 1, 10)11). Vino a los 'suyos', porque es 'la luz
verdadera que ilumina a todo hombre' (Cfr. Jn 1, 9). La autorrevelación de
Dios en Jesucristo consiste en esta 'venida' al mundo del Verbo, que es el
Hijo eterno.
7. El Verbo se hizo
carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria como de Unigénito del
Padre, lleno de gracia y de verdad' (Jn 1, 14). Digámoslo una vez más: el
Prólogo de Juan es el eco eterno de las palabras con las que Jesús dice: salí
del Padre y vine al mundo' (Jn 16, 28), y de aquellas con las que ruega que
el Padre lo glorifique con la gloria que El tenía cerca de El antes que el
mundo existiese (Cfr. Jn 17, 5). El Evangelio tiene ante los ojos la
revelación veterotestamentaria acerca cerca de la Sabiduría y al
mismo tiempo todo el acontecimiento pascual: la marcha mediante la cruz y la
resurrección, en las que la verdad sobre Cristo, Hijo del hombre y verdadero
Dios, se ha hecho completamente clara a cuantos han sido sus testigos
oculares.
8. En estrecha
relación con la revelación del Verbo, es decir con la divina preexistencia de
Cristo, halla también confirmación la verdad sobre el Emmanuel. Esta palabra
)que en traducción literal significa 'Dios con nosotros') expresa una
presencia particular y personal de Dios en el mundo. Ese 'YO SOY' de Cristo
manifiesta precisamente esta presencia ya preanunciada por Isaías (Cfr. Is 7,
14), proclamada siguiendo las huellas del Profeta en el Evangelio de Mateo
(Cfr. Mt 1, 23) y confirmada en el Prólogo de Juan: 'El Verbo se hizo carne y
habitó entre nosotros' (Jn 1, 14). El lenguaje de los Evangelistas es
multiforme, pero la verdad que expresan es la misma. En los sinópticos Jesús
pronuncia su 'yo estoy con vosotros' especialmente en los momentos difíciles,
como por ejemplo: Mt 14, 27; Mc 6, 50; Jn 6, 20, con ocasión de la tempestad
que se calma, como también en la perspectiva de la misión apostólica de la Iglesia: 'Yo estaré con
vosotros siempre hasta la consumación del mundo' (Mt 28, 20).
9. La expresión de
Cristo: 'Salí del Padre y vine al mundo' (Jn 16, 28) contiene un significado
salvífico, sotereológico. Todos los Evangelistas lo manifiestan. El Prólogo
de Juan lo expresa en las palabras: 'A cuantos lo recibieron (= al Verbo),
dióles poder de venir a ser hijos de Dios', la posibilidad de ser engendrados
de Dios (Cfr. Jn 1, 12-13).
Esta es la verdad central de toda la sotereología cristiana, vinculada
orgánicamente con la realidad revelada de Dios)Hombre. Dios se hizo hombre a
fin de que el hombre pudiera participar realmente de la vida de Dios, más
aún, pudiese llegar a ser él mismo, en cierto sentido, Dios. Ya los antiguos
Padres de la Iglesia
tuvieron claro conocimiento de ello. Baste recordar a San Ireneo, el cual,
exhortando a seguir a Cristo, único maestro verdadero y seguro, afirmaba:
'Por su inmenso amor El se ha hecho lo que nosotros somos, para darnos la
posibilidad de ser lo que El es' (Cfr. Adversus haereses, V, Praef.: PG7, 1
120).
Esta verdad nos abre horizontes ilimitados, en los cuales situar la
expresión concreta de nuestra vida cristiana, a la luz de la fe en Cristo,
Hijo de Dios, Verbo del Padre.
1. El ciclo de las catequesis
sobre Jesucristo tiene como centro la realidad revelada del Dios)Hombre.
Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Esta es la realidad
expresada coherentemente en la verdad de la unidad inseparable de la persona
de Cristo. Sobre esta verdad no podemos tratar de modo desarticulado y, mucho
menos, separando un aspecto del otro. Sin embargo, por el carácter analítico
y progresivo del conocimiento humano y, también en parte, por el modo de
proponer esta verdad, que encontramos en la fuente misma de la Revelación
(ante todo la
Sagrada Escritura), debemos intentar indicar aquí, en
primer lugar, lo que demuestra la divinidad, y, por tanto, lo que demuestra
la humanidad del único Cristo.
2. Jesucristo es
verdadero Dios. Es Dios-Hijo, consubstancial al Padre (y al Espíritu Santo).
En la expresión 'YO SOY', que Jesucristo utiliza al referirse a su propia
persona, encontramos un eco del nombre con el cual Dios se ha manifestado a
Sí mismo hablando a Moisés (Cfr. Ex. 3, 14). Ya que Cristo se aplica a Sí mismo
aquel 'YO SOY' (Cfr. Jn 13, 19), hemos de recordar que este nombre define a
Dios no solamente en cuanto Absoluto (Existencia en sí del Ser por Sí mismo),
sino también como El que ha establecido a alianza con Abrahán y con su
descendencia y que, en virtud de a alianza, envía a Moisés a liberar a Israel
(es decir, a los descendientes de Abrahán) de la esclavitud de Egipto. Así
pues, aquel 'YO SOY' contiene en sí también un significado sotereológico,
habla del Dios de a alianza que está con el hombre (con Israel) para
salvarlo. Indirectamente habla del Emmanuel (Cfr. Is 7, 14), el 'Dios con
nosotros'.
3. El 'YO SOY' de
Cristo (sobre todo en el Evangelio de Juan) debe entenderse del mismo modo.
Sin duda indica la
Preexistencia divina del Verbo) Hijo (hemos hablado de este
tema en la catequesis precedente), pero al mismo tiempo, reclama el
cumplimiento de la profecía de Isaías sobre el Emmanuel, el 'Dios con
nosotros'. 'YO SOY' significa pues )tanto en el Evangelio de Juan como en los
Evangelios sinópticos), también 'Yo estoy con vosotros' (Cfr. Mt 28, 20).
'Salí del Padre y vine al mundo' (Jn 16, 28), '...a buscar y salvar lo que
estaba perdido' (Lc 19, 10). La verdad sobre la salvación (la sotereología),
ya presente en el Antiguo Testamento mediante la revelación del nombre de
Dios, se reafirma y expresa hasta el fondo por la autorrevelación de Dios en
Jesucristo. Justamente en este sentido el Hijo del hombre es verdadero Dios,
Hijo de la misma naturaleza del Padre que ha querido estar 'con nosotros'
para salvarnos.
4. Hemos de tener
constantemente presentes estas consideraciones preliminares cuando intentamos
recabar del Evangelio todo lo que revela la Divinidad de Cristo.
Algunos pasajes evangélicos importantes desde este punto de vista, son !os
siguientes: ante todo, el último coloquio del Maestro con los Apóstoles, en
la vigilia de la pasión, cuando habla de 'la casa del Padre', en la cual El
va a prepararles un lugar (Cfr. Jn 14, 1-3). Respondiendo a Tomás que le
preguntaba sobre el camino, Jesús dice: 'Yo soy el camino, la verdad y la
vida'. Jesús es el camino porque ninguno va al Padre sino por medio de El
(Cfr. Jn 14, 6). Más aún: quien lo ve a El, ve al Padre (Cfr. Jn 14, 9). '¿No
crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?' (Jn 14,10). Es bastante
fácil darse cuenta de que, en tal contexto, ese proclamarse 'verdad' y 'vida'
equivale a referir a Sí mismo atributos propios del Ser divino: Ser- Verdad,
Ser-Vida.
Al día siguiente Jesús dirá a Pilato: 'Yo para esto he nacido y para
esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad' (Jn 18, 37). El
testimonio de la verdad puede darlo el hombre, pero 'ser la verdad' es un
atributo exclusivamente divino. Cuando Jesús, en cuanto verdadero hombre, da
testimonio de la verdad, tal testimonio tiene su fuente en el hecho de que El
mismo 'es la verdad' en la subsistente verdad de Dios: 'Yo soy... la verdad'.
Por esto El puede decir también que es 'la luz del mundo', y así, quien lo
sigue, 'no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida' (Cfr. Jn 8, 12).
5. Análogamente, todo
esto es válido también para la otra palabra de Jesús: 'Yo soy... la vida' (Jn
14, 6). El hombre que es una criatura, puede 'tener vida', la puede incluso
'dar', de la misma manera que Cristo 'da' su vida para la salvación del mundo
(Cfr. Mc 10, 45 y paralelos). Cuando Jesús habla de este 'dar la vida' se
expresa como verdadero hombre. Pero El 'es la vida' porque es verdadero Dios.
Lo afirma El mismo antes de resucitar a Lázaro, cuando dice a la hermana del
difunto, Marta: 'Yo soy la resurrección y la vida' (Jn 11, 25). En la
resurrección confirmará definitivamente que la vida que El tiene como Hijo
del hombre no está sometida a la muerte. Por El es la vida, y, por tanto, es
Dios. Siendo la Vida,
El puede hacer partícipes de ésta a los demás: 'El que cree en mí, aunque
muera vivirá' (Jn 11, 25). Cristo puede convertirse también (en la Eucaristía) en
'el pan de la vida' (Cfr. Jn 6, 35-48) 'el pan vivo bajado del cielo' (Jn 6,
51). También en este sentido Cristo se compara con la vid la cual vivifica
los sarmientos que permanecen injertados en El (Cfr. Jn 15, 1), es decir, a
todos los que forman parte de su Cuerpo místico.
6. A estas expresiones
tan transparentes sobre el misterio de la Divinidad escondida en
el 'Hijo del hombre', podemos añadir alguna otra, en la que el mismo concepto
aparece revestido de imágenes que pertenecen ya al Antiguo Testamento y,
especialmente, a los Profetas, y que Jesús atribuye a Sí mismo.
Este es el caso. por ejemplo de la imagen del Pastor. Es muy conocida
la parábola del Buen Pastor en la que Jesús habla de Sí mismo y de su misión
salvífica: 'Yo soy el buen pastor; el buen pastor da su vida por las ovejas'
(Jn 10, 11). En el libro de Ezequiel leemos: 'Porque así dice el Señor Yahvéh:
Yo mismo iré a buscar a mis ovejas y las reuniré... Yo mismo apacentaré a mis
ovejas y yo mismo las llevaré a la majada.... buscaré la oveja perdida,
traeré a la extraviada, vendaré la perniquebrada y curaré la enferma...
apacentaré con justicia' (Ez 34, 11, 15)16). 'Rebaño mío, vosotros sois las
ovejas de mi grey, y yo soy vuestro Dios' (Ez 34, 31). Una imagen parecida la
encontramos también en Jeremías (Cfr. 23, 3).
7. Hablando de Sí
mismo como del Buen Pastor, Cristo indica su misión redentora ('Doy la vida
por las ovejas'); al mismo tiempo, dirigiéndose a los oyentes que conocían
las profecías de Ezequiel y de Jeremías, indica con bastante claridad su
identidad con Aquel que en el Antiguo Testamento había hablado de Sí mismo
como de un Pastor diligente, declarando: 'Yo soy vuestro Dios' (Ez 34, 31).
En la enseñanza de los Profetas, el Dios de a antigua alianza se ha
presentado también como el Esposo de Israel, su pueblo. 'Porque tu marido es
tu Hacedor Yahvéh de los ejércitos es su nombre, y tu Redentor es el Santo de
Israel' (Is 54, 5; Cfr. también Os 2, 21-22). Jesús hace referencia más de
una vez a esta semejanza de sus enseñanzas (Cfr. Mc 2, 19-20 y paralelos; Mt
25,1-12; Lc 12, 36; también Jn 3, 27-29). Estas serán sucesivamente
desarrolladas por San Pablo, que en sus Cartas presenta a Cristo como el
Esposo de su Iglesia (Cfr. Ef 5, 25-29).
8. Todas estas
expresiones, y otras similares, usadas por Jesús en sus enseñanzas, adquieren
significado pleno si las releemos en el contexto de lo que El hacía y decía.
Estas expresiones constituyen las 'unidades temáticas' que, en el ciclo de
las presentes catequesis sobre Jesucristo, han de estar constantemente unidas
al conjunto de las meditaciones sobre el Hombre-Dios.
Cristo: verdadero Dios y verdadero Hombre. 'YO SOY' como nombre de
Dios indica la Esencia
divina, cuyas propiedades o atributos son: la Verdad, la Luz, la Vida, y lo que se expresa
también mediante las imágenes del Buen Pastor del Esposo. Aquel que dijo de
Sí mismo: 'Yo soy el que soy' (Ex 3,14), se presentó también como el Dios de
a alianza, como el Creador y, a la vez, el Redentor, como el Emmanuel: Dios
que salva. Todo esto se confirma y actúa en la Encarnación
de Jesucristo.
1. Dios es el juez de
vivos y muertos. El juez último. El juez de todos.
En la catequesis que precede a la venida del Espíritu Santo sobre los
paganos, San Pedro proclama que Cristo 'por Dios ha sido instituido juez de
vivos y muertos' (Hech 10, 42). Este divino poder (exousia) está vinculado
con el Hijo del hombre ya en la enseñanza de Cristo. El conocido texto sobre
el juicio final, que se halla en el Evangelio de Mateo, comienza con las
palabras: 'Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria y todos los ángeles
con El, se sentará sobre su trono de gloria, y se reunirán en su presencia
todas las gentes, y separará a unos de otros, como el Pastor separa a las
ovejas de los cabritos'(Mt 25, 31-32). El texto habla luego del desarrollo
del proceso y anuncia la sentencia, la de aprobación: 'Venid, benditos de mi
Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del
mundo' (Mt 25, 34); y la de condena: 'Apartaos de mí, malditos, al fuego
eterno, preparado para el diablo y para sus ángeles' (Mt 25, 41).
2. Jesucristo, que es
Hijo del hombre, es al mismo tiempo verdadero Dios porque tiene el poder
divino de juzgar las obras y las conciencias humanas, y este poder es
definitivo y universal. El mismo explica por qué precisamente tiene este
poder diciendo: 'El Padre no juzga a nadie, sino que ha entregado al Hijo
todo su poder de juzgar. Para que todos honren al Hijo como honran al Padre'
(Jn 5, 22-23).
Jesús vincula este poder a la facultad de dar la Vida. 'Como el Padre
resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo a los que quiere
les dala vida' (Jn 5, 21). 'Así como el Padre tiene la vida en sí mismo, así
dio también al Hijo tener vida en sí mismo, y le dio poder de juzgar, por
cuanto El es el Hijo del hombre' (Jn 5, 26-27). Por tanto, según est afirmación
de Jesús, el poder divino de juzgar ha sido vinculado a la misión de Cristo
como Salvador, como Redentor del mundo. Y el mismo juzgar pertenece a la obra
de la salvación, al orden de la salvación: es un acto salvífico definitivo.
En efecto, el fin del juicio es la participación plena en la Vida divina como último don
hecho al hombre: el cumplimiento definitivo de su vocación eterna. Al mismo
tiempo el poder de juzgar se vincula con la revelación exterior de la gloria
del Padre en su Hijo como Redentor del hombre. 'Porque el Hijo del hombre ha
de venir en la gloria de su Padre... y entonces dará a cada uno según sus
obras' (Mt 16, 27). El orden de la justicia ha sido inscrito, desde el
principio, en el orden de la gracia. El juicio final debe ser la confirmación
definitiva de esta vinculación: Jesús dice claramente que los justos
brillarán como el sol en el reino de su Padre' (Mt 13, 43), pero anuncia
también no menos claramente el rechazo de los que han obrado la iniquidad
(Cfr. Mt 7,23).
En efecto, como resulta de la parábola de los talentos (Mt 25, 14-30),
la medida del juicio será la colaboración con el don recibido de Dios,
colaboración con la gracia o bien rechazo de ésta.
3. El poder divino de
juzgar a todos y a cada uno pertenece al Hijo del hombre. El texto clásico en
el Evangelio de Mateo (25, 31-46) pone de relieve en especial el hecho de que
Cristo ejerce este poder no sólo como Dios-Hijo, sino también como Hombre (lo
ejerce y pronuncia la sentencia) en nombre dela solidaridad con todo hombre,
que recibe de los otros el bien o el mal: 'Tuve hambre y me disteis de comer'
(Mt 25, 35), o bien: 'Tuve hambre y no me disteis de comer' (Mt 25, 42). Una
'materia' fundamental del juicio son las obras de caridad con relación al
hombre)prójimo. Cristo se identifica precisamente con este prójimo: 'Cuantas
veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo
hicisteis' (Mt 25, 40); 'Cuando dejasteis de hacer eso..., conmigo dejasteis
de hacerlo' (Mt 25, 45).
Según este texto de Mateo, cada uno será juzgado sobre todo por el
amor. Pero no hay duda de que los hombres serán juzgados también por su fe:
'A quien me confesare delante de los hombres, el Hijo del hombre le confesará
delante de los ángeles de Dios' (Lc 12, 8); 'Quien se avergonzare de mí y de
mis palabras, de él se avergonzará el Hijo del hombre cuando venga en su
gloria y en la del Padre' (Lc 9, 26; Cfr. también Mc 8, 38).
4. Así, pues, del
Evangelio aprendemos esta verdad )que es una de las verdades fundamentales de
fe), es decir, que Dios es juez de todos los hombres de modo definitivo y
universal y que este poder lo ha entregado el Padre al Hijo (Cfr. Jn 5, 22)
en estrecha relación con su misión de salvación. Lo atestiguan de modo muy
elocuente las palabras que Jesús pronunció durante el coloquio nocturno con
Nicodemo: 'Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo,
sino para que el mundo sea salvado por El' (Jn 3,17).
Si es verdad que Cristo, como nos resulta especialmente de los
Sinópticos, es juez en el sentido escatológico, es igualmente verdad que el
poder divino de juzgar está conectado con la voluntad salvífica de Dios que
se manifiesta en la entera misión mesiánica de Cristo, como lo subraya
especialmente Juan: 'Yo he venido al mundo para un juicio, para que los que
no ven vean y los que ven se vuelvan ciegos' (Jn 9, 39). 'Si alguno escucha
mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido a juzgar al
mundo, sino a salvar al mundo' (Jn 12, 47).
5. Sin duda Cristo es
y se presenta sobre todo como Salvador. No considera su misión juzgar a los
hombres según principios solamente humanos (Cfr. Jn 8, 15). El es, ante todo,
el que enseña el camino de la salvación y no el acusador de los culpables.
'No penséis que vaya yo a acusaros ante mi Padre; hay otro que os acusará,
Moisés..., pues de mí escribió él' (Jn 5, 45-46). ¿En qué consiste, pues, el
juicio? Jesús responde: 'El juicio consiste en que vino la luz al mundo, y
los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas'
(Jn 3, 19).
6. Por tanto, hay que
decir que ante esta Luz que es Dios revelado en Cristo, ante tal Verdad, en
cierto sentido, las mismas obras juzgan a cada uno. La voluntad de salvar al
hombre por parte de Dios tiene su manifestación definitiva en la palabra y en
la obra de Cristo, en todo el Evangelio hasta el misterio pascual de la cruz
y de la resurrección. Se convierte, al mismo tiempo, en el fundamento más
profundo, por así decir, en el criterio central del juicio sobre las obras y
conciencias humanas. Sobre todo en este sentido 'el Padre... ha entregado al
Hijo todo el poder de juzgar' (Jn 5, 22), ofreciendo en el a todo hombre la
posibilidad de salvación.
7. Por desgracia, en
este mismo sentido el hombre ha sido ya condenado, cuando rechaza la
posibilidad que se le ofrece: 'el que cree en El no es juzgado; el que no
cree, ya está juzgado' (Jn 3, 18). No creer quiere decir precisamente:
rechazar la salvación ofrecida a l hombre en Cristo ('no creyó en el nombre
del Unigénito Hijo de Dios': ib.). Es la misma verdad a la que se alude en la
profecía del anciano Simeón, que aparece en el Evangelio de Lucas cuando
anunciaba que Cristo 'está para caída y levantamiento de muchos en Israel'
(Lc 2, 34). Lo mismo se puede decir de a alusión a la 'piedra que reprobaron
los edificadores' (Cfr. Lc 20, 17-18).
8. Pero es verdad de
fe que 'el Padre... ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar' (Jn 5, 22).
Ahora bien, si el poder divino de juzgar pertenece a Cristo, es signo de que
El )el Hijo del hombre) es verdadero Dios, porque sólo a Dios pertenece el
juicio, y puesto que este poder de juicio está profundamente unido a la
voluntad de salvación, como nos resulta del Evangelio, este poder es una
nueva revelación del Dios de la alianza, que viene a los hombres como Emmanuel,
para librarlos de la esclavitud del mal. Es la revelación cristiana del Dios
que es Amor.
