(JESUCRISTO: EL MESIAS PROMETIDO)
'Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?' (Mt 16, 15).
1. Al iniciar el ciclo
  de catequesis sobre Jesucristo, catequesis de fundamental importancia para la
  fe y la vida cristiana, nos sentimos interpelados por la misma pregunta que
  hace casi dos mil años el Maestro dirigió a Pedro y a los discípulos que
  estaban con El. En ese momento decisivo de su vida, como narra en su
  Evangelio Mateo, que fue testigo de ello, 'viniendo Jesús a la región de
  Cesárea de Filipo, preguntó a sus discípulos: ¿Quién dicen los hombres que es
  el Hijo del hombre? Ellos contestaron: unos, que Juan el Bautista; otros, que
  Elías; otros, que Jeremías u otro de los Profetas. Y El les dijo: y vosotros,
  ¿quién decís que soy ?' (Mt. 16, 13-15).
Conocemos la respuesta escueta e impetuosa de Pedro: 'Tú eres el
  Mesías, el Hijo de Dios vivo' (Mt 16, 16). Para que nosotros podamos darla,
  no sólo en términos abstractos, sino como una expresión vital, fruto del don
  del Padre (Mt 16, 17), cada uno debe dejarse tocar personalmente por la
  pregunta: 'Y tú, ¿quién dices que soy? Tú, que oyes hablar de Mí, responde:
  ¿Qué soy yo de verdad para ti?. A Pedro la iluminación divina y la respuesta
  de la fe le llegaron después de un largo periodo de estar cerca de Jesús, de
  escuchar su palabra y de observar su vida y su ministerio (Cfr. Mt 16,
  21-24).
También nosotros, para llegar a una confesión más consciente de
  Jesucristo, hemos de recorrer como Pedro un camino de escucha atenta,
  diligente. Hemos de ir a la escuela de los primeros discípulos, que son sus
  testigos y nuestros maestros, y al mismo tiempo hemos de recibir la experiencia
  y el testimonio nada menos que de veinte siglos de historia surcados por la
  pregunta del Maestro y enriquecidos por el inmenso coro de las respuestas de
  fieles de todos los tiempos y lugares. Hoy, mientras el Espíritu, 'Señor y
  dador de vida', nos conduce al umbral del tercer milenio cristiano, estamos
  llamados a dar con renovada alegría la respuesta que Dios nos inspira y
  espera de nosotros, casi como para que se realice un nuevo nacimiento de
  Jesucristo en nuestra historia.
2. La pregunta de
  Jesús sobre su identidad muestra la finura pedagógica de quien no se fía de
  respuestas apresuradas, sino que quiere una respuesta madurada a través de un
  tiempo, a veces largo, de reflexión y de oración, en la escucha atenta e
  intensa de la verdad de la fe cristiana profesada y predicada por la Iglesia.
Reconocemos, pues, que ante Jesucristo no podemos contentarnos de una
  simpatía simplemente humana por legítima y preciosa que sea, ni es suficiente
  considerarlo sólo como un personaje digno de interés histórico, teológico,
  espiritual, social o como fuente de inspiración artística. En torno a Cristo
  vemos muchas veces pulular, incluso entre los cristianos, las sombras de la
  ignorancia, o las aún más penosas de los malentendidos, y a veces también de
  la infidelidad. Siempre está presente el riesgo de recurrir al 'Evangelio de
  Jesús' sin conocer verdaderamente su grandeza y su radicalidad y sin vivir lo
  que se afirma con palabras. Cuántos hay que reducen el Evangelio a su medida
  y se hacen un Jesús más cómodo, negando su divinidad trascendente, o
  diluyendo su real, histórica humanidad, e incluso manipulando la integridad
  de su mensaje especialmente si no se tiene en cuenta ni el sacrificio de la
  cruz, que domina su vida y su doctrina, ni la Iglesia que Él instituyó
  como su 'sacramento' en la historia.
Estas sombras también nos estimulan a la búsqueda de la verdad plena
  sobre Jesús, sacando partido de las muchas luces que, como hizo una vez a
  Pedro, el Padre ha encendido, en torno a Jesús a lo largo de los siglos, en
  el corazón de tantos hombres con la fuerza del Espíritu Santo: las luces de
  los testigos fieles hasta el martirio; las luces de tantos estudiosos
  apasionados, empeñados en escrutar el misterio de Jesús con el instrumento de
  la inteligencia apoyada en la fe; las luces que especialmente del Magisterio
  de la Iglesia,
  guiado por el carisma del Espíritu Santo, ha encendido con las definiciones
  dogmáticas sobre Jesucristo.
Reconocemos que un estímulo para descubrir quién es verdaderamente
  Jesús está presente en la búsqueda incierta y trepidante de muchos
  contemporáneos nuestros tan semejantes a Nicodemo, que fue 'de noche a
  encontrar a Jesús' (Cfr. Jn 3, 2), o a Zaqueo, que se subió a un árbol para
  'ver a Jesús' (Cfr. Lc 19, 4). El deseo de ayudar a todos los hombres a descubrir
  a Jesús, que ha venido como médico para los enfermos y como salvador para los
  pecadores (Cfr. Mc 2, 17), me lleva a asumir la tarea comprometida y
  apasionante de presentar la figura de Jesús a los hijos de la Iglesia y a todos los
  hombres de buena voluntad.
Quizá recordaréis que al principio de mi pontificado lancé una
  invitación a los hombres de hoy para 'abrir de par en par las puertas a
  Cristo'. Después, en la
   Exhortación 'Catechesi tradendae', dedicad la catequesis,
  haciéndome portavoz del pensamiento de los obispos reunidos en el IV Sínodo,
  afirmé que 'el objeto esencial y primordial de la catequesis es (...) el
  'misterio de Cristo'. Catequizar es, en cierto modo llevar a uno a escrutar
  ese misterio en toda su dimensión...; descubrir en la Persona de Cristo el
  designio eterno de Dios, que se realiza en Él... Sólo El puede conducirnos al
  amor del Padre en el Espíritu y hacernos partícipes de la vida de la Santísima Trinidad'
  (Catechesi tradendae 5).
Recorreremos juntos este itinerario catequístico ordenando nuestras
  consideraciones en torno a cuatro puntos:
1 ) Jesús en su realidad histórica y en su condición mesiánica
  trascendente, hijo de Abrahán, hijo del hombre, e hijo de Dios;
2) Jesús en su identidad de verdadero Dios y verdadero hombre, en profunda
  comunión con el Padre y animado por la fuerza del Espíritu Santo, tal y como
  se nos presenta en el Evangelio;
3) Jesús a los ojos de la
   Iglesia que con a asistencia del Espíritu Santo ha
  esclarecido y profundizado los datos revelados, dándonos formulaciones
  precisas de la fe cristológica, especialmente en los Concilios Ecuménicos;
4) finalmente, Jesús en su vida y en sus obras, Jesús en su pasión
  redentora y en su glorificación, Jesús en medio de nosotros y dentro de
  nosotros, en la historia y en su Iglesia hasta el fin del mundo (Cfr. Mt 28,
  20).
3. Es ciertamente
  verdad que en la Iglesia
  hay muchos modos de catequizar al Pueblo de Dios sobre Jesucristo. Cada uno
  de ellos, sin embargo, para ser auténtico ha de tomar su contenido de la
  fuente perenne de la Sagrada Tradición y de la Sagrada Escritura,
  interpretada a la luz de las enseñanzas de los Padres y Doctores de la Iglesia, de la liturgia,
  de la fe y piedad popular, en una palabra, de la Tradición viva
  y operante en la Iglesia
  bajo a acción del Espíritu Santo, que según la promesa del Maestro 'os guiará
  hacia la verdad completa, porque no hablará de Sí mismo, sino que hablará lo
  que oyere y os comunicará las cosas venideras' (Jn 16, 13). Esta Tradición la
  encontramos expresada y sintetizada especialmente en la doctrina de los
  Sacrosantos Concilios, recogida en los Símbolos de la Fe y profundizada mediante la
  reflexión teológica fiel a la Revelación y al Magisterio de la Iglesia.
¿De qué serviría una catequesis sobre Jesús si no tuviese a autenticidad
  y la plenitud de la mirada con que la Iglesia contempla, reza y anuncia su misterio?
  Por una parte, se requiere una sabiduría pedagógica que, al dirigirse a los
  destinatarios de la catequesis, sepa tener en cuenta sus condiciones y sus
  necesidades. Como he escrito en la Exhortación antes citada, 'Catechesi
  tradendae': 'La constante preocupación de todo catequista, cualquiera que sea
  su responsabilidad en la
   Iglesia, debe ser la de comunicar, a través de su enseñanza
  y su comportamiento, la doctrina y la vida de Jesús' (Catechesi tradendae 6).
4. Concluimos esta
  catequesis introductoria, recordando que Jesús, en un momento especialmente
  difícil de la vida de los primeros discípulos, es decir, cuando la cruz se
  perfilaba cercana y lo abandonaban, hizo a los que se habían quedado con El
  otra de estas preguntas tan fuertes, penetrantes e ineludibles: '¿Queréis
  iros vosotros también?'. Fue de nuevo Pedro quien, como intérprete de sus
  hermanos, le respondió: 'Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida
  eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que Tú eres el Santo de Dios' (Jn
  6, 67-69). Que estos apuntes catequéticos puedan hacernos más disponibles
  para dejarnos interrogar por Jesús, capaces de dar la respuesta justa a sus
  preguntas, dispuestos a compartir su Vida hasta el final.
1. Con la catequesis
  de la semana pasada, siguiendo los Símbolos más antiguos de la fe cristiana,
  hemos iniciado un nuevo ciclo de reflexiones sobre Jesucristo. El Símbolo
  Apostólico proclama: 'Creo... en Jesucristo su único Hijo (de Dios)'. El
  Símbolo Niceno) constantinopolitano, después de haber definido con precisión
  aún mayor el origen divino de Jesucristo como Hijo de Dios, continúa
  declarando que este Hijo de Dios 'por nosotros los hombres y por nuestra
  salvación bajó del cielo y se encarnó'. Como vemos, el núcleo central de la
  fe cristiana está constituido por la doble verdad de que Jesucristo es Hijo
  de Dios e Hijo del hombre (la verdad cristológica) y es la realización de la
  salvación del hombre, que Dios Padre ha cumplido en El, Hijo suyo y Salvador
  del mundo (la verdad sotereológica).
2. Si en las
  catequesis precedentes hemos tratado del mal, y especialmente del pecado, lo
  hemos hecho también para preparar el ciclo presente sobre Jesucristo
  Salvador. Salvación significa, de hecho, liberación del mal, especialmente
  del pecado. La
   Revelación contenida en la Sagrada Escritura,
  comenzando por el Proto-Evangelio (Gen 3,15), nos abre a la verdad de que
  sólo Dios puede librar al hombre del pecado y de todo el mal presente en la
  existencia humana. Dios, al revelarse a Sí mismo como Creador del mundo y su
  providente Ordenador, se revea al mismo tiempo como Salvador: como Quien
  libera del mal, especialmente del pecado cometido por la libre voluntad de la
  criatura. Este es el culmen del proyecto creador obrado por la Providencia de Dios,
  en el cual, mundo (cosmología), hombre (antropología) y Dios Salvador
  (sotereología) están íntimamente unidos.
Tal como recuerda el Concilio Vaticano II, los cristianos creen que el
  mundo está 'creado y conservado por el amor del Creador, esclavizado bajo la
  servidumbre del pecado, pero liberado por Cristo, crucificado y resucitado
  (Cfr. Gaudium et Spes 2).
3. El nombre 'Jesús',
  considerado en su significado etimológico, quiere decir 'Yahvéh libera',
  salva, ayuda. Antes de la esclavitud de Babilonia se expresaba en la forma
  'Jehosua': nombre teofórico que contiene la raíz del santísimo nombre de
  Yahvéh. Después de la esclavitud babilónica tomó la forma abreviada 'Jeshua'
  que en la traducción de los Setenta se transcribió como 'Jesous', de aquí
  'Jesús'.
El nombre estaba bastante difundido, tanto en a antigua como en la Nueva Alianza.
  Es, pues, el nombre que tenía Josué, que después de la muerte de Moisés
  introdujo a los israelitas en la tierra prometida: 'EI fue, según su nombre,
  grande en la salud de los elegidos del Señor... para poner a Israel en
  posesión de su heredad' (Sir 46, 1-2). Jesús, hijo de Sirah, fue el
  compilador del libro del Sirácida (50, 27). En la genealogía del Salvador,
  relatada en el Evangelio según Lucas, encontramos citado a 'Er, hijo de
  Jesús' (Lc. 3, 28-29). Entre los colaboradores de San Pablo está también un
  tal Jesús, 'llamado Justo' (Cfr. Col 4, 11).
4. El nombre de
  Jesús, sin embargo, no tuvo nunca esa plenitud del significado que habría
  tomado en el caso de Jesús de Nazaret y que se le habría revelado por el
  ángel a María (Cfr. Lc 1, 31 ss.) y a José (Cfr. Mt 1, 21). Al comenzar el
  ministerio público de Jesús, la gente entendía su nombre en el sentido común
  de entonces.
'Hemos hallado a aquel de quien escribió Moisés en la Ley y los Profetas, a Jesús,
  hijo de José de Nazaret'. Así dice uno de los primeros discípulos, Felipe, a
  Natanael; el cual contesta: '¿De Nazaret puede salir algo bueno?' (Jn 1,
  45-46). Esta pregunta indica que Nazaret no era muy estimada por los hijos de
  Israel. A pesar de esto, Jesús fue llamado 'Nazareno' (Cfr. Mt 2, 23), o
  también 'Jesús de Nazaret de Galilea' (Mt 21, 11), expresión que el mismo
  Pilato utilizó en la inscripción que hizo colocar en la cruz: 'Jesús
  Nazareno, Rey de los Judíos' (Jn 19, 19).
5. La gente llamó a
  Jesús 'el Nazareno' por el nombre del lugar en que residió con su familia
  hasta la edad de treinta años. Sin embargo, sabemos que el lugar de nacimiento
  de Jesús no fue Nazaret, sino Belén, localidad de Judea, al sur de Jerusalén.
  Lo atestiguan los Evangelistas Lucas y Mateo. El primero, especialmente, hace
  notar que a causa del censo ordenado por las autoridades romanas, 'José subió
  de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a Judea, a la ciudad de David, que se
  llama Belén, por ser él de la casa y de la familia de David, para
  empadronarse con María, su esposa que estaba encinta. Estando allí se
  cumplieron los días de su parto' (Lc 2, 4-6).
Tal como sucede con otros lugares bíblicos, también Belén asume un
  valor profético. Refiriéndose al Profeta Miqueas (5,1)3), Mateo recuerda que
  esta pequeña ciudad fue elegida como lugar del nacimiento del Mesías: 'Y tú,
  Belén, tierra de Judá, de ninguna manera eres la menor entre los clanes de
  Judá pues de ti saldrá un caudillo, que apacentará a mi pueblo Israel' (Mt
  2,6). El Profeta añade: 'Cuyos orígenes serán de antiguo, de días de muy
  remota antigüedad (Miq 5, 1).
A este texto se refieren los sacerdotes y los escribas que Herodes
  había consultado para dar respuesta a los Magos, quienes, habiendo llegado de
  Oriente, preguntaban dónde estaba el lugar del nacimiento del Mesías.
El texto del Evangelio de Mateo: 'Nacido, pues, Jesús en Belén de Judá
  en los días del rey Herodes' (Mt 2, 1), hace referencia a la profecía de
  Miqueas, a la que se refiere también la pregunta que trae el IV Evangelio:
  '¿No dice la Escritura
  que del linaje de David y de la aldea de Belén ha de venir el Mesías?' (Jn 7,
  42).
6. De estos detalles
  se deduce que Jesús es el nombre de una persona histórica, que vivió en
  Palestina. Si es justo dar credibilidad histórica figuras como Moisés y
  Josué, con más razón hay que acoger la existencia histórica de Jesús. Los
  Evangelios no nos refieren detalladamente su vida, porque no tienen finalidad
  primariamente historiográfica. Sin embargo, son precisamente los Evangelios
  los que, leídos con honestidad de crítica, nos llevan a concluir que Jesús de
  Nazaret es una persona histórica que vivió en un espacio y tiempo
  determinados. Incluso desde un punto de vista puramente científico ha de
  suscitar admiración no el que afirma, sino el que niega la existencia de
  Jesús, tal como han hecho las teorías mitológicas del pasado y como aún hoy
  hace algún estudioso.
Respecto a la fecha precisa del nacimiento de Jesús, las opiniones de
  los expertos no son concordes. Se admite comúnmente que el monje Dionisio el
  Pequeño, cuando el año 533 propuso calcular los años no desde la fundación de
  Roma, sino desde el nacimiento de Jesucristo, cometió un error. Hasta hace
  algún tiempo se consideraba que se trataba de una equivocación de unos cuatro
  años, pero la cuestión no está ciertamente resuelta.
7. En la tradición
  del pueblo de Israel el nombre 'Jesús' conservó su valor etimológico: 'Dios
  libera'. Por tradición, eran siempre los padres quienes ponían el nombre a
  sus hijos. Sin embargo en el caso de Jesús, Hijo de María, el nombre fue
  escogido y asignado desde lo alto, y antes de su nacimiento, según la
  indicación del Ángel a María, en a anunciación (Lc 1, 31 ) y a José en sueño
  (Mt 1, 21). 'Le dieron el nombre de Jesús' )subraya el Evangelista Lucas¿,
  porque este nombre se le había 'impuesto por el Ángel antes de ser concebido
  en el seno de su Madre' (Lc 2, 21).
8. En el plan
  dispuesto por la
   Providencia de Dios, Jesús de Nazaret lleva un nombre que
  alude a la salvación: 'Dios libera', porque El es en realidad lo que el
  nombre indica, es decir, el Salvador. Lo atestiguan algunas frases que se
  encuentran en los llamados Evangelios de la infancia, escritos por Lucas:
  '...nos ha nacido... un Salvador' (Lc 2, 11), y por Mateo: 'Porque salvaría
  al pueblo de sus pecados' (Mt 1, 21). Son expresiones que reflejan la verdad
  revelada y proclamada por todo el Nuevo Testamento. Escribe, por ejemplo, el
  Apóstol Pablo en la Carta
  a los Filipenses: 'Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre, sobre
  todo nombre, para que al nombre de Jesús se doble la rodilla y toda lengua
  confiese que Jesucristo es Señor (Kyrios, Adonai) para gloria de Dios Padre'
  (Flp 2, 9-11).
La razón de la exaltación de Jesús la encontramos en el testimonio que
  dieron de El los Apóstoles, que proclamaron con coraje 'En ningún otro hay
  salvación, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los
  hombres, por el cual podamos ser salvos' (Hech 4, 12).
1. En el encuentro
  anterior centramos nuestra reflexión en el nombre 'Jesús', que significa
  'Salvador'. Este mismo Jesús, que vivió treinta años en Nazaret, en Galilea,
  es el Hijo Eterno de Dios, 'concebido por obra del Espíritu Santo y nacido de
  María Virgen'. Lo proclaman los Símbolos de la Fe, el Símbolo de los Apóstoles y el
  niceno-constantinopolitano; lo han enseñado los Padres de la Iglesia y los Concilios,
  según los cuales, Jesucristo, Hijo eterno de Dios, es 'ex substantia matris
  in saeculo natus' (Cfr. Símbolo Quicumque). La Iglesia, pues, profesa y
  proclama que Jesucristo fue, concebido y nació de una hija de Adán,
  descendiente de Abrahán y de David, la Virgen María.
  El Evangelio según Lucas precisa que María concibió al Hijo de Dios por obra
  del Espíritu Santo, 'sin conocer varón' (Cfr. Lc 1, 34 y Mt 1, 18. 24-25).
  María era, pues, virgen antes del nacimiento de Jesús y permaneció virgen en
  el momento del parto y después del parto. Es la verdad que presentan los
  textos del Nuevo Testamento y que expresaron tanto el V Concilio Ecuménico,
  celebrado en Constantinopla el año 553, que habla de María 'siempre Virgen',
  como el Concilio Lateranense, el año 649, que enseña que 'la Madre de Dios... María...
  concibió (a su Hijo) por obra del Espíritu Santo sin intervención de varón y
  que lo engendró incorruptiblemente, permaneciendo inviolada su virginidad
  también después del parto'.
2. Esta fe esta
  presente en la enseñanza de los Apóstoles. Leemos por ejemplo en la Carta a de San Pablo a los
  Gálatas: 'Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido
  de mujer... para que recibiéramos la adopción' (Gal. 4, 4-5). Los
  acontecimientos unidos a la concepción y al nacimiento de Jesús están
  contenidos en los primeros capítulos de Mateo y de Lucas, llamados comúnmente
  'el Evangelio de la infancia', y es sobre todo a ellos a los que hay que hacer
  referencia.
3. Especialmente
  conocido es el texto de Lucas, porque se lee frecuentemente en la liturgia
  eucarística, y se utiliza en la oración del Angelus. El fragmento del
  Evangelio de Lucas describe a anunciación a María, que sucedió seis meses después
  del anuncio del nacimiento de Juan Bautista (Cfr. Lc 1, 5-25). ' fue enviado
  el ángel Gabriel de parte de Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a
  una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David; el
  nombre de la virgen era María' (Lc 1, 26). El ángel la saludó con las
  palabras 'Ave María', que se han hecho oración de la Iglesia (la 'salutatio
  angélica'). El saludo provoca turbación en María: 'Ella se turbó al oír estas
  palabras y discurría qué podría significar aquella salutación. El ángel le
  dijo: No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios, y
  concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre
  Jesús. El será grande y llamado Hijo del Altísimo... Dijo María l ángel:
  ¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón? El ángel le contestó y dijo:
  El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su
  sombra, y por eso el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios'
  (Lc 1, 29-35). El ángel anunciador, presentando como un 'signo' la inesperada
  maternidad de Isabel, pariente de María, que ha concebido un hijo en su
  vejez, añade: 'Nada hay imposible para Dios'. Entonces dijo María: 'He aquí a
  la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra' (Lc 1, 37-38).
4. Este texto del
  Evangelio de Lucas constituye la base de la enseñanza de la Iglesia sobre la
  maternidad y la virginidad de María, de la que nació Cristo, hecho hombre por
  obra del Espíritu. El primer momento del misterio de la Encarnación
  del Hijo de Dios se identifica con la concepción prodigiosa sucedida por obra
  del Espíritu Santo en el instante en que María pronunció su 'sí': 'Hágase en
  mi según tu palabra' (Lc 1, 38).
5. El Evangelio según
  Mateo completa la narración de Lucas describiendo algunas circunstancias que
  precedieron al nacimiento de Jesús. Leemos: 'La concepción de Jesucristo fue
  así: Estando desposada María, su Madre con José, antes de que conviviesen se
  halló haber concebido María del Espíritu Santo. José su esposo, siendo justo,
  no quiso denunciarla y resolvió repudiarla en secreto. Mientras reflexionaba
  sobre esto, he aquí que se le apareció en sueños un ángel del Señor y le
  dijo: José, hijo de David, no temas recibir en tu casa a María, tu esposa,
  pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo a
  quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados'
  (Mt 1, 18-21 ).
6. Como se ve, ambos
  textos del 'Evangelio de la infancia' concuerdan en la constatación
  fundamental: Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de María
  Virgen; y son entre sí complementarios en el esclarecimiento de las
  circunstancias de este acontecimiento extraordinario: Lucas respecto a María,
  Mateo respecto a José.
Para identificar la fuente de la que deriva el Evangelio de la
  infancia, hay que referirse a la frase de San Lucas: 'María guardaba todo
  esto y lo meditaba en su corazón' (Lc 2, 19). Lucas lo dice dos veces:
  después de marchar los pastores de Belén y después del encuentro de Jesús en
  el templo (Cfr. 2, 51). El Evangelista mismo nos ofrece los elementos para
  identificar en la Madre
  de Jesús una de las fuentes de información utilizadas por él para escribir el
  'Evangelio de la infancia'. María, que 'guardó todo esto en su corazón' (Cfr.
  Lc 2, 19), pudo dar testimonio, después de la muerte y resurrección de
  Cristo, de lo que se referí la propia persona y a la función de Madre
  precisamente en el período apostólico, en el que nacieron los textos del
  Nuevo Testamento y tuvo origen la primera tradición cristiana.
7. El testimonio
  evangélico de la concepción virginal de Jesús por parte de María es de gran
  relevancia teológica. Pues constituye un signo especial del origen divino del
  Hijo de María. El que Jesús no tenga un padre terreno porque ha sido
  engendrado 'sin intervención de varón', pone de relieve la verdad de que El
  es el Hijo de Dios, de modo que cuando asume la naturaleza humana, su Padre
  continúa siendo exclusivamente Dios.
8. La revelación de
  la intervención del Espíritu Santo en la concepción de Jesús, indica el comienzo
  en la historia del hombre de la nueva generación espiritual que tiene un
  carácter estrictamente sobrenatural (Cfr. 1 Cor 15, 45-49). De este modo Dios
  Uno y Trino 'se comunica' a la criatura mediante el Espíritu Santo. Es el
  misterio al que se pueden aplicar las palabras del Salmo: 'Envía tu Espíritu,
  y serán creados, y renovarás la faz de la tierra' (Sal 103/104, 30). En la
  economía de esa comunicación de Sí mismo que Dios hace a la criatura, la
  concepción virginal de Jesús, que sucedió por obra del Espíritu Santo, es un
  acontecimiento central y culminante. El inicia la 'nueva creación' Dios entra
  así en un modo decisivo en la historia para actuar el destino sobrenatural
  del hombre, o sea, la predestinación de todas las cosas en Cristo. Es la expresión
  definitiva del Amor salvífico de Dios al hombre, del que hemos hablado en las
  catequesis sobre la
   Providencia.
9. En la actuación
  del plan de la salvación hay siempre una participación de la criatura. Así en
  la concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo María participa de forma
  decisiva. Iluminada interiormente por el mensaje del ángel sobre su vocación
  de Madre y sobre la conservación de su virginidad, María expresa su voluntad
  y consentimiento y acepta hacerse el humilde instrumento de la 'virtud del
  Altísimo'. La acción del Espíritu Santo hace que en María la maternidad y la
  virginidad estén presentes de un modo que, aunque inaccesible a la mente
  humana, entre de lleno en el ámbito de la predilección de la omnipotencia de
  Dios. En María se cumple la gran profecía de Isaías: 'La virgen grávida da a
  luz' (7, 14. Cfr. Mt 1, 22)23); su virginidad, signo en el Antiguo Testamento
  de la pobreza y de disponibilidad total al plan de Dios, se convierte en el
  terreno de a acción excepcional de Dios, que escoge a María para ser Madre
  del Mesías.
10. La excepcionalidad
  de María se deduce también de las genealogías aducidas por Mateo y Lucas.
El Evangelio según Mateo comienza, conforme a la costumbre hebrea, con
  la genealogía de José (Mt 1, 2-17) y hace un elenco partiendo de Abrahán, de
  las generaciones masculinas. A Mateo de hecho, le importa poner de relieve,
  mediante la paternidad legal de José, la descendencia de Jesús de Abrahán y
  David y, por consiguiente, la legitimidad de su calificación de Mesías. Sin
  embargo al final de la serie de los ascendientes leemos: 'Y Jacob engendró a
  José esposo de María, de la cual nació Jesús llamado Cristo' (Mt 1,16).
  Poniendo el acento en la maternidad de María el Evangelista implícitamente
  subraya la verdad del nacimiento virginal: Jesús como hombre, no tiene padre
  terreno.
Según el Evangelio de Lucas, la genealogía de Jesús (Lc 3 23-38) es
  ascendente: desde Jesús a través de sus antepasados se remonta hasta Adán. El
  Evangelista ha querido mostrar la vinculación de Jesús con todo el género
  humano. María, como colaboradora de Dios en dar a su Eterno Hijo la
  naturaleza humana ha sido el instrumento de la unión de Jesús con toda la
  humanidad.
1. En la catequesis
  anterior hablamos de las dos genealogías de Jesús: la del Evangelio según
  Mateo (Mt 1,1-17) tiene una estructura 'descendente', es decir, enumera los
  antepasados de Jesús, Hijo de María, comenzando por Abrahán. La otra, que se encuentra
  en el Evangelio de Lucas (Lc 3, 23-38), tiene una estructura 'ascendente':
  partiendo de Jesús llega hasta Adán.
Mientras que la genealogía de Lucas indica la conexión de Jesús con
  toda la humanidad, la genealogía de Mateo hace ver su pertenencia la estirpe
  de Abrahán. Y en cuanto hijo de Israel, pueblo elegido por Dios en a antigua
  Alianza, al que directamente pertenece, Jesús de Nazaret es a pleno título
  miembro de la gran familia humana.
2. Jesús nace en
  medio de este pueblo, crece en su religión y en su cultura. Es un verdadero
  israelita, que piensa y se expresa en arameo según las categorías
  conceptuales y lingüísticas de sus contemporáneos y sigue las costumbres y
  los usos de su ambiente. Como israelita es heredero fiel de la Antigua Alianza.
Es un hecho puesto de relieve por San Pablo cuando, en la Carta a los Romanos,
  escribe respecto a su pueblo: 'los israelitas, cuya es a adopción, y la
  gloria, y las alianzas, y la legislación, y el culto y las promesas; cuyos
  son los patriarcas y de quienes según la carne procede Cristo' (Rom 9, 4-5).
  Y en la Carta
  a los Gálatas recuerda que Cristo ha 'nacido bajo la ley' (Gal 4, 4).
3. Como obsequio a la
  prescripción de la ley de Moisés, poco después del nacimiento Jesús fue circuncidado
  según el rito, entrando así oficialmente a se r parte del pueblo de a
  alianza: 'Cuando se hubieron cumplido los ocho días para circuncidar al niño,
  le dieron el nombre de Jesús' (Lc 2, 21).
El Evangelio de la infancia, aunque es pobre en pormenores sobre el
  primer periodo de la vida de Jesús, narra sin embargo que 'sus padres iban
  cada año a Jerusalén en la fiesta de la Pascua' (Lc 2, 41), expresión de su fidelidad a
  la ley y a la tradición de Israel. 'Cuando era ya de doce años, al subir sus
  padres, según el rito festivo' (Lc 2, 42), 'y volverse ellos, acabados los
  días, el Niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que sus padres lo echasen de
  ver' (Lc 2, 43). Después de tres días de búsqueda 'le hallaron en el templo,
  sentado en medio de los doctores, oyéndolos y preguntándoles' (Lc 2, 46). La
  alegría de María y José se sobrepusieron sin duda sus palabras, que ellos no
  comprendieron: '¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es preciso que me
  ocupe de las cosas de mi Padre?' (Lc 2, 49).
4. Fuera de este
  suceso, todo el periodo de la infancia y de a adolescencia de Jesús en el
  Evangelio está cubierto de silencio. Es un período de 'vida oculta', resumido
  por Lucas en dos simples frases: Jesús 'bajó con ellos (con María y José) y
  vino a Nazaret y les estaba sujeto' (Lc 2, 51), y: 'crecía en sabiduría y
  edad y gracia ante Dios y ante los hombres' (Lc 2, 52).
5. Por el Evangelio
  sabemos que Jesús vivió en una determinada familia, en la casa de José, quien
  hizo las veces de padre del Hijo de María, asistiéndolo, protegiéndolo y
  adiestrándolo poco a poco en su mismo oficio de carpintero. A los ojos de los
  habitantes de Nazaret Jesús aparecía como 'el hijo del carpintero' (Cfr. Mt
  13, 55). Cuando comenzó a enseñar, sus paisanos se preguntaban sorprendidos:
  '¿No es acaso el carpintero, hijo de María?...' (Cfr. Mc 6, 2-3). Además de
  la madre, mencionaban también a sus 'hermanos' y sus 'hermanas', es decir,
  aquellos miembros de su parentela ('primos'), que vivían en Nazaret, aquellos
  mismos que, como recuerda el Evangelista Marcos, intentaron disuadir a Jesús
  de su actividad de Maestro (Cfr. Mc 3, 21).Evidentemente ellos no en
  encontraban en El algún motivo que pudiera justificar el comienzo de una
  nueva actividad; consideraban que Jesús era y debía seguir siendo un israelita
  más. 
6. La actividad
  pública de Jesús comenzó a los treinta años cuando tuvo su primer discurso en
  Nazaret: '...según su costumbre, entró el día de sábado en la sinagoga y se
  levantó para hacer la lectura. Le entregaron un libro del Profeta Isaías...'
  (Lc. 4, 16-17). Jesús leyó el pasaje que comenzaba con las palabras: 'El
  Espíritu del Señor está sobre mi, porque me ungió para evangelizar a los
  pobres ' (Lc 4, 18). Entonces Jesús se dirigió a los presentes y les anunció:
  'Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír...'(Lc. 4, 21 ) 
7. En su actividad de
  Maestro, que comienza en Nazaret y se extiende a Galilea y a Judea hasta la
  capital, Jerusalén, Jesús sabe captar y valorar los frutos abundantes
  presentes en la tradición religiosa de Israel. La penetra con inteligencia
  nueva, hace emerger sus valores vitales, pone a la luz sus perspectivas
  proféticas. No duda en denunciar las desviaciones de los hombres en contraste
  con los designios del Dios de a alianza.
De este modo realiza, en el ámbito de la única e idéntica Revelación
  divina, el paso de lo 'viejo' a lo 'nuevo', sin abolir la ley, sino más bien
  llevándola a su pleno cumplimiento (Cfr. Mt 5, 17). Este es el pensamiento
  con el que se abre la Carta
  a los Hebreos: 'Muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a
  nuestros padres por ministerio de los Profetas; últimamente, en estos días,
  nos habló por su Hijo..' (Heb 1, 1).
8. Este paso de lo
  'viejo' a lo 'nuevo' caracteriza toda la enseñanza del 'Profeta' de Nazaret.
  Un ejemplo especialmente claro es el sermón de la montaña, registrado en el
  Evangelio de Mateo Jesús dice: 'Habéis oído que se dijo a los antiguos: No
  matarás... Pero yo os digo que todo el que se irrita contra su hermano será
  reo de juicio' (Cfr. Mt 5, 21)22). 'Habéis oído que fue dicho: No
  adulterarás: pero yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola, ya
  adulteró con ella en su corazón' (Mt 5, 27-28). 'Habéis oído que fue dicho:
  amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo; pero yo os digo: amad a
  vuestros enemigos y orad por los que os persiguen' (Mt. 5, 43-44).
Enseñando de este modo, Jesús declara al mismo tiempo: 'No penséis que
  yo he venido a abrogar la ley o los Profetas, no he venido a abrogarlas, sino
  a consumarlas' (Mt 5, 17).