Queda así corregido ese modo demasiado humano de concebir el juicio de
Dios, visto sólo como fría justicia, o incluso como venganza. En realidad,
dicha expresión, que tiene una clara derivación bíblica, aparece como el
último anillo del amor de Dios. Dios juzga porque ama y en vistas al amor. El
juicio que el Padre confía a Cristo es según la medida del amor del Padre y
de nuestra libertad.
1. Unido al poder
divino de juzgar que, como vimos en la catequesis anterior, Jesucristo se
atribuye y los Evangelistas, especialmente Juan, nos dan a conocer, va el
poder de perdonar los pecados. Vimos que el poder divino de juzgar a cada uno
y a todos )puesto de relieve especialmente en la descripción apocalíptica del
juicio final) está en profunda conexión con la voluntad divina de salvar al
hombre en Cristo y por medio de Cristo. El primer momento de realización de
la salvación es el perdón de los pecados.
Podemos decir que la verdad revelada sobre el poder de juzgar tiene su
continuación en todo lo que los Evangelios dicen sobre el poder de
perdonarlos pecados. Este poder pertenece sólo a Dios. Si Jesucristo (el Hijo
del hombre) tiene el mismo poder quiere decir que El es Dios, conforme a lo
que el mismo ha dicho: 'Yo y el Padre somos una sola cosa' (Jn 10, 30). En
efecto, Jesús, desde el principio de su misión mesiánica, no se limita a
proclamar la necesidad de la conversión ('Convertios y creed en el
Evangelio': Mc 1, 15) y a enseñar que el Padre está dispuesto a perdonar a
los pecadores arrepentidos, sino que El mismo perdona los pecados.
2. Precisamente en
esos momentos es cuando brilla con más claridad el poder que Jesús declara
poseer, atribuyéndolo a Sí mismo, sin vacilación alguna. El afirma, por
ejemplo: 'El Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los
pecados' (Cfr. Mc 2, 10). Lo afirma ante los escribas de Cafarnaum, cuando le
llevan a un paralítico para que lo cure. El Evangelista Marcos escribe que
Jesús, al ver la fe de los que llevaban al paralítico, quienes habían hecho
una abertura en el techo para descolgar la camilla del pobre enfermo delante
de El, dijo al paralítico: 'Hijo, tus pecados te son perdonados' (Mc 2, 5).
Los escribas que estaban allí, pensaban entre sí: '¿Cómo habla éste así?
Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?' (2, 7). Jesús, que
leía en su interior, parece querer reprenderlos: '¿Por qué pensáis así en
vuestros corazones? ¿Qué es más fácil: decir al paralítico: Tus pecados te
son perdonados, o decirle: levántate, toma tu camilla y vete? Pues para que
veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los
pecados (se dirige al paralítico), yo te digo: Levántate, toma tu camilla y
vete a tu casa' (2,8-11). La gente que vio el milagro, llena de estupor,
glorificó a Dios diciendo: 'Jamás hemos visto cosa igual' (2, 12).
Es comprensible a admiración por esa extraordinaria curación, y también
el sentido de temor o reverencia que, según Mateo, sobrecogió a la multitud
ante la manifestación de ese poder de curar que Dios había dado a los hombres
(Cfr. Mt 9, 8) o, como escribe Lucas, ante las 'cosas increíbles" que
habían visto ese día (Lc 5, 26). Pero para aquellos que reflexionan sobre el
desarrollo de los hechos, el milagro de la curación aparece como la
confirmación de la verdad proclamada por Jesús e intuida y contestada por los
escribas: 'El Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los
pecados'.
3. Hay que notar
también la puntualización de Jesús sobre su poder de perdonar los pecados en
la tierra: es un poder, que El ejerce ya en su vida histórica, mientras se
mueve como 'Hijo del hombre' por los pueblos y calles de Palestina y no sólo
a la hora del juicio escatológico, después de la glorificación de su
humanidad. Jesús es ya en la tierra el 'Dios con nosotros', el Dios) hombre
que perdona los pecados.
Hay que notar, además, cómo siempre que Jesús habla de perdón de los pecados,
los presentes manifiestan contestación y escándalo. Así, en el texto donde se
describe el episodio de la pecadora, que se acerca al Maestro cuando estaba
sentado a la mesa en casa del fariseo, Jesús dice a la pecadora: 'Tus pecados
te son perdonados' (Lc 7, 48). Es significativa la reacción de los comensales
que 'comenzaron a decir entre si: ¿Quién es éste para perdonar los pecados?'
(Lc 7, 49).
4. También en el
episodio de la mujer 'sorprendida en flagrante adulterio' y llevada por los
escribas y fariseos a la presencia de Jesús para provocar un juicio suyo en
base a la ley de Moisés, encontramos algunos detalles muy significativos, que
el Evangelista Juan quiso registrar. Ya la primera respuesta de Jesús a los
que acusaban a la mujer: 'El que de vosotros esté sin pecado, arrójele la
piedra primero' (8, 7), nos manifiesta su consideración realista de la
condición humana, comenzando por la de sus interlocutores, que, de hecho, van
marchándose uno tras otro. Démonos cuenta, además, de la profunda humanidad
de Jesús al tratara a aquella desdichada, cuyos errores ciertamente
desaprueba (pues de hecho le recomienda: 'Vete y no peques más': 8, 11), pero
que no a aplasta bajo el peso de una condena sin apelación. En las palabras
de Jesús podemos ver la reafirmación de su poder de perdonar los pecados y,
por tanto, de la trascendencia de su Yo divino, cuando después de haber
preguntado a la mujer: '¿Nadie te ha condenado?' y haber obtenido la
respuesta: 'Nadie, Señor', declara: 'Ni yo tampoco te condeno; vete y no
peques más' (8, 10-11). En ese 'ni yo tampoco' vibra el poder de juicio y de
perdón que el Verbo tiene en comunión con el Padre y que ejerce en su
encarnación humana para la salvación de cada uno de nosotros.
5. Lo que cuenta para
todos nosotros en esta economía de la salvación y del perdón de los pecados,
es que se ame con toda el alma a Aquel que viene a nosotros como eterna
Voluntad de amor y de perdón. Nos lo enseña el mismo Jesús cuando, al
sentarse a la mesa con los fariseos y verlos admirados porque acepta las
piadosas manifestaciones de veneración por parte de la pecadora, les cuenta
la parábola de los dos deudores, uno de los cuales debía al acreedor
quinientos denarios, el otro cincuenta, y a los dos les condona la deuda:
'¿Quién, pues, lo amará más?' (Lc 7, 42). Responde Simón: 'Supongo que aquel
a quien condonó más'. Y El añadió: 'Bien has respondido... ¿Ves a esta
mujer?... Le son perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho. Pero a
quien poco se le perdona, poco ama' (Cfr. Lc 7, 42-47).
La compleja psicología de la relación entre el acreedor y el deudor,
entre el amor que obtiene el perdón y el perdón que genera nuevo amor, entre
la medida rigurosa del dar y del tener y la generosidad del corazón
agradecido que tiende a dar sin medida, se condensa en estas palabras de
Jesús que son para nosotros una invitación a tomar la actitud justa ante el
Dios-Hombre que ejerce su poder divino de perdonar los pecados para
salvarnos.
6. Puesto que todos
estamos en deuda con Dios, Jesús incluye en la oración que enseñó a sus
discípulos y que ellos transmitieron a todos los creyentes, esa petición
fundamental al Padre: 'Perdónanos nuestras deudas' (Mt 6, 12), que en la
redacción de Lucas suena: 'Perdónanos nuestros pecados' (Lc 11, 1). Una vez
más El quiere inculcarnos la verdad de que sólo Dios tiene el poder de
perdonar los pecados (Mc 2, 7). Pero al mismo tiempo Jesús ejerce este poder
divino en virtud de la otra verdad que también nos enseñó, a saber, que el
Padre no sólo 'ha entregado al Hijo todo el poder para juzgar' (Jn 5, 22),
sino que le ha conferido también el poder para perdonar los pecados.
Evidentemente, no se trata de un simple 'ministerio' confiado a un puro
hombre que lo desempeña por mandato divino: el significado de las palabras
con que Jesús se atribuye a Sí mismo el poder de perdonar los pecados ) y
quede hecho los perdona en muchos casos que narran los Evangelios) , es más
fuerte y más comprometido para las mentes de los que escuchan a Cristo, los
cuales de hecho rebaten su pretensión de hacerse Dios y lo acusan de
blasfemia, de modo tan encarnizado, que lo llevan a la muerte de cruz.
7. Sin embargo, el
'ministerio' del perdón de los pecados lo confiará Jesús a los Apóstoles (y a
sus sucesores), cuando se les aparezca después de la resurrección: 'Recibid
el Espíritu Santo, a quienes perdonaréis los pecados les serán perdonados'
(Mt 20, 22-23). Como Hijo del hombre, que se identifica en cuanto a la
persona con el Hijo de Dios, Jesús perdona los pecados por propio poder, que
el Padre le ha comunicado en el misterio de la comunión trinitaria y de la
unión hipostática; como Hijo del hombre que sufre y muere en su naturaleza
humana por nuestra salvación, Jesús expía nuestros pecados y nos consigue su
perdón de parte del Dios Uno y Trino; como Hijo del hombre que en su misión
mesiánica ha de prolongar su acción salvífica hasta la consumación de los
siglos, Jesús confiere a los Apóstoles el poder de perdonarlos pecados para
ayudar a los hombres a vivir sintonizados en la fe y en la vida con esta Voluntad
eterna del Padre, 'rico en misericordia' (Ef 2, 4)
En esta infinita misericordia del Padre, en el sacrificio de Cristo,
Hijo de Dios y del hombre que murió por nosotros, en la obra del Espíritu
Santo que, por medio del ministerio de la iglesia, realizó continuamente en
el mundo 'el perdón de los pecados' (Cfr. Encíclica Dominum et Vivificantem),
se apoya nuestra esperanza de salvación.
1. En los Evangelios
encontramos otro hecho que atestigua la conciencia que tenía Jesús de poseer
una autoridad divina, y la persuasión que tuvieron de esa autoridad los
evangelistas y la primera comunidad cristiana. En efecto, los Sinópticos
concuerdan al decir que los que escuchaban a Jesús 'se maravillaban de su
doctrina, pues les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los
escribas' (Mc 1, 22; y Mt 7, 29; Lc 4, 32). Es una información preciosa que
Marcos nos da ya al comienzo de su Evangelio. Ella nos atestigua que la gente
había captado en seguida la diferencia entre la enseñanza de Cristo y la de
los escribas israelitas, y no sólo en el modo, sino en la misma sustancia:
los escribas apoyaban su enseñanza en el texto de la ley mosaica, de la que
eran intérpretes y glosadores; y Jesús no seguía el método de uno 'que enseña'
o de un 'comentador' de la
Ley Antigua, sino que se comportaba como un Legislador y,
en definitiva, como quien tiene autoridad sobre la ley. Notemos que los que
escuchaban sabían bien que se trataba de la Ley Divina, que dio
Moisés en virtud de un poder que Dios mismo le había concedido como a su
representante y mediador ante el pueblo de Israel.
Los Evangelistas y la primera comunidad cristiana, que reflexionaban
sobre esa observación de los que habían escuchado la enseñanza de Jesús, se
daban cuenta todavía más de su significado integral, porque podían
confrontarla con todo el ministerio sucesivo de Cristo. Para los Sinópticos y
para sus lectores era, pues, lógico el paso de a afirmación de un poder sobre
la ley mosaica y sobre todo el Antiguo Testamento a afirmación de la
presencia de un autoridad divina en Cristo. Y no sólo como un Enviado o
Legado de Dios, como había sido en el caso de Moisés: Cristo, al atribuirse
el poder de completar e interpretar con autoridad o, más aún, de dar la Ley de Dios de un modo
nuevo, mostraba su conciencia de ser 'igual a Dios' (Cfr. Flp 2, 6).
2. Que el poder, que
Cristo se atribuye sobre la Ley,
comporte una autoridad divina lo demuestra el hecho de que El no crea otra
Ley aboliendo a antigua: 'No penséis que he venido abrogar la ley o los
Profetas; no he venido a abrogarla, sino a consumarla' (Mt 5, 17). Es claro
que Dios no podría 'abrogar' la
Ley que El mismo dio. Pero puede como hace Jesucristo)
aclarar su pleno significado, hacer comprender su justo sentido, corregir las
falsas interpretaciones y las aplicaciones arbitrarias, a las que la ha
sometido el pueblo y sus mismos maestros y dirigentes, cediendo a las
debilidades y limitaciones de la condición humana.
Para ello Jesús anuncia, proclama y reclama una 'justicia' superior a
la de los escribas y fariseos (Cfr. Mt 5, 20), la 'justicia' que Dios mismo
ha propuesto y exige con la observancia fiel de la Ley en orden al 'reino de
los cielos'. El Hijo del hombre actúa, pues, como un Dios que restablece lo
que Dios quiso y puso de una vez para siempre.
3. De hecho, sobre la Ley de Dios El proclama ante
todo: 'en verdad os digo que mientras no pasen el cielo y la tierra, ni una
jota ni una tilde pasará (desapercibida) de la Ley hasta que todo se cumpla' (Mt 5, 18). Es una
declaración drástica con la que Jesús quiere afirmar tanto la inmutabilidad
sustancial de la Ley
mosaica como el cumplimiento mesiánico que recibe en su palabra. Se trata de
una 'plenitud' de la Ley
antigua que El, enseñando 'como quien tiene autoridad' sobre la Ley, hace ver que se
manifiesta sobre todo en el amor a Dios y al prójimo: 'De estos dos preceptos
penden la Ley y
los Profetas' (Mt 22, 40). Se trata de un 'cumplimiento' que corresponde al
'espíritu' de la Ley,
que ya se deja ver desde la 'letra' del Antiguo Testamento, que Jesús recoge,
sintetiza y propone con a autoridad de quien es Señor también de la Ley. Los preceptos del
amor, y también de la fe generadora de esperanza en la obra mesiánica, que El
añade a la Ley
antigua explicitando su contenido y desarrollando sus virtualidades
escondidas, son también un cumplimiento.
Su vida es un modelo de este cumplimiento, de modo que Jesús puede
decir a sus discípulos no sólo y no tanto: Seguid mi Ley, sino: Seguidme a
mí, imitadme, caminad a la luz que viene de mí.
4. El sermón de la
montaña, como lo trae Mateo, es el lugar del Nuevo Testamento donde se ve
afirmado claramente y ejercido decididamente por Jesús el poder sobre la Ley que Israel ha recibido
de Dios como quicio de la
Alianza. Allí es donde, después de haber declarado el valor
perenne de la Ley
y el deber de observarla (Cfr. Mt 5, 18-19), Jesús pasa a afirmar la
necesidad de una 'justicia' superior a 'la de los escribas y fariseos', o
sea, de una observancia de la
Ley animada por el nuevo espíritu evangélico de caridad y
de sinceridad.
Los ejemplos concretos son conocidos. El primero consiste en la
victoria sobre la ira, el resentimiento, a animadversión que anidan
fácilmente en el corazón humano, aun cuando se puede exhibir una observancia exterior
de los preceptos de Moisés, uno de los cuales es el de no matar: 'Habéis oído
que se dijo a los antiguos: No matarás; el que matare será reo de juicio.
Pero yo os digo que todo el que se irrita contra su hermano será reo de
juicio' (Mt 5, 21-22). Lo mismo vale para el que haya ofendido a otro con
palabras injuriosas, con escarnio y burla. Es la condena de cualquier cesión
ante el instinto de a aversión, que potencialmente ya es un acto de lesión y
hasta de muerte, al menos espiritual, porque viola la economía del amor en
las relaciones humanas y hace daño a los demás; y a esta condena Jesús
intenta contraponer la Ley
de la caridad que purifica y reordena al hombre hasta en los más íntimos
sentimientos y movimientos de su espíritu. De la fidelidad a esta Ley hace
Jesús una condición indispensable de la misma práctica religiosa: 'Si vas,
pues, a presentar una ofrenda ante el altar y allí te acuerdas de que tu
hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero
a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda' (Mt 5,
23-24). Tratándose de una Ley de amor, hay que dar importancia a todo lo que
se tenga en el corazón contra el otro: el amor que Jesús predicó iguala y
unifica a todos en querer el bien, en establecer o restablecer a armonía en
las relaciones con el prójimo, hasta en los casos de contiendas o de
procedimientos judiciales (Cfr. Mt 5, 25).
5. Otro ejemplo de
perfeccionamiento de la Ley
es el del sexto mandamiento del Decálogo, en el que Moisés prohibía el
adulterio. Con un lenguaje hiperbólico y hasta paradójico, adecuado para
llamar a atención e impresionar a los que lo escuchaban, Jesús anuncia:
'Habéis oído que fue dicho. No adulterarás. Pero yo os digo...' (Mt 5, 27): y
condena también las miradas y los deseos impuros, mientras recomienda la
huida de las ocasiones, la valentía de la mortificación, la subordinación de
todos los actos y comportamientos a las exigencias de la salvación del alma y
de todo el hombre (Cfr. Mt 5, 29)30).
A este ejemplo se une también en cierto modo otro que Jesús afronta
enseguida: 'También se ha dicho: El que repudiare a su mujer déle libelo de
repudio. Pero yo os digo...' y declara abolida la concesión que hacía la Ley antigua al pueblo de
Israel 'por la dureza del corazón' (Cfr. Mt 19, 8), prohibiendo también esta
forma de violación de la Ley
del amor en armonía con el restablecimiento de la indisolubilidad del
matrimonio (Cfr. Mt 19, 9).
6. Con el mismo
procedimiento Jesús contrapone a la antigua prohibición de perjurar la de no
jurar de ninguna manera (Mt 5, 33-38), y la razón que emerge con bastante
claridad está fundada también en el amor: no debemos ser incrédulos o
desconfiados con el prójimo, cuando es habitualmente franco y leal, sino que
más bien hace falta que una y otra parte. sigan la ley fundamental del hablar
y del obrar: 'Sea vuestra palabra: sí, sí; no, no; todo lo que pasa de esto,
de mal procede' (Mt 5, 37).
7. Y también: 'Habéis
oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente; pero yo os digo: No me hagáis
frente al malvado' (Mt 5, 38-39), y con lenguaje metafórico Jesús enseña a
poner la otra mejilla, a ceder no sólo la túnica, sino también el manto, a no
responder con violencia a las vejaciones de los demás, y sobre todo: 'Da a
quien te pida y no vuelvas la espalda a quien desea de ti algo prestado' (Mt
5, 42). Radical exclusión de la
Ley del talión en la vida personal del discípulos de Jesús,
cualquiera que sea el deber de la sociedad de defender a los propios miembros
de los malhechores y de castigara los culpables de violación de los derechos
de los ciudadanos y del mismo Estado.
8. Y ésta es la
perfección definitiva en la que encuentra el centro dinámico todas las demás:
'Habéis oído que fue dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo.
Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen,
para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos, que hace salir
el sol sobre malos y buenos y llueve sobre justos e injustos...' (Mt 5,
43-45). A la interpretación vulgar de la Ley antigua que identificaba al prójimo con el
israelita y más aún con el israelita piadoso, Jesús opone la interpretación
auténtica del mandamiento de Dios y le añade la dimensión religiosa de la
referencia al Padre celestial, clemente y misericordioso, que beneficia a
todos y es, por lo tanto, el ejemplo supremo del amor universal.
En efecto, Jesús concluye: 'Sed... perfectos como perfecto es vuestro
Padre celestial' (Mt 5, 48). El pide a sus seguidores la perfección del amor.
La nueva Ley que El ha traído tiene su síntesis en el amor. Este amor hará
que el hombre, en sus relaciones con los demás, supere la clásica
contraposición amigo-enemigo, y tenderá, desde dentro de los corazones, a
traducirse en las correspondientes formas de solidaridad social y política,
incluso institucionalizadas. Será, pues muy amplia en la historia, la
irradiación del 'mandamiento nuevo' de Jesús.
9. En este momento
nos vemos obligados sobre todo a manifestar que en los fragmentos importantes
del 'sermón de la montaña" se repite la contraposición: 'Habéis oído que
se dijo. Pero yo os digo'; y esto no para 'abrogar' la Ley divina de a antigua
alianza, sino para indicar su 'perfecto cumplimiento', según el sentido
entendido por Dios-Legislador, que Jesús ilumina con luz nueva y explica con
todo su valor generador de nueva vida y creador de nueva historia: y lo hace
atribuyéndose una autoridad que es la misma del Dios-Legislador. Podemos
decir que en esa expresión suya repetida seis veces: Yo os digo, resuena el
eco de es utodefinición de Dios que Jesús también se ha atribuido: 'Yo soy'
(Cfr. Jn 8. 58)
10. Finalmente hay que
recordar la respuesta que dio Jesús a los fariseos que reprobaban a sus
discípulos el que arrancasen las espigas de los campos llenos de grano para comérselas
en día de sábado, violando así la
Ley mosaica. Primero Jesús les cita el ejemplo de David y
de sus compañeros, que no dudaron en comer los 'panes de la proposición' para
quitarse el hambre, y el de los sacerdotes que el día de sábado no observan
la ley del descanso aso porque desempeñan las funciones en el templo. Después
concluye con dos afirmaciones perentorias, inauditas para los fariseos: 'Pues
yo os digo, que lo que hay aquí es más grande que el templo...'; y 'El Hijo
del Hombre es señor del sábado' (Mt 12, 6, 8; cfr. Mc 2, 27-28). Son
declaraciones que revelan con toda claridad la conciencia que Jesús tenía de
su autoridad divina. El que se definiera 'como superior al templo' era una
alusión bastante clara a su trascendencia divina. Y proclamarse 'señor del
sábado, o sea, de una Ley dada por Dios mismo a Israel, era la proclamación
abierta de la propia autoridad como cabeza del reino mesiánico y promulgador
de la nueva Ley. No se trataba, pues, de simples derogaciones de la Ley mosaica, admitidas
también por los rabinos en casos muy restringidos, sino de una reintegración,
de un complemento y de una renovación que Jesús enuncia como inacabables: 'El
cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán' (Mt 24, 35). Lo que
viene de Dios es eterno, como eterno es Dios.
1. Los hechos que
hemos analizado en la catequesis anterior son en su conjunto elocuentes y
prueban la conciencia de la propia divinidad, que Jesús demuestra tener
cuando se aplica a Sí mismo el nombre de Dios, los atributos divinos, el
poder juzgar al final sobre las obras de todos los hombres, el poder perdonar
los pecados, el poder que tiene sobre la misma ley de Dios. Todos son
aspectos de la única verdad que El afirma con fuerza, la de ser verdadero
Dios, una sola cosa con el Padre. Es lo que dice abiertamente a los judíos,
al conversar libremente con ellos en el templo, el día de la fiesta de la Dedicación: 'Yo y el
Padre somos una misma cosa' (Jn 10). Y, sin embargo, al atribuirse lo que es
propio de Dios, Jesús, habla de Sí mismo como del 'Hijo del hombre', tanto
por la unidad personal del hombre y de Dios en El, como por seguir la
pedagogía elegida de conducir gradualmente a los discípulos, casi tomándolos
de la mano, a las alturas y profundidades misteriosas de su verdad. Como Hijo
del hombre no duda en pedir: 'Creed en Dios, creed en mí' (Jn 14, 1).
El desarrollo de todo el discurso de los capítulos 14-17 de Juan, y especialmente
las respuestas que da Jesús a Tomás y a Felipe, demuestran que cuando pide
que crean en El, se trata no sólo de la fe en el Mesías como el Ungido y el
Enviado por Dios, sino de la fe en el Hijo que es de la misma naturaleza que
el Padre. 'Creed en Dios, creed también en mí' (Jn 14, 1).
2. Estas palabras hay
que examinarlas en el contexto del diálogo de Jesús con los Apóstoles en la
última Cena, narrado en el Evangelio de Juan. Jesús dice a los Apóstoles que
va a prepararles un lugar en la casa del Padre (Cfr. Jn 14, 2-3). Y cuando
Tomás le pregunta por el camino para ir a esa casa, a ese nuevo reino, Jesús
responde que El es el camino, la verdad y la vida (Cfr. Jn 14, 6). Cuando
Felipe le pide que muestre el Padre a los discípulos, Jesús replica de modo
absolutamente unívoco: 'El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo
dices tú: Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre
en mí? Las palabras que yo os digo nos las hablo de mí mismo; el Padre que
mora en mí hace sus obras. Creedme, que yo estoy en el Padre y el Padre en
mi; a lo menos, creedlo por las obras' (Jn 14, 9-11).
La inteligencia humana no puede rechazar esta declaración de Jesús,
sino es partiendo ya a priori de un prejuicio antidivino. A los que admiten
al Padre, y más aún, lo buscan a piadosamente, Jesús se manifiesta a Sí mismo
y des dice: ¡Mirad, el Padre está en mí!
3. En todo caso, para
ofrecer motivos de credibilidad, Jesús apea a sus obras a todo lo que ha
llevado a cabo en presencia de los discípulos y de toda la gente. Se trata de
obras santas y muchas veces milagrosas, realizadas como signos de su verdad.
Por esto merece que se tenga fe en El. Jesús lo dice no sólo en el círculo de
los Apóstoles, sino ante todo el pueblo. En efecto, leemos que, al día
siguiente de la entrada triunfal en Jerusalén, la gran multitud que había
llegado para las celebraciones pascuales, discutía sobre la figura de Cristo
y la mayoría no creía en Jesús, 'aunque había hecho tan grandes milagros en
medio de ellos' (Jn 12, 37). En un determinado momento 'Jesús, clamando,
dijo: El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado, y el
que me ve, ve al que me ha enviado' (Jn 12, 44). Así, pues, podemos decir que
Jesucristo se identifica con Dios como objeto de la fe que pide y propone a
sus seguidores. Y les explica: 'Las cosas que yo hablo, las hablo según el
Padre me ha dicho' (Jn 12, 50): alusión clara a la fórmula eterna por la que
el Padre genera al Verbo-Hijo en la vida trinitaria.
Esta fe, ligada a las obras y a las palabras de Jesús, se convierte en
una 'consecuencia lógica' para los que honradamente escuchan a Jesús,
observan sus obras, reflexionan sobre sus palabras. Pero éste es también el
presupuesto y la condición indispensable que exige el mismo Jesús a los que
quieren convertirse en sus discípulos o beneficiarse de su poder divino.
4. A este respecto, es
significativo lo que Jesús dice al padre del niño epiléptico, poseído desde
la infancia por un 'espíritu mudo' que se desenfrenaba en él de modo
impresionante. El pobre padre suplica a Jesús: 'Si algo puedes, ayúdanos por
compasión hacia nosotros. Díjole Jesús: ¡Si puedes! Todo es posible al que
cree. Al instante, gritando, dijo el padre del niño: ¡Creo! Ayuda a mi
incredulidad' (Mc 9, 22-23). Y Jesús cura y libera a ese desventurado. Sin
embargo, pide al padre del muchacho una apertura del alma a la fe. Eso es lo
que le han dado a lo largo de los siglos tantas criaturas humildes y
afligidas que, como el padre del epiléptico, se han dirigido a El para pedirle
ayuda en las necesidades temporales, y sobre todo en las espirituales.
5. Pero allí donde
los hombres, cualquiera que sea su condición social y cultural, oponen una
resistencia derivada del orgullo e incredulidad, Jesús castiga esta actitud
suya no admitiéndolos a los beneficios concedidos por su poder divino. Es
significativo e impresionante lo que se lee de los nazarenos, entre los que
Jesús se encontraba porque había vuelto después del comienzo de su
ministerio, y de haber realizado los primeros milagros. Ellos no sólo se
admiraban de su doctrina y de sus obras, sino que además 'se escandalizaban
de El', o sea, hablaban de El y lo trataban con desconfianza y hostilidad,
como persona no grata. Jesús les decía: ningún profeta es tenido en poco sino
en su patria y entre sus parientes y en su familia. Y no pudo hacer allí
ningún milagro fuera de que a algunos pocos dolientes les impuso las manos y
los curó. El se admiraba de su incredulidad' (Mc 6, 4-6). Los milagros son
'signos' del poder divino de Jesús. Cuando hay obstinada cerrazón al
reconocimiento de ese poder, el milagro pierde su razón de ser. Por lo demás,
también El responde a los discípulos, que después de la curación del
epiléptico preguntan a Jesús porqué ellos, que también habían recibido el poder
del mismo Jesús, no consiguieron expulsar al demonio. El respondió: 'Por
vuestra poca fe: porque en verdad os digo, que si tuvierais fe como un grano
de mostaza, diríais a este monte: Vete de aquí allá, y se iría, y nada os
sería imposible' (Mt 17, 19-20). Es un lenguaje figurado e hiperbólico, con
el que Jesús quiere inculcar a sus discípulos la necesidad y la fuerza de la
fe.
6. Es lo mismo que
Jesús subraya como conclusión del milagro de la curación del ciego de
nacimiento, cuando lo encuentra y le pregunta: '¿Crees en el Hijo del hombre?
Respondió él y dijo: ¿Quién es, Señor, para que crea en El? Díjole Jesús: le
estás viendo; es el que habla contigo. Dijo él: Creo, Señor, y se postró ante
él' (Jn 9, 35-38). Es el acto de fe de un hombre humilde, imagen de todos los
humildes que buscan a Dios (Cfr. Dt 29, 3; Is 6, 9 ss.; Jer 5, 21; Ez 12, 2):
él obtiene la gracia de una visión no sólo física, sino espiritual, porque
reconoce al 'Hijo del hombre', a diferencia de los autosuficientes que
confían únicamente en sus propias luces y rechazan la luz que viene de lo
alto y por lo tanto se autocondenan, ante Cristo y ante Dios, a la ceguera
(Cfr. Jn 9, 39-41).
7. La decisiva
importancia de la fe aparece aún con mayor evidencia en el diálogo entre
Jesús y Marta ante el sepulcro de Lázaro: 'Díjole Jesús: Resucitará tu
hermano. Marta le dijo: Sé que resucitará en la resurrección, en el último
día. Díjole Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí,
aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá para
siempre. ¿Crees tú esto? Díjole ella (Marta): Sí, Señor; yo creo que tú eres
el Mesías, el Hijo de Dios que ha venido a este mundo' (Jn 11, 23)27). Y
Jesús resucita a Lázaro como signo de su poder divino, no sólo de resucitar a
los muertos porque es Señor de la vida, sino de vencer la muerte, El, que
como dijo a Marta, ¡es la resurrección y la vida!
8. La enseñanza de
Jesús sobre la fe como condición de su acción salvífica se resume y consolida
en el coloquio nocturno con Nicodemo, 'un jefe de los judíos' bien dispuesto
hacia El y a reconocerlo como 'maestro de parte de Dios' (Jn 3, 2). Jesús
mantiene con él un largo discurso sobre la 'vida nueva' y, en definitiva,
sobre la nueva economía de la salvación fundada en la fe en el Hijo del hombre
que ha de ser levantado 'para que todo el que crea en él tenga la vida
eterna. Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio a su unigénito Hijo, para
que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna' (Jn 3,
15)16). Por lo tanto, la fe en Cristo es condición constitutiva de la
salvación, de la vida eterna. Es la fe en el Hijo unigénito (consubstancial
al Padre) en quien se manifiesta el amor del Padre. En efecto, 'Dios no ha
enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo
sea salvo por él' (Jn 3, 17). En realidad, el juicio es inmanente a la
elección que se hace, a la adhesión o al rechazo de la fe en Cristo: 'El que
cree en él no será juzgado; el que no cree, ya está juzgado, porque no creyó
en el nombre del unigénito Hijo de Dios' (Jn 3, 18).
Al hablar con Nicodemo, Jesús indica en el misterio pascual el punto
central de la fe que salva: 'Es preciso que sea levantado el Hijo del hombre,
para que todo el que creyere en él tenga vida eterna' (Jn 3, 14-15). Podemos
decir también que éste es el 'punto crítico' de la fe en Cristo. La cruz ha
sido la prueba definitiva de la fe para los Apóstoles y los discípulos de
Cristo. Ante esa 'elevación' había que quedar conmovidos, como en parte
sucedió. Pero el hecho de que El 'resucitó al tercer día' les permitió salir
victoriosos de la prueba final. Incluso Tomás, que fue el último en superar
la prueba pascual de la fe, durante su encuentro con el Resucitado,
prorrumpió en esa maravillosa profesión de fe: '¡Señor mío y Dios mío!' (Jn
20, 28). Como ya en ese otro tiempo Pedro en Cesarea de Filipo (Cfr. Mt 16,
16), así también Tomás en este encuentro pascual deja explotar el grito de la
fe que viene del Padre: Jesús crucificado y resucitado es 'Señor y Dios'.
9. Inmediatamente después
de haber hecho esta profesión de fe y de la respuesta de Jesús proclama la
bienaventuranza de aquellos 'que sin ver creyeron' (Jn 20, 29). Juan ofrece
una primera conclusión de su Evangelio: 'Muchas otras señales hizo Jesús en
su presencia de los discípulos, que no está escrita en este libro para que
creáis que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida
en su nombre' (Jn 20, 30)31 ).
Así pues, todo lo que Jesús hacía y enseñaba, todo lo que los
Apóstoles predicaron y testificaron, y los Evangelistas escribieron, todo lo
que la Iglesia
conserva y repite de su enseñanza, debe servir a la fe, para que, creyendo,
se alcance la salvación. La salvación )y por lo tanto la vida eterna) está
ligada a la misión mesiánica de Jesucristo, de la cual deriva toda la
'lógica' y la 'economía' de la fe cristiana. Lo proclama el mismo Juan desde
el prólogo de su Evangelio: 'A cuantos lo recibieron (al Verbo) dióles poder
de venir a ser hijos de Dios: 'A aquellos que creen en su nombre' (Jn 1, 12).
1. En nuestra
búsqueda de los signos evangélicos que revelen la conciencia que tenía Cristo
de su Divinidad, hemos subrayado en la catequesis anterior la interpelación
que hace a sus discípulos de que tengan fe en El: 'Creed en Dios, creed
también en mí' (Jn 14, 1): una interpelación que sólo puede hacer Dios. Jesús
exige esta fe cuando manifiesta un poder divino que supera todas las fuerzas
de la naturaleza, por ejemplo, en la resurrección de Lázaro (Cfr. Jn 11,
38-44); la exige también en el momento de la prueba, como fe en el poder
salvífico de su cruz, tal como afirma en el coloquio con Nicodemo (Cfr. Jn
3,14-15); y es fe en su Divinidad: 'El que me ha visto a mi ha visto al
Padre' (Jn 14, 9).
La fe se refiere a una realidad invisible, que está por encima de los
sentidos y de la experiencia, y supera los límites del mismo intelecto humano
(argumentum non apparentium: 'prueba de las cosas que no se ven': cfr. Heb
11, 1); se refiere, como dice San Pablo, a 'esas cosas que el ojo no vio, ni
el oído oyó, ni vino a la mente del hombre', pero que Dios ha preparado para
los que lo aman (Cfr. 1 Cor 2, 9). Jesús exige una fe así cuando el día antes
de morir en la cruz, humanamente ignominiosa, dice a los Apóstoles que va a
prepararles un lugar en la casa del Padre (Cfr. Jn 14, 2).
2. Estas cosas
misteriosas, esta realidad invisible, se identifica con el Bien infinito de
Dios, Amor eterno, sumamente digno de ser amado sobre todas las cosas. Por
eso, junto a la interpelación de fe, Jesús coloca el mandamiento del amor a
Dios 'sobre todas las cosas', que ya estaba en el Antiguo Testamento, pero
que Jesús repite y corrobora en una nueva clave. Es verdad que cuando
responde a la pregunta: '¿Cuál es el mandamiento más grande de la ley?' Jesús
cita las palabras de la ley mosaica: 'Amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón, con toda tu alma y con toda tu mente' (Mt 22, 37; cfr. Dt 6, 5).
Pero el pleno sentido que toma el mandamiento en la boca de Jesús emerge de
la referencia a otros elementos del contexto en el que se mueve y enseña. No
hay duda que El quiere inculcar que sólo Dios puede y debe ser amado sobre
todo lo creado; y sólo de cara a Dios puede haber dentro del hombre la
exigencia de un amor sobre todas las cosas. Sólo Dios, en virtud de esta
exigencia de amor radical y total, puede llamar al hombre para que 'lo siga'
sin reservas, sin limitaciones, de forma indivisible, tal como leemos ya en
el Antiguo Testamento: 'Habéis de ir tras de Yahvéh, vuestro Dios.... habéis
de guardar sus mandamientos..., servirle y allegaros a El' (Dt 13, 4). En
efecto, sólo Dios 'es bueno' en el sentido absoluto (Cfr. Mc 10, 18; también
Mt 19,17). Sólo El 'es amor' (1 Jn 4,16) por esencia y por definición. Pero
aquí hay un elemento nuevo y sorprendente en la vida y en la enseñanza de
Cristo.
3. Jesús llama a
seguirle personalmente. Podemos decir que esta llamada está en el centro
mismo del Evangelio. Por una parte Jesús lanza esta llamada; por otra oímos
hablar a los Evangelistas de hombres que lo siguen, y aún más, de algunos de
ellos que lo dejan todo para seguirlo.
Pensemos en todas las llamadas de las que nos han dejado noticia los
Evangelistas: 'Un discípulo le dijo: Señor, permíteme ir primero a sepultar a
mi padre; pero Jesús le respondió: Sígueme y deja a los muertos sepultar a
sus muertos' (Mt 8, 21-22), forma drástica de decir: déjalo todo
inmediatamente por Mí. Esta es la redacción de Mateo Lucas añade la
connotación apostólica de esta vocación: 'Tú vete y anuncia el reino de Dios'
(Lc 9, 60). En otra ocasión, al pasar junto a la mesa de los impuestos, dijo
y casi impuso a Mateo, quien nos atestigua el hecho: 'Sígueme. Y él,
levantándose lo siguió' (Mt 9, 9; Cfr. Mc 2, 13-14).
Seguir a Jesús significa muchas veces no sólo dejar las ocupaciones y
romper los lazos que hay en el mundo, sino también distanciarse de la
agitación en que se encuentra e incluso dar los propios bienes a los pobres.
No todos son capaces de hacer ese desgarrón radical: no lo fue el joven rico,
a pesar de que desde niño había observado la ley y quizá había buscado
seriamente un camino de perfección, pero 'al oír esto (es decir, la
invitación de Jesús), se fue triste, porque tenía muchos bienes' (Mt 19, 22;
Mc 10, 22). Sin embargo, otros no sólo aceptan el 'Sígueme', sino que, como
Felipe de Betsaida, sienten la necesidad de comunicar a los demás su
convicción de haber encontrado al Mesías (Cfr. Jn 1, 43 ss.). Al mismo Simón
es capaz de decirle desde el primer encuentro: 'Tú serás llamado Cefas (que
quiere decir, Pedro)' (Jn 1, 42). El Evangelista Juan hace notar que Jesús
'fijó la vista en él': en esa mirada intensa estaba el 'Sígueme' más fuerte y
cautivador que nunca. Pero parece que Jesús, dada la vocación totalmente
especial de Pedro (y quizá también su temperamento natural), quiera hacer
madurar poco a poco su capacidad de valorar y aceptar esa invitación. En
efecto, el 'Sígueme' literal llegará para Pedro después del lavatorio de los
pies, durante la última Cena (Cfr. Jn 13, 36), y luego, de modo definitivo, después
de la resurrección, a la orilla del lago de Tiberíades (Cfr. Jn 21, 19).
4. No cabe duda que
Pedro y los Apóstoles )excepto Judas) comprenden y aceptan la llamada a
seguir a Jesús como una donación total de sí y de sus cosas para la causa del
anuncio del reino de Dios. Ellos mismos recordarán a Jesús por boca de Pedro:
'Pues nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido' (Mt 19, 27). Lucas
añade: 'todo lo que teníamos' (Lc 18, 28). Y el mismo Jesús parece que quiere
precisar de 'qué' se trata al l responder a Pedro. 'En verdad os digo que
ninguno que haya dejado casa, mujer, hermanos, padres e hijos por amor al
reino de Dios dejará de recibir mucho más en este siglo, y la vida eterna en
el venidero' (Lc 18, 29-30).
En Mateo se especifica también el dejar hermanas, madre, campos 'por
amor de mi nombre'; a quien lo haya hecho Jesús le promete que 'recibirá el
céntuplo y heredará la vida eterna' (Mt 19, 29).
En Marcos hay una especificación posterior sobre el abandonar todas
las cosas 'por mí y por el Evangelio', y sobre la recompensa: 'El céntuplo
ahora en este tiempo en casas, hermanos, hermanas, madre e hijos y campos,
con persecuciones, y la vida eterna en el siglo venidero' (Mc 10, 29-30).
Dejando a un lado de momento el lenguaje figurado que usa Jesús, nos
preguntamos: ¿Quién es ese que pide que lo sigan y que promete a quien lo
haga darle muchos premios y hasta 'la vida eterna'? ¿Puede un simple Hijo del
hombre, prometer tanto, y ser creído y seguido, y tener tanto atractivo no
sólo para aquellos discípulos felices, sino para millares y millones de
hombres en todos los siglos?