9. Este 'consumar' es
  una palabra clave que se refiere no sólo a la enseñanza de la verdad revelada
  por Dios, sino también a toda la historia de Israel, o sea, del pueblo del
  que Jesús es hijo. Esta historia extraordinaria, guiada desde el principio
  por la mano poderosa del Dios de a alianza, encuentra en Jesús su
  cumplimiento. El designio que el Dios de a alianza había escrito desde el
  principio en esta historia, haciendo de ella la historia de la salvación,
  tendía a la 'plenitud de los tiempos' (Cfr. Gal 4, 4), que se realiza en
  Jesucristo. El Profeta de Nazaret no duda en hablar de ello desde el primer
  discurso pronunciado en la sinagoga de su ciudad.
10. Especialmente
  elocuentes son las palabras de Jesús referidas en el Evangelio de Juan cuando
  dice a sus contrarios: 'Abrahán, vuestro padre, se regocijó pensando en ver
  mi día' y ante su incredulidad: '¿No tienes aún cincuenta años y has visto a
  Abrahán?', Jesús confirma aún más explícitamente: 'En verdad, en verdad os
  digo: antes que Abrahán naciese, era yo' (Cfr. Jn 8, 56-58). Es evidente que
  Jesús afirma no sólo que El es el cumplimiento de los designios salvíficos de
  Dios, inscritos en la historia de Israel desde los tiempos de Abrahán, sino
  que su existencia precede al tiempo de Abrahán, llegando a identificarse como
  'El que es' (Cfr. Ex 3, 14) Pero precisamente por esto, es El, Jesucristo, el
  cumplimiento de la historia De Israel, porque 'supera' esta historia con su
  Misterio. Pero aquí tocamos otra dimensión de la cristología que afrontaremos
  más adelante.
11. Por ahora concluyamos
  con una última reflexión sobre las dos genealogías que narran los dos
  Evangelistas Mateo y Lucas. De ellas resulta que Jesús es verdadero hijo de
  Israel y que, en cuanto tal, pertenece a toda la familia humana. Por eso, si
  en Jesús, descendiente de Abrahán, vemos cumplidas las profecías del Antiguo
  Testamento, en El, como descendiente de Adán, vislumbramos, siguiendo la
  enseñanza de San Pablo, el principio y el centro de la 'recapitulación' de la
  humanidad entera (Cfr. Ef 1, 10).
1. Como hemos visto
  en las recientes catequesis, el Evangelista Mateo concluye su genealogía de
  Jesús, Hijo de María, colocad l comienzo de su Evangelio, con las palabras
  'Jesús, llamado Cristo' (Mt 1, 16). El término 'Cristo' es el equivalente griego
  de la palabra hebrea 'Mesías' que quiere decir 'Ungido'. Israel, el pueblo
  elegido por Dios, vivió durante generaciones en la espera del cumplimiento de
  la promesa del Mesías, a cuya venida fue preparado a través de la historia de
  a alianza. El Mesías, es decir el 'Ungido' enviado por Dios, había de dar
  cumplimiento a la vocación del pueblo de la
Alianza, al cual, por medio de la Revelación se
  le había concedido el privilegio de conocer la verdad sobre el mismo Dios y
  su proyecto de salvación.
2. El atribuir el
  nombre 'Cristo' a Jesús de Nazaret es el testimonio de que los Apóstoles y la Iglesia primitiva
  reconocieron que en El se habían realizado los designios del Dios de a
  alianza y las expectativas de Israel. Es lo que proclamó Pedro el día de
  Pentecostés cuando, inspirado por el Espíritu Santo, habló por la primera vez
  a los habitantes de Jerusalén y a los peregrinos que habían llegado a las
  fiestas: 'Tenga pues por cierto toda la casa de Israel que Dios le ha hecho
  Señor y Mesías a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado' (Hech 2,
  36).
3. El discurso de
  Pedro y la genealogía de Mateo vuelven a proponernos el rico contenido de la
  palabra 'Mesías)Cristo' que se encuentra en el Antiguo Testamento y sobre el
  que hablaremos en las próximas catequesis.
La palabra 'Mesías' incluyendo la idea de unción, sólo puede
  comprenderse en conexión con la institución religiosa de la unción con el
  aceite, que era usual en Israel y que )como bien sabemos) pasó de la antigua
  Alianza a la Nueva. En
  la historia de a antigua alianza recibieron esta unción personas llamadas por
  Dios al cargo y a la dignidad de rey, o de sacerdote o de profeta.
La verdad sobre el Cristo-Mesías hay que volverá a leer, pues, en el
  contexto bíblico de este triple 'munus', que en la antigua alianza se
  confería a los que estaban destinados a guiar o a representar al Pueblo de
  Dios. En esta catequesis intentamos detenernos en el oficio y la dignidad de
  Cristo en cuanto Rey.
4. Cuando el ángel
  Gabriel anuncia a la
   Virgen María que había sido escogida para ser la Madre del Salvador, le
  habla de la realeza de su Hijo: '...le dará el Señor Dios el trono de David,
  su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá
  fin' (Lc 1, 32)33).
Estas palabras parecen corresponder a la promesa hecha al rey David:
  'Cuando se cumplieren tus días... suscitaré a tu linaje después de ti... y
  afirmaré su reino. El edificará casa mi nombre y yo estableceré su trono por
  siempre. Yo le seré a él padre, y el me será a mi hijo' (2 Sm 7, 12-14). Se
  puede decir que esta promesa se cumplió en cierta medida con Salomón, hijo y
  directo sucesor de David. Pero el sentido pleno de la promesa iba más allá de
  los confines de un reino terreno y se refería no sólo a un futuro lejano,
  sino ciertamente a una realidad, que iba más allá de la historia, del tiempo
  y del espacio: 'Yo estableceré su trono por siempre' (2 Sm 7, 13).
5. En la anunciación
  se presenta a Jesús como Aquel en el que se cumple la antigua promesa. De ese
  modo la verdad sobre el Cristo-Rey se sitúa en la tradición bíblica del 'Rey
  mesiánico' (del Mesías-Rey); así se la encuentra muchas veces en los
  Evangelios que nos hablan de la misión de Jesús de Nazaret y nos transmiten
  su enseñanza.
Es significativa a este respecto a actitud del mismo Jesús, por
  ejemplo cuando Bartimeo, el mendigo ciego, para pedirle ayuda le grita: 'Hijo
  de David, Jesús, ten piedad de mí!' (Mc 10, 47). Jesús, que nunca se ha
  atribuido ese título, acepta como dirigidas a El las palabras pronunciadas
  por Bartimeo. En todo caso se preocupa de precisar su importancia. En efecto,
  dirigiéndose a los fariseos, pregunta: '¿Qué os parece de Cristo? ¿De quién
  es hijo? Dijéronle ellos: De David. Les replicó: pues ¿cómo David, en
  espíritu le llama Señor, diciendo: !Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi
  diestra mientras pongo a tus enemigos bajo tus pies?(Sal 109/110, 1). Si,
  pues, David le llama Señor, 'cómo es hijo suyo?' (Mt 22, 42-45) .
6. Como vemos, Jesús
  llama a atención sobre el modo 'limitado' e insuficiente de comprender al Mesías
  teniendo sólo como base la tradición de Israel, unida a la herencia real de
  David. Sin embargo, El no rechaza esta tradición, sino que la cumple en el
  sentido pleno que ella contenía, y que ya aparece en las palabras
  pronunciadas en a anunciación y que se manifestará en su Pascua.
7. Otro hecho
  significativo es que, al entrar en Jerusalén en vísperas de su pasión, Jesús
  cumple, tal como destacan a los Evangelistas Mateo (21, 5) y Juan (12, 15),
  la profecía de Zacarías, en la que se expresa la tradición del 'Rey
  mesiánico': 'Alégrate sobremanera, hija de Sión. Grita exultante, hija de
  Jerusalén. He aquí que viene tu Rey, justo y victorioso, humilde, montado en
  un asno, en un pollino hijo de asna' (Zac 9, 9) 'Decid a la hija de Sión: he
  aquí que tu rey viene a ti, manso y montado sobre un asno, sobre un pollino
  hijo de una bestia de carga' (Mt 21, 5) Precisamente sobre un pollino cabalga
  Jesús durante su entrada solemne en Jerusalén, acompañado por la turba
  entusiasta: 'Hosanna al Hijo de David' (Cfr. Mt 21, 1-10). A pesar de la
  indignación de los fariseos, Jesús acepta a aclamación mesiánica de los
  'pequeños' (Cfr. Mt 21, 16; Lc 19, 40), sabiendo muy bien que todo equívoco
  sobre el titulo de Mesías se disiparía con su glorificación a través de la
  pasión .
8. La comprensión de
  la realeza como un poder terreno entrará en crisis. La tradición no quedará
  anulada por ello, sino clarificada. Los días siguientes a la entrada de Jesús
  en Jerusalén se verá cómo se han de entender las palabras del Ángel en a
  anunciación: 'Le dará el Señor Dios el trono de David, su padre... reinará en
  la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin'. Jesús mismo
  explicará en qué consiste su propia realeza, y por lo tanto la verdad
  mesiánica, y cómo hay que comprenderla.
9. El momento
  decisivo de esta clarificación se da en el diálogo de Jesús con Pilato, que
  trae el Evangelio de Juan. Puesto que Jesús ha sido acusado ante el
  gobernador romano de 'considerarse rey' de los judíos, Pilato le hace una
  pregunta sobre est acusación que interesa especialmente a la autoridad romana
  porque, si Jesús realmente pretendiera ser 'rey de los judíos' y fuese
  reconocido como tal por sus seguidores, podría constituir una amenaza para el
  imperio.
Pilato, pues, pregunta a Jesús: '¿Eres tú el rey de los judíos?
  Responde Jesús: ¿Por tu cuenta dices eso o te lo han dicho otros de mi?'; y
  después explica: 'Mi reino no es de este mundo; si de este mundo fuera mi
  reino, mis ministros habrían luchado para que no fuese entregado a los
  judíos; pero mi reino no es de aquí' Ante la insistencia de Pilato: 'Luego,
  ¿tú eres rey?', Jesús declara: 'Tú dices que soy rey. Yo para esto he nacido
  y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad; todo el que
  es de la verdad oye mi voz' (Cfr. Jn 18, 33-37) Estas palabras inequívocas de
  Jesús contienen la afirmación clara de que el carácter o munus real, unido a
  la misión del Cristo) Mesías enviado por Dios, no se puede entender en
  sentido político como si se tratara de un poder terreno, ni tampoco en
  relación al 'pueblo elegido', Israel.
10. La continuación
  del proceso de Jesús confirma la existencia del conflicto entre la concepción
  que Cristo tiene de Sí como 'Mesías)Rey' y la terrestre o política, común entre
  el pueblo. Jesús es condenado a muerte bajo a acusación de que 'se ha
  considerado rey'. La inscripción colocada en la cruz: 'Jesús Nazareno, Rey de
  los judíos', probará que para a autoridad romana éste es su delito.
  Precisamente los judíos que, paradójicamente, aspiraban al restablecimiento
  del 'reino de David', en sentido terreno, al ver a Jesús azotado y coronado
  de espinas, tal como se lo presentó Pilato con las palabras: 'Ahí tenéis a
  vuestro rey!', habían gritado: 'Crucifícale!... Nosotros no tenemos más rey
  que al Cesar' (Jn 19, 15).
En este marco podemos comprender mejor el significado de la
  inscripción puesta en la cruz de Cristo, refiriéndonos por lo demás a la
  definición que Jesús había dado de Sí mismo durante el interrogatorio ante el
  procurador romano. Sólo en ese sentido el Cristo)Mesías es 'el Rey'; sólo en
  ese sentido El actualiza la tradición del 'Rey mesiánico', presente en el
  Antiguo Testamento e inscrita en la historia del pueblo de a antigua alianza.
11. Finalmente, en el
  Calvario un último episodio ilumina la condición mesiánico-real de Jesús. Uno
  de los dos malhechores crucificados junto con Jesús manifiesta esta verdad de
  forma penetrante, cuando dice: 'Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu
  reino' (Lc 23, 42). Jesús le responde: 'En verdad te digo, hoy estarás
  conmigo en el paraíso' (Lc 23, 43) En este diálogo encontramos casi una
  confirmación última de las palabras que el Ángel había dirigido a María en a
  anunciación: Jesús 'reinará... y su reino no tendrá fin' (Lc 1, 33).
1. El nombre 'Cristo'
  que, como sabemos, es el equivalente griego de la palabra 'Mesías', es decir
  'Ungido', además del carácter 'real', del que hemos tratado en la catequesis
  precedente, incluye también, según la tradición del Antiguo Testamento, el
  'sacerdote'. Cual elementos pertenecientes a la misma misión mesiánica, los
  dos aspectos, diversos entre sí, son sin embargo complementarios. La figura
  del Mesías, dibujada en el Antiguo Testamento, los comprende a entrambos manifestando
  la profunda unidad de la misión real y sacerdotal.
2. Esta unidad tiene
  su primera expresión, como un prototipo y una anticipación, en Melquisedec,
  rey de Salem, misterioso contemporáneo de Abrahán. De él leemos en el libro
  del Génesis, que, saliendo al encuentro de Abrahán, 'sacando pan y vino, como
  era sacerdote del Dios Altísimo, bendijo a Abrahán diciendo: Bendito Abram
  del Dios Altísimo, el dueño de cielos y tierra'.(Gen 14, 18-19).
La figura de Melquisedec, rey)sacerdote, entró en la tradición
  mesiánica, como atestigua el Salmo 109 -110): el Salmo mesiánico por
  antonomasia. Efectivamente, en este Salmo, Dios-Yahvéh se dirige 'a m i
  Señor' (es decir, al Mesías) con las palabras: 'Siéntate a mi derecha, y haré
  de tus enemigos estrado de tus pies. !Desde Sión extenderá el Señor el poder
  de tu cetro: somete en la batalla a tus enemigos...!' (Sal 109/110, 1-2).
A estas expresiones, que no pueden dejar ninguna duda sobre el
  carácter real de Aquel al que se dirige Yahvéh, sigue el anuncio: 'El Señor
  lo ha jurado y no se arrepiente: Tú eres sacerdote eterno según el rito de
  Melquisedec' (Sal 109/110, 4). Como vemos, Aquel al que Dios-Yahvéh se
  dirige, invitándolo a sentarse 'a su derecha', será al mismo tiempo rey y
  sacerdote 'según el rito de Melquisedec'.
3. En la historia de
  Israel la institución del sacerdocio de a antigua Alianza comienza en la
  persona de Arón, hermano de Moisés, y se unirá por herencia con una de las
  doce tribus de Israel, la de Leví .
A este respecto, es significativo lo que leemos en el libro del
  Eclesiástico: '(Dios) elevó a Arón... su hermano (es decir, hermano de
  Moisés), de la tribu de Leví. Y estableció con él una alianza eterna y le dio
  el sacerdocio del pueblo' (Sir 45, 78). 'Entre todos los vivientes le escogió
  el Señor para presentarle las ofrendas, los perfumes y el buen olor para
  memoria y hacer la expiación de su pueblo. Y le dio sus preceptos y poder
  para decidir sobre la ley y el derecho, para enseñar sus mandamientos a Jacob
  e instruir en su ley a Israel' (Sir 45, 20)21). De estos textos deducimos que
  la elección sacerdotal está en función del culto, para la ofrenda de los
  sacrificios de adoración y de expiación y que a su vez el culto esta ligado a
  la enseñanza sobre Dios y sobre su ley.
4. Siempre en el mismo
  contexto son significativas también estas palabras del libro del
  Eclesiástico: 'También hizo Dios alianza con David... La herencia del reino
  es para uno de sus hijos, y la herencia de Arón para su descendencia' (Sir
  45, 31).
Según esta tradición, el sacerdocio se sitúa 'al lado' de la dignidad
  real. Ahora bien, Jesús no procede de la estirpe sacerdotal, de la tribu de
  Leví, sino de la de Judá, por lo que no parece que le corresponda el carácter
  sacerdotal del Mesías. Sus contemporáneos descubren en El sobre todo al
  maestro, al profeta, algunos también a su 'rey', heredero de David. Así,
  pues, podría decirse que en Jesús la tradición de Melquisedec, el
  Rey-sacerdote, está ausente.
5. Sin embargo, es
  una ausencia aparente. Los acontecimientos pascuales manifestaron el
  verdadero sentido del 'Mesías-rey' y del 'rey-sacerdote según el rito de
  Melquisedec' que, presente en el Antiguo Testamento, encontró su cumplimiento
  en la misión de Jesús de Nazaret. Es significativo que en el proceso ante el
  Sanedrín, al sumo sacerdote que le pregunta: '...si eres tú el Mesías, el
  Hijo de Dios', Jesús responde: 'Tú lo has dicho... y yo os digo que a partir
  de ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del poder...' (Mt 26,
  63-64). Es una clara referencia al Salmo mesiánico (Sal 109/110), en el que
  se expresa la tradición del rey-sacerdote.
6. Pero hay que decir
  que la manifestación plena de esta verdad sólo se encuentra en la Carta a los Hebreos, que
  afronta la relación entre el sacerdocio levítico y el de Cristo.
El autor de la Carta
  a los Hebreos toca el tema del sacerdocio de Melquisedec para decir que en
  Jesucristo se ha cumplido el anuncio mesiánico ligado a esta figura que por
  predestinación superior ya desde los tiempos de Abrahán había sido inscrita
  en la misión del Pueblo de Dios.
Efectivamente, leemos de Cristo que ' al ser consumado, vino a ser
  para todos los que le obedecen causa de salud eterna, declarado por Dios
  Pontífice según el orden de Melquisedec' (Heb 5, 9-10). Por eso, después de
  haber recordado lo que escribe el libro del Génesis sobre Melquisedec (Gen
  14, 18), la Carta
  a los Hebreos continúa: '... (su nombre) se interpreta primero rey de
  justicia, y luego también rey de Salem, es decir, rey de paz. Sin padre, sin
  madre, sin genealogía, sin principio de sus días, ni fin de su vida, se
  asemeja en eso al Hijo de Dios, que es sacerdote para siempre' (Heb 7, 2-3).
7. Haciendo también
  analogías con el ritual del culto, con el arca y con los sacrificios de a
  antigua Alianza, el Autor de la
   Carta a los Hebreos presenta a Jesucristo como el
  cumplimiento de todas las figuras y las promesas del Antiguo Testamento, en
  orden 'a servir en un santuario que es imagen y sombra del celestial' (Heb 8,
  5). Sin embargo Cristo, Sumo Sacerdote misericordioso y fiel (Heb 2,17; cfr.
  3, 2.5), lleva en Si mismo un 'sacerdocio perpetuo' (Heb 7, 24), al haberse
  ofrecido 'a Sí mismo inmaculado a Dios'(Heb 9, 14).
8. Vale la pena citar
  en su totalidad algunos fragmentos especialmente elocuentes de esta Carta. Al
  entrar en el mundo, Jesucristo dice a Dios su Padre: 'No quisiste sacrificios
  ni oblaciones, pero me has preparado un cuerpo. Los holocaustos y sacrificios
  por el pecado no los recibiste. Entonces yo dije: Heme aquí que vengo, en el
  volumen del libro está escrito de mí, para hacer, oh Dios!, tu voluntad' (Heb
  10, 5-7)
'Y tal convenía que fuese nuestro Sumo Sacerdote' (Heb 7, 26). 'Por
  esto hubo de asemejarse en todo a sus hermanos, a fin de hacerse Pontífice
  misericordioso y fiel en las cosas que tonan a . Dios, para expiar los
  pecados del pueblo' (Heb 2, 17). Tenemos pues, 'un gran Pontífice... tentado
  en todo, a semejanza nuestra, menos en el pecado', un Sumo Sacerdote que sabe
  'compadecerse de nuestras flaquezas' (Cfr. Heb 4, 15).
9. Leemos más
  adelante que ese Sumo Sacerdote 'no necesita, como los pontífices, ofrecer
  cada día víctimas, primero por sus propios pecados, luego por los del pueblo,
  pues esto lo hizo una sola vez ofreciéndose a Sí mismo' (Heb 7, 27). Y
  también: 'Cristo, constituido Pontífice de los bienes futuros...entró una vez
  para siempre en el santuario... por su propia sangre, realizada la redención
  eterna' (Heb 9, 11-12). De aquí nuestra certeza de que 'la sangre de Cristo,
  que por el Espíritu eterno a Sí mismo se ofreció inmaculado a Dios, limpiará
  nuestra conciencia de las obras muertas para dar culto al Dios vivo'(Heb 9,
  14).
Así se explica a atribución de una perenne fuerza salvífica al
  sacerdocio de Cristo, por ella ' su poder es perfecto para salvar a los que
  por El se acercan a Dios y siempre vive para interceder por ellos' (Heb 7,
  25).
10. Finalmente podemos
  observar que en la Carta
  a los Hebreos se afirma, de forma clara y convincente, que Jesucristo ha
  cumplido con toda su vida y sobre todo con el sacrificio de la cruz, lo que
  se ha inscrito en la tradición mesiánica de la Revelación
  divina. Su sacerdocio es puesto en referencia al servicio ritual de los
  sacerdotes de a antigua alianza, que sin embargo El sobrepasa, como Sacerdote
  y como Víctima. En Cristo, pues, se cumple ele terno designio de Dios que
  dispuso la institución del sacerdocio en la historia de la alianza.
11. Según la Carta a los Hebreos, el
  cumplimiento mesiánico está simbolizado por la figura de Melquisedec. En
  efecto, en ella se lee que por voluntad de Dios: 'a semejanza de Melquisedec
  se levanta otro Sacerdote, instituido no en razón de una ley carnal (o sea,
  por institución legal), sino de un poder de vida indestructible' (Heb
  7,15)16). Se trata, pues, de un sacerdocio eterno (Cfr. Heb 7, 24).
La Iglesia guardiana e intérprete de éstos y de otros textos que hay en el Nuevo
  Testamento, ha reafirmado repetidas veces la verdad del Mesías-Sacerdote, tal
  como atestigua, por ejemplo, el Concilio Ecuménico de Efebo (431), el de
  Trento (1562) y, en nuestros días, el Concilio Vaticano II (1962-65).
Un testimonio evidente de esta verdad lo encontramos en el sacrificio
  eucarístico que por institución de Cristo ofrece la Iglesia cada día bajo
  las especies del pan y del vino, es decir, 'según el rito de Melquisedec'.
1. Durante el proceso
  ante Pilato, Jesús, al ser interrogado si era rey, primero niega que sea rey
  en sentido terreno y político; después, cuando Pilato se lo pregunta por segunda
  vez, responde: 'Tú dices que soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he
  venido al mundo, para dar testimonio de la verdad' (Jn 18, 37). Esta
  respuesta une la misión real y sacerdotal del Mesías con la característica
  esencial de la misión profética. En efecto, el Profeta es llamado y enviado a
  dar testimonio de la verdad. Como testigo de la verdad él habla en nombre de
  Dios. En cierto sentido es la voz de Dios. Tal fue la misión de los Profetas
  que Dios envió a lo largo de los siglos a Israel.
En la figura de David, rey y profeta, es en quien especialmente la
  característica profética se une a la vocación real.
2. La historia de los
  Profetas del Antiguo Testamento indica claramente que la tarea de proclamar
  la verdad, al hablar en nombre de Dios, es antes que nada un servicio, tanto
  en relación con Dios que envía, como en relación con el pueblo al que el
  Profetas se presenta como enviado de Dios. De ello se deduce que el servicio
  profético no sólo es eminente y honorable, sino también difícil y fatigoso.
  Un ejemplo evidente de ello es lo que le ocurrió al Profeta Jeremías, quien
  encuentra resistencia, rechazo y finalmente persecución, en la medida en que
  la verdad proclamada es incómoda. Jesús mismo, que muchas veces se refirió a
  los sufrimientos que padecieron los Profetas, los experimentó personalmente
  de forma plena.
3. Estas primeras
  referencias al carácter ministerial de la misión profética nos introducen en
  la figura del Siervo de Dios (Ebed Yahvéh) que se encuentra en Isaías (y
  precisamente en el llamado 'Deutero-Isaías'). En esta figura la tradición
  mesiánica de a antigua Alianza encuentra una expresión especialmente rica, e
  importante, si consideramos que el Siervo de Yahvéh, en el que sobresalen
  sobre todo las características del Profeta, une en sí mismo, en cierto modo,
  también la cualidad del sacerdote y del rey. Los Cantos de Isaías sobre el
  Siervo de Yahvéh presentan una síntesis veterotestamentaria del Mesías,
  abierta a ulteriores desarrollos. Si bien están escritos muchos siglos antes de
  Cristo, sirven de modo sorprendente para la identificación de su figura,
  especialmente en cuanto a la descripción del Siervo de Yahvéh sufriente: un
  cuadro tan justo y fiel que se diría que está hecho teniendo delante los
  acontecimientos de la Pascua
  de Cristo.
4. Hay que observar
  que el término 'Siervo, 'Siervo de Dios' se emplea abundantemente en el
  Antiguo Testamento. A muchos personajes eminentes seles llama o se les define
  'siervos de Dios'. Así Abrahán (Gen 26, 24), Jacob (Gen 32, 11), Moisés,
  David y Salomón, los Profetas. La Sagrada Escritura
  también atribuye este término a algunos personajes paganos que cumplen su
  papel en la historia de Israel: así, por ejemplo, a Nabucodonosor (Jer 25,
  8-9), y a Ciro (Is 44, 26). Finalmente, todo Israel como pueblo es llamado
  'siervo de Dios' (Cfr. Is 41, 8-9; 42, 19; 44, 21; 48, 20), según un uso
  lingüístico del que se hace eco el Canto de María que alaba a Dios porque
  'auxilia a Israel, su siervo' (Lc 1, 54).
5. En cuanto a los
  Cantos de Isaías sobre el Siervo de Yahvéh constatamos ante todo los que se
  refieren no a una entidad colectiva, como puede ser un pueblo, sino a una
  persona determinada a la que el Profeta distingue en cierto modo de Israel
  pecador: 'He aquí a mi siervo, a quien sostengo yo (leemos en el primer
  Canto), mi elegido en quien se complace mi alma. He puesto mi espíritu sobre
  él; él dará el derecho a las naciones. No gritará, no hablará recio ni hará
  oír su voz en las plazas. No romperá la caña cascada ni apagará la mecha que
  se extingue. . . sin cansarse ni desmayar, hasta que establezca el derecho en
  la tierra...' (Is 42, 1-4). 'Yo, Yahvéh, te he formado y te he puesto por
  alianza del pueblo y para luz de las gentes, para abrir los ojos de los
  ciegos, para sacar de la cárcel a los presos, del calabozo a los que moran en
  las tinieblas' (Is 42, 6-7).
6. El segundo Canto
  desarrolla el mismo concepto: 'Oídme, islas; atended, pueblos lejanos: Yahvéh
  me llamó desde el seno materno, desde las entrañas de mi madre me llamó por
  mi nombre. Y puso mi boca como cortante espada, me ha guardado a la sombra de
  su mano, hizo de mí aguda saeta y me guardó en su aljaba' (Is 49, 6). 'Dijo:
  ligera cosa es para mí que seas tú mi siervo, para restablecer las tribus de
  Jacob Yo te he puesto para luz de las gentes, para llevar mi salvación hasta
  los confines de la tierra' (Is 49,6). 'EL Señor, Yahvéh, me ha dado lengua de
  discípulo, para saber sostener con palabras al cansado' (Is 50, 4). Y
  también: 'Así se admirarán muchos pueblos y los reyes cerrarán ante él su
  boca' (Is 52, 15). 'El Justo, mi Siervo, justificará a muchos y cargará con
  las iniquidades de ellos' (Is 53, 11).
7. Estos últimos
  textos, pertenecientes a los Cantos tercero y cuarto, nos introducen con
  realismo impresionante en el cuadro del Siervo Sufriente al que deberemos
  volver nuevamente. Todo lo que dice Isaías parece anunciar de modo
  sorprendente lo que en el alba misma de la vida de Jesús predecirá el santo
  anciano Simeón, cuando lo saludó como 'luz para iluminación de las gentes' y
  al mismo tiempo como 'signo de contradicción' (Cfr. Lc 2, 32. 34).Ya en el
  libro de Isaías la figura del Mesías emerge como Profeta, que viene al mundo
  para dar testimonio de la verdad, y que precisamente a causa de esta verdad
  será rechazado por su pueblo, llegando a ser con su muerte motivo de
  justificación para 'muchos'.
8. Los Cantos del
  Siervo de Yahvéh encuentran amplia resonancia en el Nuevo Testamento, desde
  el comienzo de a actividad mesiánica de Jesús. Ya la descripción del bautismo
  en el Jordán permite establecer un paralelismo con los textos de Isaías.
  Escribe Mateo: 'Bautizado Jesús. .. he aquí que se abrieron los cielos, y vio
  al Espíritu de Dios descender como paloma y venir sobre El' (Mt 3 16); en
  Isaías se dice: 'He puesto mi espíritu sobre El' (Is 42, 1). El Evangelista
  añade: 'Mientras una voz del cielo decía: Esté es mi Hijo amado, en quien
  tengo mis complacencias' (Mt 3, 17), y en Isaías Dios dice del Siervo: 'Mi
  elegido en quien se complace mi alma' (Is 42, 1 ). Juan Bautista señala a
  Jesús que se acerca al Jordán, con las palabras: 'He aquí el Cordero de Dios,
  que quita el pecado del mundo' (Jn 1, 29), exclamación que representa casi
  una síntesis del contenido del Canto tercero y cuarto sobre el Siervo de
  Yahvéh sufriente.
9. Una relación
  análoga se encuentra en el fragmento en que Lucas narra las primeras palabras
  mesiánicas pronunciadas por Jesús en la sinagoga de Nazaret, cuando Jesús lee
  el texto de Isaías: 'EL Espíritu del Señor está sobre mi, porque me ungió
  para evangelizar a los pobres; me envió a predicar a los cautivos la
  libertad, a los ciegos la recuperación de la vista: para poner en libertad a
  los oprimidos, par anunciar un año de gracia del Señor' (Lc 4, 17-19). Son
  las palabras del primer Canto sobre el Siervo de Yahvéh (Is 42, 1-7; cfr. también
  Is 61, 1-2).
10. Si miramos también
  la vida y el ministerio de Jesús. El se nos manifiesta como el Siervo de
  Dios, que trae la salvación a los hombres, que los sana, que los libra de su
  iniquidad, que los quiere ganar para Sí no con la fuerza, sino con la bondad.
  El Evangelio, especialmente el de San Mateo, hace referencia muchas veces al
  libro de Isaías, cuyo anuncio profético se realiza en Cristo: así cuando
  narra que 'y tardecido, le presentaron muchos endemoniados, y arrojaba con
  una palabra los espíritus, y a todos los que se sentían mal los curaba, para
  que se cumpliese lo dicho por el Profeta Isaías, que dice: El tomó nuestras
  enfermedades y cargó con nuestras dolencias' (Mt 8, 16-17; cfr. Is 53, 4). Y
  en otro lugar: 'Muchos le siguieron, y los curaba a todos... para que se
  cumpliera el anuncio del Profeta Isaías: He aquí a mi siervo..' (Mt 12,
  15-21), y aquí el Evangelista narra un largo fragmento del primer Canto sobre
  el Siervo de Yahvéh.
11. Como los
  Evangelios, también los Hechos de los Apóstoles demuestran que la primera
  generación de los discípulos de Cristo, comenzando por los Apóstoles, está
  profundamente convencida de que en Jesús se cumplió todo lo que el Profeta
  Isaías había anunciado en sus Cantos inspirados: que Jesús es el elegido Siervo
  de Dios (Cfr. por ejemplo, Hech 3, 13; 3, 26; 4, 27; 4, 30; 1 Pe 2, 22-25),
  que cumple la misión del Siervo de Yahvéh y trae la nueva ley, es la luz y
  alianza para todas las naciones (Cfr. Hech 13, 46-47). Esta misma convicción
  la volvemos a encontrar también en la 'didajé', en el 'Martirio de San
  Policarpo', y en la primera Carta de San Clemente Romano.
12. Hay que añadir un
  dato de gran importancia: Jesús mismo habla de Sí como de un siervo,
  aludiendo claramente a Is 53, cuando dice: 'El Hijo del hombre no ha venido a
  ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos' (Mc 10, 45;
  Mt 20, 28) y expresa el mismo concepto cuando lava los pies a los Apóstoles
  (Jn 13, 3-4; 12-15).
En el conjunto del Nuevo Testamento, junto a los textos y a las alusiones
  a al primer Canto del Siervo de Yahvéh (Is 42, 1-7), que subrayan la elección
  del Siervo y su misión profética de liberación, de curación y de alianza para
  todos los hombres, el mayor número de textos hace referencia al Canto tercero
  y cuarto (Is 50, 4-11; 52, 13-53, 12) sobre el Siervo Sufriente. Es la misma
  idea expresada de modo sintético por San Pablo en la Carta a los Filipenses,
  cuando hace un himno a Cristo: 'el cual, siendo de condición divina, no
  retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de Sí mismo
  tomando la condición de siervo y apareciendo en su porte como hombre; y se
  humilló a Sí mismo, obedeciendo hasta la muerte' (Flp 2, 6-8).
1. En las catequesis
  precedentes hemos intentado mostrar lo aspectos más relevantes de la verdad
  sobre el Mesías tal como fue preanunciada en la Antigua alianza y tal
  como fue heredada por la generación de los contemporáneos de Jesús de
  Nazaret, que entraron en la nueva etapa de la Revelación divina.
  De esta generación, los que siguieron a Jesús lo hicieron porque estaban
  convencidos de que en El se había cumplido la verdad sobre el Mesías que El
  es el Mesías, el Cristo. Son muy significativas las palabra con que Andrés,
  el primero de los Apóstoles llamados por Jesús anuncia a su hermano Simón:
  'Hemos encontrado al Mesías (que significa el Cristo)' (Jn 1,41).
Sin embargo, hay que reconocer que constataciones tan explícitas como
  ésta son más bien raras en los Evangelios. Ello se debe también al hecho de
  que en la sociedad israelita de entonces se hallaba difundida una imagen de
  Mesías al que Jesús no quiso adaptar su figura y su obra, a pesar del asombro
  y a admiración suscitados por todo lo que 'hizo y enseñó' (Hech 1, 1).
2. Es más, sabemos
  incluso que el mismo Juan Bautista, que había señalado a Jesús junto al
  Jordán como 'El que tenía que venir' (Cfr. Jn 1, 15-30), pues, con espíritu
  profético, había visto en El al 'Cordero de Dios' que venía para quitar los
  pecados del mundo; Juan, que había anunciado el 'nuevo bautismo' que
  administraría Jesús con la fuerza del Espíritu, cuando se hallaba ya en la
  cárcel, mandó a sus discípulos a preguntar a Jesús: '¿Eres Tú que ha de venir
  o esperamos a otro?' (Mt 11, 3).