5. En realidad los
discípulos recordaron bien a autoridad con que Jesús les había llamado a
seguirlo sin dudar en pedirles una dedicación radical, expresada en términos
que podían parecer paradójicos, como cuando decía que había venido a traer
'no la paz, sino la espada', es decir, a separar y dividir alas mismas
familias para que lo siguieran, y luego afirmaba: 'El que ama a l padre o a
la madre más que a mí, no es digno de mi; y el que ama al hijo o a la hija
más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y sigue en pos de
mí, no es digno de mí' (Mt 10, 37)38). Aún es más fuerte y casi dura la
formulación de Lucas: 'Si alguno viene a mí y no aborrece a (expresión del
hebreo para decir: no se aparte de) su padre, su madre, su mujer, sus
hermanos, sus hermanas y aun su propia vida, no puede ser mi discípulo' (Lc
14, 26).
Ante estas expresiones de Jesús no podemos dejar de reflexionar sobre
lo excelsa y ardua que es la vocación cristiana. No cabe duda que las formas
concretas de seguir a Cristo están graduadas por El mismo según las
condiciones, las posibilidades, las misiones, los carismas de las personas y
de los grupos. Las palabras de Jesús, como El dice, son 'espíritu y vida'
(Cfr. Jn 6, 63), y no podemos pretender concretarlas de forma idéntica para
todos. Pero según Santo Tomás de Aquino, la exigencia evangélica de renuncias
heroicas como las de los consejos evangélicos de pobreza, castidad y renuncia
de sí por seguir a Jesús )y podemos decir igual de la oblación de sí mismo en
el martirio, antes que traicionar la fe y el seguimiento de Cristo)
compromete a todos 'secundum praeparationem animi' (Cfr. S.Th. II)II q. 184, a. 7, ad 1), o sea,
según la disponibilidad del espíritu para cumplir lo que se le pide en
cualquier momento que se le llame, y por lo tanto comportan para todos un
desapego interior, una oblación, una autodonación a Cristo, sin las cuales no
hay un verdadero espíritu evangélico.
6. Del mismo
Evangelio podemos deducir que hay vocaciones particulares, que dependen de
una elección de Cristo: como la de los Apóstoles y de muchos discípulos, que
Marcos señala con bastante claridad cuando escribe: 'Subió a un monte, y
llamando a los que quiso, vinieron a El, y designó a doce para que lo
acompañaran...' (Mc 3, 13-14). El mismo Jesús, según Juan, dice a los
Apóstoles en el discurso final: 'No me habéis elegido vosotros a mí, sino yo
os he elegido a vosotros...' (Jn 15, 1 6).
No se deduce que El condenara definitivamente al que no aceptó
seguirlo por un camino de total dedicación a la causa del Evangelio (Cfr. El
caso de joven rico: Mc 10, 17)27). Hay algo más que pone en juego la libre
generosidad de cada uno. Pero no hay duda que la vocación a la fe y al amor
cristiano es universal y obligatoria: fe en la Palabra de Jesús, amor a
Dios sobre todas las cosas y también al prójimo como a nosotros mismos,
porque 'el que no ama a su hermano a quien ve, no es posible que ame a Dios a
quien no ve' (1 Jn 4, 20).
7. Jesús, al
establecer la exigencia de la respuesta a la vocación a seguirlo, no esconde
a nadie que su seguimiento requiere sacrificio, a veces incluso el sacrificio
supremo. En efecto, dice a sus discípulos: 'El que quiera venir en pos de mí,
niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida
la perderá, y el que pierda su vida por mí la salvará...' (Mt 16,24-25).
Marcos subraya que Jesús había convocado con los discípulos también a
la multitud, y habló a todos de la renuncia que pide a quien quiera seguirlo,
de cargar con la cruz y de perder la vida 'por mi y el Evangelio' (Mc 8
34-35). ¡Y esto después de haber hablado de su próxima pasión y muerte! (Cfr.
Mc 8,31-32).
8. Pero, al mismo
tiempo, Jesús proclama la bienaventuranza de los que son perseguidos 'por
amor del Hijo del hombre' (Lc 6, 22): 'Alegraos y regocijaos, porque grande
será en los cielos vuestra recompensa' (Mt 5, 12).
Y nosotros nos preguntamos una vez más: ¿Quién es éste que llama con autoridad
a seguirlo, predice odio, insultos y persecuciones de todo género (Cfr. Lc 6,
22), y promete 'recompensa en los cielos'? Sólo un Hijo del hombre que tenía
la conciencia de ser Hijo de Dios podía hablar así. En este sentido lo
entendieron los Apóstoles y los discípulos, que nos transmitieron su
revelación y su mensaje. En este sentido queremos entenderlo nosotros
también, diciéndole de nuevo con el Apóstol Tomás: 'Señor mío y Dios mío'.
1. Estamos
recorriendo los temas de las catequesis sobre Jesús 'Hijo del hombre', que al
mismo tiempo hace que lo conozcamos como verdadero 'Hijo de Dios': 'Yo y el
Padre somos una sola cosa' (Jn 10, 30). Hemos visto que El refería a Sí mismo
el nombre y los atributos divinos; hablaba de su divina
pre-existencia)existencia en la unidad con el Padre (y con el Espíritu Santo,
como explicaremos en un posterior ciclo de catequesis); se atribuía el poder
sobre la ley que Israel había recibido de Dios por medio de Moisés en a
antigua Alianza (especialmente en el sermón de la montaña: Mt 5); y junto a
ese poder se atribuía también el de perdonar los pecados (Cfr. Mc 2, 1-12 y
paral.; Lc 7, 48; Jn 8, 11 ) y de juzgar al final las conciencias y las obras
de todos los hombres (Cfr. por ejemplo, Mt 25, 31-46; Jn 5, 27-29).
Finalmente enseñaba como uno que tiene autoridad y pedía creer en su palabra,
invitaba a seguirlo hasta la muerte y prometía como recompensa la 'vida
eterna'. Al llegar a este punto, tenemos a nuestra disposición todos los
elementos y todas las razones para afirmar que Jesucristo se ha revelado a Sí
mismo como Aquel que instaura el reino de Dios en la historia de la
humanidad.
2. El terreno de la
revelación del reino de Dios había sido preparado ya en el Antiguo
Testamento, especialmente en la segunda fase de la historia de Israel,
narrada en los textos de los Profetas y de los Salmos que siguen al exilio y
las otras experiencias dolorosas del Pueblo elegido. Recordemos especialmente
los Cantos de los salmistas a Dios que es Rey de toda la tierra, que 'reina
sobre las gentes' (Sal 46/47, 8-9); y el reconocimiento exultante: 'Tu reino
es reino de todos los siglos, y tu señorío de generación en generación' (Sal
144/145, 13). El Profeta Daniel, a su vez, habla del reino de Dios 'que no
será destruido jamás..., destruirá y desmenuzará a todos esos reinos, más el
permanecerá por siempre'. Este reino que se hará surgir del 'Dios de los
cielos' (el reino de los cielos) quedará bajo el dominio del mismo Dios y 'no
pasará a poder de otro pueblo' (Cfr. 2, 44).
3. Insertándose en
esta tradición y compartiendo esta concepción de la Antigua Alianza,
Jesús de Nazaret proclama desde el comienzo de su misión mesiánica
precisamente este reino: 'Cumplido es el tiempo, y el reino de Dios está
cercano' (Mc 1, 15). De este modo, recoge uno de los motivos constantes de la
espera de Israel, pero da una nueva dirección a la esperanza escatológica,
que se había dibujado en la última fase del Antiguo Testamento, al proclamar
que ésta tiene su cumplimiento inicial y aquí en la tierra, porque Dios es el
Señor de la historia: ciertamente su reino se proyecta hacia un cumplimiento
final más allá del tiempo, pero comienza a realizarse ya aquí en la tierra y
se desarrolla en cierto sentido, 'dentro' de la historia. En esta perspectiva
Jesús anuncia y revela que el tiempo de las antiguas promesas, esperas y
esperanzas, 'se ha cumplido', y que el reino de Dios 'está cercano', más aún,
está ya presente en su misma persona.
4. En efecto,
Jesucristo no sólo adoctrina sobre el reino de Dios, haciendo de él la verdad
central de su enseñanza, sino que instaura este reino en la historia de
Israel y de toda la humanidad. Y en esto se revela su poder divino, su
soberanía respecto a todo lo que en el tiempo y en el espacio lleva en sí los
signos de la creación antigua y de la llamada a ser criaturas nuevas (Cfr. 2
Cor 5, 17, Gal
6, 15), en las que ha vencido, en Cristo y por medio de Cristo, todo lo
caduco y lo efímero; y ha establecido para siempre el verdadero valor del
hombre y de todo lo creado.
Es un poder único y eterno que Jesucristo (crucificado y resucitado)
se atribuye al final de su misión terrena, cuando declara a los Apóstoles:
'Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra', y en virtud de este
poder suyo les manda: 'Id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en
el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándoles a
observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta
la consumación del mundo' (Mt 28, 18-20).
5. Antes de llegar a
este acto definitivo de la proclamación y revelación de la soberanía divina
del 'Hijo del hombre', Jesús anuncia muchas veces que el reino de Dios ha
venido al mundo. Más aun, en el conflicto con los adversarios que no dudan en
atribuir un poder demoniaco a las obras de Jesús, El los confunde con una
argumentación que concluye afirmando lo siguiente: 'Pero si expulso a los
demonios por el dedo de Dios, sin duda que el reino de Dios ha llegado a
vosotros' (Lc 11, 20). En El y por El, pues, el espacio espiritual del
dominio divino toma su consistencia: el reino de Dios entra en la historia de
Israel y de toda la humanidad, y El es capaz de revelarlo y de mostrar que
tiene el poder de decidir sobre sus actos. Lo muestra liberando de los
demonios: todo el espacio psicológico y espiritual queda así reconquistado
para Dios.
6. También el mandato
definitivo, que Cristo crucificado y resucitado da a los Apóstoles (Mt 28,
18-20), fue preparado por El bajo todos los aspectos. Momento clave de la
preparación fue la vocación de los Apóstoles: 'Designó a doce para que le
acompañaran y para enviarlos a predicar, con poder de expulsar demonios' (Mc
3, 14-15). En medio de los Doce, Simón Pedro se convierte en destinatario de
un poder especial en orden al reino: 'Y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y
sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia, y las puertas del infierno no
prevalecerán contra ella. Yo te dará las llaves del reino de los cielos, y
cuanto atares en la tierra quedará atado en los cielos, y cuanto desatares en
la tierra quedará desatado en los cielos' (Mt 16, 18-19). Quien habla de este
modo está convencido de poseer el reino, de tener su soberanía total, y de
poder confiar sus 'llaves' a un representante y vicario suyo, más aún de lo
que haría un rey de la tierra con su lugarteniente o primer ministro.
7. Esta convicción
evidente de Jesús explica porqué El, durante su ministerio, habla de su obra
presente y futura como de un nuevo reino introducido en la historia humana:
no sólo como verdad anunciada, sino como realidad viva, que se desarrolla,
crece y fermenta toda la masa humana, como leemos en la parábola de la
levadura (Cfr. Mt 13, 33: Lc 13, 21). Esta y las demás parábolas del reino
(Cfr. especialmente Mt 13), dan testimonio de que) ésta ha sido la idea
central de Jesús pero también la sustancia de su obra mesiánica, que El
quiere que se prolongue en la historia, incluso después de su vuelta al
Padre, mediante una estructura visible cuya cabeza es Pedro (Cfr. Mt 16,
18-19).
8. La instauración de
esa estructura del reino de Dios coincide con la transmisión que Cristo hace
de la misma a los Apóstoles escogidos por El: 'Yo dispongo (latín: dispongo;
algunos traducen: 'transmito') del reino en favor vuestro, como mi Padre ha
dispuesto de él en favor mío' (Lc 22, 29). Y la transmisión del reino es al
mismo tiempo una misión: 'Como tú me enviaste al mundo, así yo los envié a
ellos al mundo' (Jn 17, 18). Después de la resurrección, al aparecerse Jesús
a los Apóstoles, les repetirá: 'Como me envió mi Padre, así os envío yo...
Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados les serán
perdonados, a quienes se los retuvierais le serán retenidos' (Jn 20, 21-23).
Prestemos atención: en el pensamiento de Jesús, en su obra mesiánica,
en su mandato a los Apóstoles, la inauguración del reino en este mundo está
estrechamente unida a su poder de vencer el pecado, de anular el poder de
Satanás en el mundo y en cada hombre. Así, pues, está ligado al misterio
pascual a la cruz y resurrección de Cristo. Agnus Dei qui tollit peccata
mundi..., y como tal se estructura en la misión histórica de los Apóstoles y
de sus sucesores. La instauración del reino de Dios tiene su fundamento en la
reconciliación del hombre con Dios, llevada a cabo en Cristo y por Cristo en
el misterio pascual (Cfr. 2 Cor 5, 19; Ef 13-18; Col 1, 15-2).
9. La instauración
del reino de Dios en la historia de la humanidad es la finalidad de la
vocación y de la misión de los Apóstoles (y por lo tanto de la Iglesia) en todo el mundo
(Cfr. Mc 16, 15; Mt 28, 19)20). Jesús sabía que esta misión, a la vez que su
misión mesiánica, habría encontrado y suscitado fuertes oposiciones. Desde
los primeros días en que envió a los Apóstoles a las primeras experiencias de
colaboración con El, les advertía: 'Os envío como ovejas en medio de lobos;
sed, pues, prudentes como serpientes y sencillos como palomas' (Mt 10, 16).
En el texto de Mateo se condensa también lo que Jesús habría dicho a
continuación respecto a la suerte de sus misioneros (Cfr. Mt 10,17-25); tema
sobre el que vuelve en uno de últimos discursos polémicos con los 'escribas y
fariseos', afirmando: 'Por esto os envío yo profetas, sabios y escribas, y a
unos los mataréis y los crucificaréis, a otros los azotaréis en vuestras
sinagogas y los perseguiréis de ciudad en ciudad' (Mt 23, 34). Suerte que,
por lo demás, ya les había tocado a los Profetas y a otros personajes de la
antigua Alianza, a que se refiere el texto (Cfr. Mt 23, 35). Pero Jesús daba
a sus seguidores la seguridad de la duración de su obra y de ellos mismos: et
porta inferi non praevalebunt.
A pesar de las oposiciones y contradicciones que habría conocer en su
devenir histórico, el reino de Dios, instaurado una vez para siempre en el
mundo con el poder de Dios mismo mediante el Evangelio y el misterio pascual
del Hijo, traería siempre no sólo los signos de su pasión y muerte, sino
también el sello de su poder divino, que deslumbró en la resurrección. Lo
demostraría la historia. Pero la certeza de los Apóstoles y de todos los
creyentes está fundada en la revelación del poder divino de Cristo,
histórico, escatológico y eterno, del que enseña el Concilio Vaticano II:
'Cristo, haciéndose obediente hasta la muerte y habiendo sido por ello
exaltado por el Padre (Cfr. Flp 2, 8)9), entró en la gloria de su reino. A El
están sometidas todas las cosas, hasta que El se someta a Sí mismo y todo lo
creado al Padre, a fin de que Dios sea todo en todas las cosas (Cfr. 1 Cor
15, 27-28)' (Lumen Gentium, 39).
(JESUCRISTO:
VERDADERO DIOS -SUS MILAGROS)
1. Si observamos atentamente
los 'milagros, prodigios y señales' con que Dios acreditó la misión de
Jesucristo, según las palabras pronunciadas por el Apóstol Pedro el día de
Pentecostés en Jerusalén, constatamos que Jesús, al obrar estos milagros)
señales, actuó en nombre propio, convencido de su poder divino, y, al mismo
tiempo, de la más íntima unión con el Padre. Nos encontramos, pues, todavía y
siempre, ante el misterio del 'Hijo del hombre) Hijo de Dios', cuyo Yo
transciende todos los límites de la condición humana, aunque a ella
pertenezca por libre elección, y todas las posibilidades humanas de
realización e incluso de simple conocimiento.
2. Una ojeada a
algunos acontecimientos particulares; presentados por los Evangelistas, nos
permite darnos cuenta de la presencia arcana en cuyo nombre Jesucristo obra
sus milagros. Helo ahí cuando, respondiendo a las súplicas de un leproso, que
le dice: 'Si quieres, puedes limpiarme', El, en su humanidad, 'enternecido',
pronuncia una palabra de orden que, en un caso como aquél, corresponde a
Dios, no a un simple hombre: 'Quiero, sé limpio. Y al instante desapareció la
lepra y quedó limpio' (Cfr. Mc 1, 40-42). Algo semejante encontramos en el
caso del paralítico que fue bajado por un agujero realizado en el techo de la
casa: 'Yo te digo... levántate, toma tu camilla y vete a tu casa' (Cfr. Mc 2,
11-12).
Y también: en el caso de la hija de Jairo leemos que 'El
(Jesús)...tomándola de la mano, le dijo: 'Talitha qumi', que quiere decir:
'Niña, a ti te lo digo, levántate'. Y al instante se levantó la niña y echó a
andar' (Mc 5, 41-42). En el caso del joven muerto de Naín: 'Joven, a ti te
hablo, levántate. Sentóse el muerto y comenzó a hablar' (Lc 7, 14-15). ¡En
cuántos de estos episodios vemos brotar de la palabras de Jesús la expresión
de una voluntad y de un poder al que El se apela interiormente y que expresa,
se podría decir, con la máxima naturalidad, como si perteneciese a su
condición más íntima, el poder de dar a los hombres la salud, la curación e
incluso la resurrección y la vida!
3. Un atención
particular merece la resurrección de Lázaro, descrita detalladamente por el
cuarto Evangelista. Leemos: 'Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: Padre,
te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que siempre me escuchas, pero
por la muchedumbre que me rodea lo digo, para que crean que Tú me has
enviado. Diciendo esto, gritó con fuerte voz Lázaro, sal fuera. Y salió el
muerto' (Jn 11, 41-44). En la descripción cuidadosa de este episodio se pone
de relieve que Jesús resucitó a su amigo Lázaro con el propio poder y en
unión estrechísima con el Padre. Aquí hallan su confirmación las palabras de
Jesús: 'Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo también' (Jn 5,17),
y tiene una demostración, que se puede decir preventiva, lo que Jesús dirá en
el Cenáculo, durante la conversación con los Apóstoles en la última Cena,
sobre sus relaciones con el Padre y, más aún, sobre su identidad sustancial
con El.
4. Los Evangelios
muestran con diversos milagros) señales cómo el poder divino que actúa en Jesucristo
se extiende más allá del mundo humano y se manifiesta como poder de dominio
también sobre las fuerzas de la naturaleza. Es significativo el caso de la
tempestad calmada: 'Se levantó un fuerte vendaval'. Los Apóstoles pescadores
asustados despiertan a Jesús que estaba durmiendo en la barca. El
'despertado, mandó al viento y dijo al mar: Calla, enmudece. Y se aquietó el
viento y se hizo completa calma... Y sobrecogidos de gran temor, se decían
unos a otros: ¿Quién será éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?'
(Cfr. Mc 4, 37-41).
En este orden de acontecimientos entran también las pescas milagrosas
realizadas, por la palabra de Jesús (in verbo tuo), después de intentos
precedentes malogrados (Cfr. Lc 5, 4)6; Jn 21, 3)6). Lo mismo se puede decir,
por lo que respecta a la estructura del acontecimiento, del 'primer signo'
realizado en Caná de Galilea, donde Jesús ordena a los criados llenar las
tinajas de agua y llevar después 'el agua convertida en vino' al maestresala
(Cfr. Jn 2, 7-9). Como en las pescas milagrosas, también en Caná de Galilea,
actúan los hombres: los pescadores) apóstoles en un caso, los criados de las
bodas en otro, pero está claro que el efecto extraordinario de a acción no
proviene de ellos, sino de Aquel que les ha dado la orden de actuar y que
obra con su misterioso poder divino. Esto queda confirmado por la reacción de
los Apóstoles, y particularmente de Pedro, que después de la pesca milagrosa
'se postró a los pies de Jesús, diciendo: Señor, apártate de mí, que soy un
pecador' (Lc 5,8). Es uno de tantos casos de emoción que toma la forma de
temor reverencial o incluso miedo, ya sea en los Apóstoles, como Simón Pedro,
ya sea en la gente, cuando se sienten acariciados por el ala del misterio
divino
5. Un día, después de
a ascensión, se sentirán invadidos por un 'temor' semejante los que vean los
'prodigios y señales' realizados 'por los Apóstoles' (Cfr. Hech 2, 43). Según
el libro de los Hechos, la gente sacaba 'a las calles los enfermos,
poniéndolos en lechos y camillas, para que, llegando Pedro, siquiera su
sombra los cubriese' (Hech 5, 15). Sin embargo, estos 'prodigios y señales',
que acompañaban los comienzos de la Iglesia apostólica, eran realizados por los
Apóstoles no en nombre propio, sino en el nombre de Jesucristo, y eran, por
tanto, una confirmación ulterior de su poder divino. Uno queda impresionado
cuando lee la respuesta y el mandato de Pedro al tullido que le pedía una
limosna junto a la puerta del templo de Jerusalén: 'No tengo oro ni plata; lo
que tengo, eso te doy: en nombre de Jesucristo Nazareno, anda. Y tomándole de
la diestra, le levantó, y al punto sus pies y sus talones se consolidaron'
(Hech 3, 6-7). O lo que es lo mismo, Pedro dice a un paralítico de nombre
Eneas: 'Jesucristo te sana; levántate y toma tu camilla. Y al punto se
irguió' (Hech 9, 34).
También el otro Príncipe de los Apóstoles, Pablo, cuando recuerda en la Carta a los Romanos lo que
él ha realizado 'como ministro de Cristo entre los paganos', se apresura a
añadir que en aquel ministerio consiste su único mérito: 'No me atreveré a
hablar de cosa que Cristo no haya obrado por mí para la obediencia (de la fe)
de los gentiles, de obra o de palabra, mediante el poder de milagros y
prodigios y el poder del Espíritu Santo' (15, 17-19).
6. En la Iglesia de los primeros
tiempos, y especialmente esta evangelización del mundo llevada a cabo por los
Apóstoles, abundaron estos 'milagros, prodigios y señales', como el mismo
Jesús les había prometido (Cfr. Hech 2, 22). Pero se puede decir que éstos se
han repetido siempre en la historia de la salvación, especialmente en los
momentos decisivos para la realización del designio de Dios. Así fue ya en el
Antiguo Testamento con relación al 'Éxodo' de Israel de la esclavitud de
Egipto y a la marcha hacia la tierra prometida, bajo la guía de Moisés.
Cuando, con la encarnación del Hijo de Dios, llegó la plenitud de los
tiempos' (Cfr. Gal 4, 4), estas señales milagrosas del obrar divino adquieren
un valor nuevo y una eficacia nueva por a autoridad divina de Cristo y por la
referencia a su Nombre (y, por consiguiente, a su verdad, a su promesa, a su
mandato, a su gloria) por el que los Apóstoles y tantos santos los realizan
en la Iglesia.
También hoy se obran milagros y en cada uno de ellos se
dibuja el rostro del 'Hijo del hombre) Hijo de Dios' y se afirma en ellos un
don de gracia y de salvación.
1. Un texto de San
Agustín nos ofrece la clave interpretativa de los milagros de Cristo como
señales de su poder salvífico. 'El haberse hecho hombre por nosotros ha
contribuido más a nuestra salvación que los milagros que ha realizado en
medio de nosotros; el haber curado las enfermedades del alma es más
importante que el haber curado las enfermedades del cuerpo destinado a morir'
(San Agustín, In Io. Ev. Tr., 17, 1). En orden a esta salvación del alma y a
la redención del mundo entero Jesús cumplió también milagros de orden
corporal. Por tanto, el tema de la presente catequesis es el siguiente:
mediante los 'milagros, prodigios y señales' que ha realizado, Jesucristo ha
manifestado su poder de salvar al hombre del mal que amenaza al alma inmortal
y su vocación a la unión con Dios.
2. Es lo que se
revela en modo particular en la curación del paralítico de Cafarnaum. Las
personas que lo llevaban, no logrando entrar por la puerta en la casa donde
Jesús estaba enseñando, bajaron al enfermo a través de un agujero abierto en
el techo, de manera que el pobrecillo vino a encontrase a los pies del
Maestro. 'Viendo Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: !Hijo, tus pecados
te son perdonados!'. Estas palabras suscitan en algunos de los presentes la
sospecha de blasfemia: 'Blasfemia. ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo
Dios?'. Casi en respuesta a los que habían pensado así, Jesús se dirige a los
presentes con estas palabras: '¿Qué es más fácil, decir al paralítico: tus
pecados te son perdonados, o decirle: levántate, toma tu camilla y vete? Pues
para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar
los pecados )se dirige al paralítico) , yo te digo: levántate, toma tu
camilla y vete a tu casa. El se levantó y, tomando luego la camilla, salió a
la vista de todo' (Cfr. Mc 2, 1)12; análogamente, Mt 9, 1-8; Lc 5, 18-26: 'Se
marchó a casa glorificando a Dios' 5, 25).
Jesús mismo explica en este caso que el milagro de la curación del
paralítico es signo del poder salvífico por el cual El perdona los pecados.
Jesús realiza esta señal para manifestar que ha venido como salvador del
mundo, que tiene como misión principal librar al hombre del mal espiritual,
el mal que separa al hombre de Dios e impide la salvación en Dios, como es
precisamente el pecado.
3. Con la misma clave
se puede explicar esta categoría especial de los milagros de Cristo que es
'arrojar los demonios'. 'Sal, espíritu inmundo, de ese hombre', conmina
Jesús, según el Evangelio de Marcos, cuando encontró a un endemoniado en la
región de los gerasenos (Mc 5, 8). En esta ocasión asistimos a un coloquio
insólito. Cuando aquel 'espíritu inmundo' se siente amenazado por Cristo,
grita contra El. '¿Qué hay entre ti y mí, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? Por
Dios te conjuro que no me atormentes'. A su vez, Jesús 'le preguntó: !¿Cuál
es tu nombre?!. El le dijo: Legión es mi nombre, porque somos muchos' (Cfr.
Mc 5, 7-9). Estamos, pues, a orillas de un mundo oscuro, donde entran en
juego factores físicos y psíquicos que, sin duda, tienen su peso en causar
condiciones patológicas en las que se inserta esta realidad demoníaca,
representada y descrita de manera variada en el lenguaje humano, pero
radicalmente hostil a Dios y, por consiguiente, al hombre y a Cristo que ha
venido para librarlo de este poder maligno. Pero, muy a su pesar, también el
'espíritu inmundo', en el choque con la otra presencia, prorrumpe en esta
admisión que proviene de una mente perversa, pero, al mismo tiempo, lúcida:
'Hijo del Dios Altísimo'.
4. En el Evangelio de
Marcos encontramos también la descripción del acontecimiento denominado
habitualmente como la curación del epiléptico. En efecto, los síntomas referidos
por el Evangelista son característicos también de esta enfermedad
('espumarajos, rechinar de dientes, quedarse rígido'). Sin embargo, el padre
del epiléptico presenta a Jesús a su Hijo como poseído por un espíritu
maligno, el cual lo agita con convulsiones, lo hace caer por tierra y se
revuelve echando espumarajos. Y es muy posible que en un estado de enfermedad
como éste se infiltre y obre el maligno, pero, admitiendo que se trate de un
caso de epilepsia, de la que Jesús cura al muchacho considerado endemoniado
por su padre, es sin embargo, significativo que El realice esta curación
ordenando al 'espíritu mudo y sordo': 'Sal de él y no vuelvas a entrar más
el' (Cfr. Mc 9, 17-27). Es una reafirmación de su misión y de su poder de
librar al hombre del mal del alma desde las raíces.
5. Jesús da a conocer
claramente esta misión suya de librar al hombre del mal y, antes que nada del
pecado, mal espiritual. Es una misión que comporta y explica su lucha con el
espíritu maligno que es el primer autor del mal en la historia del hombre.
Como leemos en los Evangelios, Jesús repetidamente declara que tal es el
sentido de su obra y de la de sus Apóstoles. Así, en Lucas: 'Veía yo a
Satanás caer del cielo como un rayo. Yo os he dado poder para andar... sobre
todo poder enemigo y nada os dañará' (Lc 10, 18-19). Y según Marcos, Jesús,
después de haber constituido a los Doce, les manda 'a predicar, con poder de
expulsar a los demonios' (Mc 3, 14-15). Según Lucas, también los setenta y
dos discípulos, después de su regreso de la primera misión, refieren a Jesús:
'Señor, hasta los demonios se nos sometían en tu nombre' (Lc 10, 17).
Así se manifiesta el poder del Hijo del hombre sobre el pecado y sobre
el autor del pecado. El nombre de Jesús, que somete también a los demonios,
significa Salvador. Sin embargo, esta potencia salvífica alcanzará su
cumplimiento definitivo en el sacrificio de la cruz. La cruz sellará la
victoria total sobre Satanás y sobre el pecado, porque éste es el designio
del Padre, que su Hijo unigénito realiza haciéndose hombre: vencer en la
debilidad, y alcanzar la gloria de la resurrección y de la vida a través de
la humillación de la cruz. También en este hecho paradójico resplandece su
poder divino, que puede justamente llamarse la 'potencia de la cruz'.
6. Forma parte
también de esta potencia y pertenece a la misión del Salvador del mundo
manifestada en los 'milagros, prodigios y señales', la victoria sobre la
muerte, dramática consecuencia del pecado. La victoria sobre el pecado y
sobre la muerte marca el camino de la misión mesiánica de Jesús desde Nazaret
hasta el Calvario. Entre las 'señales' que indican particularmente el camino
hacia la victoria sobre la muerte, están sobre todo las resurrecciones: 'los
muertos resucitan' (Mt 11, 5), responde, en efecto, Jesús a la pregunta
acerca de su mesianidad que le hacen los mensajeros de Juan el Bautista (Cfr.
Mt 11, 3). Y entre los varios 'muertos', resucitados por Jesús, merece
especial atención Lázaro de Betania, porque su resurrección es como un 'preludio'
de la cruz y de la resurrección de Cristo, en el que se cumple la victoria
definitiva sobre el pecado y la muerte.
7. El Evangelista
Juan nos ha dejado una descripción pormenorizada del acontecimiento. Bástenos
referir el momento conclusivo. Jesús pide que se quite la losa que cierra la
tumba ('Quitad la piedra'). Marta, la hermana de Lázaro, indica que su
hermano está desde hace ya cuatro días en el sepulcro y el cuerpo ha
comenzado ya, sin duda, a descomponerse. Sin embargo, Jesús, gritó con fuerte
voz: ¡Lázaro, sal fuera!. 'Salió el muerto', atestigua el Evangelista (Cfr.
Jn 11, 38-43). EL hecho suscita la fe en muchos de los presentes. Otros, por,
el contrario, van a los representantes del Sanedrín para denunciar lo
sucedido. Los sumos sacerdotes y los fariseos se quedan preocupados, piensan
en una posible reacción del ocupante romano ('vendrán los romanos y
destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación': cfr. Jn 11, 45-48).
Precisamente entonces se dirigen al Sanedrín las famosas palabras de Caifás:
'Vosotros no sabéis nada; ¿no comprendéis que conviene que muera un hombre
por todo el pueblo y no que perezca todo el pueblo?'. Y el Evangelista anota:
'No dijo esto de sí mismo, sino que, como era pontífice aquel año,
profetizó'. ¿De qué profecía se trata? He aquí que Juan nos da la lectura
cristiana de aquellas palabras, que son de una dimensión inmensa: 'Jesús
había de morir por el pueblo y no sólo por el pueblo, sino para reunir en uno
todos los hijos de Dios que estaban dispersos' (Cfr. Jn 11, 49-52).
8. Como se ve, la
descripción joánica de la resurrección Lázaro contiene también indicaciones
esenciales referentes al significado salvífico de este milagro. Son
indicaciones definitivas, precisamente porque entonces tomó el Sanedrín la
decisión sobre la muerte de Jesús (Cfr. Jn 11, 53). Y será la muerte
redentora 'por el pueblo' y 'para reunir en uno todos los hijos de Dios que
estaban dispersos' para la salvación del mundo. Pero Jesús dijo ya que
aquella muerte llegaría a ser también la victoria definitiva sobre la muerte.
Con motivo de la resurrección de Lázaro, dijo a Marta: 'Yo soy la
resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera vivirá, y todo el que
vive y cree en mí no morirá para siempre' (Jn 11, 25-26)
9. Al final de
nuestra catequesis volvemos una vez más al texto de San Agustín: 'Si
consideramos ahora los hechos realizados por el Señor y Salvador nuestro,
Jesucristo, vemos que los ojos de los ciegos, abiertos milagrosamente, fueron
cerrados por la muerte, y los miembros de los paralíticos, liberados del
maligno, fueron nuevamente inmovilizados por la muerte: todo lo que
temporalmente fue sanado en el cuerpo mortal, al final, fue deshecho; pero el
alma que creyó, pasó a la vida eterna. Con este enfermo, el Señor ha querido
dar un gran signo al alma que habría creído, para cuya remisión de los
pecados había venido, y para sanar sus debilidades El se había humillado'
(San Agustín, In Io Ev. Tr., 17, 1).
Sí, todos los 'milagros, prodigios y señales' de Cristo están en
función de la revelación de El como Mesías, de El como Hijo de Dios: de El,
que, solo, tiene el poder de liberar al hombre del pecado y de la muerte, de
El que verdaderamente es el Salvador del mundo.
1. No hay duda sobre
el hecho de que, en los Evangelios, los milagros de Cristo son presentados
como signos del reino de Dios, que ha irrumpido en la historia del hombre y
del mundo. 'Mas si yo arrojo a los demonios con el Espíritu de Dios, entonces
es que ha llegado a vosotros el reino de Dios', dice Jesús (Mt 12, 28). Por
muchas que sean las discusiones que se puedan entablar o, de hecho, se hayan
entablado acerca de los milagros (a las que, por otra parte, han dado
respuesta los apologistas cristianos), es cierto que no se pueden separar los
'milagros, prodigios y señales', atribuidos a Jesús e incluso a sus Apóstoles
y discípulos que obraban 'en su nombre', del contexto auténtico del
Evangelio. En la predicación de los Apóstoles, de la cual principalmente
toman origen los Evangelios, los primeros cristianos oían narrar de labios de
testigos oculares los hechos extraordinarios acontecidos en tiempos recientes
y, por tanto, controlables bajo el aspecto que podemos llamar
crítico-histórico, de manera que no se sorprendían de su inserción en los
Evangelios. Cualesquiera que hayan sido en los tiempos sucesivos las
contestaciones, de las fuentes genuinas de la vida y enseñanza de Jesús
emerge una primera certeza: los Apóstoles, los Evangelistas y toda la Iglesia primitiva veían
en cada uno de los milagros el supremo poder de Cristo sobre la naturaleza y
sobre las leyes. Aquel que revea a Dios como Padre Creador y Señor de lo
creado, cuando realiza estos milagros con su propio poder, se revea a Sí
mismo como Hijo consubstancial con el Padre e igual a El en su señorío sobre
la creación.
2. Sin embargo,
algunos milagros presentan también otros aspectos complementarios al
significado fundamental de prueba del poder divino del Hijo del hombre en
orden a la economía de la salvación.
Así, hablando de la primera 'señal' realizada en Caná de Galilea, el
Evangelista Juan hace notar que, a través de ella, Jesús 'manifestó su gloria
y creyeron en El sus discípulos' (Jn 2, 11). El milagro, pues, es realizado
con una finalidad de fe, pero tiene lugar durante la fiesta de unas bodas.
Por ello, se puede decir que, al menos en la intención del Evangelista, la
'señal' sirve para poner de relieve toda la economía divina de a alianza y de
la gracia que en los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento se expresa a
menudo con la imagen del matrimonio. El milagro de Caná de Galilea, por
tanto, podría estar en relación con la parábola del banquete de bodas, que un
rey preparó para su hijo, y con el 'reino de los cielos' escatológico que 'es
semejante' precisamente a un banquete (Cfr. Mt 22, 2). El primer milagro de
Jesús podría leerse como una 'señal' de este reino, sobre todo, si se piensa
que, no habiendo llegado aún 'la hora de Jesús', es decir, la hora de su
pasión y de su glorificación (Jn 2, 4; cfr. 7, 30; 8, 20; 12, 23, 27; 13, 1;
17, 1), que ha de ser preparada con la predicación del 'Evangelio del reino'
(Cfr. Mt 4, 23; 9, 35), el milagro, obtenido por la intercesión de María,
puede considerarse como una 'señal' y un anuncio simbólico de lo que está
para suceder.
3. Como una 'señal'
de la economía salvífica se presta a ser leído, aún con mayor claridad, el
milagro de la multiplicación de los panes, realizado en los parajes cercanos
a Cafarnaum. Juan enlaza un poco más adelante con el discurso que tuvo Jesús
el día siguiente, en el cual insiste sobre la necesidad de procurarse 'el
alimento que permanece hasta la vida eterna', mediante la fe 'en Aquel que El
ha enviado' (Jn 6 29), y habla de Sí mismo como del Pan verdadero que 'da la
vida al mundo' (Jn 6, 33) y también que Aquel que da su carne 'para vida del
mundo' (Jn 6, 51). Está claro que el preanuncio de la pasión y muerte
salvífica, no sin referencias y preparación de la Eucaristía que había
de instituirse el día antes de su pasión, como sacramento) pan de vida eterna
(Cfr. Jn 6, 52-58).
4. A su vez, la
tempestad calmada en el lago de Genesaret puede releerse como 'señal' de una
presencia constante de Cristo en la 'barca' de la Iglesia, que, muchas
veces, en el discurrir de la historia, está sometida a la furia de los
vientos en los momentos de tempestad, Jesús, despertado por sus discípulos,
orden a los vientos y al mar, y se hace una gran bonanza. Después les dice:
'¿Por qué sois tan tímidos? ¿Aún no tenéis fe?' (Mc 4, 40). En éste, como en
otros episodios, se ve la voluntad de Jesús de inculcar en los Apóstoles y
discípulos la fe en su propia presencia operante y protectora, incluso en los
momentos más tempestuosos de la historia, en los que se podría infiltrar en
el espíritu la duda sobre a asistencia divina. De hecho, en la homilética y
en la espiritualidad cristiana, el milagro se ha interpretado a menudo como
'señal' de la presencia de Jesús y garantía de la confianza en El por parte
de los cristianos y de la
Iglesia.
5. Jesús, que va
hacia los discípulos caminando sobre las aguas, ofrece otra 'señal' de su
presencia, y asegura una vigilancia constante sobre sus discípulos y su
Iglesia. 'Soy yo, no temáis', dice Jesús a los Apóstoles que lo habían tomado
por un fantasma (Cfr. Mc 6, 49)50; cfr. Mt 14, 26)27; Jn 6, 16)21). Marcos
hace notar el estupor de los Apóstoles 'pues no se habían dado cuenta de lo
de los panes: su corazón estaba embotado' (Mc 6, 52). Mateo presenta la
pregunta de Pedro que quería bajar de la barca para ir al encuentro de Jesús,
y nos hace ver su miedo y su invocación de auxilio, cuando ve que se hunde:
Jesús lo salva, pero lo amonesta dulcemente: 'Hombre de poca fe, ¿por qué has
dudado?' (Mt 14, 31). Añade también que los que estaban en la barca 'se
postraron ante El, diciendo: Verdaderamente, tú eres Hijo de Dios' (Mt
14,33).
6. Las pescas
milagrosas son para los Apóstoles y para la Iglesia las 'señales' de
la fecundidad de su misión, si se mantienen profundamente unidas al poder
salvífico de Cristo (Cfr. Lc 5, 4-10; Jn 21, 3)6). Efectivamente, Lucas
inserta en la narración el hecho de Simón Pedro que se arroja a los pies de
Jesús exclamando: 'Señor, apártate de mí, que soy hombre pecador' (Lc 5,8), y
la respuesta de Jesús es: 'No temas, en adelante vas a ser pescador de hombres'
(Lc 5, 10). Juan, a su vez, tras la narración de la pesca después de la
resurrección, coloca el mandato de Cristo a Pedro: 'Apacienta mis corderos,
apacienta mis ovejas" (Cfr. Jn 21, 15-17). Es un acercamiento
significativo.
7. Se puede, pues,
decir que los milagros de Cristo, manifestación de la omnipotencia divina
respecto de la creación, que se revela en su poder mesiánico sobre hombres y
cosas, son, al mismo tiempo, las 'señales' mediante las cuales se revela la
obra divina de la salvación, la economía salvífica que con Cristo se
introduce v se realiza de manera definitiva en la historia del hombre y se
inscribe así en este mundo visible, que es también obra divina. La gente
(como los Apóstoles en el lago), viendo los milagros de Cristo, se pregunta:
'¿Quién será éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?' (Mc 4,41),
mediante estas 'señales', queda preparada para acoger la salvación Que Dios
ofrece al hombre en su Hijo.