3. Jesús no deja sin
  respuesta a Juan y a sus mensajeros: 'Id y comunicad a Juan lo que habéis
  visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios,
  los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados' (Lc 7,
  22). Con esta respuesta Jesús pretende confirmar su misión mesiánica y
  recurre en concreto a las palabras de Isaías (Cfr. Is 35, 4-5; 6, 1). Y
  concluye: 'Bienaventurado quien no se escandaliza de mí' (Lc 7, 23). Estas
  palabras finales resuenan como una llamada dirigida directamente a Juan, su
  heroico precursor, que tenía una idea distinta del Mesías.
Efectivamente, en su predicación, Juan había delineado la figura del
  Mesías como la de un juez severo. En este sentido había hablado 'de la ira
  inminente', del 'hacha puesta y la raíz del árbol' (Cfr. Lc 3, 7. 9), para
  cortar todas las plantas 'que no de buen fruto' (Lc 3, 9). Es cierto que
  Jesús no dudaría en tratar con firmeza e incluso con aspereza, cuando fue
  necesario, la obstinación y la rebelión contra la Palabra de Dios; pero El
  iba a ser, sobre todo, el anunciador de la 'buena nueva a los pobres' y con
  sus obras y prodigios revelaría la voluntad salvífica de Dios, Padre
  misericordioso
4. La respuesta que
  Jesús da a Juan presenta también otro el momento que es interesante subrayar:
  Jesús evita proclamarse Mesías abiertamente. De hecho, en el contexto social
  de la época es título resultaba muy ambiguo: la gente lo interpretaba por lo
  general en sentido político. Por ello Jesús prefiere referirse al testimonio
  ofrecido por sus obras, deseoso sobre todo de persuadir y de suscitar la fe.
5. Ahora bien, en los
  Evangelios no faltan casos especiales, como el diálogo con la samaritana,
  narrado en el Evangelio de Juan. A la mujer que le dice: 'Yo sé que el
  Mesías, el que se llama Cristo está para venir y que cuando venga nos hará
  saber todas las cosas', Jesús le responde: 'Yo soy, el que habla contigo' (Jn
  4, 25-26).
Según el contexto del diálogo, Jesús convenció a la samaritana, cuya
  disponibilidad para la escucha había intuido; de hecho cuando esta mujer
  volvió a su ciudad, se apresuró a decir a la gente: 'Venid a ver un hombre
  que me ha dicho todo cuanto he hecho. ¿No será el Mesías?' (Jn 4,
  28-29).Animados por su palabra muchos samaritanos salieron al encuentro de
  Jesús, lo escucharon, y concluyeron a su vez: 'Este es verdaderamente el
  Salvador del mundo' (Jn 4, 22).
6. Entre los
  habitantes de Jerusalén, por el contrario, las palabras y los milagros de
  Jesús suscitaron cuestiones en torno a su condición mesiánica. Algunos
  excluían que pudiera ser el Mesías. 'De éste sabemos de dónde viene, mas del
  Mesías, cuando venga nadie sabrá de dónde viene' (Jn 7, 27). Pero otros
  decían: 'El Mesías, cuando venga, ¿podrá hacer signos más grandes de los que
  ha hecho éste' (Jn 7, 31). '¿No será éste el Hijo de David?'. (Mt 12,23).
  Incluso llegó a intervenir el Sanedrín, decretando que 'si alguno lo
  confesaba Mesías fuera expulsado de la sinagoga' (Jn 9, 22).
7. Con estos
  elementos podemos llegar a comprender el significado clave de la conversación
  de Jesús con los Apóstoles cerca de Cesarea de Filipo. 'Jesús les preguntó:
  ¿Quién dicen los hombres que soy yo? Ellos le respondieron, diciendo: Unos,
  que Juan Bautista; otros, que Elías y otros, que uno de los Profetas. Pero El
  les preguntó: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Respondiendo Pedro, le
  dijo: Tú eres el Cristo' (Mc 8, 27-29; cfr. Además Mt 16, 13-16 y Lc 9,
  18-21), es decir, el Mesías.
8. Según el Evangelio
  de Mateo esta respuesta ofrece a Jesús la ocasión para anunciar el primado de
  Pedro en la futura Iglesia (Cfr. Mt 16, 18). Según Marcos, tras la respuesta
  de Pedro, Jesús ordenó severamente a los Apóstoles 'que no dijeran nada a
  nadie' (Mc 8 30). De lo cual se puede deducir que Jesús no sólo no proclamaba
  que El era el Mesías, sino que tampoco quería que los Apóstoles difundieran
  por el momento la verdad sobre su identidad. Quería, en efecto, que sus
  contemporáneos llegaran a tal convencimiento contemplando sus obras y
  escuchando su enseñanza. Por otra parte, el mismo hecho de que los Apóstoles
  estuvieran convencidos de lo que Pedro había dicho en nombre de todos al
  proclamar: 'Tú eres el Cristo', demuestra que las obras y palabras de Jesús
  constituían una base suficiente sobre la que podía fundarse y desarrollarse
  la fe en que El era el Mesías.
9. Pero la continuación
  de ese diálogo tal y como aparece en los dos textos paralelos de Marcos y
  Mateo es aún más significativa en relación con la idea que tenía Jesús sobre
  su condición de Mesías (Cfr. Mc 8, 31-33; Mt 16, 21-23). Efectivamente; casi
  en conexión estrecha con la profesión de fe de los Apóstoles, Jesús 'comenzó
  a enseñarles como era preciso que el Hijo del Hombre padeciese mucho, y que
  fuese rechazado por los ancianos y los príncipes de los sacerdotes y los
  escribas y que fuese muerto y resucitado al tercer día' (Mc 8, 31). El
  Evangelista Marcos hace notar: 'Les hablaba de esto abiertamente' (Mc 8, 32).
  Marcos dice que 'Pedro, tomándole aparte, se puso a reprenderle' (Mc 8, 32).
  Según Mateo, los términos de la reprensión fueron éstos: 'No quiera Dios, Señor,
  que esto suceda' (Mt 16, 22). Y esta fue la reacción del Maestro: Jesús
  'reprendió a Pedro diciéndole: Quítate allá, Satán, pues tus pensamientos no
  son los de Dios, sino los de los hombres' (Mc 8, 33; Mt 16, 23).
10. En esta reprensión
  del Maestro se puede percibir algo así como un eco lejano de la tentación de
  que fue objeto Jesús en el desierto en los comienzos de su actividad
  mesiánica (Cfr. Lc 4, 1-13), cuando Satanás quería apartarlo del cumplimiento
  de la voluntad del Padre hasta el final. Los Apóstoles, y de un modo especial
  Pedro, a pesar que habían profesado su fe en la misión mesiánica de Jesús
  afirmando 'Tú eres el Mesías', no lograban librarse completamente de aquella
  concepción demasiado humana y terrena del Mesías, y admitir la perspectiva de
  un Mesías que iba a padecer y a sufrir la muerte. Incluso en el momento de a
  ascensión, preguntarían a Jesús: '¿...vas a reconstruir el reino de Israel'
  (Cfr. Hech 1, 6).
11. Precisamente ante
  esta actitud Jesús reacciona con tanta decisión y severidad. En El, la
  conciencia de la misión mesiánica correspondía a los Cantos sobre el Siervo
  de Yahvéh de Isaías y, de un modo especial, a lo que había dicho el Profeta
  sobre el Siervo Sufriente: 'Sube ante él como un retoño, como raíz en tierra
  árida. No hay en él parecer, no hay hermosura...Despreciado y abandonado de
  los hombres, varón de dolores, y familiarizado con el sufrimiento, y como uno
  ante el cual se oculta el rostro, menospreciado sin que le tengamos en
  cuenta... Pero fue él ciertamente quien soportó nuestros sufrimientos y cargó
  con nuestros dolores... Fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por
  nuestros pecados' (Is 53, 2)5).
Jesús defiende con firmeza esta verdad sobre el Mesías, pretendiendo
  realizarla en El hasta las últimas consecuencias, ya que en ella se expresa
  la voluntad salvífica del Padre: 'El Justo, mi siervo, justificará a muchos'
  (Is 53,11 ). Así se prepara personalmente y prepara a los suyos para el
  acontecimiento en que el 'misterio mesiánico' encontrará su realización plena:
  la Pascua de
  su muerte y de su resurrección.
1. 'Se ha cumplido el
  tiempo, está cerca el reino de Dios' (Mc 1, 15). Con estas palabras Jesús de
  Nazaret comienza su predicación mesiánica. El reino de Dios, que en Jesús
  irrumpe en la vida y en la historia del hombre, constituye el cumplimiento de
  las promesas de salvación que Israel había recibido del Señor.
Jesús se revela Mesías, no porque busque un dominio temporal y
  político según la concepción de sus contemporáneos, sino porque con sumisión
  se culmina en la pasión-muerte-resurrección, 'todas las promesas de Dios son
  !sí!' (2 Cor 1, 20).
2. Para comprender
  plenamente la misión de Jesús es necesario recordar el mensaje del Antiguo
  Testamento que proclama la realeza salvífica del Señor. En el cántico de
  Moisés (Ex 15, 1)18), el Señor es aclamado 'rey' porque ha liberado
  maravillosamente a su pueblo y lo ha guiado, con potencia y amor, ala
  comunión con El y con los hermanos en el gozo de la libertad. También el
  antiquísimo Salmo 28/29 da testimonio de la misma fe: el Señor es contemplado
  en la potencia de su realeza, que domina todo lo creado y comunica a su
  pueblo fuerza, bendición y paz (Sal 28/29, 10). Pero la fe en el Señor 'rey',
  se presenta completamente penetrada por el tema de la salvación, sobre todo
  en la vocación de Isaías. El 'Rey' contemplado por el Profeta con los ojos de
  la fe 'sobre un trono alto y sublime' (Is 6, 1 ) es Dios en el misterio de su
  santidad transcendente y de su bondad misericordiosa, con la que se hace
  presente a su pueblo como fuente de amor que purifica, perdona, salva:
  'Santo, Santo, Santo, Yahvéh de los ejércitos. Está la tierra llena de tu
  gloria' (Is 6,3).
Esta fe en la realeza salvífica del Señor impidió que, en el pueblo de
  la alianza, la monarquía se desarrollase de forma autónoma, como ocurría en
  el resto de las naciones: El rey es el elegido, el ungido del Señor y, como
  tal, es el instrumento mediante el cual Dios mismo ejerce su soberanía sobre
  Israel (Cfr. 1 Sm 12, 12-15). 'El Señor reina', proclaman continuamente los
  Salmos (Cfr. 5, 3; 9, 6; 28/29, 10; 92/93, 1; 96/97, 1)4; 145/146, 10).
3. Frente a la
  experiencia dolorosa de los límites humanos y del pecado, los Profetas
  anuncian una nueva Alianza, en la que el Señor mismo será el guía salvífico y
  real de su pueblo renovado (Cfr. Jer 31, 31-34; Ez 34, 7-16; 36,24-28).
En este contexto surge la expectación de un nuevo David, que el Señor
  suscitará para que sea el instrumento del éxodo, de la liberación, de la
  salvación (Ez 34, 23-25; cfr. Jer 23, 5)6). Desde ese momento la figura del
  Mesías aparece en relación íntima con la manifestación de la realeza plena de
  Dios.
Tras el exilio, aun cuando la institución de la monarquía decayera en
  Israel, se continuó profundizando la fe en la realeza que Dios ejerce sobre
  su pueblo y que se extenderá hasta 'los confines de la tierra'. Los Salmos
  que cantan al Señor rey constituyen el testimonio más significativo de esta
  esperanza (Cfr Sal 95/96-98/99).
Esta esperanza alcanza su grado máximo de intensidad cuando la mirada
  de la fe, dirigiéndose más allá del tiempo de la historia humana, llegará a
  comprender que sólo en la eternidad futura se establecerá el reino de Dios en
  todo su poder: entonces, mediante la resurrección, los redimidos se
  encontrarán en la plena comunión de vida y de amor con el Señor (Cfr. Dan
  7,9-10; 12, 2-3).
4. Jesús alude a esta
  esperanza del Antiguo Testamento y proclama su cumplimiento. El reino de Dios
  constituye el tema central de su predicación, como lo demuestran sobre todo
  las parábolas.
La parábola del sembrador (Mt 13, 3)8) proclama que el reino de Dios
  está ya actuando en la predicación de Jesús; al mismo tiempo invita a
  contemplar a abundancia de frutos que constituirán la riqueza sobreabundante
  del reino al final de los tiempos. La parábola de la semilla que crece por sí
  sola (Mc 4, 26-29) subraya que el reino no es obra humana, sino únicamente
  don del amor de Dios que actúa en el corazón de los creyentes y guía la
  historia humana hacia su realización definitiva en la comunión eterna con el
  Señor. La parábola de la cizaña en medio del trigo (Mt 13, 24-30) y la de la
  red para pescar (Mt 13, 47-52) se refieren, sobre todo, a la presencia, ya
  operante, de la salvación de Dios. Pero, junto a los 'hijos del reino', se
  hallan también los 'hijos del maligno', los que realizan la iniquidad: sólo
  al final de la historia serán destruidas las potencias del mal, y quien hay
  cogido el reino estará para siempre con el Señor. Finalmente, las parábolas
  del tesoro escondido y de la perla preciosa (Mt 13, 44-46), expresan el valor
  supremo y absoluto del reino de Dios: quien lo percibe, está dispuesto a
  afrontar cualquier sacrificio y renuncia para entrar en él.
5. De la enseñanza de
  Jesús nace una riqueza muy iluminadora. El reino de Dios en su plena y total
  realización, es ciertamente futuro, 'debe venir' (Cfr. Mc 9, 1; Lc 22, 18);
  la oración del Padrenuestro enseña a pedir su venida: 'Venga a nosotros tu
  reino' (Mt 6, 10).
Pero al mismo tiempo, Jesús afirma que el reino de Dios 'ya ha venido'
  (Mt 12, 28), 'está dentro de vosotros' (Lc 17, 21) mediante la predicación y
  las obras, de Jesús. Por otra parte, de todo el Nuevo Testamento se deduce
  que la Iglesia,
  fundada por Jesús, es el lugar donde la realeza de Dios se hace presente, en
  Cristo, como don de salvación en la fe, de vida nueva en el Espíritu, de
  comunión en la caridad.
Se ve así la relación íntima entre el reino y Jesús, una relación tan
  estrecha que el reino de Dios puede llamarse también 'reino de Jesús' (Ef 5,
  5;2 Pe 1, 11), como afirma, por lo demás, el mismo Jesús ante Pilato al decir
  que 'su' reino no es de este mundo (Cfr. 18, 36).
6. Desde esta
  perspectiva podemos comprender las condiciones indicadas por Jesús para
  entrar en el reino se pueden resumir en la palabra 'conversión'. Mediante la
  conversión el hombre se abre al don de Dios (Cfr. Lc 12, 32), que llama 'a su
  reino y a su gloria' (1 Tes 2, 12); acoge como un niño el reino (Mc 10, 15) y
  está dispuesto a todo tipo de renuncias para poder entrar en él (Cfr. Lc 18,
  29; Mt 19, 29; Mc 10, 29)
El reino de Dios exige una 'justicia' profunda o nueva (Mt 5, 20);
  requiere empeño en el cumplimiento de la 'voluntad de Dios' (Mt 7, 21),
  implica sencillez interior 'como los niños' (Mt 18, 3; Mc 10, 15); comporta
  la superación del obstáculo constituido por las riquezas (Cfr. Mc 10, 23-24).
7. Las
  bienaventuranzas proclamadas por Jesús (Cfr. Mt 5, 3-12) se presentan como la
  'Carta magna' del reino de los cielos, dado a los pobres de espíritu, a los
  afligidos, a los humildes, a quien tiene hambre y sed de justicia, a los
  misericordiosos, a los puros de corazón, a los artífices de paz, a los
  perseguidos por causa de la justicia. Las bienaventuranzas no muestran sólo
  las exigencias del reino; manifiestan ante todo la obra que Dios realiza en
  nosotros haciéndonos semejantes a su Hijo (Rom 8, 29) y capaces de tener sus
  sentimientos (Flp 2, 5 ss.) de amor y de perdón (Cfr. Jn 13, 34-35; Col 3,
  13)
8. La enseñanza de
  Jesús sobre el reino de Dios es testimoniada por la Iglesia del Nuevo
  Testamento, que vivió esta enseñanza con a alegría de su fe pascual. La Iglesia es la comunidad
  de los 'pequeños' que el Padre 'ha liberado del poder de las tinieblas y ha
  trasladado al reino del Hijo de su amor' (Col 1,13); es la comunidad de los que
  viven 'en Cristo', dejándose guiar por el Espíritu en el camino de la paz (Lc
  1, 79), y que luchan para no 'caer en la tentación' y evitar la obras de la
  'carne', sabiendo muy bien que 'quienes tales cosas hacen no heredarán el
  reino de Dios' (Gal 5, 21). La
   Iglesia es la comunidad de quienes anuncian, con su vida y
  con sus palabras, el mismo mensaje de Jesús: 'El reino de Dio está cerca de
  vosotros' (Lc 10, 9).
9. La Iglesia, que 'camina a
  través de los siglos incesantemente a la plenitud de la verdad divina hasta
  que se cumpla en ella las palabras de Dios' (Dei Verbum, 8), pide al Padre en
  cada una de las celebraciones de la Eucaristía que 'venga su reino'. Vive esperando
  ardientemente la venida gloriosa del Señor y Salvador Jesús, que ofrecerá a la Majestad Divina
  un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la
  santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor la paz' (Prefacio de
  la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo).
Esta espera del Señor es fuente incesante de confianza de energía.
  Estimula a los bautizados, hechos partícipes de la dignidad real de Cristo, a
  vivir día tras día 'en el reino del Hijo de su amor', a testimoniar y
  anunciar la presencia del reino con las mismas obras de Jesús (Cfr. Jn 14,
  12). En virtud de este testimonio de fe y de amor, enseña el Concilio, el
  mundo se impregnará del Espíritu de Cristo y alcanzará con mayor eficacia su
  fin en la justicia, en la caridad y en la paz (Lumen Gentium , 36).
1. En el Antiguo
  Testamento se desarrolló y floreció una rica tradición de doctrina
  sapiencial. En el plano humano, dicha tradición manifiesta la sed del hombre de
  coordinar los datos de sus experiencias y de sus conocimientos para orientar
  su vida del modo más provechoso y sabio. Desde este punto de vista, Israel no
  se aparta de las formas sapienciales presentes en otras culturas de la
  antigüedad, y elabora una propia sabiduría de vida, que abarca los diversos
  sectores de la existencia: individual, familiar, social, político.
Ahora bien, esta misma búsqueda sapiencial no se desvinculó nunca de
  la fe en el Señor, Dios del éxodo; y ello se debió a la convicción que se
  mantuvo siempre presente en la historia del pueblo elegido, de que sólo en
  Dios residía la
   Sabiduría perfecta. Por ello, el 'temor del Señor', es
  decir, la orientación religiosa y vital hacia El, fue considerado el
  'principio', el 'fundamento', la 'escuela' de la verdadera sabiduría (Prov 7;
  9, 10; 15, 33).
2. Bajo el influjo de
  la tradición litúrgica y profética, el tema de la sabiduría se enriquece con
  una profundización singular, llegando a empapar toda la Revelación. De
  hecho, tras el exilio se comprende con mayor claridad que la sabiduría humana
  es un reflejo de la
   Sabiduría divina, que Dios 'derramó sobre todas sus obras,
  y sobre toda carne, según su liberalidad' (Sir 1, 9-10). El momento más alto
  de la donación de la
   Sabiduría tiene lugar con la revelación al pueblo elegido,
  al que el Señor hace conocer su palabra (Dt 30, 14). Es más, la Sabiduría
  divina, conocida en la forma más plena de que el hombre es capaz, es la Revelación
  misma, la 'Tora', 'el libro de a alianza de Dios altísimo' (Sir 24, 32).
3. La Sabiduría
  divina aparece en este contexto como el designio misterioso de Dios que está
  en el origen de la creación y de la salvación. Es la luz que lo ilumina todo,
  la palabra que revela la fuerza del amor que une a Dios con su creación y con
  su pueblo. La
   Sabiduría divina no se considera una doctrina abstracta,
  sino una persona que procede de Dios: está cerca de El 'desde el principio'
  (Prov 8, 23), es su delicia en el momento de la creación del mundo y del
  hombre, durante la cual se deleita ante él (Prov 8, 22-31).
El texto de Ben Sirá recoge este motivo y lo desarrolla, describiendo la Sabiduría
  divina que encuentra su lugar de 'descanso aso' en Israel y se establece en
  Sión (Sir 24, 3)12), indicando de ese modo que la fe del pueblo elegido
  constituye la vía más sublime para entrar en comunión con el pensamiento y el
  designio de Dios. El último fruto de esta profundización en el Antiguo
  Testamento es el libro de la Sabiduría, redactado poco antes del nacimiento
  de Jesús. En él se define a la Sabiduría divina como 'hálito del poder de
  Dios, resplandor de la luz eterna, espejo sin mancha del actuar de Dios,
  imagen de su bondad, fuente de a amistad divina y de la misma profecía' (Sab
  7, 25-27).
4. A este nivel de
  símbolo personalizado del designio divino, la Sabiduría es
  una figura con la que se presenta la intimidad de la comunión con Dios y la
  exigencia de una respuesta personal de amor. La Sabiduría
  aparece por ello como la esposa (Prov 4, 6-9), la compañera de la vida (Prov
  6, 22; 7, 4). Con las motivaciones profundas del amor, la Sabiduría
  invita al hombre a la comunión con ella y, en consecuencia, a la comunión con
  el Dios vivo. Esta comunión se describe con la imagen litúrgica del banquete:
  'Venid y comed mi pan y bebed mi vino que he mezclado' (Prov 9, 5): una
  imagen que la apocalíptica volverá a tomar para expresar la comunión eterna
  con Dios, cuando El mismo elimine la muerte para siempre (Is 25, 6-7).
5. A la luz de esta
  tradición sapiencial podemos comprender mejor el misterio de Jesús Mesías. Ya
  un texto profético del libro de Isaías habla del espíritu del Señor que se
  posará sobre el Rey)Mesías y caracteriza ese Espíritu ante todo como
  'Espíritu de sabiduría y de inteligencia' y luego como 'Espíritu de
  entendimiento y de temor de Yahvéh' (Is 11, 2).
En el Nuevo Testamento son varios los textos que presentan a Jesús
  lleno de la
   Sabiduría divina. El Evangelio de la infancia según San
  Lucas insinúa el rico significado de la presencia de Jesús entre los doctores
  del templo, donde 'cuantos le oían quedaban estupefactos de su inteligencia'
  (Lc 2, 47), y resume la vida oculta en Nazaret con las conocidas palabras:
  'Jesús crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los hombres' (Lc
  2, 52).
Durante los años del ministerio de Jesús, su doctrina suscitaba
  sorpresa y admiración: 'Y la muchedumbre que le oía se maravillaba diciendo:
  !¿De dónde le viene a éste tales cosas, y qué sabiduría es ésta que le ha
  sido dada?!' (Mc 6, 2).
Esta Sabiduría, que procedía de Dios, conferí Jesús un prestigio
  especial: 'Porque les enseñaba como quien tiene poder, y no como sus
  doctores' (Mt 7, 29); por ello se presenta como quien es 'más que Salomón'
  (Mt 12, 42). Puesto que Salomón es la figura ideal de quien ha recibido la Sabiduría
  divina, se concluye que en esas palabras Jesús aparece explícitamente como la
  verdadera Sabiduría revelada a los hombres.
6. Esta
  identificación de Jesús con la Sabiduría a afirma el Apóstol Pablo con
  profundidad singular. Cristo, escribe Pablo, 'ha venido a ser para nosotros,
  de parte de Dios, sabiduría, justicia, santificación y redención' (1 Cor 1,
  30). Es más, Jesús es la 'sabiduría que no es de este siglo... predestinada
  por Dios antes de los siglos para nuestra gloria' (1 Cor 2, 6)7). La
  'Sabiduría de Dios' es identificada con el Señor de la gloria que ha sido
  crucificado. En la cruz y en la resurrección de Jesús se revela, pues, en
  todo su esplendor, el designio misericordioso de Dios, que ama y perdón l
  hombre hasta el punto de convertirlo en criatura nueva. La Sagrada Escritura
  haba además de otra sabiduría que no viene de Dios, la 'sabiduría de este
  siglo' la orientación del hombre que se niega a abrirse al misterio de Dios,
  que pretende ser el artífice de su propia salvación. A sus ojos la cruz
  aparece como una locura o una debilidad; pero quien tiene fe en Jesús, Mesías
  y Señor, percibe con el Apóstol que 'la locura de Dios es más sabia que los
  hombres, y la flaqueza de Dios, más poderosa que los hombres' (1 Cor 1, 25).
7. A Cristo se le
  contempla cada vez con mayor profundidad como la verdadera 'Sabiduría de
  Dios'. Así, refiriéndose claramente al lenguaje de los libros sapienciales,
  se le proclama 'imagen del Dios invisible', 'primogénito de toda criatura',
  Aquel por medio del cual fueron creadas todas las cosas y en el cual subsisten
  todas las cosas (Cfr Col 1, 15-17); El, en cuanto Hijo de Dios, es
  'irradiación de su gloria e impronta de su sustancia y el que con su poderosa
  palabra sustenta todas las cosas' (Heb 1, 3).
La fe en Jesús, Sabiduría de Dios, conduce a un 'conocimiento pleno'
  de la voluntad divina, 'con toda sabiduría e inteligencia espiritual', y hace
  posible comportarse 'de una manera digna del Señor, procurando serle gratos
  en todo, dando frutos de toda obra buena y creciendo en el comportamiento de
  Dios' (Col 1, 9)10).
8. Por su parte, el
  Evangelista Juan, evocando la Sabiduría descrita en su intimidad con Dios,
  habla del Verbo que estaba en el principio, junto a Dios, y confiesa que 'el
  Verbo era Dios'(Jn 1, 1). La Sabiduría, que el Antiguo Testamento había
  llegado a equiparar a la
   Palabra de Dios, es identificada ahora con Jesús, el Verbo
  que 'se hizo carne y habitó entre nosotros' (Jn 1,14). Como la Sabiduría,
  también Jesús, Verbo de Dios, invita al banquete de su palabra y de su
  cuerpo, porque El es 'el pan de vida' (Jn 6, 48), da el agua viva del
  Espíritu (Jn 4,10; 7, 37-39), tiene 'palabras de vida eterna' (Jn 6, 68).En
  todo esto, Jesús es verdaderamente 'más que Salomón', porque no sólo realiza
  de forma plena la misión de la Sabiduría, es decir, manifestar y comunicar el
  camino, la verdad y la vida, sino que El mismo es 'el camino, la verdad y la
  vida' (Jn 14, 6), es la revelación suprema de Dios en el misterio de su
  paternidad (Jn 1, 18; 17, 6).
9. Esta fe en Jesús,
  revelador del Padre, constituye el aspecto más sublime y consolador de la Buena Nueva. Este
  es precisamente el testimonio que nos llega de las primeras comunidades
  cristianas, en las cuales continuaba resonando el himno de alabanza que Jesús
  había elevado al Padre, bendiciéndolo porque en su beneplácito había revelado
  'estas cosas' a los pequeños.
La Iglesia ha crecido a través de los siglos con esta fe: 'Nadie conoce al Hijo
  sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo
  se lo quiera revelar' (Mt 11, 27). En definitiva, revelándonos al Hijo
  mediante el Espíritu, Dios nos manifiesta su designio, su sabiduría, la
  riqueza de su gracia 'que derramó superabundantemente sobre nosotros con toda
  sabiduría e inteligencia' (Ef 1, 8).
1. Jesucristo, Hijo
  del hombre e Hijo de Dios: éste es el tema culminante de nuestras catequesis
  sobre la identidad del Mesías. Es la verdad fundamental de la revelación
  cristiana y de la fe: la humanidad y la divinidad de Cristo, sobre la cual
  reflexionaremos más adelante con mayor amplitud. Por ahora nos urge completar
  el análisis de los títulos mesiánicos presentes ya de algún modo en el
  Antiguo Testamento y ver en qué sentido se los atribuye Jesús a Sí mismo.
En relación con el título 'Hijo del hombre', resulta significativo que
  Jesús lo usara frecuentemente hablando de Sí, mientras que los demás lo
  llaman Hijo de Dios, como veremos en la próxima catequesis. El se autodefine
  'Hijo del hombre', mientras que nadie le daba este título si exceptuamos al
  diácono Esteban antes de la lapidación (Hech 7, 56) y al autor del
  Apocalipsis en dos textos (Ap 1, 13; 14, 14).
2. El título 'Hijo
  del hombre' procede del Antiguo Testamento, en concreto del libro del Profeta
  Daniel, de la visión que tuvo de noche el Profeta: 'Seguía yo mirando en la
  visión nocturna, y vi venir sobre las nubes del cielo a uno como hijo de
  hombre, que se llegó al anciano de muchos días y fue presentado ante éste.
  Fuele dado el señorío, la gloria y el imperio, y todos los pueblos, naciones
  y lenguas le sirvieron, y su dominio es dominio eterno que no acabará y su
  imperio, imperio que nunca desaparecerá' (Dan 7, 13-14).
Cuando el Profeta pide la explicación de esta visión, obtiene la
  siguiente respuesta: 'Después recibirán el reino los santos del Altísimo y lo
  poseerán por siglos, por los siglos de los siglos... Entonces le darán el
  reino, el dominio y la majestad de todos los reinos de debajo del cielo al
  pueblo de los santos del Altísimo'. (Dan 7, 18 27) El texto de Daniel
  contempla a una persona individual y al pueblo. Señalemos ya ahora que lo que
  se refiere a la persona del Hijo del hombre se vuelve a encontrar en las
  palabras del Ángel en la anunciación a María: 'Reinará... por los siglos y su
  reino no tendrá fin' (Lc 1,33).
3. Cuando Jesús
  utiliza el título 'Hijo del hombre' para hablar de Sí mismo, recurre a una
  expresión proveniente de la tradición canónica del Antiguo Testamento
  presente también en los libros apócrifos del judaísmo. Pero conviene notar,
  sin embargo, que la expresión 'hijo de hombre' (ben-adam) se había convertido
  en el arameo de la época de Jesús en una expresión que indicaba simplemente
  'hombre' (bar enas). Por eso, al referirse a Sí mismo como 'Hijo del hombre',
  Jesús logró casi esconder tras el velo del significado común el significado mesiánico
  que tenía la palabra en la enseñanza profética. Sin embargo, no resulta
  casual; si bien las afirmaciones sobre el 'Hijo del hombre' aparecen
  especialmente en el contexto de la vida terrena y de la pasión de Cristo, no
  faltan en relación con su elevación escatológica.
4. En el contexto de
  la vida terrena de Jesús de Nazaret encontramos textos como el siguiente:
  'Las raposas tienen cuevas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del
  hombre no tiene dónde reclinar la cabeza' (Mt 8, 20); o este otro: 'Vino el
  Hijo del hombre, comiendo y bebiendo, y dicen: es un comilón y bebedor de
  vino, amigo de publicanos y pecadores' (Mt 11, 19). Otras veces la palabra de
  Jesús asume un valor que indica con mayor profundidad su poder. Así cuando
  afirma: 'Y dueño del sábado es el Hijo del hombre' (Mc 2, 28). Con ocasión de
  la curación del paralítico, a quien introdujeron en la casa donde estaba
  Jesús haciendo un agujero en el techo, El afirma en tono casi desafiante:
  'Pues para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para
  perdonar los pecados )se dirige al paralítico), yo te digo: Levántate, toma
  tu camilla y vete a tu casa' (Mc 2, 10)11 ) En otro texto afirma Jesús:
  'Porque como fue Jonás señal para los ninivitas, así también lo será el Hijo
  del hombre para esta generación' (Lc 11, 30) En otra ocasión se trata de una
  predicción rodeada de misterio: 'Llegará tiempo en que desearéis ver un solo
  día al Hijo del hombre, y no lo veréis' (Lc 17, 22).
5. Algunos teólogos
  señalan un paralelismo interesante entre la profecía de Ezequiel y las
  afirmaciones de Jesús. El Profeta escribe: '(Dios) me dijo: Hijo de hombre,
  yo te mando a los hijos de Israel... que se han rebelado contra mí... Diles:
  Así dice el Señor, Yahvéh' (Ez 2, 3)4) 'Hijo de hombre, habitas medio de
  gente rebelde, que tiene ojos para ver, y no ven; oídos para oír, y no
  oyen...' (Ez 12, 2) 'Tú, hijo de hombre... dirigirás tus miradas contra el
  muro de Jerusalén... profetizando contra ella' (Ez. 4, 1-7). 'Hijo de hombre,
  propón un enigma y compón una parábola sobre la casa de Israel (Ez 17, 2).
Haciéndose eco de las palabras del Profeta, Jesús enseña: 'Pues el
  Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido' (Lc 19,
  10). 'Pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir
  y a dar su vida en rescate por muchos' (Mc 10, 45; cfr. además Mt 20, 29). El
  'Hijo del hombre... cuando venga en la gloria del Padre, se avergonzará de
  quien se avergüence de El y de sus palabras ante los hombres' (Cfr. Mc 8,
  38).
6. La identidad del
  Hijo del hombre se presenta en el doble aspecto de representante de Dios,
  anunciador del reino de Dios, Profeta que llama a la conversión. Por otra
  parte, es 'representante' de los hombres, compartiendo con ellos su condición
  terrena y sus sufrimientos para redimirlos y salvarlos según el designio del
  Padre. Como dice El mismo en el diálogo con Nicodemo: 'A la manera que Moisés
  levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo
  del hombre, para que todo el que crea en El tenga la vida eterna' (Jn 3,
  14-15).
Se trata de un anuncio claro de la pasión, que Jesús vuelve a repetir:
  'Comenzó a enseñarles cómo era preciso que el Hijo del hombre padeciese
  mucho, y que fuese rechazado por los ancianos y los príncipes de los sacerdotes
  y los escribas, y que fuese muerto y resucitara después de tres días'(Mc 8,
  31). En el Evangelio de Marcos encontramos esta predicción repetida en tres
  ocasiones (Cfr. Mc 9, 31; 10, 33-34) y en todas ellas Jesús habla de Sí mismo
  como 'Hijo del hombre'.