Este es el fin esencial de todos los milagros y señales realizados por
Cristo a los ojos de sus contemporáneos, y de todos los milagros que a lo
largo de la historia serán realizados por sus Apóstoles y discípulos con
referencia al poder salvífico de su nombre: 'En nombre de Jesús Nazareno,
anda' (Hech 3,6).
1. 'Signos' de la
omnipotencia divina y del poder salvífico del Hijo del hombre, los milagros
de Cristo, narrados en los Evangelios, son también la revelación del amor de
Dios hacia el hombre, particularmente hacia el hombre que sufre, que tiene
necesidad, que implora la curación, el perdón, la piedad. Son, pues, 'signos'
del amor misericordioso proclamado en el Antiguo y Nuevo Testamento (Cfr.
Encíclica Dives in misericordia). Especialmente, la lectura del Evangelio nos
hace comprender y casi 'sentir' que los milagros de Jesús tienen su fuente en
el corazón amoroso y misericordioso de Dios que vive y vibra en su mismo
corazón humano. Jesús los realiza para superar toda clase de mal existente en
el mundo: el mal físico, el mal moral, es decir, el pecado, y, finalmente, a
aquél que es 'padre del pecado' en la historia del hombre: a Satanás.
Los milagros, por tanto, son 'para el hombre'. Son obras de Jesús que,
en armonía con la finalidad redentora de su misión, restablecen el bien allí
donde se anida el mal, causa de desorden y desconcierto. Quienes los reciben,
quienes los presencian se dan cuenta de este hecho, de tal modo que, según
Marcos, 'sobremanera se admiraban, diciendo: 'Todo lo ha hecho bien; a los
sordos hace oír y a los mudos hablar!' (Mc 7, 37)
2. Un estudio atento
de los textos evangélicos nos revela que ningún otro motivo, a no ser el amor
hacia el hombre, el amor misericordioso, puede explicar los 'milagros y
señales' del Hijo del hombre. En el Antiguo Testamento, Elías se sirve del
'fuego del cielo' para confirmar su poder de Profeta y castigar la
incredulidad (Cfr. 2 Re 1, 10). Cuando los Apóstoles Santiago y Juan intentan
inducir a Jesús a que castigue con 'fuego del cielo' a una aldea samaritana
que les había negado hospitalidad, El les prohibió decididamente que hicieran
semejante petición. Precisa el Evangelista que, 'volviéndose Jesús, los
reprendió' (Lc 9, 55). (Muchos códices y la Vulgata añaden:
'Vosotros no sabéis de qué espíritu sois. Porque el Hijo del hombre no ha
venido a perder las almas de los hombres, sino a salvarlas'). Ningún milagro
ha sido realizado por Jesús para castigar a nadie, ni siquiera los que eran
culpables.
3. Significativo a
este respecto es el detalle relacionado con el arresto de Jesús en el huerto
de Getsemaní. Pedro se había prestado a defender al Maestro con la espada, e
incluso 'hirió a un siervo del pontífice, cortándole la oreja derecha. Este
siervo se llamaba Malco' (Jn 18, 10). Pero Jesús le prohibió empuñar la
espada. Es más, 'tocando la oreja, lo curó' (Lc 22, 51).Es esto una
confirmación de que Jesús no se sirve de la facultad de obrar milagros para
su propia defensa. Y confía a los suyos que no pide al Padre que le mande
'más de doce legiones de ángeles' (Cfr. Mt 26, 53) para que lo salven de las
insidias de sus enemigos. Todo lo que El hace, también en la realización de
los milagros, lo hace en estrecha unión con el Padre. Lo hace con motivo del
reino de Dios y de la salvación del hombre. Lo hace por amor.
4. Por esto, y al
comienzo de su misión mesiánica, rechaza todas las 'propuestas' de milagros
que el Tentador le presenta, comenzando por la del trueque de las piedras en
pan (Cfr. Mt 4, 31). El poder de Mesías se le ha dado no para fines que
busquen sólo el asombro o al servicio de la vanagloria. El que ha venido
'para dar testimonio de la verdad' (Jn 18, 37), es más, el que es 'la verdad'
(Cfr. Jn 14, 6), obra siempre en conformidad absoluta con su misión
salvífica. Todos sus 'milagros y señales' expresan esta conformidad en el cuadro
del 'misterio mesiánico' del Dios que casi se ha escondido en la naturaleza
de un Hijo del hombre, como muestran los Evangelios, especialmente el de
Marcos. Si en los milagros hay casi siempre un relampagueo del poder divino,
que los discípulos y la gente a veces logran aferrar, hasta el punto de
reconocer y exaltar en Cristo al Hijo de Dios, de la misma manera se descubre
en ellos la bondad, la sobriedad y la sencillez, que son las dotes más
visibles del 'Hijo del hombre'.
5. El mismo modo de realizar
los milagros hace notar la gran sencillez, y se podría decir humildad,
talante, delicadeza de trato de Jesús. Desde este punto de vista pensemos,
por ejemplo, en las palabras que acompañan a la resurrección de la hija de
Jairo: 'La niña no ha muerto, duerme' (Mc 5 39)como si quisiera 'quitar
importancia' al significado de lo que iba a realizar. Y, a continuación,
añade: 'Les recomendó mucho que nadie supiera aquello' (Mc 5, 43). Así hizo
también en otros casos, por ejemplo, después de la curación de un sordomudo
(Mc 7, 36), y tras la confesión de fe de Pedro (Mc 8, 29-30)
Para curar al sordomudo es significativo el hecho de que Jesús lo tomó
'aparte, lejos de la turba'. Allí, 'mirando al cielo, suspiró'. Este
'suspiro' parece ser un signo de compasión y, al mismo tiempo, una oración.
La palabra 'efeta' ('¡abrete!') hace que se abran los oídos y se suelte 'la
lengua' del sordomudo (Cfr. 7, 33)35).
6. Si Jesús realiza
en sábado algunos de sus milagros, lo hace no para violar el carácter sagrado
del día dedicado a Dios sino para demostrar que este día santo está marcado
de modo particular por a acción salvífica de Dios. 'Mi Padre sigue obrando
todavía, y por eso obro yo también' (Jn 5, 17). Y este obrar es para el bien
del hombre; por consiguiente, no es contrario a la santidad del sábado, sino
que más bien la pone de relieve: 'El sábado fue hecho a causa del hombre, y
no el hombre por el sábado. Y el dueño el sábado es el Hijo del hombre' (Mc
2, 27-28).
7. Si se acepta la
narración evangélica de los milagros de Jesús (y no hay motivos para no
aceptarla, salvo el prejuicio contra lo sobrenatural) no se puede poner en
duda una lógica única, que une todos estos 'signos' y los hace emanar de su
amor hacia nosotros de ese amor misericordioso que con el bien vence al mal,
cómo demuestra la misma presencia y acción de Jesucristo en el mundo. En
cuanto que están insertos en esta economía, los 'milagros y señales' son
objeto de nuestra fe en el plan de salvación de Dios y en el misterio de la
redención realizada por Cristo.
Como hecho, pertenecen a la historia evangélica, cuyos relatos son
creíbles en la misma y aún en mayor medida que los contenidos en otras obras
históricas. Está claro que el verdadero obstáculo para aceptarlos como datos
ya de historia ya de fe, radica en el prejuicio antisobrenatural al que nos
hemos referido antes. Es el prejuicio de quien quisiera limitar el poder de
Dios o restringirlo al orden natural de las cosas, casi como una
autoobligación de Dios a ceñirse a sus propias leyes. Pero esta concepción
choca contra la más elemental idea filosófica y teológica de Dios, Ser
infinito, subsistente y omnipotente, que no tiene límites, si no en el no-ser
y, por tanto, en el absurdo.
Como conclusión de esta catequesis resulta espontáneo notar que esta
infinitud en el ser y en el poder es también infinitud en el amor, como
demuestran los milagros encuadrados en la economía de la Encarnación y en la Redención. 'signos'
del amor misericordioso por el que Dios ha enviado al mundo a su Hijo para
que todo el que crea en El no perezca, generoso con nosotros hasta la muerte.
'Sic dilexit!' (Jn 3, 16)
Que a un amor tan grande no falte la respuesta generosa de nuestra
gratitud, traducida en testimonio coherente de los hechos.
1. Los 'milagros y
los signos' que Jesús realizaba para confirmar su misión mesiánica y la
venida del reino de Dios, están ordenados y estrechamente ligados a la
llamada a la fe. Esta llamada con relación al milagro tiene dos formas: la fe
precede al milagro, más aún, es condición para que se realice; la fe
constituye un efecto del milagro, bien porque el milagro mismo la provoca en
el alma de quienes lo han recibido, bien porque han sido testigos de él.
Es sabido que la fe es una respuesta del hombre a la palabra de la
revelación divina. El milagro acontece en unión orgánica con esta Palabra de
Dios que se revela. Es una 'señal' de su presencia y de su obra, un signo, se
puede decir, particularmente intenso. Todo esto explica de modo suficiente el
vínculo particular que existe entre los 'milagros-signos' de Cristo y la fe:
vínculo tan claramente delineado en los Evangelios.
2. Efectivamente,
encontramos en los Evangelios una larga serie de textos en los que la llamada
a la fe aparece como un coeficiente indispensable y sistemático de los
milagros de Cristo.
Al comienzo de esta serie es necesario nombrar las páginas
concernientes a la Madre
de Cristo con su comportamiento en Caná de Galilea, y aún antes )y sobre
todo) en el momento de a anunciación. Se podría decir que precisamente aquí
se encuentra el punto culminante de su adhesión a la fe, que hallará su
confirmación en las palabras de Isabel durante la Visitación: 'Dichosa
la que ha creído que se cumplirá lo que se te he dicho de parte del Señor'
(Lc 1, 45). Sí, María ha creído como ninguna otra persona, porque estaba
convencida de que 'para Dios nada hay imposible' (Cfr. Lc 1, 37).
Y en Caná de Galilea su fe anticipó, en cierto sentido, la hora de la
revelación de Cristo. Por su intercesión, se cumplió aquel primer
milagro-signo, gracias al cual los discípulos de Jesús 'creyeron en él' (Jn
2, 11). Si el Concilio Vaticano II enseña que María precede constantemente al
Pueblo de Dios por los caminos de la fe (Cfr. Lumen Gentium, 58 y 63;
Redemptoris Mater, 5-6), podemos decir que el fundamento primero de dicha
afirmación se encuentra en el Evangelio que refiere los 'milagros-signos' en
María y por María en orden a la llamada a la fe.
3. Esta llamada se
repite muchas veces. Al jefe de la sinagoga, Jairo, que había venido a
suplicar que su hija volviese a la vida, Jesús le dice: 'No temas, ten sólo
fe'. (Dice 'no temas', porque algunos desaconsejaban a Jairo ir a Jesús) (Mc
5, 36).
Cuando el padre del epiléptico pide la curación de su hijo, diciendo:
'Pero si algo puedes, ayúdanos...', Jesús le responde: 'Si puedes! Todo es
posible al que cree'. Tiene lugar entonces el hermoso acto de fe en Cristo de
aquel hombre probado: '¡Creo! Ayuda a mi incredulidad' (Cfr. Mc 9, 22-24).
Recordemos, finalmente, el coloquio bien conocido de Jesús con Marta
antes de la resurrección de Lázaro: 'Yo soy la resurrección y la vida...
¿Crees esto? Si, Señor, creo...' (Cfr. Jn 11, 25-27).
4. El mismo vínculo
entre el 'milagro-signo' y la fe se confirma por oposición con otros hechos
de signo negativo. Recordemos algunos de ellos. En el Evangelio de Marcos
leemos que Jesús de Nazaret 'no pudo hacer...ningún milagro, fuera de que a
algunos pocos dolientes les impuso las manos y los curó. El se admiraba de su
incredulidad' (Mc 6, 5)6).
Conocemos las delicadas palabras con que Jesús reprendió una vez a
Pedro: 'Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?'. Esto sucedió cuando Pedro,
que al principio caminaba valientemente sobre las olas hacia Jesús, al ser
zarandeado por la violencia del viento, se asustó y comenzó a hundirse (Cfr.
Mt 14, 29-31).
5. Jesús subraya más
de una vez que los milagros que El realiza están vinculados a la fe. 'Tu fe
te ha curado', dice a la mujer que padecía hemorragias desde hacia doce años
y que, acercándose por detrás le había tocado el borde de su manto, quedando
sana (Cfr. Mt 9, 20-22; y también Lc 8, 48; Mc 5, 34).
Palabras semejantes pronuncia Jesús mientras cura al ciego Bartimeo,
que, a la salida de Jericó, pedía con insistencia su ayuda gritando: '¡Hijo
de David, Jesús, ten piedad de mi!' (Cfr. Mc 10, 46-52). Según Marcos: 'Anda,
tu fe te ha salvado' le responde Jesús. Y Lucas precisa la respuesta: 'Ve, tu
fe te ha hecho salvo' (Lc 18,42).
Una declaración idéntica hace al Samaritano curado de la lepra (Lc 17,
19). Mientras a los otros dos ciegos que invocan a volver a ver, Jesús les
pregunta: '¿Creéis que puedo yo hacer esto?'. 'Sí, Señor'... 'Hágase en
vosotros, según vuestra fe' (Mt 9, 28-29).
6. Impresiona de
manera particular el episodio de la mujer cananea que no cesaba de pedir a
ayuda de Jesús para su hija 'atormentada cruelmente por un demonio'. Cuando
la cananea se postró delante de Jesús para implorar su ayuda, El le
respondió: 'No es bueno tomar el pan de los hijos y arrojarlo a os perrillos'
(Era una referencia a la diversidad étnica entre israelitas y nananeos que
Jesús, Hijo de David, no podía ignorar en su comportamiento práctico, pero a
la que alude con finalidad metodológica para provocar la fe). Y he aquí que
la mujer llega intuitivamente a un acto insólito de fe y de humildad. Y dice:
'Cierto, Señor, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de
la mesa de sus señores'. Ante esta respuesta tan humilde, elegante y
confiada, Jesús replica: '¡Mujer, grande es tu fe! Hágase contigo como tú
quieres' (Cfr. Mt 15, 21-28). Es un suceso difícil de olvidar, sobre todo si
se piensa en los innumerables ' cananeos' de todo tiempo, país, color y
condición social que tienden su mano para pedir comprensión y ayuda en sus
necesidades!
7. Nótese cómo en la
narración evangélica se pone continuamente de relieve el hecho de que Jesús,
cuando 've la fe', realiza el milagro. Esto se dice expresamente en el caso
del paralítico que pusieron a sus pies desde un agujero abierto en el techo
(Cfr. Mc 2, 5; Mt 9, 2; Lc 5, 20). Pero la observación se puede hacer en
tantos otros casos que los evangelistas nos presentan. El factor fe es
indispensable; pero, apenas se verifica, el corazón de Jesús se proyecta a
satisfacer las demandas de los necesitados que se dirigen a El para que los
socorra con su poder divino.
8. Una vez más
constatamos que, como hemos dicho al principio, el milagro es un 'signo' del
poder y del amor de Dios que salvan al hombre en Cristo. Pero, precisamente
por esto es al mismo tiempo una llamada del hombre a la fe. Debe llevar a
creer sea al destinatario del milagro sea a los testigos del mismo.
Esto vale para los mismos Apóstoles, desde el primer 'signo' realizado
por Jesús en Caná de Galilea; fue entonces cuando 'creyeron en El' (Jn 2,
11). Cuando, más tarde, tiene lugar la multiplicación milagrosa de los panes
cerca de Cafarnaum, con la que está unido el preanuncio de la Eucaristía, el
evangelista hace notar que 'desde entonces muchos de sus discípulos se
retiraron y ya no le seguían', porque no estaban en condiciones de acoger un
lenguaje que les parecía demasiado 'duro'. Entonces Jesús preguntó a los
Doce: '¿Queréis iros vosotros también?'. Respondió Pedro: 'Señor, ¿a quién
iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos
que Tú eres el Santo de Dios' (Cfr. Jn 6, 66-69). Así, pues, el principio de
la fe es fundamental en la relación con Cristo, ya como condición para
obtener el milagro, ya como fin por el que el milagro se ha realizado. Esto
queda bien claro al final del Evangelio de Juan donde leemos: 'Muchas otras
señales hizo Jesús en presencia de los discípulos que no están escritas en
este libro; y éstas fueron escritas para que creáis que Jesús es el Mesías,
Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre' (Jn 20, 30-31).
1. Hablando de los
milagros realizados por Jesús durante su misión en la tierra, San Agustín, en
un texto interesante, los interpreta como signos del poder y del amor
salvífico y como estímulos para elevarse al reino de las cosas celestes.
'Los milagros que hizo Nuestro Señor Jesucristo (escribe) son obras
divinas que enseñan a la mente humana a elevarse por encima de las cosas visibles,
para comprender lo que Dios es' (Agustín, In Io. Ev. Tr., 24, 1 ).
2. A este pensamiento
podemos referirnos al reafirmar la estrecha unión de los 'milagros-signos'
realizados por Jesús con la llamada a la fe. Efectivamente, tales milagros
demostraban la existencia del orden sobrenatural, que es objeto de la fe. A
quienes los observaban y, particularmente, a quienes en su persona los
experimentaban, estos milagros les hacían constatar, casi con la mano, que el
orden de la naturaleza no agota toda la realidad. El universo en el que vive
el hombre no está encerrado solamente en el marco del orden de las cosas
accesibles a los sentidos y al intelecto mismo condicionado por el
conocimiento sensible. El milagro es 'signo' de que este orden es superior
por el 'Poder de lo alto', y, por consiguiente, le está también sometido.
Este 'Poder de lo alto' (Cfr. Lc 24,49), es decir, Dios mismo, está por
encima del orden entero de la naturaleza. Este poder dirige el orden natural
y, al mismo tiempo, da a conocer que (mediante este orden y por encima de él)
el destino del hombre es el reino de Dios. Los milagros de Cristo son
'signos' de este reino.
3. Sin embargo, los
milagros no están en contraposición con las fuerzas y leyes de la naturaleza,
sino que implican a solamente cierta 'suspensión' experimentable de su
función ordinaria, no su anulación. Es más, los milagros descritos en el
Evangelio indican la existencia de un Poder que supera las fuerzas y las
leyes de la naturaleza, pero que, al mismo tiempo, obra en la línea de las
exigencias de la naturaleza misma, aunque por encima de su capacidad normal
actual. ¿No es esto lo que sucede, por ejemplo, en toda curación milagrosa?
La potencialidad de las fuerzas de la naturaleza es activada por la
intervención divina, que la extiende más allá de la esfera de su posibilidad
normal de acción. Esto no elimina ni frustra la causalidad que Dios ha
comunicado a las cosas en la creación, ni viola las 'leyes naturales'
establecidas por El mismo e inscritas en la estructura de lo creado, sino que
exalta y, en cierto modo, ennoblece la capacidad del obrar o también de
recibir los efectos de la operación del otro, como sucede precisamente en las
curaciones descritas en el Evangelio.
4. La verdad sobre la
creación es la verdad primera y fundamental de nuestra fe. Sin embargo, no es
la única, ni la suprema. La fe nos enseña que la obra de la creación está
encerrada en el ámbito de designio de Dios, que llega con su entendimiento
mucho más allá de los limites de la creación misma. La creación
)particularmente la criatura humana llamada a la existencia en el mundo
visible) está abierta a un destino eterno, que ha sido revelado de manera
plena en Jesucristo. También en El la obra de la creación se encuentra
completada por la obra de la salvación. Y la salvación significa una creación
nueva (Cfr. 2 Cor 5, 17; Gal 6, 15), una 'creación de nuevo', una creación a
medida del designio originario del Creador, un restablecimiento de lo que
Dios había hecho y que en la historia del hombre había sufrido, el
desconcierto y la 'corrupción', como consecuencia del pecado.
Los milagros de Cristo entran en el proyecto de la 'creación nueva' y
están, pues, vinculados al orden de la salvación. Son 'signos' salvíficos que
llaman a la conversión y a la fe, y en esta línea, a la renovación del mundo
sometido a la 'corrupción' (Cfr. Rom 8, 19-21). No se detienen, por tanto, en
el orden ontológico de la creación (creatio), al que también afectan y al que
restauran, sino que entran en el orden sotereológico de la creación nueva
(re) creatio totius universi), del cual son co-eficientes y del cual, como
'signos', dan testimonio.