7. Con este mismo
  apelativo se autodefine Jesús ante el tribunal de Caifás, cuando a la
  pregunta: '¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito?', responde: 'Yo soy, y
  veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las
  nubes del cielo' (Mc 14, 62). En estas palabras resuena el eco de la profecía
  de Daniel sobre el 'Hijo del hombre que viene sobre las nubes del cielo' (Dan
  7, 13) y del Salmo 110, que contempla al Señor sentado a la derecha de
  Dios(Cfr. Sal 109/110, 1)
8. Jesús habla
  repetidas veces de la elevación del 'Hijo del hombre', pero no oculta a sus
  oyentes que ésta incluye la humillación de la cruz. Frente a las objeciones y
  a la incredulidad de la gente y de los discípulos, que comprendían muy bien
  el carácter trágico de sus alusiones y que, sin embargo, le preguntaban:
  '¿Cómo, pues, dices tú que el Hijo del hombre ha de ser levantado? ¿Quién es
  este Hijo del hombre?' (Jn 12, 34), afirma Jesús claramente: 'Cuando
  levantéis en alto al Hijo del Hombre, entonces conoceréis que yo soy y no
  hago nada por mí mismo, sino que según me enseñó el Padre, así hablo' (Jn 8,
  28). Jesús afirma que su 'elevación' mediante la cruz constituirá su
  glorificación. Poco después añadirá: 'es llegada la hora en que el Hijo del
  hombre será glorificado' (Jn 12, 23). Resulta significativo que cuando Judas
  abandonó el Cenáculo, Jesús afirme: 'Ahora ha sido glorificado el Hijo del
  hombre, y Dios ha sido glorificado en él' (Jn 13, 31).
9. Este es el
  contenido de vida, pasión, muerte y gloria, del que el Profeta Daniel había
  ofrecido sólo un simple esbozo. Jesús no duda en aplicarse incluso el
  carácter de reino eterno e imperecedero que Daniel había atribuido a la obra
  del Hijo del hombre, cuando en la profecía sobre el fin del mundo proclama:
  'Entonces verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes con gran poder y
  majestad' (Mc 13, 26; cfr. Mt 24, 30): En esta perspectiva escatológica debe
  llevarse a cabo la obra evangelizadora de la Iglesia. Jesús
  hace la siguiente advertencia: 'No acabaréis las ciudades de Israel antes de
  que venga el Hijo del hombre' (Mt 10, 23). Y se pregunta: 'Pero cuando venga
  el Hijo del hombre, ¿encontrará fe en la tierra?' (Lc 1 8, 8).
10.
  Si en su condición de 'Hijo del hombre' Jesús realizó con su vida, pasión,
  muerte y resurrección el plan mesiánico delineado en el Antiguo Testamento,
  al mismo tiempo asume con ese mismo nombre el lugar que le corresponde entre
  los hombres como hombre verdadero, como hijo de una mujer, María de Nazaret.
  Mediante esta mujer, su Madre, El, el 'Hijo de Dios', es al mismo tiempo
  'Hijo del hombre', hombre verdadero, como testimonia la Carta a los Hebreos: 'Se
  hizo realmente uno de nosotros, semejante a nosotros en todo, menos en el
  pecado' (Const. Gaudium et Spes, 22; cfr. Heb 4, 15).(JESUCRISTO: EL HIJO DE DIOS)
1. Según hemos
  tratado en las catequesis precedentes, el nombre de 'Cristo' significa en el
  lenguaje del Antiguo Testamento 'Mesías'. Israel, el Pueblo de Dios de la
  antigua alianza, vivió en la espera de la realización de la promesa del
  Mesías, que se cumplió en Jesús de Nazaret. Por eso desde el comienzo se
  llamó a Jesús Cristo, esto es: 'Mesías', y fue aceptado como tal por todos
  aquellos que 'lo han recibido' (Jn 1, 12).
2. Hemos visto que,
  según la tradición de la antigua alianza, el Mesías es Rey y que este Rey
  Mesiánico fue llamado también Hijo de Dios, nombre que en el ámbito del
  monoteísmo yahvista del Antiguo Testamento tiene un significado
  exclusivamente analógico, e incluso, metafórico. No se trata en aquellos
  libros del Hijo 'engendrado' por Dios, sino de alguien a quien Dios elige y
  le confía una concreta misión o servicio.
3. En este sentido
  también alguna vez todo el pueblo se denominó 'hijo', como, por ejemplo, en
  las palabras que Yahvéh dirigió a Moisés: 'Tú dirás al Faraón: ...Israel es
  mi hijo, mi primogénito... Yo mando que dejes a mi hijo ira servirme' (Ex 4,
  22-23; cfr. también Os 11, 1; Jer 31, 9). Así, pues, si se llama al Rey en la
  antigua alianza 'Hijo de Dios', es porque en la teocracia israelita, es el
  representante especial de Dios.
Lo vemos, por ejemplo, en el Salmo 2, con relación con la
  entronización del rey: 'El me ha dicho: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado
  hoy' (Sal 2, 7-8). También en el Salmo 88 leemos: 'El (David) me invocará
  diciendo: tú eres mi padre... Y yo te haré mi primogénito, el más excelso de
  los reyes de la tierra' (Sal. 80, 27)28). Después el profeta Natán hablará
  así a propósito de la descendencia de David: 'Yo le seré a él padre y él me
  será a mí hijo. Si obrare mal yo le castigaré,..' (2 Sm 7, 14).
No obstante, en el Antiguo Testamento, a través del significado
  analógico y metafórico de la expresión 'Hijo de Dios', parece que penetra en
  él otro, que permanece oscuro. Así en el citado Salmo 2, Dios dice al rey:
  'Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy' (Sal 2, 7), y en el Salmo 109/110:
  'Yo mismo te engendré como rocío antes de a aurora' (Sal 109/110, 3).
4. Es preciso tener
  presente este transfondo bíblico mesiánico para darse cuenta de que el modo
  de actuar y de expresarse de Jesús indica la conciencia de una realidad
  completamente nueva.
Aunque en los Evangelios sinópticos Jesús jamás se define como Hijo de
  Dios (lo mismo que no se llama Mesías), sin embargo, de diferentes maneras, afirma
  y hace comprender que es el Hijo de Dios y no en sentido analógico o
  metafórico, sino natural.
5. Subraya incluso la
  exclusividad de su relación filial con Dios. Nunca dice de Dios: 'nuestro
  Padre', sino sólo 'mi Padre', o distingue 'mi Padre, vuestro Padre'. No duda
  en afirmar: 'Todo me ha sido entregado por mi Padre' (Mt 11, 27).
Esta exclusividad de la relación filial con Dios se manifiesta
  especialmente en la oración, cuando Jesús se dirige a Dios como Padre usando
  la palabra aramea 'Abbá', que indica una singular cercanía filial y, en boca
  de Jesús, constituye una expresión de su total entrega a la voluntad del
  Padre: 'Abbá, Padre, todo te es posible; aleja de mí este cáliz' (Mc 14, 36).
Otras veces Jesús emplea la expresión 'vuestro Padre', por ejemplo:
  'como vuestro Padre es misericordioso' (Lc 6, 36); 'vuestro Padre, que está
  en los cielos' (Mc 11, 25). Subraya de este modo el carácter específico de su
  propia relación con el Padre, incluso deseando que esta Paternidad divina se
  comunique a los otros, como atestigua la oración del 'Padre nuestro', que
  Jesús enseñó a sus discípulos y seguidores.
6. La verdad sobre
  Cristo como Hijo de Dios es el punto de convergencia de todo el Nuevo
  Testamento. Los Evangelios, y sobre todo el Evangelio de San Juan, y los
  escritos de los Apóstoles, de modo especial las Cartas de San Pablo, nos
  ofrecen testimonios explícitos. En esta catequesis nos concentramos solamente
  en algunas afirmaciones particularmente significativas, que, en cierto
  sentido, 'nos abren el camino' hacia el descubrimiento de la verdad sobre
  Cristo como Hijo de Dios y nos acercan a una recta percepción de esta
  'filiación'.
7. Es importante
  constatar que la convicción de la filiación divina de Jesús se confirmó con
  una voz desde el cielo durante el Bautismo en el Jordán (Cfr. Mc 1, 11 ) y en
  el monte de la
   Transfiguración (Cfr. Mc 9, 7). En ambos casos, los
  Evangelistas nos hablan de la proclamación que hizo el Padre acerca de Jesús
  '(su) Hijo predilecto' (Cfr. Mt 3, 17; Lc 3, 22).
Los Apóstoles tuvieron una confirmación análoga dada por los espíritus
  malignos que arremetían contra Jesús: '¿Qué hay entre Ti y nosotros, Jesús
  Nazareno? ¿Has venido a perdernos? Te conozco: tú eres el Santo de Dios' (Mc
  1, 24). '¿Qué hay entre Ti y mí, Jesús, Hijo del Altísimo?' (Mc 5, 7).
8. Si luego
  escuchamos el testimonio de los hombres, merece especial atención la
  confesión de Simón Pedro, junto a Cesarea de Filipo: 'Tú eres el Mesías, el
  Hijo de Dios vivo' (Mt 16, 16). Notemos que esta confesión ha sido confirmada
  de forma insólitamente solemne por Jesús: 'Bienaventurado tú, Simón, Bar
  Jona, porque no es la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi
  Padre, que está en los cielos' (Mt 16, 17). No se trata de un hecho aislado.
  En el mismo Evangelio de Mateo leemos que, al ver a Jesús caminar sobre las
  aguas del lago de Genesaret, calmar al viento y salvar a Pedro, los Apóstoles
  se postraron ante el maestro, diciendo: 'Verdaderamente tú eres el Hijo de
  Dios' (Mt 14, 33).
9. Así, pues, lo que
  Jesús hacía y enseñaba, alimentaba en los Apóstoles la convicción de que El
  era no sólo el Mesías, sino también el verdadero 'Hijo de Dios'. Y Jesús
  confirmó esta convicción.
Fueron precisamente algunas de las afirmaciones proferidas por Jesús
  las que suscitaron contra El a acusación de blasfemia. De ellas brotaron
  momentos singularmente dramáticos como atestigua el Evangelio de Juan, donde
  se lee que los judíos 'buscaban... matarlo, pues no sólo quebrantaba el
  sábado, sino que decía que Dios era su Padre, haciéndose igual a Dios' (Jn
  5,18).
El mismo problema se plantea de nuevo en el proceso incoado a Jesús
  ante el Sanedrín: Caifás, Sumo Sacerdote, lo interpeló: 'Te conjuro por Dios
  vivo a que me digas si eres tú el Mesías, el Hijo de Dios'. A esta pregunta,
  Jesús respondió sencillamente: 'Tú lo has dicho', es decir: 'Sí, yo lo soy'
  (Cfr. Mt 26, 63-64). Y también en el proceso ante Pilato, aun siendo otro el
  motivo de a acusación: el de haberse proclamado rey, sin embargo los judíos
  repitieron la imputación fundamental: 'Nosotros tenemos una ley y, según esa
  ley, debe morir, porque se ha hecho Hijo de Dios' (Jn 19, 7).
10. En definitiva,
  podemos decir que Jesús murió en la cruz a causa de la verdad de su Filiación
  divina. Aunque la inscripción colocada sobre la cruz con la declaración
  oficial de la condena decía: 'Jesús de Nazaret, el Rey de los judíos', sin
  embargo )hace notar San Mateo), 'los que pasaban lo injuriaban moviendo la
  cabeza y diciendo... si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz' (Mt 27,
  39-40). Y también: 'Ha puesto su confianza en Dios, que El le libre ahora, si
  es que lo quiere, puesto que ha dicho: Soy el Hijo de Dios' (Mt 27, 43).
Esta verdad se encuentra en el centro del acontecimiento del Gólgota.
  En el pasado fue objeto de la convicción, de la proclamación y del testimonio
  dado por los Apóstoles, ahora se ha convertido en objeto de burla. Y sin
  embargo, también aquí, el centurión romano, que vigila a agonía de Jesús y
  escucha las palabras con las cuales El se dirige al Padre, en el momento de
  la muerte, a pesar de ser pagano, da un último testimonio sorprendente en
  favor de la identidad divina de Cristo: 'Verdaderamente este hombre era hijo
  de Dios' (Mc 15, 39).
11. Las palabras del
  centurión romano sobre la verdad fundamental del Evangelio y del Nuevo Testamento
  en su totalidad nos remiten a las que el Ángel dirigió a María en el momento
  de a anunciación: 'Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien
  pondrás por nombre Jesús. El será grande y llamado Hijo del Altísimo...' (Lc
  1, 31-32). Y cuando María pregunta '¿Cómo podrá ser esto?', el mensajero le
  responde: 'El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te
  cubrirá con su sombra y, por esto, el hijo engendrado será santo, será
  llamado Hijo de Dios' (Lc 1, 34-35).
12. En virtud de la conciencia
  que Jesús tuvo de ser Hijo de Dios en el sentido real natural de la palabra,
  El 'llamaba a Dios su Padre...' (Jn 5, 18). Con la misma convicción no dudó
  en decir a sus adversarios y acusadores: 'En verdad en verdad os digo: antes
  que Abrahán naciese, era yo' (Jn 8, 58).
En este 'era yo' está la verdad sobre la Filiación
  divina, que precede no sólo al tiempo de Abrahán, sino a todo tiempo y a toda
  existencia creada.
Dirá San Juan al concluir su Evangelio: 'Estas (señales realizadas por
  Jesús) fueron escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios,
  y para que, creyendo tengáis vida en su nombre' (Jn 20, 31).
1. El ciclo de las
  catequesis sobre Jesucristo se ha acercado gradualmente a su centro, permaneciendo
  en relación constante con el artículo del Símbolo, en el cual confesamos
  'Creo... en Jesucristo, Hijo único de Dios'. Las catequesis anteriores nos
  han preparado para esta verdad central, mostrando antes que nada el carácter
  mesiánico de Jesús de Nazaret. Y verdaderamente la promesa del Mesías )
  presente en toda la
   Revelación de a antigua Alianza como principal contenido de
  las expectativas de Israel) encuentra su cumplimiento en Aquel que solía
  llamarse el Hijo del hombre.
A la luz de las obras y de las palabras de Jesús se hace cada vez más
  claro que El es, al mismo tiempo, el verdadero Hijo de Dios. Esta es una
  verdad que resultaba muy difícil de admitir para una mentalidad enraizada en
  un rígido monoteísmo religioso. Y ésa era la mentalidad de los israelitas
  contemporáneos de Jesús. Nuestras catequesis sobre Jesucristo entran ahora
  precisamente en el ámbito de esta verdad que determina la novedad esencial
  del Evangelio, y de la que depende toda la originalidad del cristianismo como
  religión fundada en la fe en el Hijo de Dios, que se hizo hombre por
  nosotros.
2. Los Símbolos de la
  fe se concentran en esta verdad fundamental referida a Jesucristo.
En el Símbolo Apostólico confesamos: 'Creo en Dios, Padre
  todopoderoso... y en Jesucristo, su único Hijo (unigénito)'. Sólo
  sucesivamente el Símbolo Apostólico pone de relieve el hecho de que el Hijo
  unigénito del Padre es el mismo Jesucristo, como Hijo del hombre: 'el cual
  fue concebido por obra del Espíritu Santo y nació de la Virgen María'.
El Símbolo niceno-constantinopolitano expresa la misma realidad con
  palabras un poco distintas: 'Por nosotros los hombres y por nuestra salvación
  bajó del cielo y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre'.
Sin embargo, el mismo Símbolo presenta antes, ya de modo mucho más
  amplio la verdad de la filiación divina de Jesucristo, Hijo del hombre: 'Creo
  en un solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de
  todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero,
  engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre, por quien todo
  fue hecho'. Estas últimas palabras ponen todavía más de relieve la unidad en
  la divinidad del Hijo con el Padre, que es 'creador del cielo y de la tierra,
  de todo lo visible y lo invisible'.
3. Los Símbolos
  expresan la fe de la Iglesia
  de una manera concisa, pero precisamente gracias a su concisión esculpen las
  verdades más esenciales: aquellas que constituyen como el 'meollo' mismo de
  la fe cristiana, la plenitud y el culmen de a autorrevelación de Dios. Pues
  bien, según la expresión del autor de la Carta a los Hebreos, 'muchas veces y de muchas
  maneras habló Dios en otro tiempo' y finalmente ha hablado a la humanidad
  'por su Hijo'(Cfr. Heb 1,1-2). Es difícil no reconocer aquí la auténtica
  plenitud de la
   Revelación. Dios no sólo habla de Sí por medio de los
  hombres llamados a hablar en su nombre, sino que, en Jesucristo, Dios mismo,
  hablando 'por medio de su Hijo', se convierte en sujeto de la Palabra que revela. El
  mismo habla de Sí mismo. Su palabra contiene en sí a autorrevelación de Dios,
  la autorrevelación en el sentido estricto e inmediato.
4. Esta
  autorrevelación de Dios constituye la gran novedad y 'originalidad' del
  Evangelio. Profesando la fe con las palabras de los Símbolos, sea el
  apostólico o el niceno-constantinopolitano, la Iglesia bebe en plenitud
  del testimonio evangélico y alcanza así su esencia profunda. A la luz de este
  testimonio profesa y da testimonio de Jesucristo como Hijo que es 'de la
  misma naturaleza que el Padre'. El nombre 'Hijo de Dios' podía usarse (y lo
  ha sido) en un sentido amplio, como se constata en algunos textos del Antiguo
  Testamento (Sab 2, 18; Sir 4, 11; Sal 82, 6, y, con mayor claridad, 2 Sm
  7,14; Sal 2, 7; Sal 110, 3). El Nuevo Testamento, y especialmente los
  Evangelios, hablan de Jesús como Hijo de Dios en sentido estricto y pleno:
  Eles 'engendrado, no creado' y 'de la misma naturaleza que el Padre'.
5. Prestaremos ahora
  atención a esta verdad central de la fe cristiana analizando el testimonio
  del Evangelio desde este punto de vista. Es ante todo el testimonio del Hijo
  sobre el Padre y, en concreto, el testimonio de una relación filial que es
  propia de El y sólo de El.
De hecho, así como son significativas las palabras de Jesús: 'Nadie
  conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiera revelárselo'
  (Mt 11, 27), lo son éstas otras: 'Nadie conoce al Hijo sino el Padre' (Mt 11,
  27). Es el Padre quien realmente revela al Hijo. Merece la pena recordar que
  en el mismo contexto se reproducen las palabras de Jesús: 'Yo te alabo,
  Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los
  sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos' (Mt 11, 25; también Lc
  10, 21-22). Son palabras que Jesús pronuncia (como anota el Evangelista) con
  una especial alegría del corazón: 'Inundado de gozo en el Espíritu Santo'
  (Cfr. Lc 10, 21).
6. La verdad sobre
  Jesucristo, Hijo de Dios, pertenece, por tanto, a la esencia misma de la Revelación
  trinitaria. En ella y mediante ella Dios se revela a Sí mismo como unidad de
  la inescrutable Trinidad: del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Así, pues, la fuente definitiva del testimonio, que los Evangelios (y
  todo el Nuevo Testamento) dan de Jesucristo como Hijo de Dios, es el mismo
  Padre: el Padre que conoce al Hijo y se conoce a Sí mismo en el Hijo. Jesús,
  revelando al Padre, comparte en cierto modo con nosotros el conocimiento que
  el Padre tiene de Sí mismo en su eterno, unigénito Hijo. Mediante esta eterna
  filiación Dios es eternamente Padre. Verdaderamente, con espíritu de fe y de
  alegría, admirados y conmovidos, hagamos nuestra la confesión de Jesús: 'Todo
  te lo ha confiado el Padre a Ti, Jesús, Hijo de Dios, y nadie sabe quién es
  el Padre sino el Hijo y aquel a quien Tú, el Hijo, lo quieras revelar'.
1. Los Evangelios (y
  todo el Nuevo Testamento) dan testimonio de Jesucristo como Hijo de Dios. Es
  ésta una verdad central de la fe cristiana. Al confesar a Cristo como Hijo
  'de la misma naturaleza' que el Padre, la Iglesia continúa fielmente este testimonio
  evangélico, Jesucristo es el Hijo de Dios en el sentido estricto y preciso de
  esta palabra. Ha sido, por consiguiente, 'engendrado' en Dios, y no 'creado'
  por Dios y 'aceptado' luego como Hijo, es decir, 'adoptado'. Este testimonio,
  del Evangelio (y de todo el Nuevo Testamento), en el que se funda la fe de
  todos los cristianos, tiene su fuente definitiva en Dios) Padre, que da
  testimonio de Cristo como Hijo suyo.
En la catequesis anterior hemos hablado ya de esto refiriéndonos a los
  textos del Evangelio según Mateo y Lucas. 'Nadie conoce al Hijo sino el
  Padre' (Mt 11, 27). 'Nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre' (Lc 10, 22)
2. Este testimonio
  único y fundamental, que surge del misterio eterno de la vida trinitaria,
  encuentra expresión particular en los Evangelios sinópticos, primero en la
  narración del bautismo de Jesús en el Jordán y luego en el relato de la
  transfiguración de Jesús en el monte Tabor. Estos dos acontecimientos merecen
  una atenta consideración.
3. En el Evangelio
  según Marcos leemos: 'En aquellos días vino Jesús desde Nazaret, de Galilea,
  y fue bautizado por Juan en el Jordán. En el instante en que salía del agua
  vio los cielos abiertos y el Espíritu como paloma, que descendía sobre El, y
  una voz se hizo (oír) de los cielos: !Tú eres mi Hijo, el Amado, en quien
  tengo mis complacencias!' (Mc 1, 9-11).
Según el texto de Mateo, la voz que viene del cielo dirige sus
  palabras no a Jesús directamente, sino a aquellos que se encontraban
  presentes durante su bautismo en el Jordán: 'Este es mi Hijo amado' (Mt 3,
  17). En el texto de Lucas (Cfr. Lc 3, 22), el tenor de las palabras es
  idéntico al de Marcos.
4. Así, pues, somos
  testigos de una teofanía trinitaria. La voz del cielo que se dirige al Hijo
  en segunda persona: 'Tú eres...' (Marcos y Lucas) o habla de El en tercera
  persona: 'Este es...' (Mateo), es la voz del Padre, que en cierto sentido
  presenta a su propio Hijo a los hombres que habían acudido al Jordán para
  escuchar a Juan Bautista. Indirectamente lo presenta a todo Israel: Jesús es
  el que viene con la potencia del Espíritu Santo, es decir, el Mesías)Cristo.
  El es el Hijo en quien el Padre ha puesto sus complacencias, el Hijo 'amado'.
  Esta predilección, este amor, insinúa la presencia del Espíritu Santo en la
  unidad trinitaria, si bien en la teofanía del bautismo en el Jordán esto no
  se manifiesta aún con suficiente claridad.
5. El testimonio contenido
  en la voz que procede 'del cielo' (de lo alto), tiene lugar precisamente al
  comienzo de la misión mesiánica de Jesús de Nazaret. Se repetirá en el
  momento que precede a la pasión y al acontecimiento pascual que concluye toda
  su misión: el momento de la transfiguración. A pesar de la semejanza entre
  las dos teofanías, hay una clara diferencia entre ellas, que nace sobre todo
  del contexto de los textos. Durante el bautismo en el Jordán, Jesús es
  proclamado Hijo de Dios ante todo el pueblo. La teofanía de la
  transfiguración se refiere sólo a algunas personas escogidas: ni siquiera se
  introduce a todos los Apóstoles en cuanto grupo, sino sólo a tres de ellos:
  Pedro, Santiago y Juan. 'Pasados seis días Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a
  Juan, y los condujo solos a un monte alto y apartado y se transfiguró ante
  ellos' Esta transfiguración v acompañada de la 'aparición de Elías con Moisés
  hablando con Jesús'. Y cuando, superado el 'susto' ante tal acontecimiento,
  los tres Apóstoles expresan el deseo de prolongarlo y fijarlo ('bueno es
  estarnos aquí'), 'se formó una nube... y se dejó oír desde la nube una voz:
  Este es mi Hijo amado, escuchadle' (Cfr. Mc 9, 2)7). Así en el texto de
  Marcos. Lo mismo se cuenta en Mateo: 'Este es mi Hijo amado, en quien tengo mi
  complacencia; escuchadle' (Mt 17, 5). En Lucas, por su parte, se dice: 'Este
  es mi Hijo elegido, escuchadle' (Lc 9, 35).
6. El hecho, descrito
  por los Sinópticos, ocurrió cuando Jesús se había dado a conocer ya a Israel
  mediante sus signos (milagros), sus obras y sus palabras. La voz del Padre
  constituye como una confirmación 'desde lo alto' de lo que estaba madurando
  ya en la conciencia de los discípulos. Jesús quería que, sobre la base de lo
  signos y de las palabras, la fe en su misión y filiación divinas naciese en
  la conciencia de sus oyentes en virtud de la revelación interna que les daba
  el mismo Padre.
7. Desde este punto
  de vista, tiene especial significación la respuesta que Simón Pedro recibió
  de Jesús tras haberlo confesado en las cercanías de Cesarea de Filipo. En
  aquella ocasión dijo Pedro: 'Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo' (Mt
  16,16). Jesús le respondió: 'Bienaventurado tú, Simón Bar Jona, porque no es
  la carne ni la sangre quien esto te ha revelado, sino mi Padre, que está en
  los cielos' (Mt 16, 17). Sabemos la importancia que tiene en labios de Pedro
  la confesión que acabamos de citar. Pues bien, resulta esencial tener
  presente que la profesión de la verdad sobre la filiación divina de Jesús de
  Nazaret )'Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo') procede del Padre. Sólo
  el Padre 'conoce al Hijo' (Mt 11, 27), sólo el Padre sabe 'quién es el Hijo'
  (Lc 10, 22), y sólo el Padre puede conceder este conocimiento al hombre. Esto
  es precisamente lo que afirma Cristo en la respuesta dada a Pedro. La verdad
  sobre la filiación divina que brota de labios del Apóstol, tras haber
  madurado primero en su interior, en su conciencia, procede de la profundidad
  de la autorrevelación de Dios. En este momento todos los significados
  análogos dela expresión 'Hijo de Dios', conocidos ya en el Antiguo
  Testamento, quedan completamente superados. Cristo es el Hijo del Dios vivo,
  el Hijo en el sentido propio y esencial de esta palabra: es 'Dios de Dios'.
8. La voz que
  escuchan los tres Apóstoles durante la transfiguración en el monte
  (identificado por la tradición posterior con el monte Tabor), confirma la
  convicción expresada por Simón Pedro en las cercanías de Cesarea (según Mt
  16,16). Confirma en cierto modo 'desde el exterior' lo que el Padre había ya
  'revelado desde el interior'. Y el Padre, al confirmar ahora la revelación
  interior sobre la filiación divina de Cristo ) 'Este es mi Hijo amado:
  escuchadle'), parece como si quisiera preparar a quienes ya han creído en El
  para los acontecimientos de la
   Pascua que se acerca: para su muerte humillante en la cruz.
  Es significativo que 'mientras bajaban del monte' Jesús les ordenara: 'No
  deis a conocer a nadie esta visión hasta que el Hijo del Hombre resucite de
  entre los muertos' (Mt 17,9, como también Mc 9, 9, y además, en cierta
  medida, Lc 9, 21). La teofanía en el monte de la transfiguración del Señor se
  hala así relacionada con el conjunto del Misterio pascual de Cristo.
9. En esta línea se
  puede entender el importante pasaje del Evangelio de Juan (Jn 12 20-28) donde
  se narra un hecho ocurrido tras la resurrección de Lázaro, cuando por un lado
  aumenta a admiración hacia Jesús y, por otro, crecen las amenazas contra El.
  Cristo habla entonces del grano de trigo que debe morir para poder producir
  mucho fruto. Y luego concluye significativamente: 'Ahora mi alma se siente
  turbada; ¿y qué diré? Padre, líbrame de esta hora? Mas para esto he venido yo
  a esta hora! Padre, glorifica tu nombre'. Y 'llegó entonces una voz del
  Cielo: !Lo glorifiqué y de nuevo lo glorificaré' (Cfr. Jn 12, 27-28). En esta
  voz se expresa la respuesta del Padre, que confirma las palabras anteriores
  de Jesús: 'Es llegada la hora en que el Hijo del Hombre será glorificado' (Jn
  12, 25).
El Hijo del Hombre que se acerca a su 'hora' pascual, es Aquel de
  quien la voz de lo alto proclamaba en el bautismo y en la transfiguración:
  'Mi Hijo amado en quien tengo mis complacencias... el elegido'. En esta voz
  se contenía el testimonio del Padre sobre el Hijo. El autor de la segunda
  Carta a de Pedro, recogiendo el testimonio ocular del Jefe de los Apóstoles,
  escribe para consolar a los cristianos en un momento de dura persecución:
  '(Jesucristo)... al recibir de Dios Padre honor y gloria de la majestuosa
  gloria le sobrevino una voz (que hablaba) en estos términos: !Este es mi
  Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias!. Y esta voz bajada del
  cielo la oímos los que con El estábamos en el monte santo' (2 Pe. 1, 16-18).
1. En la anterior
  catequesis hemos mostrado, a base de los Evangelios sinópticos, que la fe en
  la filiación divina de Cristo se va formando, por Revelación del Padre, en la
  conciencia de sus discípulos y oyentes, y ante todo en la conciencia de los
  Apóstoles. Al crear la convicción de que Jesús es el Hijo de Dios en el
  sentido estricto y pleno 'no metafórico de esta palabra, contribuye sobre
  todo el testimonio del mismo Padre, que 'revela' en Cristo a su Hijo ('Mi
  Hijo') a través de las teofanías que tuvieron lugar en el bautismo en el
  Jordán, y luego, durante la transfiguración en el monte Tabor. Vimos además
  que la revelación de la verdad sobre la filiación divina de Jesús alcanza,
  por obra del Padre, las mentes y los corazones de los Apóstoles, según se ve
  en las palabras de Jesús a Pedro: 'No es la carne ni la sangre quien esto te
  ha revelado, sino mi Padre que está en los cielos' (Mt 16, 17).
2. A la luz de esta fe
  en la filiación divina de Cristo, fe que tras la resurrección adquirió una
  fuerza mucho mayor, hay que leer todo el Evangelio de Juan, y de un modo especial
  su prólogo (Jn 1, 1)18). Este constituye una síntesis singular que expresa la
  fe de la Iglesia
  apostólica: de aquella primera generación de discípulos, a la que había sido
  dado tener contactos con Cristo, o de forma directa o a través de los Apóstoles
  que hablaban de lo que habían oído y visto personalmente, y en lo cual
  descubrían la realización de todo lo que el Antiguo Testamento había predicho
  sobre El. Lo que había sido revelado ya anteriormente, pero que en cierto
  sentido se hallaba cubierto por un velo, ahora, a la luz de los hechos de
  Jesús, y especialmente y especialmente en virtud de los acontecimientos
  pascuales, adquiere transparencia, se hace claro y comprensible..
De esta forma, el Evangelio de Juan (que, de los cuatro Evangelios,
  fue el último escrito), constituye en cierto sentido el testimonio más
  completo sobre Cristo como Hijo de Dios, Hijo ''consubstancial' al Padre. El
  Espíritu Santo prometido por Jesús a los Apóstoles, y que debía 'enseñarles
  todo'(Cfr. Jn 14, 16), permite realmente al Evangelista 'escrutar las
  profundidades de Dios' (Cfr. 1 Cor 2, 10) y expresarlas en el texto inspirado
  del prólogo.
3. 'Al principio era
  el Verbo, y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios. El estaba al
  principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por El, y sin El no se hizo
  nada de cuanto ha sido hecho' (Jn 1, 1-3). 'Y el Verbo se hizo carne y habitó
  entre nosotros, y hemos visto su gloria, como de Unigénito del Padre, lleno
  de gracia y de verdad' (Jn 1, 14) 'Estaba en el mundo y por El fue hecho el
  mundo, pero el mundo no lo conoció. Vino a los suyos, pero los suyos no le
  recibieron, (Jn 1, 10)11). 'Mas a cuantos le recibieron dióles poder de venir
  a ser hijos de Dios: a aquellos que creen en su nombre; que no de la sangre,
  ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad del varón, sino de Dios, son
  nacidos' (Jn 1, 12)13). 'A Dios nadie lo vio jamás; el Hijo Unigénito, que
  está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer' (Jn 1, 18)
4. El prólogo de Juan
  es ciertamente el texto clave, en el que la verdad sobre la filiación divina
  de Cristo halla expresión plena.
El que 'se hizo carne', es decir, hombre en el tiempo, es desde la
  eternidad el Verbo mismo, es decir, el Hijo unigénito: el Dios, 'que está en el
  seno del Padre'. Es el Hijo 'de la misma naturaleza que el Padre', es 'Dios
  de Dios'. Del Padre recibe la plenitud de la gloria. Es el Verbo por quien
  'todas las cosas fueron hechas'. Y por ello todo cuanto existe le debe a El
  aquel 'principio' del que habla el libro del Génesis (Cfr. Gen 1, 1), el
  principio de la obra de la creación. El mismo Hijo eterno, cuando viene al
  mundo como 'Verbo que se hizo carne', trae consigo a la humanidad la plenitud
  'de gracia y de verdad'. Trae la plenitud de la verdad porque instruye acerca
  del Dios verdadero a quien 'nadie a visto jamás'. Y trae la plenitud de la
  gracia, porque a cuantos le acogen les da la fuerza para renacer de Dios:
  para llegar a ser hijos de Dios. Desgraciadamente, constata el Evangelista,
  'el mundo no lo conoció', y, aunque 'vino a los suyos', muchos 'no le
  recibieron'.
5. La verdad
  contenida en el prólogo joánico es la misma que encontramos en otros libros
  del Nuevo Testamento. Así, por ejemplo, leemos en la Carta 'a los Hebreos', que
  Dios 'últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo, a quien constituyó
  heredero de todo, por quien también hizo los siglos; que, siendo la
  irradiación de su gloria y la impronta de su sustancia y el que con su
  poderosa palabra sustenta todas las cosas, después de hacer la purificación
  de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las
  alturas' (Heb 1, 2-3)
6. El prólogo del
  Evangelio de Juan (lo mismo que, de otro modo, la Carta a los Hebreos),
  expresa, pues, bajo la forma de alusiones bíblicas, el cumplimiento en Cristo
  de todo cuanto se había dicho en a antigua alianza, comenzando por el libro
  del Génesis, pasando por la ley de Moisés (Cfr. Jn 1,17) y los Profetas,
  hasta los libros sapienciales. La expresión 'el Verbo' (que 'estaba en el
  principio en Dios'), corresponde a la palabra hebrea 'dabar' Aunque en griego
  encontramos el término 'logos', el patrón es, con todo, vétero-testamentario.
  Del Antiguo Testamento toma simultáneamente dos dimensiones: la de 'hochma',
  es decir, la sabiduría, entendida como 'designio' de Dios sobre la creación,
  y la de 'dabar' (Logos), entendida como realización de ese designio. La
  coincidencia con la palabra 'Logos', tomada de la filosofía griega, facilitó
  a su vez a aproximación de estas verdades a las mentes formadas en esa
  filosofía.
7. Permaneciendo
  ahora en el ámbito del Antiguo Testamento, precisamente en Isaías, leemos: La
  'palabra que sale de mi boca, no vuelve a mí vacía, sino que hace lo que yo
  quiero y cumple su misión' (Is 55, 11 ). De donde se deduce que la 'dabar-Palabra'
  bíblica no es sólo 'palabra', sino además 'realización' (acto). Se puede
  afirmar que ya en los libros de la
   Antigua alianza se encuentra cierta personificación del
  'verbo' (dabar logos); lo mismo que de la 'Sabiduría' (Sofia). 
Efectivamente, en el libro de la Sabiduría leemos: (la Sabiduría)
  'está en los secretos de la ciencia de Dios y es la que discierne sus obras'
  (Sab 8,4); y en otro texto: 'Contigo está la sabiduría, conocedora de tus
  obras, que te asistió cuando hacías al mundo, y que sabe lo que es grato a
  tus ojos y lo que es recto... Mándala de los santos cielos, y de tu trono de
  gloria envíala, para que me asista en mis trabajos y venga yo a saber lo que
  te es grato' (Sab 9, 9-10).
8. Estamos, pues, muy
  cerca de las primeras palabras del prólogo de Juan. Aún más cerca se hallan
  estos versículos del libro de la Sabiduría que dicen: 'Un profundo silencio lo
  envolvía todo, y en el preciso momento de la medianoche, tu Palabra
  omnipotente de los cielos, de tu trono real... se lanzó en medio de la tierra
  destinada a la ruina llevando por aguda espada tu decreto irrevocable' (Sab
  18, 14)15). Sin embargo, esta 'Palabra' a la que aluden los libros
  sapienciales, esa Sabiduría que desde el principio está en Dios, se considera
  en relación con el mundo creado que ella ordena y dirige (Cfr. Prov 8,
  22)27). En el Evangelio de Juan por el contrario 'el Verbo' no sólo está 'al
  principio', sino que se revela como vuelto completamente hacia Dios (pros ton
  Theon) y siendo Dios el mismo 'El Verbo era Dios'. El es el 'Hijo unigénito,
  que está en el seno del Padre', es decir, Dios-Hijo. Es en Persona la
  expresión pura de Dios, la 'irradiación de su gloria' (Cfr Heb 1, 3),
  'consubstancial al Padre'.
9. Precisamente este
  Hijo, el Verbo que se hizo carne, es Aquel de quien Juan da testimonio en el
  Jordán. De Juan Bautista leemos en el prólogo: 'Hubo un hombre enviado por
  Dios de nombre Juan. Vino éste a dar testimonio de la luz...' (Jn 1, 6)7).
  Esa luz es Cristo, como Verbo. Efectivamente, en el prólogo leemos: 'En El
  estaba la vida y la vida era la luz de los hombres' (Jn 1, 4). Esta es 'la
  luz verdadera que... ilumina a todo hombre' (Jn 1, 9). La luz que 'luce en
  las tinieblas, pero las tinieblas no a acogieron' (Jn 1, 5).
Así, pues, según el prólogo del Evangelio de Juan, Jesucristo es Dios
  porque es Hijo unigénito de Dios Padre. El Verbo. El viene al mundo como
  fuente de vida y de santidad. Verdaderamente nos encontramos aquí en el punto
  central y decisivo de nuestra profesión de fe: 'El Verbo se hizo carne y habitó
  entre nosotros'.
1. El prólogo del
  Evangelio de Juan, al que dedicamos a anterior catequesis, al hablar de Jesús
  como Logos, Verbo, Hijo de Dios, expresa sin ningún tipo de dudas el núcleo
  esencial de la verdad sobre Jesucristo; verdad que constituye el contenido
  central de a autorrevelación de Dios en la Nueva Alianza y
  como tal es profesada solemnemente por la Iglesia. Es la fe en
  el Hijo de Dios, que es 'de la misma naturaleza del Padre' como Verbo eterno,
  eternamente 'engendrado', 'Dios de Dios y Luz de Luz' y no 'creado' (ni
  adoptado). El prólogo manifiesta además la verdad sobre la preexistencia
  divina de Jesucristo como 'Hijo Unigénito' que está 'en el seno del Padre'.
  Sobre esta base adquiere pleno relieve la verdad sobre la venida del
  Dios-Hijo al mundo ('el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros' (Jn
  1,14), para llevar a cabo una misión especial de parte del Padre. Esta misión
  (missio Verbi) tiene una importancia esencial en el plan divino de salvación.
  En ella se contiene la realización suprema y definitiva del designio
  salvífico de Dios sobre el mundo y sobre el hombre.
2. En todo el Nuevo
  Testamento hallamos expresada la verdad sobre el envío del Hijo por parte del
  Padre, que se concreta en la misión mesiánica de Jesucristo. En este sentido,
  son particularmente significativos los numerosos pasajes del Evangelio de
  Juan, a los que es preciso recurrir en primer lugar.
Dice Jesús hablando con los discípulos y con sus mismos adversarios:
  'Yo he salido y vengo de Dios, pues yo no he venido de mí mismo, antes es El
  quien me ha mandado' (Jn 8, 42). 'No estoy solo, sino yo y el Padre que me ha
  mandado' (Jn 8, 16). 'Yo soy el que da testimonio de mí mismo, y el Padre,
  que me ha enviado, da testimonio de mí' (Jn 8, 18). 'Pero el que me ha
  enviado es veraz, aunque vosotros no le conocéis. Yo le conozco porque
  procedo de EL y El me ha enviado' (Jn 7, 28-29). 'Estas obras que yo hago,
  dan en favor mío testimonio de que el Padre me ha enviado' (Jn 5, 36). 'Mi
  alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra' (Jn 4, 34).
3. Muchas veces, como
  se ve en el Evangelio joánico, Jesús habla de Sí mismo (en primera persona)
  como de alguien mandado por el Padre. La misma verdad aparecerá, de modo especial,
  en la oración sacerdotal, donde Jesús, encomendando sus discípulos al Padre,
  subraya: 'Ellos... conocieron verdaderamente que yo salí de ti, y creyeron
  que tú me has enviado' (Jn 17,8). Y continuando esta oración, la víspera de
  su pasión, Jesús dice: 'Como tú me enviaste al mundo, así los envié yo a
  ellos al mundo' (Jn 17, 18). Refiriéndose de forma casi directa a la oración
  sacerdotal, las primeras palabras dirigidas a los discípulos la tarde del día
  de la resurrección, dicen así: 'Como me envió mi Padre, así os envío yo' (Jn
  20, 21 ).
4. Aunque la verdad
  sobre Jesús como Hijo mandado por el Padre la pone de relieve sobre todo los
  textos joánicos, también se encuentra en los Evangelios sinópticos. De ellos
  se deduce, por ejemplo, que Jesús dijo: 'Es preciso que anuncie el reino de
  Dios también en otras ciudades porque para esto he sido enviado'(Lc 4, 43).
  Particularmente iluminadora resulta la parábola de los viñadores homicidas.
  Estos tratan mal a los siervos mandados por el dueño de la viña 'para percibir
  de ellos la parte de los frutos de la viña 'y matan incluso a muchos. Por
  último, el dueño de la viña decide enviarles a su propio hijo: 'Le quedaba
  todavía uno, un hijo amado, y se lo envió también el último diciendo: A mi
  hijo le respetarán. Pero aquellos viñadores se dijeron para sí: 'éste es el
  heredero. Ea! Matémosle y será nuestra la heredad. Y asiéndole, le mataron y
  le arrojaron fuera de la viña' (Mc 12, 6-8). Comentando esta parábola, Jesús
  se refiere a la expresión del Salmo 117/118 sobre la piedra desechada por los
  constructores: precisamente esta piedra se ha convertido en cabeza de esquina
  (es decir, piedra angular) (Cfr. Sal 117/118,22).
5. La parábola del
  hijo mandado a los viñadores aparece en todos los sinópticos (Cfr. Mc
  12,1-12; Mt 21, 33-46; Lc 20, 9-19). En ella se manifiesta con toda evidencia
  la verdad sobre Cristo como Hijo mandado por el Padre. Es más, se subraya con
  toda claridad el carácter sacrificial y redentor de este envío El Hijo es
  verdaderamente '...Aquel a quien el Padre santificó y envió al mundo' (Jn 10,
  36). Así, pues, Dios no sólo 'nos ha hablado por medio del Hijo... en los
  últimos tiempos' (Cfr. Heb 1,1-2), sino que a este Hijo lo ha entregado por
  nosotros, en un acto inconcebible de amor, mandándolo al mundo.
6. Con este lenguaje
  sigue hablando de modo muy intenso el Evangelio de Juan: 'Porque tanto amó
  Dios al mundo, que le dio a su unigénito Hijo, para que todo el que crea en
  El no perezca, sino que tenga la vida eterna' (Jn 3,16).Y añade: 'El Padre
  mandó a su Hijo como salvador del mundo'. En otro lugar escribe Juan: 'Dios
  es amor. En esto se ha manifestado el amor que Dios nos tiene: Dios ha
  mandado a su Hijo unigénito al mundo para que tuviéramos vida por Él'; 'no
  hemos sido nosotros quienes hemos amado a Dios, sino que El nos ha amado y ha
  enviado a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados' Por ello
  añade que, acogiendo a Jesús, acogiendo su Evangelio, su muerte y su
  resurrección, 'hemos reconocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es
  amor, y el que vive en amor permanece en Dios y Dios en El' (Cfr. 1 Jn 4,
  8-16).
7. Pablo expresará
  esta misma verdad en la carta a los Romanos: 'El que no perdonó a su propio
  Hijo (es decir, Dios), antes le entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos ha
  de dar con El todas las cosas?' (Rom 8, 32). Cristo ha sido entregado por
  nosotros, como leemos en Jn 3, 16; ha sido 'entregado' en sacrificio 'por
  todos nosotros' (Rom 8 32). El Padre 'envió a su Hijo, como propiciación por
  nuestros pecados' (1 Jn 4, 10). El Símbolo profesa esta misma verdad: 'Por
  nosotros los hombres y por nuestra salvación (el Verbo de Dios) bajó del
  cielo'.
8. La verdad sobre
  Jesucristo como Hijo enviado por el Padre para la redención del mundo, para
  la salvación y la liberación del hombre prisionero del pecado (y por
  consiguiente de las potencias de las tinieblas), constituye el contenido
  central de la Buena
   Nueva. Cristo Jesús es el 'Hijo Unigénito' (Jn 1,18), que,
  para llevar a cabo su misión mesiánica 'no reputó como botín (codiciable) el
  ser igual a Dios, antes se anonadó tomando la forma de siervo, haciéndose
  semejante a los hombres... haciéndose obediente hasta la muerte' (Flp 2.
  6)8). Y en esta situación de hombre, de siervo del Señor, libremente
  aceptada, proclamaba: 'El Padre es mayor que yo' (Jn 14, 28), y: 'Yo hago
  siempre lo que es de su agrado' (Jn 8, 29).
Pero precisamente esta obediencia hacia el Padre, libremente aceptada,
  esta sumisión al Padre, en antítesis con la 'desobediencia' del primer Adán,
  continúa siendo la expresión de la unión más profunda entre el Padre y el
  Hijo, reflejo de la unidad trinitaria: 'Conviene que el mundo conozca que yo
  amo al Padre y que según el mandato que me dio el Padre, así hago' (Jn
  14,31). Más todavía, esta unión de voluntades en función de la salvación del
  hombre, revela definitivamente la verdad sobre Dios, en su Esencia íntima: el
  Amor; y al mismo tiempo revela la fuente originaria de la salvación del mundo
  y del hombre: la 'Vida que es la luz de los hombres' (Cfr. Jn 1, 4).
1. Posiblemente no
  haya una palabra que exprese mejor a autorrevelación de Dios en el Hijo que
  la palabra 'Abbá-Padre'. 'Abbá' es una expresión aramea, que se ha conservado
  en el texto griego del Evangelio de Marcos (14, 36). Aparece precisamente
  cuando Jesús se dirige al Padre. Y aunque esta palabra se puede traducir a
  cualquier lengua, con todo, en labios de Jesús de Nazaret permite percibir
  mejor su contenido único, irrepetible.
2. Efectivamente,
  'Abbá' expresa no sólo a alabanza tradicional de Dios 'Yo te doy gracias,
  Padre, Señor del cielo y de la tierra' (Cfr. Mt 11, 25), sino que, en labios
  de Jesús, revea asimismo la conciencia de la relación única y exclusiva que
  existe entre el Padre y El, entre El y el Padre. Expresa la misma realidad a
  la que alude Jesús en forma tan sencilla y al mismo tiempo tan extraordinaria
  con las palabras conservadas en el texto del Evangelio de Mateo (11, 27) y
  también en el de Lucas (Lc 10, 22): 'Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y
  nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere
  revelárselo'. Es decir, la palabra 'Abbá' no sólo manifiesta el misterio de
  la vinculación recíproca entre el Padre y el Hijo, sino que sintetiza de
  algún modo toda la verdad de la vida intima de Dios en su profundidad
  trinitaria: el conocimiento recíproco del Padre y del Hijo, del cual emana el
  eterno Amor.
3. La palabra 'Abbá'
  forma parte del lenguaje de la familia y testimonia esa particular comunión
  de personas que existe entre el padre y el hijo engendrado por él, entre el
  hijo que ama l padre y al mismo tiempo es amado por él. Cuando, para hablar
  de Dios, Jesús utilizaba esta palabra, debía de causar admiración e incluso
  escandalizar a sus oyentes. Un israelita no la habría utilizado ni en la
  oración. Sólo quien se consideraba Hijo de Dios en un sentido propio podría
  hablar así de El y dirigirse a El como Padre. 'Abbá' es decir, 'padre mío',
  'papaíto 'papá'.
4. En un texto de
  Jeremías se habla de que Dios espera que se le invoque como Padre: 'Vosotros
  me diréis: !padre mío!' (Jer 3, 19). Es como una profecía que se cumpliría en
  los tiempos mesiánicos. Jesús de Nazaret la ha realizado y superado al hablar
  de Sí mismo en su relación con Dios como de Aquel que 'conoce al Padre', y
  utilizando para ello la expresión filial 'Abbá'. Jesús habla constantemente
  del Padre, invoca al Padre como quien tiene derecho a dirigirse a El
  sencillamente con el apelativo: 'Abbá) Padre mío'.
5. Todo esto lo han
  señalado los Evangelistas. En el Evangelio de Marcos, de forma especial, se
  lee que durante la oración en Getsemaní, Jesús exclamó: 'Abbá, Padre, todo te
  es posible. Aleja de mí este cáliz; mas no sea lo que yo quiero, sino lo que
  tú quieras' (Mc 14, 36). El pasaje paralelo de Mateo dice: 'Padre mío', o
  sea, 'Abbá', aunque no se nos transmita literalmente el término arameo (Cfr.
  Mt 26, 39)42). Incluso en los casos en que el texto evangélico se limita a
  usar la expresión 'Padre', sin más (como en Lc 22, 42 y, además, en otro
  contexto, en Jn 12, 27), el contenido esencial es idéntico
6. Jesús fue
  acostumbrando a sus oyentes para que entendieran que en sus labios la palabra
  'Dios' y, en especial, la palabra 'Padre', significaba 'Abbá) Padre mío'.
  Así, desde su infancia, cuando tenía sólo 12 años, Jesús dice a sus padres
  que lo habían estado buscando durante tres días: '¿No sabíais que es preciso
  que me ocupe en las cosas de mi Padre?' (Lc 2, 49). Y al final de su vida, en
  la oración sacerdotal con la que concluye su misión, insiste en pedir a Dios
  'Padre, ha llegado la hora, glorifica tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique
  a ti' (Jn 17, 1). 'Padre Santo, guarda en tu nombre a éstos que me has dado'
  (Jn 17, 11). 'Padre justo, si el mundo no te ha conocido, yo te conocí...'
  (Jn 17, 25). Ya en el anuncio de las realidades últimas, hecho con la
  parábola sobre el juicio final, se presenta como Aquel que proclama: 'venid a
  mí, benditos de mi Padre..." (Mt 25, 34). Luego pronuncia en la cruz sus
  últimas palabras: 'Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu' (Lc 23, 46).
  Por último, una vez resucitado anuncia a los discípulos: 'Yo os envío la
  promesa de mi Padre' (Lc 24, 49).
7. Jesucristo, que
  'conoce al Padre' tan profundamente, ha venido para 'dar a conocer su nombre
  a los hombres que el Padre le ha dado' (Cfr. Jn 17, 6) Un momento singular de
  esta revelación del Padre lo constituye la respuesta que da Jesús a sus
  discípulos cuando le piden: 'Enséñanos a orar' (Cfr. Lc 11, 1). El les dicta
  entonces la oración que comienza con las palabras 'Padre nuestro' (Mt 6,
  9-13), o también 'Padre' (Lc 11, 2)4). Con la revelación de esta oración los
  discípulos descubren que ellos participan de un modo especial en la filiación
  divina, de la que el Apóstol Juan dirá en el prólogo de su Evangelio. 'A
  cuantos le recibieron (es decir, a cuantos recibieron al Verbo que se hizo
  carne), Jesús les dio poder de llegar a ser hijos de Dios' (Jn 1, 12). Por
  ello, según su propia enseñanza, oran con toda razón diciendo 'Padrenuestro'.
8. Ahora bien, Jesús
  establece siempre una distinción entre 'Padre mío' y 'Padre vuestro'. Incluso
  después de la resurrección, dice a María Magdalena: 'Ve a mis hermanos y
  diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios' (Jn 20,
  17). Se debe notar, además, que en ningún pasaje del Evangelio se lee que
  Jesús recomendar los discípulos orar usando la palabra 'Abbá'. Esta se
  refiere exclusivamente a su personal relación filial con el Padre. Pero al
  mismo tiempo, el 'Abbá' de Jesús es en realidad el mismo que es también
  'Padre nuestro', como se deduce de la oración enseñada a los discípulos. Y lo
  es por participación o, mejor dicho, por adopción, como enseñaron los
  teólogos siguiendo a San Pablo, que en la Carta a los Gálatas escribe: 'Dios envió a su
  Hijo... para que recibiésemos la adopción' (Gal 4, 4 y ss.; cfr. S. Th. III
  q. 23, a
  1 y 2).
9. En este contexto
  conviene leer e interpretar también las palabras que siguen en el mencionado
  texto de la Carta
  de Pablo a los Gálatas: 'Y puesto que sois hijos, envió Dios a nuestros corazones
  el Espíritu de su Hijo que clama "Abbá, Padre" (Gal. 4, 6); y las
  de la Carta a
  los Romanos: 'No habéis recibido el espíritu de siervos... antes habéis
  recibido el espíritu de adopción, por el que clamamos: !Abbá, Padre!' (Rom 8,
  15). Así, pues, cuando, en nuestra condición de hijos adoptivos (adoptados en
  Cristo): 'hijos en el Hijo', dice San Pablo (Cfr. Rom 8, 19), gritamos a Dios
  'Padre', 'Padre nuestro', estas palabras se refieren al mismo Dios a quien
  Jesús con intimidad incomparable le decía: 'Abbá..., Padre mío'.
1. 'Abbá Padre mío':
  Todo lo que hemos dicho en la catequesis anterior, nos permite penetrar más
  profundamente en la única y excepcional relación de! hijo con el Padre, que
  encuentra su expresión en los Evangelios, tanto en los Sinópticos como en San
  Juan, y en todo el Nuevo Testamento. Si en el Evangelio de Juan son más
  numerosos los pasajes que ponen de relieve esta relación (podríamos decir 'en
  primera persona'), en los Sinópticos (Mt y Lc) se encuentra, sin embargo, la
  frase que parece contener la clave de esta cuestión: 'Nadie conoce al Hijo
  sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo
  se lo quiera revelar' (Mt 11, 27 y Lc 10, 22).
El Hijo, pues, revea al Padre como Aquel que lo 'conoce' y lo ha
  mandado como Hijo para 'hablar' a los hombres por medio suyo (Cfr Heb 1,2) de
  forma nueva y definitiva. Más aún: precisamente este Hijo unigénito el Padre
  'lo ha dado, a los hombres para la salvación del mundo, con el fin de que el
  hombre alcance la vida eterna en El y por medio de El (Cfr Jn 3, 16).
2. Muchas veces, pero
  especialmente durante la última Cena, Jesús insiste en dar a conocer a sus
  discípulos que está unido al Padre con un vinculo de pertenencia particular.
  'Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo es mío', dice en la oración sacerdotal, al
  despedirse de los Apóstoles para ir a su pasión. Y entonces pide la unidad
  para sus discípulos, actuales y futuros, con palabras que ponen de relieve la
  relación de esa unión y 'comunión' con la que existe sólo entre el Padre y el
  Hijo. En efecto, pide: 'Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mi y yo
  en ti, para que también ellos sean en nosotros y el mundo crea que tú me has
  enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, a fin de que sean uno como
  nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno y
  conozca el mundo que tú me enviaste y amaste a éstos como me amaste a mí' (Jn
  17, 21-23).
3. Al rezar por la
  unidad de sus discípulos y testigos, revela Jesús al mismo tiempo qué unidad,
  qué 'comunión' existe entre El y el Padre: el Padre está 'en el' Hijo y el
  Hijo 'en el' Padre Esta particular 'inmanencia', la compenetración recíproca
  )expresión de la comunión de las personas) revela la medida de la recíproca
  pertenencia y la intimidad de la recíproca realización del Padre y del Hijo.
  Jesús la explica cuando afirma: 'Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío' (Jn. 17,
  10). Es una relación de posesión recíproca en la unidad de esencia, y al
  mismo tiempo es una relación de don. De hecho dice Jesús: 'Ahora saben que
  todo cuanto me diste viene de ti' (Jn. 17, 7). 
4. Se pueden captar
  en el Evangelio de Juan los indicios de a atención, del asombro y del
  recogimiento con que los Apóstoles escucharon estas palabras de Jesús en el
  Cenáculo de Jerusalén, la víspera de los sucesos pascuales. Pero la verdad de
  la oración sacerdotal de algún modo ya se había expresado públicamente con
  anterioridad el día de la solemnidad de la dedicación del templo. Al desafío
  de los que se habían congregado: 'Si eres el Mesías, dínoslo claramente',
  Jesús responde: 'Os lo dije y no creéis; las obras que yo hago en nombre de
  mi Padre, ésas dan testimonio de mi'. Y a continuación afirma Jesús que los
  que lo escuchan y creen en El, pertenecen a su rebaño en virtud de un don del
  Padre: 'Mis ovejas oyen mi voz y yo las conozco... Lo que mi Padre me dio es
  mejor que todo, y nadie podrá arrebatar nada de la mano de mi Padre. Yo y el
  Padre somos una sola cosa' (Jn 10, 24-30).
5. La reacción de los
  adversarios en este caso es violenta: 'De nuevo los judíos trajeron piedras
  para apedrearlo'. Jesús les pregunta por qué obras provenientes del Padre y
  realizadas por El lo quieren apedrear, y ellos responden: 'Por la blasfemia,
  porque tú, siendo hombre, te haces Dios'. La respuesta de Jesús es
  inequívoca: 'Si no hago las obras de mi Padre no me creáis; pero si las hago,
  ya que no me creéis a mí, creed a la obras, para que sepáis y conozcáis que
  el Padre está en mi y yo en el Padre' (Cfr Jn 10, 31-38).
6. Tengamos bien en
  cuenta el significado de este punto crucial de la vida y de la revelación de
  Cristo. La verdad sobre el particular vínculo, la particular unidad que
  existe entre el Hijo y el Padre, encuentra la oposición de los judíos: Si tú
  eres el Hijo en el sentido que se deduce de tus palabras, entonces, siendo
  hombre, te haces Dios. En tal caso profieres la mayor blasfemia. Por lo
  tanto, los que lo escuchaban comprendieron el sentido de las palabras de
  Jesús de Nazaret: como Hijo, él es 'Dios de Dios' ('de la misma naturaleza
  que el Padre'), pero precisamente por eso no las aceptaron, sino que las
  rechazaron de la forma más absoluta, con toda firmeza. Aunque en el conflicto
  de ese momento no se llega a apedrearlo (Cfr. Jn 10, 39); sin embargo, al día
  siguiente de la oración sacerdotal en el Cenáculo, Jesús será sometido a
  muerte en la cruz. Y los judíos presentes gritarán: 'Si eres Hijo de Dios,
  baja de la cruz' (Mt 27, 40), y comentarán con escarnio: 'Ha puesto su
  confianza en Dios: que El lo libre ahora, si es que lo quiere, puesto que ha
  dicho: soy el Hijo de Dios' (Mt 27, 42-43).
7. También en la hora
  del Calvario Jesús afirma la unidad con el Padre. Como leemos en la Carta a los Hebreos: 'Y
  aunque era Hijo, aprendió por sus padecimientos la obediencia' (Heb 5, 8).
  Pero esta 'obediencia hasta la muerte' (Cfr. Flp 2, 8) era la ulterior y
  definitiva expresión de la intimidad de la unión con el padre. En efecto,
  según el texto de Marcos, durante a agonía en la cruz, 'Jesús... gritó:
  !Eloi, Eloi, lama sabactani?!, que quiere decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué
  me has abandonado?' (Mc 15, 34). Este grito (aunque las palabras manifiestan
  el sentido del abandono probado en su psicología de hombre sufriente por
  nosotros) era la expresión de la más intima unión del Hijo con el Padre en el
  cumplimiento de su mandato: 'He llevado a cabo la obra que me encomendaste
  realizar' (Cfr. Jn 17, 4). En este momento la unidad del Hijo con el Padre se
  manifestó con una definitiva profundidad divino-humana en el misterio de la
  redención del mundo.
8. También en el
  Cenáculo, Jesús dice a los Apóstoles: 'Nadie viene al Padre sino por mí. Si
  me habéis conocido, conoceréis también a mi Padre...Felipe, le dijo: Señor,
  muéstranos al Padre y nos basta. Jesús le dijo: Felipe, ¿tanto tiempo ha que
  estoy con vosotros y aún no me habéis conocido? El que me ha visto (ve) a mí
  ha visto (ve) al Padre... ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en
  mí?' (Jn 14, 6-10).
'Quien me ve a mí, ve al Padre' El Nuevo Testamento está todo plagado
  de la luz de esta verdad evangélica. El Hijo es 'irradiación de su (del
  Padre) gloria", e 'impronta de su subsistencia' (Heb 1, 3). Es 'imagen
  del Dios invisible' (Col 1, 15). Es la epifanía de Dios. Cuando se hizo
  hombre, asumiendo 'la condición de siervo' y 'haciéndose obediente hasta la
  muerte' (Cfr. Flp 2, 7-8), al mismo tiempo se hizo para todos los que lo
  escucharon 'el camino': el camino al Padre, con el que es 'la verdad y la
  vida' (Jn 14, 6).
En la fatigosa subida para conformarse a la imagen de Cristo, los que
  creen en El, como dice San Pablo, 'se revisten del hombre nuevo...', y 'se
  renuevan sin cesar, para lograr el perfecto conocimiento de Dios' (Cfr. Col
  3,10), según la imagen del Aquel que es 'modelo'. Este es el sólido
  fundamento de la esperanza cristiana.
1. En la catequesis
  anterior hemos considerado a Jesucristo como Hijo íntimamente unido al Padre.
  Esta unión le permite y le obliga a decir: 'El Padre está en mí y yo en el
  Padre' no solamente en la conversación confidencial del cenáculo, sino
  también en la declaración pública hecha durante la celebración de la fiesta
  de los Tabernáculos (Cfr. Jn. 7, 28-29). Y más aún, todavía con más claridad
  Jesús llega a afirmar: 'Yo y el Padre somos una sola cosa' (Jn. 10, 30).
  Dichas palabras son consideradas blasfemas y provocan a la reacción violenta
  de los oyentes: 'Trajeron piedras para apedrearle' (Cfr. Jn. 10, 31). En
  efecto, según la ley de Moisés la blasfemia debía ser castigada con la muerte
  (Cfr. Dt 13, 10-11).
2. Ahora bien, es
  importante reconocer que existe un lazo orgánico entre la verdad de esta
  íntima unión del Hijo con el Padre y el hecho de que Jesús-Hijo vive totalmente
  'para el Padre'. Sabemos, en efecto, que toda la vida, toda la 'existencia'
  terrena de Jesús está orientada constantemente hacia el Padre, y 'entregada
  al Padre' sin reservas.
Cuando tenía doce años, Jesús, Hijo de María, tenía una clara conciencia
  de su relación con el Padre y adoptaba una actitud coherente con su certeza
  interior. Por ello, ante el reproche de su Madre, cuando juntamente con José
  lo encontraron en el templo después de haberlo buscado durante tres días,
  responde: '¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas de mi Padre?' (Lc.
  2,49).
3. También en la
  presente catequesis hacemos referencia, sobre todo, al texto del cuarto
  evangelio, porque la conciencia y a actitud manifestadas por Jesús, cuando
  tenía doce años, encuentra su profunda raíz en lo que leemos al comienzo del
  gran discurso de despedida que, según San Juan, pronunció durante la última
  Cena, al término de su vida, mientras que se disponía a cumplir su misión
  mesiánica. El evangelista dice de El que 'llegada su hora...(sabía) que el
  Padre había puesto en sus manos todas las cosas y que había salido de Dios y
  a El se volvía' (Jn 13, 3).
La Carta a los Hebreos pone de relieve la misma verdad refiriéndose en cierto
  modo a la misma preexistencia)existencia de Jesús)Hijo de Dios: Por lo cual,
  entrando en este mundo, Cristo dice: 'Tú no has querido holocaustos y
  sacrificios por el pecado. Entonces he dicho: Heme aquí que vengo (en el
  volumen del libro está escrito de mí) para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad (Heb
  10, 5-7).
4. 'Hacer la
  voluntad' del Padre, en las palabras y en las obras de Jesús, quiere decir
  vivir para el Padre totalmente 'Como el Padre, que tiene la vida, me ha
  enviado... yo vivo por el Padre' (Jn 6, 57), dice Jesús en el contexto del
  anuncio de la institución de la Eucaristía.
Que cumplir la voluntad del Padre sea para Cristo su misma vida, lo
  manifiesta El mismo con las palabras dirigidas a los discípulos tras el
  encuentro con la
   Samaritana: 'Mi alimento es hacer la voluntad del que me
  envió y acabar su obra' (Jn 4, 34). Jesús vive de la voluntad del Padre. Este
  es su alimento'.
5. El vive de esta
  forma )es decir, totalmente orientado hacia el Padre), puesto que 'ha salido
  del Padre y al Padre va', sabiendo que el Padre 'le ha puesto en las manos
  todas las cosas' (Jn 3, 35). Dejándose guiar en todo por esta conciencia,
  Jesús proclama ante los hijos de Israel: 'Pero yo tengo un testimonio mayor
  que el de Juan, porque las obras que mi Padre me dio a hacer, esas obras que
  yo hago, dan en favor mío testimonio de que el Padre me ha enviado' (Jn 5,
  36). Y en el mismo contexto: 'En verdad, en verdad, os digo que no puede el
  Hijo hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; porque lo que
  éste hace, lo hace igualmente el Hijo' (Jn 5, 19). Y añade: 'Como el Padre
  resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo a los que quiere da
  la vida' (Jn 5, 21).
6. El pasaje del
  discípulo eucarístico (de Juan 6), que hemos citado anteriormente: 'Como el
  Padre, que tiene la vida, me ha enviado..., yo vivo por el Padre', a veces es
  traducido bajo esta otra forma: 'Yo vivo por medio del Padre' (Jn 6. 57). Las
  palabras de San Juan 5, que acabamos de citar, sintonizan con esta segunda
  interpretación Jesús vive 'por medio del Padre' en el sentido de que todo lo
  que hace corresponde plenamente a la voluntad del Padre: es lo que el mismo
  Padre hace.
Justamente por esto la vida humana del Hijo, su actuación, su
  existencia terrena, está de forma tan completa orientada hacia el Padre.
  Jesús vive plenamente 'por el Padre', porque en El la fuente de todo es su
  eterna unidad con el Padre: 'Yo y el Padre somos una sola cosa' (Jn 10, 30).
  Sus obras son la prueba de la estrecha comunión de las divinas Personas En
  Ellas la misma divinidad se manifiesta como unidad del Padre y del Hijo: la
  verdad que ha suscitado tanta oposición entre los oyentes.
7. Casi en previsión
  de las ulteriores consecuencias de aquella oposición, Jesús dijo en otro
  momento de su conflicto con los judíos: 'Cuando levantéis en alto al Hijo del
  hombre, entonces conoceréis que soy Yo, y no hago nada por mí mismo, sino
  que, según me enseñó el Padre, hablo. El que me envió está conmigo; no me ha
  dejado solo, porque Yo hago siempre lo que es de su agrado' (Jn 8, 28-29).
8. Verdaderamente
  Jesús ha cumplido la voluntad del Padre hasta el final. Con la pasión y
  muerte en la cruz ha confirmado que ha hecho siempre las cosas gratas al
  Padre: Ha cumplido la voluntad salvífica para la redención del mundo, en la
  cual el Padre y el Hijo están unidos, porque 'Yo y el Padre somos una sola
  cosa' (Jn 10, 30).
Cuando estaba muriendo sobre la cruz, Jesús 'gritó' con gran fuerza:
  'Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu' (Cfr. Lc 23, 46). Estas sus
  últimas palabras dan testimonio de que hasta el final toda su existencia
  terrena estaba dirigida al Padre. Viviendo como Hijo 'por medio del Padre
  vivía totalmente' por el Padre. Y el Padre, como El había predicho, 'no lo
  dejó solo'.
En el misterio pascual de la muerte y de la resurrección se han
  cumplido las palabras: 'Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, entonces
  sabréis que soy Yo'. 'Yo soy', las mismas palabras con las que una vez el
  Señor (el Dios vivo) respondió a la pregunta de Moisés a propósito de su
  nombre (Cfr. Ex 3, 13). 
9. Leemos en la Carta a los Hebreos
  expresiones extraordinariamente consoladoras: 'Por ello Jesús puede salvar
  perfectamente a los que por medio de El se acercan a Dios, estando siempre
  vivo para interceder en su favor' (Heb 7, 25).
El que, como Hijo 'de la misma naturaleza que el Padre', vive 'por
  medio del Padre', ha revelado al hombre, el camino de la salvación eterna.
  Tomemos también nosotros este camino y avancemos por él, participando de
  aquella vida 'por el Padre' cuya plenitud dura para siempre en Cristo.
1. Jesucristo es el
  Hijo íntimamente unido al Padre; el Hijo que 'vive totalmente para el Padre'
  (Cfr. Jn 6, 57); el Hijo, cuya existencia terrena total se da al Padre sin
  reservas. A estos temas desarrollados en las últimas catequesis, se une
  estrechamente el de la oración de Jesús: tema de la catequesis de hoy. Es,
  pues, en la oración donde encuentra su particular expresión el hecho de que
  el Hijo esté íntimamente unido al Padre, esté dedicado a El, se dirija a El
  con toda su existencia humana. Esto significa que el tema de la oración de
  Jesús ya está contenido implícitamente en los temas precedentes, de modo que
  podemos decir perfectamente que Jesús de Nazaret 'oraba en todo tiempo sin
  desfallecer' (Cfr. Lc 18, 1 ). La oración era la vida de su alma, y toda su
  vida era oración La historia de la humanidad no conoce ningún otro personaje
  que con esa plenitud )de ese modo) se relacionara con Dios en la oración como
  Jesús de Nazaret, Hijo del hombre, y al mismo tiempo Hijo de Dios, 'de la
  misma naturaleza que el Padre'.