5. El orden
sotereológico tiene su eje en la Encarnación; y también los 'milagros-signos' de
que hablan los Evangelios, encuentran su fundamento en la realidad misma del
Hombre)Dios. Esta realidad)misterio abarca Y supera todos los
acontecimientos)milagros en conexión con la misión mesiánica de Cristo. Se
puede decir que la
Encarnación es el 'milagro de los milagros', el 'milagro'
radical y permanente del orden nuevo de la creación. La entrada de Dios en la
dimensión de la creación se verifica en la realidad de la Encarnación de
manera única y, a los ojos de la fe, llega a ser 'signo' incomparablemente
superior a todos los demás 'signos-milagros' de la presencia y del obrar
divino en el mundo. Es más, todos estos otros 'signos' tienen su raíz en la
realidad de la
Encarnación, irradian de su fuerza atractiva, son testigos
de ella. Hacen repetir a los creyentes lo que escribe el evangelista Juan al
final del Prólogo sobre la
Encarnación: 'Y hemos visto su gloria, gloria como de
Unigénito del Padre lleno de gracia y de verdad' (Jn 1, 14).
6. Si la Encarnación es el
signo fundamental al que se refieren todos los 'signos' que dan testimonio a
los discípulos y a la humanidad de que 'ha llegado... el reino de Dios' (Cfr.
Lc 11, 20), hay también un signo último y definitivo, al que alude Jesús,
haciendo referencia al Profeta Jonás: 'Porque, como estuvo Jonás en el
vientre del cetáceo tres días y tres noches, así estará el Hijo del hombre
tres días y tres noches en el corazón de a tierra' (Mt 12, 40): es el 'signo'
de la resurrección.
Jesús prepara a los los Apóstoles para este 'signo' definitivo, pero
lo hace gradualmente y con tacto, recomendándoles discreción 'hasta cierto
tiempo'. Una alusión particularmente clara tiene lugar después de la
transfiguración en el monte: 'Bajando del monte, les prohibió contar a nadie
lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitase de entre los
muertos' (Mc 9, 9).Podemos preguntarnos al porque de esta gradualidad. Se
puede responder que Jesús sabía bien cómo se habrían de complicar las cosas
si los Apóstoles y los demás discípulos hubiesen comenzado a discutir sobre
la resurrección, para cuya comprensión no estaban suficientemente preparados,
como se desprende del comentario que el evangelista mismo hace a
continuación: 'Guardaron aquella orden, y se preguntaban que era aquello de
!cuando resucitase de entre los os muertos!' (Mc 9, 10). Además, se puede
decir que la resurrección de entre los muertos, aun anunciada una y otra vez,
estaba en la cima de aquella especie de 'secreto mesiánico' que Jesús quiso
mantener a lo largo de todo el desarrollo de su vida y de su misión, hasta el
momento del cumplimiento y de la revelación finales, que tuvieron lugar
precisamente con el 'milagro de los milagros', la Resurrección, que,
según San Pablo, es el fundamento de nuestra fe (Cfr. 1 Cor 15, 12-19).
7. Después de la Resurrección,
a ascensión y Pentecostés, los 'milagros)signos' realizados por Cristo se
'prolongan' a través de los Apóstoles, y después, a través de los santos que
se suceden de generación en generación. Los Hechos de los Apóstoles nos
ofrecen numerosos testimonios de los milagros realizados 'en el nombre de
Jesucristo' por parte de Pedro (Cfr. Hech 3, 1)8; 5, 15; 9, 32)41), de
Esteban (Hech 6, 8), de Pablo (por ej., Hech 14, 8)10). La vida de los
santos, la historia de la
Iglesia, y, en particular, los procesos practicados para
las causas de canonización de los Siervos de Dios, constituyen una
documentación que, sometida al examen, incluso al más severo, de la critica
histórica y de la ciencia médica, confirma la existencia del poder de lo
'alto' que obra en el orden de la naturaleza y la supera. Se trata de
'signos' milagrosos realizados desde los tiempos de los Apóstoles hasta hoy,
cuyo fin esencial es hacer ver el destino y la vocación del hombre al reino
de Dios. Así, mediante tales 'signos', se confirma en los distintos tiempos y
en las circunstancias más diversas la verdad del Evangelio y se demuestra el
poder salvífico de Cristo que no cesa de llamar a los hombres (mediante la Iglesia) al camino de la
fe. Este poder salvífico del Dios)Hombre, se manifiesta también cuando los
'milagros)signos' se realizan por intercesión de los hombres, de los santos,
de los devotos, así como el primer 'signo' en Caná de Galilea se realizó por
la intercesión de la Madre
de Cristo.
(JESUCRISTO:
VERDADERO HOMBRE)
1. Jesucristo
verdadero Dios y verdadero hombre: es el misterio central de nuestra fe y es
también la verdad) clave de nuestras catequesis cristológicas. Esta mañana
nos proponemos buscar el testimonio de esta verdad en la Sagrada Escritura,
especialmente en los Evangelios y en la tradición cristiana.
Hemos visto ya que en los Evangelio Jesucristo se presenta y se da a conocer
como Dios-Hijo, especialmente cuando declara: 'Yo y el Padre somos una sola
cosa' (Jn 10, 30), cuando se atribuye a Sí mismo el nombre de Dios 'Yo soy'
(Cfr. Jn 8, 58), y los atributos divinos; cuando afirma que le 'ha sido dado
todo poder en el cielo y en la tierra' (Mt 28, 18): el poder del juicio final
sobre todos los hombres y el poder sobre la ley (Mt 5, 22. 28. 32. 34. 39.
44) que tiene su origen y su fuerza en Dios, V por último el poder de
perdonar los pecados (Cfr. Jn 20, 22)23), porque aun habiendo recibido del
Padre el poder de pronunciar el 'juicio' final sobre el mundo (Cfr. Jn 5,
22), El viene al mundo 'a buscar y salvar lo que estaba perdido' (Lc 19, 10).
Para confirmar su poder divino sobre la creación, Jesús realiza
'milagros', es decir, 'signos' que testimonian que junto con El ha venido al
mundo el reino de Dios.
2. Pero este Jesús
que, a través de todo lo que 'hace y enseña', da testimonio de Sí como Hijo
de Dios, a la vez se presenta a Sí mismo y se da a conocer como verdadero hombre.
Todo el Nuevo Testamento y en especial los Evangelios atestiguan de modo
inequívoco esta verdad, de la cual Jesús tiene un conocimiento clarísimo y
que los Apóstoles y Evangelistas conocen, reconocen y transmiten sin ningún
género de duda. Por tanto, debemos dedicar la catequesis de hoy a recoger y a
comentar al menos en un breve bosquejo los datos evangélicos sobre esta
verdad, siempre en conexión con cuanto hemos dicho anteriormente sobre Cristo
como verdadero Dios.
Este modo de aclarar la verdadera humanidad del Hijo de Dios es hoy
indispensable, dada la tendencia tan difundida a ver y a presentar a Jesús
sólo como hombre: un hombre insólito y extraordinario, pero siempre y sólo un
hombre. Esta tendencia característica de los tiempos modernos es en cierto
modo antitética a la que se manifestó bajo formas diversas en los primeros
siglos del cristianismo y que tomó el nombre de 'docetismo'. Según los
'docetas', Jesucristo era un hombre 'aparente', es decir, tenia a apariencia
de un hombre, pero en realidad era solamente Dios.
Frente a estas tendencias opuestas, la Iglesia profesa y
proclama firmemente la verdad sobre Cristo como Dios-hombre, verdadero Dios y
verdadero Hombre; una sola Persona (la divina del Verbo) subsistente en dos
naturalezas, la divina y la humana, como enseña el catecismo. Es un profundo
misterio de nuestra fe, pero encierra en sí muchas luces.
3. Los testimonios
bíblicos sobre la verdadera humanidad de Jesucristo son numerosos y claros.
Queremos reagruparlos ahora para explicarlos después en las próximas
catequesis.
El punto de arranque es aquí la verdad de la Encarnación:
'Et incarnatus est', profesamos en el Credo. Más distintamente se expresa
esta verdad en e el prólogo del Evangelio de Juan: 'Y el Verbo se hizo carne
y habitó entre nosotros' (Jn 1, 14). Carne (en griego 'sarx') significa el
hombre en concreto, que comprende la corporeidad y, por tanto, !a
precariedad, la debilidad, en cierto sentido la caducidad ('Toda carne es
hierba', leemos en el libro de Isaías 40, 6). Jesucristo es hombre en este
significado de la palabra 'carne.'
Esta carne (y por tanto la naturaleza humana) la ha recibido Jesús de
su Madre, María, la Virgen
de Nazaret. Si San Ignacio de Antioquía llama a Jesús 'sarcóforos' (Ad
Smirn., 5), con esta palabra indica claramente su nacimiento humano de una
mujer, que le ha dado la 'carne humana'. San Pablo había dicho ya que 'envió
Dios a su Hijo, nacido de mujer' (Gal 4, 4).
4. El Evangelista
Lucas habla de este nacimiento de una mujer cuando describe los acontecimientos
de la noche de Belén: 'Estando allí se cumplieron los días de su parto y dio
a luz a su hijo primogénito y le envolvió en pañales y lo acostó en un
pesebre' (Lc 2, 6-7). El mismo Evangelista nos da a conocer que el octavo día
después del nacimiento, el Niño fue sometido a la circuncisión ritual y 'le
dieron el nombre de Jesús (Lc 2, 21). El día cuadragésimo fue ofrecido como
'primogénito' en el templo jerosolimitano según la ley de Moisés (Cfr. Lc 2,
22-24)
Y, como cualquier otro niño, también este 'Niño crecía y se fortalecía
lleno de sabiduría' (Lc 2, 40). 'Jesús crecía en sabiduría y edad y gracia
ante Dios y ante los hombres' (Lc 2, 52).
5. Veámoslo de
adulto, como nos lo presentan más frecuentemente los Evangelios. Como
verdadero hombre, hombre de carne (sarx), Jesús experimentó el casancio, el
hambre y la sed. Leemos: 'Y habiendo ayunado cuarenta días y cuarenta noches,
al fin tuvo hambre' (Mt 4, 2). Y en otro lugar: 'Jesús, fatigado del camino,
se sentó sin más junto a la fuente... Llega una mujer de Samaria a sacar agua
y Jesús le dice: dame de beber' (Jn 4, 6).
Jesús tiene, pues, un cuerpo sometido al cansancio, al sufrimiento, un
cuerpo mortal. Un cuerpo que al final sufre las torturas del martirio
mediante la flagelación, la coronación de espinas y, por último, la
crucifixión. Durante la terrible agonía, mientras moría en el madero de la
cruz, Jesús pronuncia aquel su 'Tengo sed' (Jn 19, 28), en el cual está
contenida una última, dolorosa y conmovedora expresión de la verdad de su
humanidad.
6. Sólo un verdadero
hombre ha podido sufrir como sufrió Jesús en el Gólgota, sólo un verdadero
hombre ha podido morir como murió verdaderamente Jesús. Esta muerte la
constataron muchos testigos oculares, no sólo amigos y discípulos, sino, como
leemos en el Evangelio de San Juan, los mismos soldados que 'llegando, a
Jesús, como le vieron ya muerto, no le rompieron las piernas sino que uno de
los soldados le atravesó con su lanza el costado, y al instante salió sangre
y agua' (Jn 19, 33-34).
'Nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato,
fue crucificado, muerto y sepultado': con estas palabras del Símbolo de los
Apóstoles la Iglesia
profesa la verdad del nacimiento y de la muerte de Jesús. La verdad de la Resurrección
se atestigua inmediatamente después con las palabras: 'al tercer día resucitó
de entre los muertos'.
7. La resurrección
confirma de un modo nuevo que Jesús es verdadero hombre: si el Verbo para
nacer en él tiempo 'se hizo carne', cuando, resucito volvió a tomar el propio
cuerpo de hombre. Sólo un verdadero hombre ha podido sufrir y morir en la
cruz, sólo un verdadero hombre ha podido resucitar. Resucitar quiere decir
volver a la vida en el cuerpo. Este cuerpo puede ser transformado, dotado de
nuevas cualidades y potencias, y al final incluso glorificado (como en a
ascensión de Cristo y en la futura resurrección de los muertos), pero es
cuerpo verdaderamente humano. En efecto, Cristo resucitado se pone en
contacto con los Apóstoles, ellos lo ven, lo miran, tocan a las cicatrices
que quedaron después de la crucifixión y El no sólo habla y se entretiene con
ellos, sino que incluso acepta su comida: 'Le dieron un trozo de pez asado y
tomándolo comió delante de ellos' (Lc 24, 42-43). Al final Cristo con este
cuerpo resucitado y ya glorificado pero siempre cuerpo de verdadero hombre
asciende al cielo para sentarse 'a la derecha del Padre'.
8. Por tanto
verdadero Dios y verdadero hombre. No un hombre aparente, no un 'fantasma'
(homo phantasticus), sino hombre real. Así lo conocieron los Apóstoles y el
grupo de creyentes que constituyó la Iglesia de los comienzos. Así nos hablaron en
su testimonio.
Notamos desde ahora que así las cosas no existe en Cristo una
antinomia entre lo que es 'divino' y lo que es 'humano'. Si el hombre desde
el comienzo ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (Cfr. Gen 1, 27; 5,
1), y por tanto lo que es 'humano puede manifestar también lo que es
'divino', mucho más ha podido ocurrir esto en Cristo. El reveló su divinidad
mediante la humanidad, mediante una vida auténticamente humana. Su
'humanidad' sirvió para revelar su 'divinidad': su Persona de Verbo-Hijo.
Al mismo tiempo El como Dios)Hijo no era, por ello, menos hombre. Para
revelarse como Dios no estaba obligado a ser 'menos' hombre. Más aún: por
este hecho El era 'plenamente' hombre, o sea en a asunción de la naturaleza
humana en unidad con la
Persona divina del Verbo, El realizaba en plenitud la
perfección humana. Es una dimensión antropológica de la cristología sobre la
que volveremos a hablar.
1. Jesucristo es
verdadero hombre. Continuamos la catequesis anterior dedicada a este tema. Se
trata de una verdad fundamental de nuestra fe. Fe basada en la palabra de
Cristo mismo, confirmada por el testimonio de los Apóstoles y discípulos,
trasmitida de generación en generación en la enseñanza de la Iglesia: 'Credimus... Deum verum et hominem verum non
phantasticum, sed unum et unicum Filium Dei' (Concilio Lugdunense II: DS,
852) .
Más recientemente, el Concilio Vaticano II ha recordado la misma
doctrina al subrayar la relación nueva que el Verbo, encarnándose y
haciéndose hombre como nosotros, ha inaugurado con todos y cada uno: 'El Hijo
de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre.
Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con
voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María
se hizo verdaderamente uno de los nosotros. semejante en todo, a nosotros,
excepto en el pecado' (Gaudium et Spes, 22)
2. Ya en el marco de
la catequesis precedente hemos intentado hacer ver esta 'semejanza' de Cristo
con ' nosotros', que se deriva del hecho de que El era verdadero hombre: 'El
Verbo se hizo carne', y 'carne' ('sarx') indica precisamente el hombre en
cuanto ser corpóreo (sarkikos), que viene a la luz mediante el nacimiento 'de
una mujer' (Cfr. Gal. 4, 4). En su corporeidad, Jesús de Nazaret, como
cualquier hombre, ha experimentado el casancio, el hambre y la sed. Su cuerpo
era pasible, vulnerable, sensible al dolor físico. Y precisamente en esta
carne ('sarx'), fue sometido El a torturas terribles, para ser finalmente,
crucificado: 'Fue crucificado, murió y fue sepultado'.
El texto conciliar citado más arriba, completa todavía esta imagen
cuando dice 'Trabajó con manos de, hombre, pensó con inteligencia de hombre,
obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre' (Gaudium et Spes,
22).
3. Prestemos hoy un
atención particular a esta última afirmación, que nos hace entrar en el mundo
interior de la vida psicológica de Jesús. El experimentaba verdaderamente los
sentimientos humanos: a alegría, la, tristeza, la indignación, a admiración,
el amor. Leemos, por ejemplo, que Jesús 'se sintió inundado de gozo en el
Espíritu Santo' (Lc 10, 21); que lloró sobre Jerusalén: 'Al ver la ciudad,
lloró sobre ella, diciendo: ¡Si al menos en este día conocieras lo que hace a
la paz tuya!' (Lc 9, 41-42), lloró también después de la muerte de su amigo
Lázaro: 'Viéndola llorar Jesús (a María), y que lloraban también los judíos que
venían con ella, se conmovió hondamente y se turbó, y dijo ¿Dónde le habéis
puesto? Dijéronle Señor, ven y ve. Lloró Jesús' (Jn 11, 33-35).
4. Los sentimientos
de tristeza alcanzan en Jesús una intensidad particular en el momento de
Getsemaní. Leemos: 'Tomando consigo a Pedro, a Santiago y a Juan comenzó a
sentir temor y angustia, y les decía: Triste está mi alma hasta la muerte'
(Mc 14, 33-34; cfr. también Mt 26, 37). En Lucas leemos: 'Lleno de angustia,
oraba con más insistencia; y sudó como gruesas gotas de sangre, que corrían
hasta la tierra' (Lc 22, 44). Un hecho de orden psico-físico que atestigua, a
su vez, la realidad humana de Jesús.
5. Leemos, asimismo,
episodios de indignación de Jesús. Así, cuando se presenta a El, para que lo
cure, un hombre con la mano seca, en día de sábado, Jesús. en primer lugar,
hace a los presentes esta pregunta: '¿Es, lícito en sábado hacer bien o mal,
salvar una vida o matarla?, y ellos callaban. Y dirigiéndoles una mirada
airada, entristecido por la dureza de su corazón, dice al hombre: Extiende tu
mano. La extendió y fuele restituida la mano' (Mc 3,5).
La misma indignación vemos en el episodio de los vendedores arrojados
del templo. Escribe Mateo que 'arrojo de allí a cuantos vendían y compraban n
él, y derribó las mesas de los cambistas y los asientos de los vendedores de
palomas, diciéndoles: escrito está: !Mi casa será llamada Casa de oración
pero vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones (Mt 21, 12-13; cfr.
Mc 11,15).
6. En otros lugares
leemos que Jesús 'se admira': 'Se admiraba de su incredulidad' (Mc 6, 6).
Muestra también admiración cuando dice: 'Mirad los lirios como crecen... ni
Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos' (Lc 12, 27). Admira
también la fe de la mujer cananea: 'Mujer, ¡qué grande es tu fe!' (Mt 15,
28).
7. Pero en los
Evangelios resulta, sobre todo, que Jesús ha amado. Leemos que durante el
coloquio con el joven que vino a preguntarle qué tenía que hacer para entrar
en el reino de los cielos, 'Jesús poniendo en él los ojos, lo amó' (Mc 10, 21
) . El Evangelista Juan escribe que 'Jesús amaba a Marta y a su hermana y a
Lázaro' (Jn 11, 5), y se llama a sí mismo 'el discípulo a quien Jesús amaba'
(Jn 13, 23).
Jesús amaba a los niños: 'Presentáronle unos niños para que los
tocase...y abrazándolos, los bendijo imponiéndoles las manos' (Mc 10, 13-16).
Y cuando proclamó el mandamiento del amor, se refiere al amor con el que El
mismo ha amado: 'Este es mi precepto: que os améis unos a otros como yo os he
amado' (Jn 15, 12).
8. La hora de la
pasión, especialmente a agonía en la cruz, constituye, puede decirse, el
zenit del amor con que Jesús, 'habiendo amado a los suyos que estaban en el
mundo, los amó hasta el fin' (Jn 13, 1). 'Nadie tiene amor mayor que éste de
dar uno la vida por sus amigos' (Jn 15, 13).Contemporáneamente, éste es
también el zenit de la tristeza y del abandono que El ha experimentado en su
vida terrena. Una expresión penetrante de este abandono, permanecerán por
siempre aquellas palabras: 'Eloí, Eloí, lama sabachtani?... Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?' (Mc 15, 34).Son palabras que Jesús toma del
Salmo 22 (22, 2) y con ellas expresaba el desgarro supremo de su alma y de su
cuerpo, incluso la sensación misteriosa de un abandono momentáneo por parte
de Dios. ¡El clavo más dramático y lacerante de toda la pasión!
9. Así, pues, Jesús
se ha hecho verdaderamente semejante a los hombres, asumiendo la condición de
siervo, como proclama la Carta
a los Filipenses(Cfr. 2, 7). Pero la Epístola a los Hebreos, al hablar de El como
'Pontífice de los bienes futuros' (Heb 9, 11), confirma v precisa que 'no es
nuestro Pontífice tal que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, antes
fue tentado en todo a semejanza nuestra, fuera del pecado' (Heb 4, 15).
Verdaderamente 'no había conocido el pecado', aunque San Pablo dirá que Dios,
'a quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros para que en El
fuéramos justicia de Dios' (2 Cor 5, 21 ).