2. Sin embargo, hay
  pasajes en los Evangelios que ponen de relieve la oración de Jesús,
  declarando explícitamente que 'Jesús rezaba'. Esto sucede en diversos
  momentos del día y de la noche y en varias circunstancias. He aquí algunas:
  'A la mañana, mucho antes de amanecer, se levantó, salió y se fue aun lugar
  desierto, y allí oraba' (Mc 1, 35). No sólo lo hacía al comenzar el día (la
  'oración de la mañana',), sino también durante el día y por la tarde, y
  especialmente de noche. En efecto, leemos: 'Concurrían numerosas muchedumbres
  para oírle y ser curados de sus enfermedades, pero El se retiraba a lugares
  solitarios y se daba a la oración' (Lc 5, 15)16).
Y en otra ocasión: 'Una vez que despidió a la muchedumbre, subió a un
  monte apartado para orar, y llegada la noche, estaba allí solo' (Mt 14, 23).
3. Los evangelistas
  subrayan el hecho de que la oración acompañe los acontecimientos de
  particular importancia en la vida de Cristo: 'Aconteció, pues, que, bautizado
  Jesús y orando, se abrió el cielo...' (Lc 3, 21), y continúa la descripción
  de la teofanía que tuvo lugar durante el bautismo de Jesús en el Jordán. De
  forma análoga, la oración hizo de introducción en la teofanía del monte de la
  transfiguración: ' tomando a Pedro, a Juan y a Santiago, subió aun monte para
  orar. Mientras oraba, el aspecto de su rostro se transformó...'(Lc 9, 28-29).
4. La oración también
  constituía la preparación para decisiones importantes y para momentos de gran
  relevancia de cara a la misión mesiánica de Cristo. Así, en el momento de
  comenzar su ministerio público, se retira al desierto a ayunar y rezar (Cfr.
  Mt 4, 1)11 y paral.); y también, antes de la elección de los Apóstoles,
  'Jesús salió hacia la montaña para orar, y pasó la noche orando a Dios.
  Cuando se hizo de día, llamó a sí a los discípulos y escogió a doce de ellos,
  a quienes dio el nombre de apóstoles' (Lc 6, 12)13). Así también, antes de la
  confesión de Pedro, cerca de Cesarea de Filipo: '...aconteció que orando
  Jesús a solas, estaban con El los discípulos, a los cuales preguntó: ¿Quién
  dicen las muchedumbres que soy yo? Respondiendo ellos, le dijeron: 'Juan
  Bautista; otros Elías; otros, que uno de los antiguos Profetas ha
  resucitado'. Díjoles El: 'Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?' Respondiendo
  Pedro, dijo: 'El Ungido de Dios' (Lc 9, 18-20).
5. Profundamente
  conmovedora es la oración de antes de la resurrección de Lázaro: 'Y Jesús,
  alzando los ojos al cielo, dijo: !Padre: te doy gracias porque me has
  escuchado; yo sé que siempre me escuchas, pero por la muchedumbre que me
  rodea lo digo, para que crean que tú me has enviados!'(Jn 11, 41-42).
6. La oración en la
  última Cena (la llamada oración sacerdotal), habría que citarla toda entera.
  Intentaremos al menos tomar en consideración los pasajes que no hemos citado
  en las anteriores catequesis. Son éstos: '... Levantando sus ojos al cielo,
  añadió (Jesús): !Padre, llegó la hora; glorifica a tu Hijo para que tu hijo
  te glorifique, según el poder que le diste sobre toda carne, para que a todos
  los que tú le diste les dé El la vida eterna!' (Jn 17, 1-2). Jesús reza por
  la finalidad esencial de su misión: la gloria de Dios y la salvación de los
  hombres. Y añade: 'Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios Verdadero,
  y a tu enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a
  cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora, tú, Padre glorifícame cerca
  de ti mismo con la gloria que tuve cerca de ti antes que el mundo existiese'
  (Jn 17, 3-5).
7. Continuando la
  oración, el Hijo casi rinde cuentas al Padre por su misión en la tierra: 'He
  manifestado tu nombre a los hombres que de este mundo me has dado. Tuyos
  eran, y tú me los diste, y han guardado tu palabra. Ahora saben que todo
  cuanto me diste viene de ti' (Jn. 17, 6-7) Después añade: 'Yo ruego por
  ellos, no ruego por el mundo, sino por los que tú me diste, porque son
  tuyos...' (Jn 17, 9). Ellos son los que 'acogieron' la palabra de Cristo, los
  que 'creyeron' que el Padre lo envió. Jesús ruega sobre todo por ellos,
  porque 'ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti' (Jn 17, 11). Ruega
  para que 'sean uno', para que 'no perezca ninguno de ellos' (y aquí el
  Maestro recuerda 'al hijo de la perdición'), para que 'tengan mi gozo
  cumplido en sí mismos' (Jn 17,13): En la perspectiva de su partida, mientras
  los discípulos han de permanecer en el mundo y estarán expuestos al odio
  porque 'ellos no son del mundo', igual que su Maestro, Jesús ruega: 'No pido
  que los saques del mundo, sino que los libres del mal' (Jn 17, 15).
8. También en la
  oración del cenáculo. Jesús pide por sus discípulos: 'Santifícalos en la
  verdad, pues tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los
  envié al mundo, y yo por ellos me santifico, para que ellos sean santificados
  en la verdad' (Jn 17, 17-19). A continuación Jesús abraza con la misma
  oración a las futuras generaciones de sus discípulos. Sobre todo ruega por la
  unidad, para que 'conozca el mundo que tú me enviaste y amaste a éstos como
  tú me amaste a mí' (Jn 17, 25). Al final de su invocación, Jesús vuelve a los
  pensamientos principales dichos antes, poniendo todavía más de relieve su
  importancia. En ese contexto pide por todos los que el Padre le 'ha dado'
  para que 'estén ellos también conmigo, para que vean mi gloria, que tú me has
  dado; porque me amaste antes de la creación del mundo' (Jn 17, 24).
9. Verdaderamente la
  'oración sacerdotal' de Jesús es la síntesis de esa autorrevelación de Dios
  en el Hijo, que se encuentra en el centro de los Evangelios. El Hijo haba al
  Padre en el nombre de esa unidad que forma con El ('Tú, Padre, estás en mí y
  yo en ti' Jn 17, 21). Y al mismo tiempo ruega para que se propaguen entre los
  hombres los frutos de la misión salvífica por la que vino al mundo. De este
  modo revela el mysterium Ecclesiae, que nace de su misión salvífica, y reza
  por su futuro desarrollo en medio del 'mundo'. Abre la perspectiva de la
  gloria, a la que están llamados con El todos los que 'acogen' su palabra.
10. Si en la oración
  de la última Cena se oye a Jesús hablar al Padre como Hijo suyo
  'consubstancial', en la oración del Huerto, que viene a continuación, resalta
  sobre todo su verdad de Hijo del Hombre. 'Triste está mi alma hasta la
  muerte. Permaneced aquí y velad' (Mc 14, 34), dice a sus amigos al llegar al
  huerto de los olivos. Una vez solo, se postra en tierra y las palabras de su
  oración manifiestan la profundidad del sufrimiento Pues dice: 'Abbá, Padre,
  todo te es posible; aleja de mí este cáliz, mas no se haga lo que yo quiero
  sino lo que tú quieres' (Mt 14, 36).
11. Parece que se
  refieren a esta oración de Getsemaní las palabras de la Carta a los Hebreos. 'El
  ofreció en los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos
  clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte'. Y aquí
  el Autor de la Carta
  añade que 'fue escuchado por su reverencial temor' (Heb 5, 7). Sí. También la
  oración de Getsemaní fue escuchada, porque también en ella )con toda la
  verdad de su actitud humana de cara al sufrimiento) se hace sentir sobre todo
  la unión de Jesús con el Padre en la voluntad de redimir al mundo, que
  constituye el origen de su misión salvífica.
12. Ciertamente Jesús
  oraba en las distintas circunstancias que surgían de la tradición y de la ley
  religiosa y de Israel, como cuando, al tener doce años, subió con los padres
  al templo de Jerusalén (Cfr. Lc 2, 41 ss.), o cuando, como refieren los
  evangelistas, entraba 'los sábados en la sinagoga, según la costumbre' (Cfr.
  Lc 4, 16). Sin embargo, merece una atención especial lo que dicen los
  Evangelios de la oración personal de Cristo. La Iglesia nunca lo ha
  olvidado y vuelve a encontrar en el diálogo personal de Cristo con Dios la
  fuente, la inspiración, la fuerza de su misma oración. En Jesús orante, pues,
  se expresa del modo más personal el misterio del Hijo, que 'vive totalmente
  para el Padre', en íntima unión con El.
1. La oración de
  Jesús como Hijo 'salido del Padre' expresa de modo especial el hecho de que El
  'va al Padre' (Cfr. Jn 16, 28). 'Va', y conduce al Padre a todos aquellos,
  que el Padre 'le ha dado' (Cfr. Jn 17). Además, a todos les deja el
  patrimonio duradero de su oración filial: 'Cuando oréis, decid: ¡Padre
  nuestro...!' (Mt 6, 9; cfr. Lc 11, 2). Como aparece en esta fórmula que
  enseñó Jesús, su oración al Padre se caracteriza por algunas notas
  fundamentales: es una oración llena de alabanza, llena de un abandono
  ilimitado a la voluntad del Padre, y, por lo que se refiere a nosotros, llena
  de súplica y petición de perdón. En este contexto se sitúa de modo especial
  la oración de acción de gracias.
2. Jesús dice: 'Yo te
  alabo, Padre, Señor del cielo y tierra, porque ocultaste estas cosas a los
  sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos...' (Mt 11, 5). Con la
  expresión 'Te alabo', Jesús quiere significar la gratitud por el donde la
  revelación de Dios, porque 'nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquél a
  quien el Hijo quisiere revelárselo' (Mt 11, 27). También la oración
  sacerdotal (que hemos analizado en la última catequesis), si bien posee el
  carácter de una gran petición que el Hijo hace al Padre al final de su misión
  terrena, al mismo tiempo está también impregnada en un profundo sentido de
  acción de gracias. Se puede incluso decir que a acción de gracias constituye
  el contenido esencial no sólo de la oración de Cristo, sino de la misma
  intimidad existencial suya con el Padre. En el centro de todo lo que Jesús
  hace y dice, se encuentra la conciencia del don: todo es don de Dios, creador
  y Padre; y una respuesta adecuada al don es la gratitud, a acción de gracias.
3. Hay que prestar
  atención a los pasajes evangélicos, especialmente a los de San Juan, donde
  esta acción de gracias se pone claramente de relieve. Tales, por ejemplo, la
  oración con motivo de la resurrección de Lázaro: 'Padre te doy gracias porque
  me has escuchado' (Jn 11, 41). En la multiplicación de los panes (junto a
  Cafarnaún) 'Jesús tomó los panes y, dando gracias, dio a los que estaban
  recostados, e igualmente de los peces...' (Jn 6, 11). Finalmente, en la
  institución de la
   Eucaristía, Jesús, antes de pronunciar las palabras de la
  institución sobre el pan y el vino 'dio gracias' (Lc 22, 17; cfr., también Mc
  14,23; Mt 26, 27). Esta expresión la usa respecto al cáliz del vino, mientras
  que con referencia al pan se habla igualmente de la 'bendición'. Sin embargo,
  según el Antiguo Testamento, 'bendecir a Dios' significa también darle
  gracias, además de 'alabar a Dios', 'confesar al Señor'.
4. En la oración de
  acción de gracias se prolonga la tradición bíblica, que se expresa de modo
  especial en los Salmos. 'Bueno es alabar a Yahvéh y cantar para tu nombre, oh
  Altísimo... Pues me has alegrado, oh Yahvéh, con tus hechos, y me gozo en las
  obras de tus manos' (Sal 91/92, 2-5). 'Alabad a Yahvéh, porque es bueno,
  porque es eterna su misericordia. Digan así los rescatados de Yahvéh... Den
  gracias a Dios por su piedad y por los maravillosos favores que hace a los
  hijos de los hombres. Y ofrézcanle ale sacrificios de alabanza (zebah todah)
  (Sal 106/197, 1.2.21-22). 'Alabad a Yahvéh porque es bueno, porque es eterna
  su misericordia... Te alabo porque me oíste y fuiste para mí la salvación...
  Tú eres mi Dios, yo te alabaré; mi Dios, yo te ensalzaré' (Sal 117/118,
  1.21.28). '¿Qué podré yo dar a Yahvéh por todos los beneficios que me ha
  hecho? Te ofreceré sacrificios de alabanza e invocaré el nombre de Yahvéh'
  (Sal 115/116, 12.17). 'Te alabaré por el maravilloso modo con que me hiciste;
  admirables son tus obras, conoces del todo mi alma' (Sal 138/139,14). 'Quiero
  ensalzarte, Dios mío, Rey, y bendecir tu nombre por los siglos' (Sal 144/145,
  1).
5. En el Libro del
  Eclesiástico se lee también: 'Bendecid al Señor en todas sus obras. Ensalzad
  su nombre, y uníos en la confesión de sus alabanzas. Alabadle así con alta
  voz: Las obras del Señor son todas buenas, sus órdenes se cumplen a tiempo,
  pues todas se hacen desear a su tiempo... No ha lugar a decir: ¿Qué es esto,
  para qué esto? Todas las cosas fueron creadas para sus fines' (Sir 39,
  19-21.26). La exhortación del Eclesiástico a 'bendecir al Señor' tiene un
  tono didáctico.
6. Jesús acogió esta
  herencia tan significativa para el Antiguo Testamento explicitando en el
  filón de la bendición (confesión) alabanza la dimensión de acción de gracias.
  Por eso se puede decir que el momento culminante de esta tradición bíblica
  tuvo lugar en la última Cena cuando Cristo instituyó el sacramento de su
  Cuerpo y de su Sangre el día antes de ofrecer ese Cuerpo y esa Sangre en el
  Sacrificio de la cruz. Como escribe San Pablo: 'El Señor Jesús, en la noche
  en que fue entregado, tomó el pan y, después de dar gracias, lo partió y
  dijo: 'Esto es mi Cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en memoria mía'
  (1 Cor 11, 23-24). Del mismo modo, los evangelistas sinópticos hablan también
  de a acción de gracias sobre el cáliz: 'Tomando el cáliz después de dar
  gracias, se lo entregó, y bebieron de él todos. Y les dijo. 'esta es mi
  Sangre de a alianza, que es derramada por muchos' (Mc 14, 23)24; cfr. Mt
  26.27; Lc 22, 17).
7. El original griego
  de la expresión 'dar gracias' es 'ucaris thsaz' (de'eujaristein'), de donde
  Eucaristía así pues, el Sacrificio del Cuerpo y de la Sangre instituido como el
  Santísimo Sacramento de la
   Iglesia, constituye el cumplimiento y al mismo tiempo la
  superación de los sacrificios de bendición y de alabanza, de los que se habla
  en los Salmos (zebah todah) Las comunidades cristianas, desde los tiempos más
  antiguos, unían la celebración de la Eucaristía a acción de gracias, como demuestra
  el texto de la 'Didajé' (escrito y compuesto entre finales del siglo I y
  principios del II, probablemente en Siria, quizá en la misma Antioquía):
'Te damos gracias, Padre nuestro, por la santa vida de David tu
  Siervo, que nos has hecho desvelar por Jesús tu Siervo...'
'Te damos gracias, Padre nuestro, por la vida y el conocimiento que
  nos has hecho desvelar por Jesucristo, tu Siervo'
'Te damos gracias, Padre santo, por tu santo nombre, que has hecho
  habitar en nuestros corazones, y por el conocimiento, la fe y la inmortalidad
  que nos has hecho desvelar por Jesucristo tu Siervo' (Didajé 9, 2-3; 10, 2).
8. El Canto de acción
  de gracias de la Iglesia
  que acompaña la celebración de la Eucaristía, nace de lo íntimo de su corazón, y
  del Corazón mismo del Hijo, que vivía en acción de gracias. Por eso podemos
  decir que su oración, y toda su existencia terrena, se convirtió en
  revelación de esta verdad fundamental enunciada por la Carta de Santiago: 'Todo
  buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba, desciende del Padre de las
  luces ' (Sant 1,17).Viviendo en a acción de gracias, Cristo, el Hijo del
  hombre, el nuevo 'Adán', derrotaba en su raíz misma el pecado que bajo el
  influjo del 'padre de la mentira' había sido concebido en el espíritu 'del
  primer Adán' (Cfr. Gen 3) La acción de gracias restituye al hombre la
  conciencia del don entregado por Dios 'desde el principio' y al mismo tiempo
  expresa la disponibilidad a intercambiar el don: darse a Dios, con todo el
  corazón y darle todo lo demás. Es como una restitución, porque todo tiene en
  El su principio y su fuente.
'Gratias agamus Domino Deo nostro': es la invitación que la Iglesia pone en el
  centro de la liturgia eucarística. También en esta exhortación resuena fuerte
  el eco de a acción de gracias, del que vivía en la tierra el Hijo de Dios. Y
  la voz del Pueblo de Dios responde con un humilde y gran testimonio coral:
  'Dignum et iustum est', 'es justo y necesario'.
 (JESUCRISTO: UNGIDO
  POR EL ESPÍRITU SANTO)
1. 'Salí del Padre y
  vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y me voy al Padre' (Jn 16, 28).
  Jesucristo tiene el conocimiento de su origen del Padre: es el Hijo porque
  proviene del Padre. Como Hijo ha venido al mundo, mandado por el Padre. Esta
  misión (missio) que se basa en el origen eterno del
  Cristo) Hijo, de la misma naturaleza que el Padre, está radicada en El. Por
  ello en esta misión el Padre revela el Hijo y da testimonio de Cristo como su
  Hijo, mientras que al mismo tiempo el Hijo revea al Padre. Nadie,
  efectivamente 'conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el
  Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo' (Mt 11, 27). El Hijo, que
  'ha salido del Padre', expresa y confirma la propia filiación en cuanto
  'revea al Padre' ante el mundo. Y lo hace no sólo con las palabras del
  Evangelio, sino también con su vida, por el hecho de que El completamente
  'vive por el Padre', y esto hasta el sacrificio de su vida en la cruz.
2. Esta misión
  salvífica del Hijo de Dios como Hombre se lleva a cabo 'en la potencia' del
  Espíritu Santo. Lo atestiguan numerosos pasajes de los Evangelios y todo el
  Nuevo Testamento. En el Antiguo Testamento, la verdad sobre la estrecha
  relación entre la misión del Hijo y la venida del Espíritu Santo (que es
  también su 'misión') estaba escondida, aunque también, en cierto modo, ya
  anunciada. Un presagio particular son las palabras de Isaías, a las cuales
  Jesús hace referencia al inicio de su actividad mesiánica en Nazaret: 'El
  Espíritu del Señor está sobre mi, porque me ungió para evangelizar a los
  pobres; me envió a predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la
  recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos, para
  anunciar un año de gracia del Señor' (Lc 4,17-19; cfr. Is 61, 1-2).
Estas palabras hacen referencia al Mesías: palabra que significa
  'consagrado con unción' ('ungido'), es decir, aquel que viene de la potencia
  del Espíritu del Señor. Jesús afirma delante de sus paisanos que estas
  palabras se refieren a El: 'Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír'
  (Cfr. Lc 4, 21).
3. Esta verdad sobre
  el Mesías que viene en el poder del Espíritu Santo encuentra su confirmación
  durante el bautismo de Jesús en el Jordán, también al comienzo de su actividad
  mesiánica. Particularmente denso es el texto de Juan que refiere las palabras
  del Bautista: 'Yo he visto el Espíritu descender del cielo como paloma y
  posarse sobre El. Yo no le conocía; pero el que me envió a bautizar en agua
  me dijo: Sobre quien vieres descender el Espíritu y posarse sobre El, ése es
  el que bautiza en el Espíritu Santo. Y yo vi, y doy
  testimonio de que éste es el Hijo de Dios' (Jn 1, 32)34).
Por consiguiente, Jesús es el Hijo de Dios, aquel que 'ha salido del
  Padre y ha venido al mundo' (Cfr. Jn 16, 28), para llevar el Espíritu Santo:
  'para bautizar en el Espíritu Santo' (Cfr. Mc 1, 8), es decir, para instituir
  la nueva realidad de un nuevo nacimiento, por el poder de Dios, de los hijos
  de Adán manchados por el pecado. La venida del Hijo de Dios al mundo, su
  concepción humana y su nacimiento virginal se han cumplido por obra del
  Espíritu Santo. El Hijo de Dios se ha hecho hombre y ha nacido de la Virgen María
  por obra del Espíritu Santo, en su potencia.
4. El testimonio que
  Juan da de Jesús como Hijo de Dios está en estrecha relación con el texto del
  Evangelio de Lucas donde leemos que en la Anunciación María
  oye decir que Ella 'concebirá y dará a luz en su seno un hijo que será
  llamado Hijo del Altísimo' (Cfr. Lc 1, 31-32). Y cuando pregunta: '¿Cómo
  podrá ser esto, pues yo no conozco varón?', recibe la respuesta. 'El Espíritu
  Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra, y
  por esto el hijo engendrado será santo, será llamado Hijo de Dios' (Lc 1,
  34-35).
Si, entonces, el 'salir del Padre y venir al mundo' (Cfr. Jn 16, 28)
  del Hijo de Dios como hombre (el Hijo del hombre), se ha efectuado en el
  poder del Espíritu Santo, esto manifiesta el misterio de la vida trinitaria
  de Dios. Y este poder vivificante del Espíritu Santo está confirmado desde el
  comienzo de la actividad mesiánica de Jesús, como aparece en los textos de
  los Evangelios, sea de los sinópticos (Mc 1, 10; Mt 3, 16; Lc 3, 22) como de
  Juan (Jn 1, 32-34).
5. Ya en el Evangelio
  de la infancia, cuando se dice de Jesús que 'la gracia de Dios estaba en El'
  (Lc 2, 40), se pone de relieve la presencia santificante del Espíritu Santo.
  Pero es en el momento del bautismo en el Jordán cuando los Evangelios hablan
  mucho más expresamente de a actividad de Cristo en la potencia del Espíritu:
  'enseguida (después del bautismo) el Espíritu le empujó hacia el desierto'
  dice Marcos (Mc 1, 12). Y en el desierto, después de un período de cuarenta
  días de ayuno, el Espíritu de Dios permitió que Jesús fuese tentado por el espíritu
  de las tinieblas, de forma que obtuviese sobre él la primera victoria
  mesiánica (Cfr. Lc 4, 1-14). También durante su actividad pública, Jesús
  manifiesta numerosas veces la misma potencia del Espíritu Santo respecto a
  los endemoniados. El mismo lo resalta con aquellas palabras suyas: 'si yo
  arrojo los demonios con el Espíritu de Dios, entonces es que ha llegado a
  vosotros el reino de Dios' (Mt 12, 28). La conclusión de todo el combate
  mesiánico contra las fuerzas de las tinieblas ha sido el acontecimiento
  pascual: la muerte en cruz y la resurrección de Quien ha venido del Padre en
  la potencia del Espíritu Santo.
6. También, después
  de la ascensión, Jesús permaneció, en la conciencia de sus discípulos, como
  aquel a quien 'ungió Dios con el Espíritu Santo y con poder' (Hech 10, 38).
  Ellos recuerdan que gracias a este poder los hombres, escuchando las
  enseñanzas de Jesús, alababan a Dios y decían: 'un gran profeta se ha
  levantado entre nosotros y Dios ha visitado a su pueblo' (Lc 7, 16),' Jamás
  hombre alguno habló como éste' (Jn 7, 46), y atestiguaban que, gracias a este
  poder, Jesús 'hacia milagros, prodigios y señales' (Cfr. Hech 2, 22), de esta
  manera 'toda la multitud buscaba tocarle, porque salía de El una virtud que
  sanaba a todos' (Lc 6, 19). En todo lo que Jesús de Nazaret, el Hijo del
  hombre, hacía o enseñaba, se cumplían las palabras del profeta Isaías (Cfr.
  Is 42, 1 ) sobre el Mesías: 'He aquí a mi siervo a
  quien elegí; mi amado en quien mi alma se complace. Haré descansar asar mi
  espíritu sobre él...' (Mt 12, 1 8).
7. Este poder del
  Espíritu Santo se ha manifestado hasta el final en el sacrificio redentor de
  Cristo y en su resurrección. Verdaderamente Jesús es el Hijo de Dios 'que el Padre
  santificó y envió al mundo' (Cfr. Jn 10, 36). Respondiendo a la voluntad del
  Padre, El mismo se ofrece a Dios mediante el Espíritu como víctima inmaculada
  y esta víctima purifica nuestra conciencia de las obras muertas, para que
  podamos servir al Dios viviente (Cfr. Heb 9,14). El mismo Espíritu Santo
  (como testimonio al Apóstol Pablo) 'resucitó a Cristo Jesús de entre los
  muertos' (Rom 8, 11), y mediante este 'resurgir de los muertos'. Jesucristo
  recibe la plenitud de la potencia mesiánica y es definitivamente revelado por
  el Espíritu Santo como 'Hijo de Dios con potencia' (literalmente):
  'constituido Hijo de Dios, poderoso según el Espíritu de Santidad a partir de
  la resurrección de entre los muertos' (Rom 1, 4).
8. Así pues,
  Jesucristo, el Hijo de Dios, viene al mundo por obra del Espíritu Santo, y
  como Hijo del hombre cumple totalmente su misión mesiánica en la fuerza del
  Espíritu Santo. Pero si Jesucristo actúa por este poder durante toda su
  actividad salvífica y al final en la pasión y en la resurrección, entonces es
  el mismo Espíritu Santo el que revela que El es el Hijo de Dios. De modo que
  hoy, gracias al Espíritu Santo, la divinidad del Hijo, Jesús de Nazaret,
  resplandece ante el mundo. Y 'nadie (como escribe San Pablo) puede decir:
  'Jesús es el Señor', sino en el Espíritu Santo' (1 Cor 12,3).
1. Jesucristo, el
  Hijo de Dios, que ha sido mandado por el Padre al mundo, llega a ser hombre
  por obra del Espíritu Santo en el seno de María, la Virgen de Nazaret, y en
  la fuerza del Espíritu Santo cumple como hombre su misión mesiánica hasta la
  cruz y la resurrección.
En relación a esta verdad (que constituía el objeto de la catequesis
  precedente), es oportuno recordar el texto de San Ireneo que escribe: 'EL
  Espíritu Santo descendió sobre el Hijo de Dios, que se hizo Hijo del hombre;
  habituándose junto a El a habitar en el género humano, a descansar asar en
  los hombres, y realizar las obras de Dios, llevando a cabo en ellos la
  voluntad del Padre, transformando su vetustez en la novedad de Cristo' (Adv. haer. III, 17,1).
Es un pasaje muy significativo que repite con otras palabras lo que
  hemos tomado del Nuevo Testamento, es decir, que el Hijo de Dios se ha hecho
  hombre por obra del Espíritu Santo y en su potencia ha desarrollado la misión
  mesiánica, para preparar de esta manera el envío y la venid las almas humanas
  de este espíritu, que 'todo lo escudriña, hasta las profundidades de Dios' (1
  Cor 2, 10), para renovar y consolidar su presencia y su acción santificante
  en la vida del hombre. Es interesante esta expresión de Ireneo, según la
  cual, el Espíritu Santo, obrando en el Hijo del hombre, 'se habituaba junto a
  El a habitar en el género humano'.
2. En el Evangelio de
  Juan leemos que 'el último día, el día grande de la fiesta, se detuvo Jesús y
  gritó diciendo: !Si alguno tiene sed, venga a mí y
  beba. Al que cree en mi, según dice la Escritura, ríos de agua viva manarán de sus
  entrañas!. Esto dijo del Espíritu, que habían de
  recibir los que creyeran en El, pues aún no había sido dado el Espíritu
  porque Jesús no había sido glorificado'. (Jn 7, 37)39).
Jesús anuncia la venida del Espíritu Santo, sirviéndose de la metáfora
  del 'agua viva', porque 'el espíritu es el que da la vida...' (Jn 6, 63). Los
  discípulos recibirán este Espíritu de Jesús mismo en el tiempo oportuno,
  cuando Jesús sea 'glorificado': el Evangelista tiene
  en mente la glorificación pascual mediante la cruz y la resurrección.
3. Cuando este tiempo )o sea, la 'hora' de Jesús) está ya cercana,
  durante el discurso en el Cenáculo, Cristo repite su anuncio, y varias veces
  promete a los Apóstoles la venida del Espíritu Santo como nuevo Consolador
  (Paráclito).
Les dice así: 'yo rogaré al Padre y os dará otro Abogado que estará
  con vosotros para siempre: el Espíritu de verdad, que el mundo no puede
  recibir, porque no le ve ni le conoce; vosotros le conocéis, porque permanece
  con vosotros' (Jn 14, 16)17). 'El Abogado, el Espíritu Santo, que el Padre
  enviará en mi nombre, ése os lo enseñará todo y os traerá a la memoria todo
  lo que yo os he dicho' (Jn 14, 26). Y más adelante: 'Cuando venga el Abogado,
  que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de verdad, que procede del
  Padre, El dará testimonio de mí...' (Jn 15, 26).
Jesús concluye así: 'Si no me fuere, el Abogado no vendrá a vosotros:
  pero, si me fuere, os lo enviaré. Y al venir éste, amonestará al mundo sobre
  el pecado, la justicia y el juicio...' (Jn 16, 7-8).
4. En los textos
  reproducidos se contiene de una manera densa la revelación de la verdad sobre
  el Espíritu Santo, que procede del Padre y del Hijo. (Sobre este tema me he
  detenido ampliamente en la Encíclica 'Dominum et
  Vivificantem'). En síntesis, hablando a los
  Apóstoles del cenáculo, la vigilia de su pasión, Jesús une su partida, ya
  cercana, con la venida del Espíritu Santo. Para Jesús se da una relación
  casual: El debe irse a través de la cruz y de la resurrección, para que el
  Espíritu de su verdad pueda descender sobre los Apóstoles y sobre la Iglesia entera como el
  Abogado. Entonces el Padre mandará el Espíritu 'en nombre del Hijo', lo
  mandará en la potencia del misterio de la Redención, que
  debe cumplirse por medio de este Hijo, Jesucristo. Por ello, es justo
  afirmar, como hace Jesús, que también el mismo Hijo lo mandará: 'el Abogado
  que yo os enviaré de parte del Padre' (Jn 15,26).
5. Esta promesa hecha
  a los Apóstoles en la vigilia de su pasión y muerte, Jesús la ha realizado el
  mismo día de su resurrección. Efectivamente, el Evangelio de Juan narra que,
  presentándose a los discípulos que estaban aún refugiados en el cenáculo,
  Jesús los saludó y mientras ellos estaban asombrados por este acontecimiento
  extraordinario, 'sopló y les dijo: !Recibid el Espíritu Santo; a quien
  perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quien se los retuviereis,
  les serán retenidos!' (Jn 20, 22 -23).
En el texto de Juan existe un subrayado teológico, que conviene poner
  de relieve: Cristo resucitado es el que se presenta a los Apóstoles y les
  'trae' el Espíritu Santo, el que en cierto sentido lo 'da' a ellos en los
  signos de su muerte en cruz ('les mostró las manos y el costado': Jn 20, 20).
  Y siendo 'el Espíritu que da la vida' (Jn 6, 63), los Apóstoles reciben junto
  con el Espíritu Santo la capacidad y el poder de perdonar los pecados.
6. Lo que acontece de
  modo tan significativo el mismo día de la resurrección, los otros
  Evangelistas lo distribuyen de alguna manera a lo largo de los días
  sucesivos, en los que Jesús continúa preparando a los Apóstoles para el gran
  momento, cuando en virtud de su partida el Espíritu Santo descenderá sobre
  ellos de una forma definitiva, de modo que su venida se hará manifiesta al
  mundo.
Este será también el momento del nacimiento de la Iglesia: 'recibiréis el
  poder del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en
  Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta el extremo de la tierra' (Hech
  1,8). Esta promesa, que tiene relación directa con la venida del Paráclito,
  se ha cumplido el día de Pentecostés.
7. En síntesis,
  podemos decir que Jesucristo es aquel que proviene del Padre como eterno
  Hijo, es aquel que 'ha salido' del Padre haciéndose hombre por obra del
  Espíritu Santo. Y después de haber cumplido su misión mesiánica como Hijo del
  hombre, en la fuerza del Espíritu Santo, 'va al al
  Padre' (Cfr. Jn 14, 21). Marchándose allí como Redentor del Mundo, 'da' a sus
  discípulos y manda sobre la
   Iglesia para siempre el mismo Espíritu en cuya potencia el
  actuaba como hombre. De este modo Jesucristo, como aquel que 'va al Padre'
  por medio del Espíritu Santo conduce 'al Padre'' a todos aquellos que lo
  seguirán en el transcurso de los siglos.
8. 'Exaltado a la
  diestra de Dios y recibida del Padre la promesa del Espíritu Santo,
  (Jesucristo) le derramó' (Hech 2, 33), dirá el Apóstol Pedro el día de
  Pentecostés. 'Y, puesto que sois hijos, envió Dios a vuestros corazones el
  Espíritu de su Hijo, que grita: ¡Abbá!, Padre!' (Gal 4, 6), escribía el Apóstol Pablo. El Espíritu
  Santo, que 'procede del Padre' (Cfr. Jn 15, 26), es, al mismo tiempo, el
  Espíritu de Jesucristo: el Espíritu del Hijo.
9. Dios ha dado 'sin
  medida' a Cristo el Espíritu Santo, proclama Juan Bautista, según el IV
  Evangelio. Y Santo Tomás de Aquino explica en su claro comentario que los
  profetas recibieron el Espíritu 'con medida', y por ello, profetizaban
  'parcialmente' Cristo, por el contrario, tiene el Espíritu Santo 'sin
  medida': ya como Dios, en cuanto que el Padre mediante la generación eterna
  le da el espirar (soplar) el Espíritu sin medida; ya como hombre, en cuanto
  que, mediante la plenitud de la gracia, Dios lo ha colmado de Espíritu Santo,
  para que lo efunda en todo creyente (Cfr Super Evang S Ioannis Lectura, c. III, 1.6, nn.