El mismo Jesús pudo lanzar el desafío: '¿Quién de vosotros me argüirá
de pecado?' (Jn 8, 46). Y he aquí la fe de la Iglesia: 'Sine peccato
conceptus, natus et mortuus'. Lo proclama en armonía con toda la Tradición el
Concilio de Florencia (Decreto pro Iacob.: DS 1347): Jesús 'fue concebido,
nació y murió sin mancha de pecado'. El es el hombre verdaderamente justo y
santo.
10. Repetimos con el
Nuevo Testamento, con el Símbolo y con el Concilio: 'Jesucristo se ha hecho
verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, excepto en el
pecado' (Cfr Heb 4, 15). Y precisamente, gracias a una semejanza tal:
'Cristo, el nuevo Adán..., manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y
le descubre la sublimidad de su vocación' (Gaudium et Spes 22).
Se puede decir que, mediante esta constatación, el Concilio Vaticano
II da respuesta, una vez más, a la pregunta fundamental que lleva por titulo
el celebre tratado de San Anselmo: Cur Deus homo? Es una pregunta del
intelecto que ahonda en el misterio del Dios)Hijo, el cual se hace verdadero
hombre 'por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación', como profesamos
en el Símbolo de fe niceno-constantinopolitano.
Cristo manifiesta 'plenamente' el hombre al propio hombre por el hecho
de que El 'no había conocido el pecado'. Puesto que el pecado no es de
ninguna manera un enriquecimiento del hombre. Todo lo contrario: lo deprecia,
lo disminuye, lo priva de la plenitud que le es propia (Cfr. Gaudium et Spes,
13). La recuperación, la salvación del hombre caído es la respuesta
fundamental a la pregunta sobre el porqué de la Encarnación.
1. Jesucristo,
verdadero hombre, es 'semejante a nosotros en todo excepto en el pecado'.
Este ha sido el tema de la catequesis precedente. El pecado está
esencialmente excluido de Aquel que, siendo verdadero hombre, es también
verdadero Dios ('verus homo', pero no 'merus homo').
Toda la vida terrena de Cristo y todo el desarrollo de su misión
testimonian la verdad de su absoluta impecabilidad. El mismo lanzó el reto:
'¿Quién de vosotros me argüirá de pecado?' (Jn 8, 46). Hombre 'sin pecado',
Jesucristo, durante toda su vida, lucha con el pecado y con todo lo que
engendra el pecado, comenzando por Satanás, que es el 'padre de la mentira',
en la historia del hombre 'desde el principio' (Cfr. Jn 8, 44). Esta lucha
queda delineada ya al principio de la misión mesiánica de Jesús, en el
momento de la tentación (Cfr. Mc 1, 13; Mt 4, 1-11; Lc 4, 1-13), y alcanza su
culmen en la cruz y en la resurrección. Lucha que, finalmente, termina con la
victoria.
2. Esta lucha contra
el pecado y sus raíces no aleja a Jesús del hombre. Muy al contrario, lo
acerca a los hombres, a cada hombre. En su vida terrena Jesús solía mostrarse
particularmente cercano de quienes, a los ojos de los demás, pasaban por
pecadores.. Esto lo podemos ver en muchos pasajes del Evangelio.
3. Bajo este aspecto
es importante la 'comparación' que hace Jesús entre su persona misma y Juan
el Bautista. Dice Jesús: 'porque vino Juan, que no comía ni bebía, y dicen:
Está poseído del demonio. Vino el Hijo del hombre, comiendo y bebiendo, y
dicen: Es un comilón y bebedor de vino, amigo de publicanos y pecadores' (Mt
11, 18-19).
Es evidente el carácter 'polémico' de estas palabras contra los que
antes criticaban a Juan el Bautista, profeta solitario y asceta severo que
vivía y bautizaba a orillas del Jordán, y critican a después a Jesús porque
se mueve y actúa en medio de la gente. Pero resulta igualmente transparente,
a la luz de estas palabras, la verdad sobre el modo de ser, de sentir, de comportarse
Jesús hacia los pecadores.
4. Lo acusaban de
'ser amigo de publicanos (es decir, los recaudadores de impuestos, de mala
fama, odiados y considerados no observantes: cfr. Mt 5, 46; 9, 11; 18, 17) y
pecadores'. Jesús no rechaza radicalmente este juicio, cuya verdad ) aun
excluida toda connivencia y toda reticencia) aparece confirmada en muchos
episodios registrados por el Evangelio. Así, por ejemplo, el episodio
referente al jefe de los publicanos de Jericó, Zaqueo, a cuya casa Jesús, por
así decirlo, se auto-invitó: 'Zaqueo, baja pronto ) Zaqueo, siendo de pequeña
estatura estaba subido sobre un árbol para ver mejor a Jesús cuando pasara)
porque hoy me hospedaré en tu casa'. Y cuando el publicanos bajó lleno de
alegría. y ofreció a Jesús la hospitalidad de su propia a casa, oyó que Jesús
le decía: 'Hoy ha venido la salud a tu casa, por cuanto éste es también hijo
de Abrahán; pues el Hijo de! hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba
perdido' (Cfr. Lc 19, 1-10). De este texto se desprende no sólo la
familiaridad de Jesús con publicanos y pecadores, sino también el motivo por
el que Jesús los buscara y tratara con ellos: su salvación.
5. Un acontecimiento
parecido queda vinculado al nombre de Leví, hijo de Alfeo. El episodio es
tanto más significativo cuanto que este hombre, que Jesús había visto
'sentado al mostrador de los impuestos', fue llamado para ser uno de los
Apóstoles: 'Sígueme', le dijo Jesús. Y él, levantándose, lo siguió. Su nombre
aparece en la lista de los doce como Mateo y sabernos que es el autor de uno
de los Evangelios. El Evangelista Marcos dice que Jesús 'estaba sentado a la
mesa en casa de éste' y que 'muchos publicanos y pecadores estaban recostados
con Jesús y con sus discípulos' (Cfr. Mc 2, 13)15). También en este caso 'los
escribas de la secta de los fariseos' presentaron sus quejas a los
discípulos; pero Jesús les dijo: 'No tienen necesidad de médico los sanos,
sino los enfermos; ni he venido yo a llamar a los justos, sino a los
pecadores' (Mc 2, 17).
6. Sentarse a la mesa
con otros )incluidos 'los Publicanos y los pecadores') es un modo de ser
humano, que se nota en Jesús desde el principio de su actividad mesiánica.
Efectivamente, una de las primeras ocasiones en que El manifestó su poder
mesiánico fue durante el banquete nupcial de Caná de Galilea, al que asistió
acompañado de su Madre y de sus discípulos (Cfr. Jn 2,1-12). Pero también más
adelante Jesús solía aceptar las invitaciones a la mesa no sólo de los
'Publicanos', sino también de los 'fariseos', que eran sus adversarios más
encarnizados. Veámoslo, por ejemplo, en Lucas: 'Le invitó un fariseo a comer
con él, y entrando en su casa, se puso a la mesa' (Lc 7, 36).
7. Durante esta
comida sucede un hecho que arroja todavía nueva luz sobre el comportamiento
de Jesús con la pobre humanidad, formada por tantos y tantos 'pecadores',
despreciados y condenados por los que se consideran 'justos'. He aquí que una
mujer conocida en la ciudad como pecadora se encontraba entre los presentes
y, llorando, besaba los pies de Jesús y los ungía con aceite perfumado. Se
entabla entonces un coloquio entre Jesús y el amo de la casa, durante el cual
establece Jesús un vínculo esencial entre la remisión de los pecados y el
amor que se inspira en la fe: '...le son perdonados sus muchos pecados,
porqué amó mucho Tus pecados te son perdonados... Tu fe te ha salvado, 'vete
en paz!' (Cfr. Lc 7, 36-50).
8. No es el único
caso de este género. Hay otro que, en cierto modo, es dramático: es el de una
mujer 'sorprendida en adulterio' (Cfr. Jn 8, 1-11).También este
acontecimiento (como el anterior) explica en qué sentido era Jesús 'amigo de
publicanos y de pecadores'. Dijo a la mujer: 'Vete y no peques más' (Jn 8,
11). El, que era 'semejante a nosotros en todo excepto en el pecado se mostró
cercano a los pecadores y pecadoras para alejar de ellos el pecado. Pero
consideraba este fin mesiánico de una manera completamente 'nueva' respecto
del rigor con que trataban a los 'pecadores' los que los juzgaban sobre la
base de la Ley
antigua. Jesús obraba con el espíritu de un amor grande hacia el hombre, en
virtud de la solidaridad profunda, que nutría en Sí mismo, con quien había
sido creado por Dios a su imagen y semejanza (Cfr. Gen 1, 27; 5, 1).
9. ¿En qué consiste
esta solidaridad? Es la manifestación del amor que tiene su fuente en Dios
mismo. El Hijo de Dios ha venido al mundo para revelar este amor. Lo revela
ya por el hecho mismo de hacerse hombre: uno como nosotros. Esta unión con
nosotros en la humanidad por parte de Jesucristo, verdadero hombre, es la expresión
fundamental de su solidaridad con todo hombre, porque habla elocuentemente
del amor con que .Dios mismo nos ha amado a todos y a cada uno. El amor es
reconfirmado aquí de una manera del todo particular El que ama desea
compartirlo todo con el ama. Precisamente por esto el Hijo de Dios se hace
hombre. De El había predicho Isaías: 'Él tomó nuestras enfermedades y cargó
con nuestras dolencias' (Mt 8,17; cf. Is 53, 4'. De esta manera, Jesús
comparte con cada hijo e hija del género humano la misma condición
existencial. Y en esto revela El también la dignidad esencial del hombre de
cada uno y de todos. Se puede decir que la Encarnación
es una 'revalorización' inefable del hombre y de la humanidad.
10. Este
'amor)solidaridad' sobresale en toda la vida y misión terrena del Hijo del
hombre en relación, sobre todo, con los que sufren bajo el peso de cualquier
tipo de miseria física o moral. En el vértice de su camino estará 'la entrega
de su propia vida para rescate de muchos' (Cfr. Mc 10, 45): el sacrificio redentor
de la cruz. Pero, a lo largo del camino, que lleva a este sacrificio supremo,
la vida entera de Jesús es una manifestación multiforme de su solidaridad con
el hombre, sintetizada en estas palabras: 'EL Hijo del Hombre no ha venido
para ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos (Mc.
10, 45). Era niño como todo niño humano. Trabajó con sus propias manos junto
a José de Nazaret, de la misma manera como trabajan los demás hombres (Cfr.
Laborem Exercens, 26). Era un hijo de Israel, participaba en la cultura,
tradición, esperanza y sufrimiento de su pueblo. Conoció también lo que a
menudo acontece en la vida de los hombres llamados a una determinada misión:
la incomprensión e incluso la traición de uno de los que El había elegido como
sus Apóstoles y continuadores; y probó también por esto un profundo dolor
(Cfr. Jn 13, 21).
Y cuando se acercó el momento en que 'debía dar su vida en rescate por
muchos' (Mt 20, 28), se ofreció voluntariamente a Sí mismo (Cfr. Jn 10, 18),
consumando así el misterio de su solidaridad en el sacrificio. EL gobernador
romano, para definirlo ante los acusadores reunidos, no encontró otra palabra
fuera de éstas: 'Ahí tenéis al hombre' (Jn 19, 5)
Esta palabra de un pagano, desconocedor del misterio, pero no insensible
a la fascinación que se desprendía de Jesús incluso en aquel momento, lo dice
todo sobre la realidad humana de Cristo: Jesús es el hombre; un hombre
verdadero que, semejante a nosotros en todo menos en el pecado, se ha hecho
víctima por el pecado y solidario con todos hasta la muerte de cruz.
1. 'Aquí tenéis al
hombre' (Jn 19, 5). Hemos recordado en la catequesis anterior estas palabras que
pronunció Pilato al presentar a Jesús a los sumos sacerdotes y a los
guardias, después de haberlo hecho flagelar y antes de pronunciar la condena
definitiva a la muerte de cruz. Jesús, llagado, coronado de espinas, vestido
con un manto de púrpura, escarnecido y abofeteado por los soldados, cercano
ya a la muerte, es el emblema de la humanidad sufriente.
'Aquí tenéis al hombre'. Esta expresión encierra en cierto sentido
toda la verdad sobre Cristo verdadero hombre: sobre Aquel que se ha hecho 'en
todo semejante a nosotros excepto en el pecado'; sobre Aquel que 'se ha unido
en cierto modo con todo hombre' (Cfr. Gaudium et Spes, 22). Lo llamaron
'amigo de publicanos y pecadores'. Y justamente como víctima por el pecado se
hace solidario con todos, incluso con los 'pecadores', hasta la muerte de
cruz. Pero precisamente en esta condición de víctima, resalta un último
aspecto de su humanidad, que debe ser aceptado y meditado profundamente ala
luz del misterio de su 'despojamiento' (Kenosis). Según San Pablo, El,
'siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino
que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante
a !os hombres y apareciendo en su porte como hombre, y se humilló a sí mismo
obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz' (Flp 2, 6-8).
2. El texto paulino
de la Carta a
los Filipenses nos introduce en el misterio de la 'Kenosis' de Cristo. Para
expresar esto misterio, el Apóstol utiliza primero la palabra 'se despojó', y
ésta se refiere sobre todo a la realidad de la Encarnación:
'la Palabra
se hizo carne' (Jn 1,11). Dios-Hijo asumió la naturaleza humana, la
humanidad, se hizo verdadero hombre, permaneciendo Dios! La verdad sobre
Cristo)hombre debe considerarse siempre en relación a Dios-Hijo. Precisamente
esta referencia permanente la señala el texto de Pablo. 'Se despojó de sí
mismo' no significa en ningún modo que cesó de ser Dios: ¡Sería un absurdo!
Por el contrario significa, como se expresa de modo perspicaz el Apóstol, que
'no retuvo ávidamente el ser 'igual a Dios', sino que 'siendo de condición
divina' ('in forma Dei") (como verdadero Dios-Hijo), El asumió una
naturaleza humana privada de gloria, sometida al sufrimiento y ala muerte, en
la cual poder vivir la obediencia al Padre hasta el extremo sacrificio.
3. En este contexto,
el hacerse semejante a los hombres comportó una renuncia voluntaria, que se
extendió incluso a los 'privilegios', que El habría podido gozar como hombre.
Efectivamente, asumió 'la condición de siervo'. No quiso pertenecer a las
categorías de los poderosos, quiso ser como el que sirve: pues 'el Hijo del
hombre no ha venido a ser servido, sino a servir' (Mc 10, 45).
4. De hecho vemos en
los Evangelios que la vida terrena de Cristo estuvo marcada desde el comienzo
con el sello de la pobreza. Esto se pone de relieve ya en la narración del
nacimiento, cuando el Evangelista Lucas hace notar que 'no tenían sitio
(María y José) en el alojamiento' y que Jesús fue dado a luz en un establo y
acostado en un pesebre (Cfr. Lc 2, 7). Por Mateo sabemos que ya en los
primeros meses de su vida experimentó la suerte del prófugo (Cfr. Mt 2,
13-15). La vida escondida en Nazaret se desarrolló en condiciones
extremadamente modestas, las de una familia cuyo jefe era un carpintero (Cfr.
Mt 13, 55), y en el mismo oficio trabajaba Jesús con su padre putativo (Cfr.
Mc 6, 3). Cuando comenzó su enseñanza, una extrema pobreza siguió
acompañándolo, como atestigua de algún modo él mismo refiriéndose a la
precariedad de sus condiciones de vida, impuestas por su ministerio de
evangelización. 'Las zorras tienen guaridas y las aves del cielo nidos; pero
el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza' (Lc. 9, 58).
5. La misión
mesiánica de Jesús encontró desde el principio objeciones e incomprensiones, a
pesar de los 'signos' que realizaba. Estaba bajo observación y era perseguido
por los que ejercían el poder y tenían influencia sobre el pueblo. Por
último, fue acusado, condenado y crucificado: la mas infamante de todas las
clases de penas de muerte, que se aplicaba sólo en los casos de crímenes de
extrema gravedad, a los que no eran ciudadanos romanos y a los esclavos.
También por esto se puede decir con el Apóstol que Cristo asumió,
literalmente, la 'condición de siervo' (Flp 2, 7).
6. Con este 'despojamiento
de sí mismo', que caracteriza profundamente la verdad sobre Cristo verdadero
hombre, podernos decir que se restablece la verdad del hombre universal: se
restablece y se 'repara'. Efectivamente, cuando leemos que el Hijo 'no retuvo
ávidamente el ser igual a Dios', no podemos dejar de percibir en estas
palabras una alusión a la primera y originaria tentación a la que el hombre y
la mujer cedieron 'en el principio': 'seréis como dioses, conocedores del
bien y del mal' (Gen 3, 5). El hombre había caído en la tentación para ser
'igual a Dios', aunque era sólo una criatura. Aquel que es Dios)Hijo, 'no
retuvo ávidamente el ser igual a Dios', y al hacerse hombre se despojó de sí
mismo', rehabilitando con esta opción a todo hombre, por pobre y despojado
que sea. en su dignidad originaria.
7. Pero para expresar
este misterio de la 'Kenosis', de Cristo, San Pablo utiliza también otra
palabra: 'se humilló a sí mismo'. Esta palabra la inserta él en el contexto
de la realidad de la redención. Efectivamente, escribe que Jesucristo 'se
humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz' (Flp 2, 8).
Aquí se describe la 'Kenosis' de Cristo en su dimensión definitiva. Desde el
punto de vista humano es la dimensión del despojamiento mediante la pasión y
la muerte infamante. Desde el punto de vista divino es la redención que
realiza el amor misericordioso del Padre por medio del Hijo que obedeció
voluntariamente por amor al Padre y a los hombres a los que tenia que salvar.
En ese: momento se produjo un nuevo comienzo de la gloria de Dios en la
historia del hombre: la gloria de Cristo, su Hijo hecho hombre. En efecto, el
texto paulino dice: 'Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el nombre, que
está sobre todo nombre' (Flp 2, 9).
8. He aquí cómo
comenta San Atanasio este texto de la Carta a los Filipenses: 'Esta expresión le
exaltó no pretende significar que haya sido exaltada la naturaleza del Verbo:
en efecto, este último ha sido y será siempre igual a Dios. Por el contrario,
quiere indicar la exaltación de la naturaleza humana. Por tanto estas
palabras no fueron pronunciadas sino después de la Encarnación
del Verbo para que apareciese claro que términos como humillado y exaltado se
refieren únicamente a la dimensión humana. Efectivamente, sólo lo que es
humilde es susceptible de ser ensalzado' (Atanasio. Adversus Arianos Oratio
1, 41). Aquí añadiremos solamente que toda la naturaleza humana (toda la
humanidad) humillada en la condición penosa a la que la redujo el pecado,
halla en la exaltación de Cristo-hombre la fuente de su nueva gloria.
9. No podemos
terminar sin hacer una última alusión al hecho de que Jesús ordinariamente
habló de sí mismo como del 'Hijo del hombre' (por ejemplo, Mc 2, 10.28; 14,
67; Mt 8, 20; 16, 27; 24, 27; Lc 9, 22; 11, 30; Jn 1, 51; 8.28; 13, 31,
etc.). Esta expresión, según la sensibilidad del lenguaje común de entonces,
podía indicar también que El es verdadero hombre como todos los demás seres
humanos y, sin duda, contiene la referencia a su real humanidad.
Sin embargo, el significado estrictamente bíblico, también en este
caso, se debe establecer teniendo en cuenta el contexto histórico resultante
de la tradición de Israel, expresada e influenciada por la profecía de Daniel
que da origen a esa formulación de un concepto mesiánico (Cfr. Dn 7, 13)14).
'Hijo del hombre" en este contexto no significa sólo un hombre común
perteneciente al género humano, sino que se refiere a un personaje que
recibirá de Dios una dominación universal y que transciende cada uno de los
tiempos históricos, en la era escatológica.
En la boca de Jesús y en los textos de los Evangelistas la fórmula
está, por tanto, cargada de un sentido pleno que abarca lo divino y lo
humano, cielo y tierra, historia y escatología, como el mismo Jesús nos hace
comprender cuando, testimoniando ante Caifás que era Hijo de Dios, predice
con fuerza: 'a partir de ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra
del Padre y venir sobre las nubes del cielo' (Mt 26, 64). En el Hijo del
hombre está por consiguiente inmanente el poder y la gloria de Dios. Nos
hallamos nuevamente ante el único Hombre) Dios, verdadero Hombre y verdadero
Dios. La catequesis nos lleva continuamente a El para creamos y, creyendo,
oremos y adoremos.
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