  541-544). El Doctor Angélico se refiere al texto de Juan (Jn 3, 34): 'Porque
  aquel a quien Dios ha enviado habla palabras de Dios, pues Dios no le dio el
  espíritu con medida' (según la traducción propuesta por ilustres biblistas)
Verdaderamente podemos exclamar con íntima emoción, uniéndolos al
  Evangelista Juan: 'De su plenitud todos hemos recibido' (Jn 1, 16);
  verdaderamente hemos sido hechos participes de la vida de Dios en el Espíritu
  Santo
Y en este mundo de hijos del primer Adán, destinados a la muerte,
  vemos erguirse potente a Cristo, el 'último Adán', convertido en 'Espíritu
  vivificante' (1 Cor 15, 45).
1. Las catequesis
  sobre Jesucristo encuentran su núcleo en este tema central que nace de la Revelación:
  Jesucristo, el hombre nacido de la Virgen María, es el Hijo de Dios. Todos los
  Evangelios y los otros libros del Nuevo Testamento documentan esta
  fundamental verdad cristiana, que en las catequesis precedentes hemos
  intentado explicar, desarrollando sus varios aspectos. El testimonio
  evangélico constituye la base del Magisterio solemne de la Iglesia en los
  Concilios, el cual se refleja en los símbolos de la fe (ante todo en el
  niceno-constantinopolitano) y también, naturalmente, en la constante
  enseñanza ordinaria de la
   Iglesia, en su liturgia, en la oración y en la vida
  espiritual guiada y promovida por ella.
2. La verdad sobre
  Jesucristo, Hijo de Dios, constituye, en la autorrevelación
  de Dios, el punto clave mediante el cual se desvela el indecible misterio de
  un Dios único en la Santísima Trinidad. De hecho, según la Carta a los Hebreos,
  cuando Dios, 'últimamente en estos días, nos habló por su Hijo' (Heb 1, 2),
  ha desvelado la realidad de su vida íntima, de esta vida en la que El
  permanece en absoluta unidad en la divinidad, y al mismo tiempo es Trinidad,
  es decir, divina comunión de tres Personas. De esta comunión da testimonio
  directo el Hijo que 'ha salido del Padre y ha venido al mundo (Cfr. Jn 16,
  28). Solamente El. El Antiguo Testamento, cuando Dios 'habló por ministerio
  de los profetas' (Heb 1, 1), no conocía este misterio íntimo de Dios.
  Ciertamente, algunos elementos de la revelación veterotestamentaria
  constituían la preparación de la evangélica y, sin embargo, sólo el Hijo
  podía introducirnos en este misterio. Ya que 'a Dios nadie lo vio jamás':
  nadie ha conocido el misterio íntimo de su vida. Solamente el Hijo: 'el Hijo
  unigénito, que está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocen' (Jn 1,
  18).
3. En el curso de las
  precedentes catequesis hemos considerado los principales aspectos de esta
  revelación, gracias a la cual la verdad sobre la filiación divina de
  Jesucristo nos aparece con plena claridad. Concluyendo ahora este ciclo de
  meditaciones, es bueno recordar algunos momentos, en los cuales, junto a la
  verdad sobre la filiación divina del Hijo del hombre, Hijo de María, se
  desvela el misterio del Padre y del Espíritu Santo.
El primero cronológicamente es ya en el momento de a anunciación, en
  Nazaret. Según el Ángel, de hecho quien debe nacer de la Virgen es el Hijo del
  Altísimo, el Hijo de Dios. Con estas palabras, Dios es revelado como Padre y el
  Hijo de Dios es presentado como aquel que debe nacer por obra del Espíritu
  Santo: 'El Espíritu Santo vendrá sobre ti' (Lc 1, 35). Así, en la narración
  de a anunciación se contiene el misterio trinitario: Padre, Hijo y Espíritu
  Santo.
Tal misterio está presente también en la teofanía ocurrida durante el
  bautismo de Jesús en el Jordán, en el momento que el Padre, a través de una
  voz de lo alto, da testimonio del Hijo 'predilecto', y ésta v acompañada por
  el Espíritu 'que bajó sobre Jesús en forma de paloma' (Mt 3, 16). Esta
  teofanía es casi una confirmación 'visiva' de las palabras del profeta
  Isaías, a las que Jesús hizo referencia en Nazaret, al inicio de su actividad
  mesiánica: 'El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió... me
  envió...' (Lc 4, 18; cf. Is 61, 1).
4. Luego, durante el
  ministerio, encontramos las palabras con las cuales Jesús mismo introduce a
  sus oyentes en el misterio de la divina Trinidad, entre las cuales está la
  'gozosa declaración' que hallamos en los Evangelios de Mateo (11, 25)27) y de
  Lucas (10, 21)22). Decimos 'gozosa' ya que, como leemos en el texto de Lucas,
  'en aquella hora se sintió inundado de gozo en el Espíritu Santo' (Lc 10, 21 ) y dijo: 'Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la
  tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste
  a los pequeñuelos. Si, Padre, porque así te plugo. Todo me ha sido entregado
  por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre
  sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo' (Mt 11, 25)27).
Gracias a esta inundación de 'gozo en el Espíritu Santo', somos
  introducidos en las 'profundidades de Dios', en las 'profundidades' que sólo
  el Espíritu escudriña: en la íntima unidad de la vida de Dios, en la
  inescrutable comunión de las Personas.
5. Estas palabras,
  tomadas de Mateo y de Lucas, armonizan perfectamente con muchas afirmaciones
  de Jesús que encontramos en el Evangelio de Juan, como hemos visto ya en las
  catequesis precedentes. Sobre todas ellas, domina la aserción de Jesús que
  desvela su unidad con el Padre: 'Yo y el Padre somos una sola cosa' (Jn 10,
  30). Est afirmación se toma de nuevo y se
  desarrolla en la oración sacerdotal (Jn 17) y en todo el discurso con el que
  Jesús en el cenáculo prepara a los Apóstoles para su partida en el curso de
  los acontecimientos pascuales.
6. Y propiamente
  aquí, en la óptica de esta 'partida', Jesús pronuncia las palabras que de una
  manera definitiva re velan el misterio del Espíritu Santo y la relación en la
  que El se encuentra con respecto al Padre y el Hijo El Cristo que dice: 'Yo
  estoy en el Padre y el Padre está en mí', anuncia al mismo tiempo a los
  Apóstoles la venida del Espíritu Santo y afirma: Este es 'el Espíritu de
  verdad, que procede del Padre' (Jn 15, 26). Jesús añade que 'rogará al Padre
  o para que este Espíritu de verdad sea dado a los Apóstoles, para que
  'permanezca con ellos para siempre' como 'Consolador' (Cfr. Jn 14,16). Y
  asegura a los Apóstoles: 'el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi
  nombre' (Cfr. Jn 14, 26). Todo ello, concluye Jesús, tendrá lugar después de
  su partida, durante los acontecimientos pascuales, mediante la cruz y la
  resurrección: 'Si me fuere, os lo enviaré' (Jn 16, 7).
7. 'En aquel día
  vosotros sabréis que yo estoy en el Padre', afirma aún Jesús, o sea, por obra
  del Espíritu Santo se clarificará plenamente el misterio de le unidad del
  Padre y del Hijo: 'Yo en el Padre y el Padre en mí'. Tal misterio, de hecho,
  lo puede aclarar sólo 'el Espíritu que escudriña las profundidades de Dios'
  (Cfr. 1 Cor 2, 10), donde en la comunión de las Personas se constituye la
  unidad de la vida divina en Dios. Así se ilumina también el misterio de la Encarnación
  del Hijo, en relación con los creyentes y con la Iglesia, también por
  obra del Espíritu Santo. Dice de hecho Jesús: 'En aquel día (cuando los
  Apóstoles reciban el Espíritu de verdad) conoceréis (no solamente) que yo
  estoy en el Padre, (sino también que) vosotros (estáis) en mi y yo en
  vosotros' (Jn 14, 20). La Encarnación es, pues, el fundamento de nuestra
  filiación divina por medio de Cristo, es la base del misterio de la Iglesia como cuerpo de
  Cristo.
8. Pero aquí es
  importante hacer notar que la Encarnación, aunque hace referencia
  directamente al Hijo, es 'obra' de Dios Uno y Trino (Concilio Lateranense
  IV). Lo testimonia ya el contenido mismo de a anunciación (Cfr. Lc 1, 26-38).
  Y después, durante todas sus enseñanzas, Jesús ha ido 'abriendo perspectivas
  cerradas a la razón humana' (Gaudium et Spes, 24), las de la vida íntima de Dios Uno en la Trinidad del Padre, del
  Hijo y del Espíritu Santo. Finalmente, cumplida su misión mesiánica, Jesús,
  al dejar definitivamente a los Apóstoles, cuarenta días después del día de la
  resurrección, realizó hasta el final lo que había anunciado: 'Como me envió
  mi Padre, así os envío yo' (Jn 20, 21). De hecho, les dice: 'Id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el
  nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo' (Mt 28, 19).
Con estas palabras conclusivas del Evangelio, y antes de iniciarse el
  camino de la Iglesia
  en el mundo, Jesucristo entregó a ella la verdad suprema de su revelación: la
  indivisible Unidad de la
   Trinidad.
Y desde entonces, la
   Iglesia, admirada y adorante, puede confesar con el
  evangelista Juan, en la conclusión del prólogo del IV Evangelio, siempre con
  la íntima conmoción: 'A Dios nadie le vio jamás; Dios unigénito, que está en
  el seno del Padre, ése le ha dado a conocer' (Jn 1, 18).(JESUCRISTO: VERDADERO DIOS -SU AUTORIDAD)
Verdadero Dios y verdadero hombre (26.VIII.87)
1. 'Creo... en
  Jesucristo, su único Hijo (= de Dios Padre), nuestro Señor; que fue concebido
  por obra y gracia del Espíritu Santo, y nació de Santa María Virgen'. El
  ciclo de catequesis sobre Jesucristo, que desarrollamos aquí, hace referencia
  constante a la verdad expresada en las palabras del Símbolo Apostólico que
  acabamos de citar. Nos presentan a Cristo como verdadero Dios (Hijo del
  Padre) y, al mismo tiempo, como verdadero Hombre, Hijo de María Virgen. Las
  catequesis anteriores nos han permitido y cercarnos a esta verdad fundamental
  de la fe. Ahora, sin embargo, debemos tratar de profundizar su contenido
  esencial: debemos preguntarnos qué significa 'verdadero Dios y verdadero
  Hombre'. Es esta una realidad que se desvela ante los ojos de nuestra fe
  mediante a autorrevelación de Dios en Jesucristo. Y dado que ésta (como
  cualquier otra verdad revelada) sólo se puede acoger rectamente mediante la
  fe, entra aquí en juego el 'rationabile obsequium fidei' el obsequio
  razonable de la fe. Las próximas catequesis, centradas en el misterio del
  Dios) Hombre, quieren favorecer una fe así.
2. Ya anteriormente
  hemos puesto de relieve que Jesucristo hablaba a menudo de sí, utilizando el
  apelativo de 'Hijo del hombre' (Cfr. Mt 16, 28; Mc 2, 28). Dicho título
  estaba vinculado a la tradición mesiánica del Antiguo Testamento, y al mismo
  tiempo, respondía a aquella 'pedagogía de la fe', a la que Jesús recurría
  voluntariamente. En efecto, deseaba que sus discípulos y los que le
  escuchaban llegasen por sí solos al descubrimiento de que 'el Hijo del
  hombre' era al mismo tiempo el verdadero Hijo de Dios. De ello tenemos una
  demostración muy significativa en la profesión de Simón Pedro, hecha en los
  alrededores de Cesarea de Filipo, a la que nos hemos referido en las
  catequesis anteriores. Jesús provoca a los Apóstoles con preguntas, y cuando
  Pedro llega al reconocimiento explícito de su identidad divina, confirma su
  testimonio llamándolo 'bienaventurado tú, porque no es la carne ni la sangre
  quien esto te ha revelado sino mi Padre' (Cfr. Mt 16, 17). Es el Padre, el
  que da testimonio del Hijo, porque sólo El conoce al Hijo (Cfr. Mt 11, 27).
3. Sin embargo, a
  pesar de la discreción con que Jesús actuaba aplicando ese principio
  pedagógico de que se ha hablado, la verdad de su filiación divina se iba
  haciendo cada vez más patente, debido a lo que El decía y especialmente a lo
  que hacía. Pero si para unos esto constituía objeto de fe, para otros era
  causa de contradicción y de acusación. Esto se manifestó de forma definitiva
  durante el proceso ante el Sanedrín. Narra el Evangelio de Marcos: 'El
  Pontífice le preguntó y dijo: ¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Bendito? Jesús
  dijo: Yo soy, y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y
  venir sobre las nubes del cielo' (Mc 14, 61-62). En el Evangelio de Lucas la
  pregunta se formula así: 'Luego, ¿eres tú el Hijo de Dios. Díjoles: vosotros
  lo decís, yo soy' (Lc 22, 70).
4. La reacción de los
  presentes es concorde: 'Ha blasfemado... Acabáis de oír la blasfemia... Reo
  es de muerte' (Mt 26, 65-66). Esta exclamación es, por decirlo así, fruto de
  una interpretación material de la ley antigua.
Efectivamente, leemos en el Libro del Levítico: 'Quien blasfemare el
  nombre de Yahvéh será castigado con la muerte; toda a asamblea lo lapidará'
  (Lev 24, 16). Jesús de Nazaret, que ante los representantes oficiales del
  Antiguo Testamento declara ser el verdadero Hijo de Dios, pronuncia (según la
  convicción de ellos) una blasfemia. Por eso 'reo es de muerte', y la condena
  se ejecuta, si bien no con la lapidación según la disciplina veterotestamentaria,
  sino con la crucifixión, de acuerdo con la legislación romana. Llamarse a sí
  mismo 'Hijo de Dios' quería decir 'hacerse Dios' (Cfr. Jn 10, 33), lo que
  suscitaba una protesta radical por parte de los custodios del monoteísmo del
  Antiguo Testamento.
5. Lo que al final se
  llevó a cabo en el proceso intentado contra Jesús, en realidad había sido ya
  antes objeto de amenaza, como refieren los Evangelios, particularmente el de
  Juan. Leemos en él repetidas veces que los que lo escuchaban querían apedrear
  a Jesús, cuando lo que oían de su boca les parecía una blasfemia.
  Descubrieron una tal blasfemia, por ejemplo, en sus palabras sobre el tema
  del Buen Pastor (Cfr. Jn 10, 27.29), y en la conclusión a la que llegó en esa
  circunstancia: 'Yo y el Padre somos una sola cosa' (Jn 10, 30). La narración
  evangélica prosigue así: 'De nuevo los judíos trajeron piedras para
  apedrearle. Jesús les respondió: Muchas obras os he mostrado de parte de mi
  Padre; ¿por cuál de ellas me apedreáis? Respondiéronle los judíos: Por ninguna
  obra buena te apedreamos, sino por la blasfemia, porque tú, siendo hombre, te
  haces Dios' (Jn 10, 31-33).
6. Análoga fue la
  reacción a estas otras palabras de Jesús: 'Antes que Abrahán naciese, era yo'
  (Jn 8, 58). También aquí Jesús se halló ante una pregunta y una acusación
  idéntica: '¿Quién pretendes ser?' (Jn 8; 53), y la respuesta a tal pregunta
  tuvo como consecuencia a amenaza de lapidación (Cfr. Jn 8, 59). Está, pues,
  claro, que si bien Jesús hablaba de sí mismo sobre todo como del 'Hijo del
  hombre', sin embargo todo el conjunto de lo que hacía y enseñaba daba
  testimonio de que El era el Hijo de Dios en el sentido literal de la palabra:
  es decir, que era una sola cosa con el Padre, y por tanto: también El era
  Dios, como el Padre. Del contenido unívoco de este testimonio es prueba tanto
  el hecho de que El fue reconocido y escuchado por unos: 'muchos creyeron en
  Él': (Cfr. por ejemplo Jn 8, 30); como, todavía más, el hecho de que halló en
  otros una oposición radical, más aún, la acusación de blasfemia con la
  disposición a infligirle la pena prevista para los blasfemos en la Ley del Antiguo Testamento.
7. Entre las
  afirmaciones de Cristo relativas a este tema, resulta especialmente
  significativa la expresión: 'YO SOY'. El contexto en el que viene pronunciada
  indica que Jesús recuerda aquí la respuesta dada por Dios mismo a Moisés,
  cuando le dirige la pregunta sobre su Nombre: 'Yo soy el que soy... Así
  responderás a los hijos de Israel: Yo soy me manda a vosotros' (Ex 3, 14).
  Ahora bien, Cristo se sirve de la misma expresión 'Yo soy' en contextos muy
  significativos. Aquel del que se ha hablado, concerniente a Abrahán: 'Antes
  que Abrahán naciese, ERA YO'; pero no sólo ése. Así, por ejemplo: 'Si no
  creyereis que YO SOY, moriréis en vuestros pecados' (Jn 8,24), y también:
  'Cuando levantéis en alto al Hijo del hombre, entonces conoceréis que YO SOY'
  (Jn 8, 28), y asimismo: 'Desde ahora os lo digo, antes de que suceda, para
  que, cuando suceda, creáis que YO SOY' (Jn 13,19). Este 'Yo soy' se halla
  también en otros lugares de los Evangelios sinópticos (por ejemplo Mt 28, 20;
  Lc 24, 39); pero en las afirmaciones que hemos citado el uso del Nombre de
  Dios, propio del Libro del Éxodo, aparece particularmente límpido y firme.
  Cristo habla de su 'elevación' pascual mediante la cruz y la sucesiva
  resurrección: 'Entonces conoceréis que YO SOY'. Lo que quiere decir: entonces
  se manifestará claramente que yo soy aquel al que compete el Nombre de Dios.
  Por ello, con dicha expresión Jesús indica que es el verdadero Dios. Y aun antes
  de su pasión El ruega al Padre así: 'Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío' (Jn
  17,10), que es otra manera de afirmar: 'Yo y el Padre somos una sola cosa'
  (Jn 10, 30).
Ante Cristo, Verbo de Dios encarnado, unámosnos también nosotros a
  Pedro y repitamos con la misma elevación de fe: 'Tú eres el Mesías, el Hijo
  de Dios vivo' (Mt 16, 16).
1. En la catequesis
  anterior hemos dedicado un atención especial a las afirmaciones en las que Cristo
  habla de Sí utilizando la expresión 'YO SOY'. El contexto en el que aparecen
  tales afirmaciones, sobre todo en el Evangelio de Juan, nos permite pensar
  que al recurrir a dicha expresión Jesús hace referencia al Nombre con el que
  el Dios de a antigua Alianza se califica a Sí mismo ante Moisés, en el
  momento de confiarle la misión a la que está llamado: 'Yo soy el que soy...
  responderás a los hijos de Israel: YO SOY me manda a vosotros' (Ex 3, 14).
De este modo Jesús habla de Sí, por ejemplo en el marco de la
  discusión sobre Abrahán: 'Antes que Abrahán naciese, YO SOY' (Jn 8, 58). Ya
  esta expresión nos permite comprender que 'el Hijo del Hombre' da testimonio
  de su divina preexistencia. Y tal afirmación no está aislada.
2. Más de una vez
  Cristo habla del misterio de su Persona y la expresión más sintética parece
  ser ésta: 'Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y me voy al
  Padre' (Jn 16, 28). Jesús dirige estas palabras a los Apóstoles en el
  discurso de despedida, la vigilia de los acontecimientos pascuales. Indican
  claramente que antes de 'venir' al mundo Cristo 'estaba' junto al Padre como
  Hijo. Indican, pues, su preexistencia en Dios. Jesús da a comprender
  claramente que su existencia terrena no puede separarse de dicha
  preexistencia en Dios. Sin ella su realidad personal no se puede entender
  correctamente.
3. Expresiones
  semejantes las hay numerosas. Cuando Jesús alude a la propia venida desde el
  Padre al mundo, sus palabras hacen referencia generalmente a su preexistencia
  divina. Esto está claro de modo especial en el Evangelio de Juan. Jesús dice
  ante Pilato: 'Yo para esto he nacido y par esto he venido al mundo, para dar
  testimonio de la verdad' (Jn 18, 37); y quizás no carece de importancia el
  hecho de que Pilato le pregunte más tarde: '¿De dónde eres tú?' (Jn 19, 9). Y
  antes aún leemos: 'Mi testimonio es verdadero, porque sé de dónde vengo y
  adónde voy' (Jn 8, 14). A propósito de ese '¿De dónde eres tú?' en el
  coloquio nocturno con Nicodemo podemos escuchar una declaración significativa:
  'Nadie sube al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre, que está
  en el cielo' (Jn 3, 13). Esta 'venida' del cielo, del Padre, indica la
  'preexistencia' divina de Cristo incluso en relación con su 'marcha': '¿Qué
  sería si vierais al Hijo del hombre subir allí donde estaba antes?', pregunta
  Jesús en el contexto del 'discurso eucarístico' en las cercanías de Cafarnaum
  (Cfr. Jn 6, 62).
4. Toda la existencia
  terrena de Jesús como Mesías resulta de aquel 'antes' y a él se vincula de
  nuevo como a una 'dimensión' fundamental, según la cual el Hijo es 'una sola
  cosa' con el Padre. Cuán elocuentes son, desde este punto de vista, las
  palabras de la 'oración sacerdotal' en el Cenáculo!: 'Yo te he glorificado
  sobre la tierra llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora
  tú, Padre, glorifícame cerca de ti mismo con la gloria que tuve cerca de ti
  antes que el mundo existiese' (Jn 17, 4-5).
También los Evangelios sinópticos hablan en muchos pasajes sobre la
  'venida' del Hijo del hombre para la salvación del mundo (Cfr. por ejemplo Lc
  19, 10; Mc 10, 45; Mt 20, 28); sin embargo, los textos de Juan contienen una
  referencia especialmente clara a la preexistencia de Cristo.
5. La síntesis más
  plena de esta verdad está contenida en el Prólogo del cuarto Evangelio. Se
  puede decir que en dicho texto la verdad sobre la preexistencia divina del
  Hijo del hombre adquiere una ulterior explicitación, en cierto sentido
  definitiva: 'Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo
  era Dios. El estaba al principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por
  El... En El estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz luce
  en las tinieblas, pero las tinieblas no a acogieron' (Jn 1,1-5).
En estas frases el Evangelista confirma lo que Jesús decía de Sí
  mismo, cuando declaraba: 'Salí del Padre y vine al mundo' (Jn 16, 28), cuando
  rogaba al Padre lo glorificase con la gloria que El tenía cerca de El antes
  que el mundo existiese (Cfr. Jn 17, 5). Al mismo tiempo la preexistencia del
  Hijo en el Padre se vincula estrechamente con la revelación del misterio
  trinitario de Dios: el Hijo es el Verbo eterno, es 'Dios de Dios', de la
  misma naturaleza que el Padre (como se expresará el Concilio de Nicea en el
  Símbolo de la fe). La fórmula conciliar refleja precisamente el Prólogo de
  Juan: 'El Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios'. Afirmar la
  preexistencia de Cristo en el Padre equivale a reconocer su divinidad. A su
  naturaleza, como a la naturaleza del Padre, pertenece la eternidad. Esto se
  indica con la referencia a la preexistencia eterna en el Padre.
6. El prólogo de
  Juan, mediante la revelación de la verdad sobre el Verbo contenida en él,
  constituye como el complemento definitivo de lo que ya el Antiguo Testamento
  había dicho de la Sabiduría. Véanse, por ejemplo, las siguientes
  afirmaciones: 'Desde el principio y antes de los siglos me creó y hasta el
  fin no dejaré de ser' (Sir 24, 14); 'El que me creó reposó en mi tienda. Y me
  dijo: Pon tu tienda en Jacob' (Sir 24, 12)13). La Sabiduría de
  que habla el Antiguo Testamento, es una criatura y al mismo tiempo tiene
  atributos que la colocan a por encima de todo lo creado': 'Siendo una, todo
  lo puede, y permaneciendo la misma, todo lo renueva' (Sab. 7, 27).
La verdad sobre el Verbo contenida en el Prólogo de Juan confirma en
  cierto sentido la revelación acerca de la sabiduría presente en el Antiguo
  Testamento, y al mismo tiempo la transciende de modo definitivo: el Verbo no
  sólo 'está en Dios' sino que 'es Dios'. Al venir a este mundo en la persona
  de Jesucristo el Verbo 'viene entre su gente', puesto que 'el mundo fue hecho
  por medio de El' (Cfr. Jn 1, 10)11). Vino a los 'suyos', porque es 'la luz
  verdadera que ilumina a todo hombre' (Cfr. Jn 1, 9). La autorrevelación de
  Dios en Jesucristo consiste en esta 'venida' al mundo del Verbo, que es el
  Hijo eterno.
7. El Verbo se hizo
  carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria como de Unigénito del
  Padre, lleno de gracia y de verdad' (Jn 1, 14). Digámoslo una vez más: el
  Prólogo de Juan es el eco eterno de las palabras con las que Jesús dice: salí
  del Padre y vine al mundo' (Jn 16, 28), y de aquellas con las que ruega que
  el Padre lo glorifique con la gloria que El tenía cerca de El antes que el
  mundo existiese (Cfr. Jn 17, 5). El Evangelio tiene ante los ojos la
  revelación veterotestamentaria acerca cerca de la Sabiduría y al
  mismo tiempo todo el acontecimiento pascual: la marcha mediante la cruz y la
  resurrección, en las que la verdad sobre Cristo, Hijo del hombre y verdadero
  Dios, se ha hecho completamente clara a cuantos han sido sus testigos
  oculares.
8. En estrecha
  relación con la revelación del Verbo, es decir con la divina preexistencia de
  Cristo, halla también confirmación la verdad sobre el Emmanuel. Esta palabra
  )que en traducción literal significa 'Dios con nosotros') expresa una
  presencia particular y personal de Dios en el mundo. Ese 'YO SOY' de Cristo
  manifiesta precisamente esta presencia ya preanunciada por Isaías (Cfr. Is 7,
  14), proclamada siguiendo las huellas del Profeta en el Evangelio de Mateo
  (Cfr. Mt 1, 23) y confirmada en el Prólogo de Juan: 'El Verbo se hizo carne y
  habitó entre nosotros' (Jn 1, 14). El lenguaje de los Evangelistas es
  multiforme, pero la verdad que expresan es la misma. En los sinópticos Jesús
  pronuncia su 'yo estoy con vosotros' especialmente en los momentos difíciles,
  como por ejemplo: Mt 14, 27; Mc 6, 50; Jn 6, 20, con ocasión de la tempestad
  que se calma, como también en la perspectiva de la misión apostólica de la Iglesia: 'Yo estaré con
  vosotros siempre hasta la consumación del mundo' (Mt 28, 20).
9. La expresión de
  Cristo: 'Salí del Padre y vine al mundo' (Jn 16, 28) contiene un significado
  salvífico, sotereológico. Todos los Evangelistas lo manifiestan. El Prólogo
  de Juan lo expresa en las palabras: 'A cuantos lo recibieron (= al Verbo),
  dióles poder de venir a ser hijos de Dios', la posibilidad de ser engendrados
  de Dios (Cfr. Jn 1, 12-13).
Esta es la verdad central de toda la sotereología cristiana, vinculada
  orgánicamente con la realidad revelada de Dios)Hombre. Dios se hizo hombre a
  fin de que el hombre pudiera participar realmente de la vida de Dios, más
  aún, pudiese llegar a ser él mismo, en cierto sentido, Dios. Ya los antiguos
  Padres de la Iglesia
  tuvieron claro conocimiento de ello. Baste recordar a San Ireneo, el cual,
  exhortando a seguir a Cristo, único maestro verdadero y seguro, afirmaba:
  'Por su inmenso amor El se ha hecho lo que nosotros somos, para darnos la
  posibilidad de ser lo que El es' (Cfr. Adversus haereses, V, Praef.: PG7, 1
  120).
Esta verdad nos abre horizontes ilimitados, en los cuales situar la
  expresión concreta de nuestra vida cristiana, a la luz de la fe en Cristo,
  Hijo de Dios, Verbo del Padre.
1. El ciclo de las catequesis
  sobre Jesucristo tiene como centro la realidad revelada del Dios)Hombre.
  Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Esta es la realidad
  expresada coherentemente en la verdad de la unidad inseparable de la persona
  de Cristo. Sobre esta verdad no podemos tratar de modo desarticulado y, mucho
  menos, separando un aspecto del otro. Sin embargo, por el carácter analítico
  y progresivo del conocimiento humano y, también en parte, por el modo de
  proponer esta verdad, que encontramos en la fuente misma de la Revelación
  (ante todo la
   Sagrada Escritura), debemos intentar indicar aquí, en
  primer lugar, lo que demuestra la divinidad, y, por tanto, lo que demuestra
  la humanidad del único Cristo.
2. Jesucristo es
  verdadero Dios. Es Dios-Hijo, consubstancial al Padre (y al Espíritu Santo).
  En la expresión 'YO SOY', que Jesucristo utiliza al referirse a su propia
  persona, encontramos un eco del nombre con el cual Dios se ha manifestado a
  Sí mismo hablando a Moisés (Cfr. Ex. 3, 14). Ya que Cristo se aplica a Sí mismo
  aquel 'YO SOY' (Cfr. Jn 13, 19), hemos de recordar que este nombre define a
  Dios no solamente en cuanto Absoluto (Existencia en sí del Ser por Sí mismo),
  sino también como El que ha establecido a alianza con Abrahán y con su
  descendencia y que, en virtud de a alianza, envía a Moisés a liberar a Israel
  (es decir, a los descendientes de Abrahán) de la esclavitud de Egipto. Así
  pues, aquel 'YO SOY' contiene en sí también un significado sotereológico,
  habla del Dios de a alianza que está con el hombre (con Israel) para
  salvarlo. Indirectamente habla del Emmanuel (Cfr. Is 7, 14), el 'Dios con
  nosotros'.
3. El 'YO SOY' de
  Cristo (sobre todo en el Evangelio de Juan) debe entenderse del mismo modo.
  Sin duda indica la
   Preexistencia divina del Verbo) Hijo (hemos hablado de este
  tema en la catequesis precedente), pero al mismo tiempo, reclama el
  cumplimiento de la profecía de Isaías sobre el Emmanuel, el 'Dios con
  nosotros'. 'YO SOY' significa pues )tanto en el Evangelio de Juan como en los
  Evangelios sinópticos), también 'Yo estoy con vosotros' (Cfr. Mt 28, 20).
  'Salí del Padre y vine al mundo' (Jn 16, 28), '...a buscar y salvar lo que
  estaba perdido' (Lc 19, 10). La verdad sobre la salvación (la sotereología),
  ya presente en el Antiguo Testamento mediante la revelación del nombre de
  Dios, se reafirma y expresa hasta el fondo por la autorrevelación de Dios en
  Jesucristo. Justamente en este sentido el Hijo del hombre es verdadero Dios,
  Hijo de la misma naturaleza del Padre que ha querido estar 'con nosotros'
  para salvarnos.
4. Hemos de tener
  constantemente presentes estas consideraciones preliminares cuando intentamos
  recabar del Evangelio todo lo que revela la Divinidad de Cristo.
  Algunos pasajes evangélicos importantes desde este punto de vista, son !os
  siguientes: ante todo, el último coloquio del Maestro con los Apóstoles, en
  la vigilia de la pasión, cuando habla de 'la casa del Padre', en la cual El
  va a prepararles un lugar (Cfr. Jn 14, 1-3). Respondiendo a Tomás que le
  preguntaba sobre el camino, Jesús dice: 'Yo soy el camino, la verdad y la
  vida'. Jesús es el camino porque ninguno va al Padre sino por medio de El
  (Cfr. Jn 14, 6). Más aún: quien lo ve a El, ve al Padre (Cfr. Jn 14, 9). '¿No
  crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?' (Jn 14,10). Es bastante
  fácil darse cuenta de que, en tal contexto, ese proclamarse 'verdad' y 'vida'
  equivale a referir a Sí mismo atributos propios del Ser divino: Ser- Verdad,
  Ser-Vida.
Al día siguiente Jesús dirá a Pilato: 'Yo para esto he nacido y para
  esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad' (Jn 18, 37). El
  testimonio de la verdad puede darlo el hombre, pero 'ser la verdad' es un
  atributo exclusivamente divino. Cuando Jesús, en cuanto verdadero hombre, da
  testimonio de la verdad, tal testimonio tiene su fuente en el hecho de que El
  mismo 'es la verdad' en la subsistente verdad de Dios: 'Yo soy... la verdad'.
  Por esto El puede decir también que es 'la luz del mundo', y así, quien lo
  sigue, 'no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida' (Cfr. Jn 8, 12).
5. Análogamente, todo
  esto es válido también para la otra palabra de Jesús: 'Yo soy... la vida' (Jn
  14, 6). El hombre que es una criatura, puede 'tener vida', la puede incluso
  'dar', de la misma manera que Cristo 'da' su vida para la salvación del mundo
  (Cfr. Mc 10, 45 y paralelos). Cuando Jesús habla de este 'dar la vida' se
  expresa como verdadero hombre. Pero El 'es la vida' porque es verdadero Dios.
  Lo afirma El mismo antes de resucitar a Lázaro, cuando dice a la hermana del
  difunto, Marta: 'Yo soy la resurrección y la vida' (Jn 11, 25). En la
  resurrección confirmará definitivamente que la vida que El tiene como Hijo
  del hombre no está sometida a la muerte. Por El es la vida, y, por tanto, es
  Dios. Siendo la Vida,
  El puede hacer partícipes de ésta a los demás: 'El que cree en mí, aunque
  muera vivirá' (Jn 11, 25). Cristo puede convertirse también (en la Eucaristía) en
  'el pan de la vida' (Cfr. Jn 6, 35-48) 'el pan vivo bajado del cielo' (Jn 6,
  51). También en este sentido Cristo se compara con la vid la cual vivifica
  los sarmientos que permanecen injertados en El (Cfr. Jn 15, 1), es decir, a
  todos los que forman parte de su Cuerpo místico.
6. A estas expresiones
  tan transparentes sobre el misterio de la Divinidad escondida en
  el 'Hijo del hombre', podemos añadir alguna otra, en la que el mismo concepto
  aparece revestido de imágenes que pertenecen ya al Antiguo Testamento y,
  especialmente, a los Profetas, y que Jesús atribuye a Sí mismo.
Este es el caso. por ejemplo de la imagen del Pastor. Es muy conocida
  la parábola del Buen Pastor en la que Jesús habla de Sí mismo y de su misión
  salvífica: 'Yo soy el buen pastor; el buen pastor da su vida por las ovejas'
  (Jn 10, 11). En el libro de Ezequiel leemos: 'Porque así dice el Señor Yahvéh:
  Yo mismo iré a buscar a mis ovejas y las reuniré... Yo mismo apacentaré a mis
  ovejas y yo mismo las llevaré a la majada.... buscaré la oveja perdida,
  traeré a la extraviada, vendaré la perniquebrada y curaré la enferma...
  apacentaré con justicia' (Ez 34, 11, 15)16). 'Rebaño mío, vosotros sois las
  ovejas de mi grey, y yo soy vuestro Dios' (Ez 34, 31). Una imagen parecida la
  encontramos también en Jeremías (Cfr. 23, 3).
7. Hablando de Sí
  mismo como del Buen Pastor, Cristo indica su misión redentora ('Doy la vida
  por las ovejas'); al mismo tiempo, dirigiéndose a los oyentes que conocían
  las profecías de Ezequiel y de Jeremías, indica con bastante claridad su
  identidad con Aquel que en el Antiguo Testamento había hablado de Sí mismo
  como de un Pastor diligente, declarando: 'Yo soy vuestro Dios' (Ez 34, 31).
En la enseñanza de los Profetas, el Dios de a antigua alianza se ha
  presentado también como el Esposo de Israel, su pueblo. 'Porque tu marido es
  tu Hacedor Yahvéh de los ejércitos es su nombre, y tu Redentor es el Santo de
  Israel' (Is 54, 5; Cfr. también Os 2, 21-22). Jesús hace referencia más de
  una vez a esta semejanza de sus enseñanzas (Cfr. Mc 2, 19-20 y paralelos; Mt
  25,1-12; Lc 12, 36; también Jn 3, 27-29). Estas serán sucesivamente
  desarrolladas por San Pablo, que en sus Cartas presenta a Cristo como el
  Esposo de su Iglesia (Cfr. Ef 5, 25-29).
8. Todas estas
  expresiones, y otras similares, usadas por Jesús en sus enseñanzas, adquieren
  significado pleno si las releemos en el contexto de lo que El hacía y decía.
  Estas expresiones constituyen las 'unidades temáticas' que, en el ciclo de
  las presentes catequesis sobre Jesucristo, han de estar constantemente unidas
  al conjunto de las meditaciones sobre el Hombre-Dios.
Cristo: verdadero Dios y verdadero Hombre. 'YO SOY' como nombre de
  Dios indica la Esencia
  divina, cuyas propiedades o atributos son: la Verdad, la Luz, la Vida, y lo que se expresa
  también mediante las imágenes del Buen Pastor del Esposo. Aquel que dijo de
  Sí mismo: 'Yo soy el que soy' (Ex 3,14), se presentó también como el Dios de
  a alianza, como el Creador y, a la vez, el Redentor, como el Emmanuel: Dios
  que salva. Todo esto se confirma y actúa en la Encarnación
  de Jesucristo.
1. Dios es el juez de
  vivos y muertos. El juez último. El juez de todos.
En la catequesis que precede a la venida del Espíritu Santo sobre los
  paganos, San Pedro proclama que Cristo 'por Dios ha sido instituido juez de
  vivos y muertos' (Hech 10, 42). Este divino poder (exousia) está vinculado
  con el Hijo del hombre ya en la enseñanza de Cristo. El conocido texto sobre
  el juicio final, que se halla en el Evangelio de Mateo, comienza con las
  palabras: 'Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria y todos los ángeles
  con El, se sentará sobre su trono de gloria, y se reunirán en su presencia
  todas las gentes, y separará a unos de otros, como el Pastor separa a las
  ovejas de los cabritos'(Mt 25, 31-32). El texto habla luego del desarrollo
  del proceso y anuncia la sentencia, la de aprobación: 'Venid, benditos de mi
  Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del
  mundo' (Mt 25, 34); y la de condena: 'Apartaos de mí, malditos, al fuego
  eterno, preparado para el diablo y para sus ángeles' (Mt 25, 41).
2. Jesucristo, que es
  Hijo del hombre, es al mismo tiempo verdadero Dios porque tiene el poder
  divino de juzgar las obras y las conciencias humanas, y este poder es
  definitivo y universal. El mismo explica por qué precisamente tiene este
  poder diciendo: 'El Padre no juzga a nadie, sino que ha entregado al Hijo
  todo su poder de juzgar. Para que todos honren al Hijo como honran al Padre'
  (Jn 5, 22-23).
Jesús vincula este poder a la facultad de dar la Vida. 'Como el Padre
  resucita a los muertos y les da vida, así también el Hijo a los que quiere
  les dala vida' (Jn 5, 21). 'Así como el Padre tiene la vida en sí mismo, así
  dio también al Hijo tener vida en sí mismo, y le dio poder de juzgar, por
  cuanto El es el Hijo del hombre' (Jn 5, 26-27). Por tanto, según est afirmación
  de Jesús, el poder divino de juzgar ha sido vinculado a la misión de Cristo
  como Salvador, como Redentor del mundo. Y el mismo juzgar pertenece a la obra
  de la salvación, al orden de la salvación: es un acto salvífico definitivo.
  En efecto, el fin del juicio es la participación plena en la Vida divina como último don
  hecho al hombre: el cumplimiento definitivo de su vocación eterna. Al mismo
  tiempo el poder de juzgar se vincula con la revelación exterior de la gloria
  del Padre en su Hijo como Redentor del hombre. 'Porque el Hijo del hombre ha
  de venir en la gloria de su Padre... y entonces dará a cada uno según sus
  obras' (Mt 16, 27). El orden de la justicia ha sido inscrito, desde el
  principio, en el orden de la gracia. El juicio final debe ser la confirmación
  definitiva de esta vinculación: Jesús dice claramente que los justos
  brillarán como el sol en el reino de su Padre' (Mt 13, 43), pero anuncia
  también no menos claramente el rechazo de los que han obrado la iniquidad
  (Cfr. Mt 7,23).
En efecto, como resulta de la parábola de los talentos (Mt 25, 14-30),
  la medida del juicio será la colaboración con el don recibido de Dios,
  colaboración con la gracia o bien rechazo de ésta.
3. El poder divino de
  juzgar a todos y a cada uno pertenece al Hijo del hombre. El texto clásico en
  el Evangelio de Mateo (25, 31-46) pone de relieve en especial el hecho de que
  Cristo ejerce este poder no sólo como Dios-Hijo, sino también como Hombre (lo
  ejerce y pronuncia la sentencia) en nombre dela solidaridad con todo hombre,
  que recibe de los otros el bien o el mal: 'Tuve hambre y me disteis de comer'
  (Mt 25, 35), o bien: 'Tuve hambre y no me disteis de comer' (Mt 25, 42). Una
  'materia' fundamental del juicio son las obras de caridad con relación al
  hombre)prójimo. Cristo se identifica precisamente con este prójimo: 'Cuantas
  veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo
  hicisteis' (Mt 25, 40); 'Cuando dejasteis de hacer eso..., conmigo dejasteis
  de hacerlo' (Mt 25, 45).
Según este texto de Mateo, cada uno será juzgado sobre todo por el
  amor. Pero no hay duda de que los hombres serán juzgados también por su fe:
  'A quien me confesare delante de los hombres, el Hijo del hombre le confesará
  delante de los ángeles de Dios' (Lc 12, 8); 'Quien se avergonzare de mí y de
  mis palabras, de él se avergonzará el Hijo del hombre cuando venga en su
  gloria y en la del Padre' (Lc 9, 26; Cfr. también Mc 8, 38).
4. Así, pues, del
  Evangelio aprendemos esta verdad )que es una de las verdades fundamentales de
  fe), es decir, que Dios es juez de todos los hombres de modo definitivo y
  universal y que este poder lo ha entregado el Padre al Hijo (Cfr. Jn 5, 22)
  en estrecha relación con su misión de salvación. Lo atestiguan de modo muy
  elocuente las palabras que Jesús pronunció durante el coloquio nocturno con
  Nicodemo: 'Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo,
  sino para que el mundo sea salvado por El' (Jn 3,17).
Si es verdad que Cristo, como nos resulta especialmente de los
  Sinópticos, es juez en el sentido escatológico, es igualmente verdad que el
  poder divino de juzgar está conectado con la voluntad salvífica de Dios que
  se manifiesta en la entera misión mesiánica de Cristo, como lo subraya
  especialmente Juan: 'Yo he venido al mundo para un juicio, para que los que
  no ven vean y los que ven se vuelvan ciegos' (Jn 9, 39). 'Si alguno escucha
  mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido a juzgar al
  mundo, sino a salvar al mundo' (Jn 12, 47).
5. Sin duda Cristo es
  y se presenta sobre todo como Salvador. No considera su misión juzgar a los
  hombres según principios solamente humanos (Cfr. Jn 8, 15). El es, ante todo,
  el que enseña el camino de la salvación y no el acusador de los culpables.
  'No penséis que vaya yo a acusaros ante mi Padre; hay otro que os acusará,
  Moisés..., pues de mí escribió él' (Jn 5, 45-46). ¿En qué consiste, pues, el
  juicio? Jesús responde: 'El juicio consiste en que vino la luz al mundo, y
  los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas'
  (Jn 3, 19).
6. Por tanto, hay que
  decir que ante esta Luz que es Dios revelado en Cristo, ante tal Verdad, en
  cierto sentido, las mismas obras juzgan a cada uno. La voluntad de salvar al
  hombre por parte de Dios tiene su manifestación definitiva en la palabra y en
  la obra de Cristo, en todo el Evangelio hasta el misterio pascual de la cruz
  y de la resurrección. Se convierte, al mismo tiempo, en el fundamento más
  profundo, por así decir, en el criterio central del juicio sobre las obras y
  conciencias humanas. Sobre todo en este sentido 'el Padre... ha entregado al
  Hijo todo el poder de juzgar' (Jn 5, 22), ofreciendo en el a todo hombre la
  posibilidad de salvación.
7. Por desgracia, en
  este mismo sentido el hombre ha sido ya condenado, cuando rechaza la
  posibilidad que se le ofrece: 'el que cree en El no es juzgado; el que no
  cree, ya está juzgado' (Jn 3, 18). No creer quiere decir precisamente:
  rechazar la salvación ofrecida a l hombre en Cristo ('no creyó en el nombre
  del Unigénito Hijo de Dios': ib.). Es la misma verdad a la que se alude en la
  profecía del anciano Simeón, que aparece en el Evangelio de Lucas cuando
  anunciaba que Cristo 'está para caída y levantamiento de muchos en Israel'
  (Lc 2, 34). Lo mismo se puede decir de a alusión a la 'piedra que reprobaron
  los edificadores' (Cfr. Lc 20, 17-18).
8. Pero es verdad de
  fe que 'el Padre... ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar' (Jn 5, 22).
  Ahora bien, si el poder divino de juzgar pertenece a Cristo, es signo de que
  El )el Hijo del hombre) es verdadero Dios, porque sólo a Dios pertenece el
  juicio, y puesto que este poder de juicio está profundamente unido a la
  voluntad de salvación, como nos resulta del Evangelio, este poder es una
  nueva revelación del Dios de la alianza, que viene a los hombres como Emmanuel,
  para librarlos de la esclavitud del mal. Es la revelación cristiana del Dios
  que es Amor.
Queda así corregido ese modo demasiado humano de concebir el juicio de
  Dios, visto sólo como fría justicia, o incluso como venganza. En realidad,
  dicha expresión, que tiene una clara derivación bíblica, aparece como el
  último anillo del amor de Dios. Dios juzga porque ama y en vistas al amor. El
  juicio que el Padre confía a Cristo es según la medida del amor del Padre y
  de nuestra libertad.
1. Unido al poder
  divino de juzgar que, como vimos en la catequesis anterior, Jesucristo se
  atribuye y los Evangelistas, especialmente Juan, nos dan a conocer, va el
  poder de perdonar los pecados. Vimos que el poder divino de juzgar a cada uno
  y a todos )puesto de relieve especialmente en la descripción apocalíptica del
  juicio final) está en profunda conexión con la voluntad divina de salvar al
  hombre en Cristo y por medio de Cristo. El primer momento de realización de
  la salvación es el perdón de los pecados.
Podemos decir que la verdad revelada sobre el poder de juzgar tiene su
  continuación en todo lo que los Evangelios dicen sobre el poder de
  perdonarlos pecados. Este poder pertenece sólo a Dios. Si Jesucristo (el Hijo
  del hombre) tiene el mismo poder quiere decir que El es Dios, conforme a lo
  que el mismo ha dicho: 'Yo y el Padre somos una sola cosa' (Jn 10, 30). En
  efecto, Jesús, desde el principio de su misión mesiánica, no se limita a
  proclamar la necesidad de la conversión ('Convertios y creed en el
  Evangelio': Mc 1, 15) y a enseñar que el Padre está dispuesto a perdonar a
  los pecadores arrepentidos, sino que El mismo perdona los pecados.
2. Precisamente en
  esos momentos es cuando brilla con más claridad el poder que Jesús declara
  poseer, atribuyéndolo a Sí mismo, sin vacilación alguna. El afirma, por
  ejemplo: 'El Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los
  pecados' (Cfr. Mc 2, 10). Lo afirma ante los escribas de Cafarnaum, cuando le
  llevan a un paralítico para que lo cure. El Evangelista Marcos escribe que
  Jesús, al ver la fe de los que llevaban al paralítico, quienes habían hecho
  una abertura en el techo para descolgar la camilla del pobre enfermo delante
  de El, dijo al paralítico: 'Hijo, tus pecados te son perdonados' (Mc 2, 5).
  Los escribas que estaban allí, pensaban entre sí: '¿Cómo habla éste así?
  Blasfema. ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?' (2, 7). Jesús, que
  leía en su interior, parece querer reprenderlos: '¿Por qué pensáis así en
  vuestros corazones? ¿Qué es más fácil: decir al paralítico: Tus pecados te
  son perdonados, o decirle: levántate, toma tu camilla y vete? Pues para que
  veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los
  pecados (se dirige al paralítico), yo te digo: Levántate, toma tu camilla y
  vete a tu casa' (2,8-11). La gente que vio el milagro, llena de estupor,
  glorificó a Dios diciendo: 'Jamás hemos visto cosa igual' (2, 12).
Es comprensible a admiración por esa extraordinaria curación, y también
  el sentido de temor o reverencia que, según Mateo, sobrecogió a la multitud
  ante la manifestación de ese poder de curar que Dios había dado a los hombres
  (Cfr. Mt 9, 8) o, como escribe Lucas, ante las 'cosas increíbles" que
  habían visto ese día (Lc 5, 26). Pero para aquellos que reflexionan sobre el
  desarrollo de los hechos, el milagro de la curación aparece como la
  confirmación de la verdad proclamada por Jesús e intuida y contestada por los
  escribas: 'El Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los
  pecados'.
3. Hay que notar
  también la puntualización de Jesús sobre su poder de perdonar los pecados en
  la tierra: es un poder, que El ejerce ya en su vida histórica, mientras se
  mueve como 'Hijo del hombre' por los pueblos y calles de Palestina y no sólo
  a la hora del juicio escatológico, después de la glorificación de su
  humanidad. Jesús es ya en la tierra el 'Dios con nosotros', el Dios) hombre
  que perdona los pecados.
Hay que notar, además, cómo siempre que Jesús habla de perdón de los pecados,
  los presentes manifiestan contestación y escándalo. Así, en el texto donde se
  describe el episodio de la pecadora, que se acerca al Maestro cuando estaba
  sentado a la mesa en casa del fariseo, Jesús dice a la pecadora: 'Tus pecados
  te son perdonados' (Lc 7, 48). Es significativa la reacción de los comensales
  que 'comenzaron a decir entre si: ¿Quién es éste para perdonar los pecados?'
  (Lc 7, 49).
4. También en el
  episodio de la mujer 'sorprendida en flagrante adulterio' y llevada por los
  escribas y fariseos a la presencia de Jesús para provocar un juicio suyo en
  base a la ley de Moisés, encontramos algunos detalles muy significativos, que
  el Evangelista Juan quiso registrar. Ya la primera respuesta de Jesús a los
  que acusaban a la mujer: 'El que de vosotros esté sin pecado, arrójele la
  piedra primero' (8, 7), nos manifiesta su consideración realista de la
  condición humana, comenzando por la de sus interlocutores, que, de hecho, van
  marchándose uno tras otro. Démonos cuenta, además, de la profunda humanidad
  de Jesús al tratara a aquella desdichada, cuyos errores ciertamente
  desaprueba (pues de hecho le recomienda: 'Vete y no peques más': 8, 11), pero
  que no a aplasta bajo el peso de una condena sin apelación. En las palabras
  de Jesús podemos ver la reafirmación de su poder de perdonar los pecados y,
  por tanto, de la trascendencia de su Yo divino, cuando después de haber
  preguntado a la mujer: '¿Nadie te ha condenado?' y haber obtenido la
  respuesta: 'Nadie, Señor', declara: 'Ni yo tampoco te condeno; vete y no
  peques más' (8, 10-11). En ese 'ni yo tampoco' vibra el poder de juicio y de
  perdón que el Verbo tiene en comunión con el Padre y que ejerce en su
  encarnación humana para la salvación de cada uno de nosotros.
5. Lo que cuenta para
  todos nosotros en esta economía de la salvación y del perdón de los pecados,
  es que se ame con toda el alma a Aquel que viene a nosotros como eterna
  Voluntad de amor y de perdón. Nos lo enseña el mismo Jesús cuando, al
  sentarse a la mesa con los fariseos y verlos admirados porque acepta las
  piadosas manifestaciones de veneración por parte de la pecadora, les cuenta
  la parábola de los dos deudores, uno de los cuales debía al acreedor
  quinientos denarios, el otro cincuenta, y a los dos les condona la deuda:
  '¿Quién, pues, lo amará más?' (Lc 7, 42). Responde Simón: 'Supongo que aquel
  a quien condonó más'. Y El añadió: 'Bien has respondido... ¿Ves a esta
  mujer?... Le son perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho. Pero a
  quien poco se le perdona, poco ama' (Cfr. Lc 7, 42-47).
La compleja psicología de la relación entre el acreedor y el deudor,
  entre el amor que obtiene el perdón y el perdón que genera nuevo amor, entre
  la medida rigurosa del dar y del tener y la generosidad del corazón
  agradecido que tiende a dar sin medida, se condensa en estas palabras de
  Jesús que son para nosotros una invitación a tomar la actitud justa ante el
  Dios-Hombre que ejerce su poder divino de perdonar los pecados para
  salvarnos.
6. Puesto que todos
  estamos en deuda con Dios, Jesús incluye en la oración que enseñó a sus
  discípulos y que ellos transmitieron a todos los creyentes, esa petición
  fundamental al Padre: 'Perdónanos nuestras deudas' (Mt 6, 12), que en la
  redacción de Lucas suena: 'Perdónanos nuestros pecados' (Lc 11, 1). Una vez
  más El quiere inculcarnos la verdad de que sólo Dios tiene el poder de
  perdonar los pecados (Mc 2, 7). Pero al mismo tiempo Jesús ejerce este poder
  divino en virtud de la otra verdad que también nos enseñó, a saber, que el
  Padre no sólo 'ha entregado al Hijo todo el poder para juzgar' (Jn 5, 22),
  sino que le ha conferido también el poder para perdonar los pecados.
  Evidentemente, no se trata de un simple 'ministerio' confiado a un puro
  hombre que lo desempeña por mandato divino: el significado de las palabras
  con que Jesús se atribuye a Sí mismo el poder de perdonar los pecados ) y
  quede hecho los perdona en muchos casos que narran los Evangelios) , es más
  fuerte y más comprometido para las mentes de los que escuchan a Cristo, los
  cuales de hecho rebaten su pretensión de hacerse Dios y lo acusan de
  blasfemia, de modo tan encarnizado, que lo llevan a la muerte de cruz.
7. Sin embargo, el
  'ministerio' del perdón de los pecados lo confiará Jesús a los Apóstoles (y a
  sus sucesores), cuando se les aparezca después de la resurrección: 'Recibid
  el Espíritu Santo, a quienes perdonaréis los pecados les serán perdonados'
  (Mt 20, 22-23). Como Hijo del hombre, que se identifica en cuanto a la
  persona con el Hijo de Dios, Jesús perdona los pecados por propio poder, que
  el Padre le ha comunicado en el misterio de la comunión trinitaria y de la
  unión hipostática; como Hijo del hombre que sufre y muere en su naturaleza
  humana por nuestra salvación, Jesús expía nuestros pecados y nos consigue su
  perdón de parte del Dios Uno y Trino; como Hijo del hombre que en su misión
  mesiánica ha de prolongar su acción salvífica hasta la consumación de los
  siglos, Jesús confiere a los Apóstoles el poder de perdonarlos pecados para
  ayudar a los hombres a vivir sintonizados en la fe y en la vida con esta Voluntad
  eterna del Padre, 'rico en misericordia' (Ef 2, 4)
En esta infinita misericordia del Padre, en el sacrificio de Cristo,
  Hijo de Dios y del hombre que murió por nosotros, en la obra del Espíritu
  Santo que, por medio del ministerio de la iglesia, realizó continuamente en
  el mundo 'el perdón de los pecados' (Cfr. Encíclica Dominum et Vivificantem),
  se apoya nuestra esperanza de salvación.
1. En los Evangelios
  encontramos otro hecho que atestigua la conciencia que tenía Jesús de poseer
  una autoridad divina, y la persuasión que tuvieron de esa autoridad los
  evangelistas y la primera comunidad cristiana. En efecto, los Sinópticos
  concuerdan al decir que los que escuchaban a Jesús 'se maravillaban de su
  doctrina, pues les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los
  escribas' (Mc 1, 22; y Mt 7, 29; Lc 4, 32). Es una información preciosa que
  Marcos nos da ya al comienzo de su Evangelio. Ella nos atestigua que la gente
  había captado en seguida la diferencia entre la enseñanza de Cristo y la de
  los escribas israelitas, y no sólo en el modo, sino en la misma sustancia:
  los escribas apoyaban su enseñanza en el texto de la ley mosaica, de la que
  eran intérpretes y glosadores; y Jesús no seguía el método de uno 'que enseña'
  o de un 'comentador' de la
   Ley Antigua, sino que se comportaba como un Legislador y,
  en definitiva, como quien tiene autoridad sobre la ley. Notemos que los que
  escuchaban sabían bien que se trataba de la Ley Divina, que dio
  Moisés en virtud de un poder que Dios mismo le había concedido como a su
  representante y mediador ante el pueblo de Israel.
Los Evangelistas y la primera comunidad cristiana, que reflexionaban
  sobre esa observación de los que habían escuchado la enseñanza de Jesús, se
  daban cuenta todavía más de su significado integral, porque podían
  confrontarla con todo el ministerio sucesivo de Cristo. Para los Sinópticos y
  para sus lectores era, pues, lógico el paso de a afirmación de un poder sobre
  la ley mosaica y sobre todo el Antiguo Testamento a afirmación de la
  presencia de un autoridad divina en Cristo. Y no sólo como un Enviado o
  Legado de Dios, como había sido en el caso de Moisés: Cristo, al atribuirse
  el poder de completar e interpretar con autoridad o, más aún, de dar la Ley de Dios de un modo
  nuevo, mostraba su conciencia de ser 'igual a Dios' (Cfr. Flp 2, 6).
2. Que el poder, que
  Cristo se atribuye sobre la Ley,
  comporte una autoridad divina lo demuestra el hecho de que El no crea otra
  Ley aboliendo a antigua: 'No penséis que he venido abrogar la ley o los
  Profetas; no he venido a abrogarla, sino a consumarla' (Mt 5, 17). Es claro
  que Dios no podría 'abrogar' la
   Ley que El mismo dio. Pero puede como hace Jesucristo)
  aclarar su pleno significado, hacer comprender su justo sentido, corregir las
  falsas interpretaciones y las aplicaciones arbitrarias, a las que la ha
  sometido el pueblo y sus mismos maestros y dirigentes, cediendo a las
  debilidades y limitaciones de la condición humana.
Para ello Jesús anuncia, proclama y reclama una 'justicia' superior a
  la de los escribas y fariseos (Cfr. Mt 5, 20), la 'justicia' que Dios mismo
  ha propuesto y exige con la observancia fiel de la Ley en orden al 'reino de
  los cielos'. El Hijo del hombre actúa, pues, como un Dios que restablece lo
  que Dios quiso y puso de una vez para siempre.
3. De hecho, sobre la Ley de Dios El proclama ante
  todo: 'en verdad os digo que mientras no pasen el cielo y la tierra, ni una
  jota ni una tilde pasará (desapercibida) de la Ley hasta que todo se cumpla' (Mt 5, 18). Es una
  declaración drástica con la que Jesús quiere afirmar tanto la inmutabilidad
  sustancial de la Ley
  mosaica como el cumplimiento mesiánico que recibe en su palabra. Se trata de
  una 'plenitud' de la Ley
  antigua que El, enseñando 'como quien tiene autoridad' sobre la Ley, hace ver que se
  manifiesta sobre todo en el amor a Dios y al prójimo: 'De estos dos preceptos
  penden la Ley y
  los Profetas' (Mt 22, 40). Se trata de un 'cumplimiento' que corresponde al
  'espíritu' de la Ley,
  que ya se deja ver desde la 'letra' del Antiguo Testamento, que Jesús recoge,
  sintetiza y propone con a autoridad de quien es Señor también de la Ley. Los preceptos del
  amor, y también de la fe generadora de esperanza en la obra mesiánica, que El
  añade a la Ley
  antigua explicitando su contenido y desarrollando sus virtualidades
  escondidas, son también un cumplimiento. 
Su vida es un modelo de este cumplimiento, de modo que Jesús puede
  decir a sus discípulos no sólo y no tanto: Seguid mi Ley, sino: Seguidme a
  mí, imitadme, caminad a la luz que viene de mí.
4. El sermón de la
  montaña, como lo trae Mateo, es el lugar del Nuevo Testamento donde se ve
  afirmado claramente y ejercido decididamente por Jesús el poder sobre la Ley que Israel ha recibido
  de Dios como quicio de la
   Alianza. Allí es donde, después de haber declarado el valor
  perenne de la Ley
  y el deber de observarla (Cfr. Mt 5, 18-19), Jesús pasa a afirmar la
  necesidad de una 'justicia' superior a 'la de los escribas y fariseos', o
  sea, de una observancia de la
   Ley animada por el nuevo espíritu evangélico de caridad y
  de sinceridad.
Los ejemplos concretos son conocidos. El primero consiste en la
  victoria sobre la ira, el resentimiento, a animadversión que anidan
  fácilmente en el corazón humano, aun cuando se puede exhibir una observancia exterior
  de los preceptos de Moisés, uno de los cuales es el de no matar: 'Habéis oído
  que se dijo a los antiguos: No matarás; el que matare será reo de juicio.
  Pero yo os digo que todo el que se irrita contra su hermano será reo de
  juicio' (Mt 5, 21-22). Lo mismo vale para el que haya ofendido a otro con
  palabras injuriosas, con escarnio y burla. Es la condena de cualquier cesión
  ante el instinto de a aversión, que potencialmente ya es un acto de lesión y
  hasta de muerte, al menos espiritual, porque viola la economía del amor en
  las relaciones humanas y hace daño a los demás; y a esta condena Jesús
  intenta contraponer la Ley
  de la caridad que purifica y reordena al hombre hasta en los más íntimos
  sentimientos y movimientos de su espíritu. De la fidelidad a esta Ley hace
  Jesús una condición indispensable de la misma práctica religiosa: 'Si vas,
  pues, a presentar una ofrenda ante el altar y allí te acuerdas de que tu
  hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero
  a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda' (Mt 5,
  23-24). Tratándose de una Ley de amor, hay que dar importancia a todo lo que
  se tenga en el corazón contra el otro: el amor que Jesús predicó iguala y
  unifica a todos en querer el bien, en establecer o restablecer a armonía en
  las relaciones con el prójimo, hasta en los casos de contiendas o de
  procedimientos judiciales (Cfr. Mt 5, 25).
5. Otro ejemplo de
  perfeccionamiento de la Ley
  es el del sexto mandamiento del Decálogo, en el que Moisés prohibía el
  adulterio. Con un lenguaje hiperbólico y hasta paradójico, adecuado para
  llamar a atención e impresionar a los que lo escuchaban, Jesús anuncia:
  'Habéis oído que fue dicho. No adulterarás. Pero yo os digo...' (Mt 5, 27): y
  condena también las miradas y los deseos impuros, mientras recomienda la
  huida de las ocasiones, la valentía de la mortificación, la subordinación de
  todos los actos y comportamientos a las exigencias de la salvación del alma y
  de todo el hombre (Cfr. Mt 5, 29)30).
A este ejemplo se une también en cierto modo otro que Jesús afronta
  enseguida: 'También se ha dicho: El que repudiare a su mujer déle libelo de
  repudio. Pero yo os digo...' y declara abolida la concesión que hacía la Ley antigua al pueblo de
  Israel 'por la dureza del corazón' (Cfr. Mt 19, 8), prohibiendo también esta
  forma de violación de la Ley
  del amor en armonía con el restablecimiento de la indisolubilidad del
  matrimonio (Cfr. Mt 19, 9).
6. Con el mismo
  procedimiento Jesús contrapone a la antigua prohibición de perjurar la de no
  jurar de ninguna manera (Mt 5, 33-38), y la razón que emerge con bastante
  claridad está fundada también en el amor: no debemos ser incrédulos o
  desconfiados con el prójimo, cuando es habitualmente franco y leal, sino que
  más bien hace falta que una y otra parte. sigan la ley fundamental del hablar
  y del obrar: 'Sea vuestra palabra: sí, sí; no, no; todo lo que pasa de esto,
  de mal procede' (Mt 5, 37).
7. Y también: 'Habéis
  oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente; pero yo os digo: No me hagáis
  frente al malvado' (Mt 5, 38-39), y con lenguaje metafórico Jesús enseña a
  poner la otra mejilla, a ceder no sólo la túnica, sino también el manto, a no
  responder con violencia a las vejaciones de los demás, y sobre todo: 'Da a
  quien te pida y no vuelvas la espalda a quien desea de ti algo prestado' (Mt
  5, 42). Radical exclusión de la
   Ley del talión en la vida personal del discípulos de Jesús,
  cualquiera que sea el deber de la sociedad de defender a los propios miembros
  de los malhechores y de castigara los culpables de violación de los derechos
  de los ciudadanos y del mismo Estado.
8. Y ésta es la
  perfección definitiva en la que encuentra el centro dinámico todas las demás:
  'Habéis oído que fue dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo.
  Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen,
  para que seáis hijos de vuestro Padre, que está en los cielos, que hace salir
  el sol sobre malos y buenos y llueve sobre justos e injustos...' (Mt 5,
  43-45). A la interpretación vulgar de la Ley antigua que identificaba al prójimo con el
  israelita y más aún con el israelita piadoso, Jesús opone la interpretación
  auténtica del mandamiento de Dios y le añade la dimensión religiosa de la
  referencia al Padre celestial, clemente y misericordioso, que beneficia a
  todos y es, por lo tanto, el ejemplo supremo del amor universal.
En efecto, Jesús concluye: 'Sed... perfectos como perfecto es vuestro
  Padre celestial' (Mt 5, 48). El pide a sus seguidores la perfección del amor.
  La nueva Ley que El ha traído tiene su síntesis en el amor. Este amor hará
  que el hombre, en sus relaciones con los demás, supere la clásica
  contraposición amigo-enemigo, y tenderá, desde dentro de los corazones, a
  traducirse en las correspondientes formas de solidaridad social y política,
  incluso institucionalizadas. Será, pues muy amplia en la historia, la
  irradiación del 'mandamiento nuevo' de Jesús.
9. En este momento
  nos vemos obligados sobre todo a manifestar que en los fragmentos importantes
  del 'sermón de la montaña" se repite la contraposición: 'Habéis oído que
  se dijo. Pero yo os digo'; y esto no para 'abrogar' la Ley divina de a antigua
  alianza, sino para indicar su 'perfecto cumplimiento', según el sentido
  entendido por Dios-Legislador, que Jesús ilumina con luz nueva y explica con
  todo su valor generador de nueva vida y creador de nueva historia: y lo hace
  atribuyéndose una autoridad que es la misma del Dios-Legislador. Podemos
  decir que en esa expresión suya repetida seis veces: Yo os digo, resuena el
  eco de es utodefinición de Dios que Jesús también se ha atribuido: 'Yo soy'
  (Cfr. Jn 8. 58)
10. Finalmente hay que
  recordar la respuesta que dio Jesús a los fariseos que reprobaban a sus
  discípulos el que arrancasen las espigas de los campos llenos de grano para comérselas
  en día de sábado, violando así la
   Ley mosaica. Primero Jesús les cita el ejemplo de David y
  de sus compañeros, que no dudaron en comer los 'panes de la proposición' para
  quitarse el hambre, y el de los sacerdotes que el día de sábado no observan
  la ley del descanso aso porque desempeñan las funciones en el templo. Después
  concluye con dos afirmaciones perentorias, inauditas para los fariseos: 'Pues
  yo os digo, que lo que hay aquí es más grande que el templo...'; y 'El Hijo
  del Hombre es señor del sábado' (Mt 12, 6, 8; cfr. Mc 2, 27-28). Son
  declaraciones que revelan con toda claridad la conciencia que Jesús tenía de
  su autoridad divina. El que se definiera 'como superior al templo' era una
  alusión bastante clara a su trascendencia divina. Y proclamarse 'señor del
  sábado, o sea, de una Ley dada por Dios mismo a Israel, era la proclamación
  abierta de la propia autoridad como cabeza del reino mesiánico y promulgador
  de la nueva Ley. No se trataba, pues, de simples derogaciones de la Ley mosaica, admitidas
  también por los rabinos en casos muy restringidos, sino de una reintegración,
  de un complemento y de una renovación que Jesús enuncia como inacabables: 'El
  cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán' (Mt 24, 35). Lo que
  viene de Dios es eterno, como eterno es Dios.
1. Los hechos que
  hemos analizado en la catequesis anterior son en su conjunto elocuentes y
  prueban la conciencia de la propia divinidad, que Jesús demuestra tener
  cuando se aplica a Sí mismo el nombre de Dios, los atributos divinos, el
  poder juzgar al final sobre las obras de todos los hombres, el poder perdonar
  los pecados, el poder que tiene sobre la misma ley de Dios. Todos son
  aspectos de la única verdad que El afirma con fuerza, la de ser verdadero
  Dios, una sola cosa con el Padre. Es lo que dice abiertamente a los judíos,
  al conversar libremente con ellos en el templo, el día de la fiesta de la Dedicación: 'Yo y el
  Padre somos una misma cosa' (Jn 10). Y, sin embargo, al atribuirse lo que es
  propio de Dios, Jesús, habla de Sí mismo como del 'Hijo del hombre', tanto
  por la unidad personal del hombre y de Dios en El, como por seguir la
  pedagogía elegida de conducir gradualmente a los discípulos, casi tomándolos
  de la mano, a las alturas y profundidades misteriosas de su verdad. Como Hijo
  del hombre no duda en pedir: 'Creed en Dios, creed en mí' (Jn 14, 1).
El desarrollo de todo el discurso de los capítulos 14-17 de Juan, y especialmente
  las respuestas que da Jesús a Tomás y a Felipe, demuestran que cuando pide
  que crean en El, se trata no sólo de la fe en el Mesías como el Ungido y el
  Enviado por Dios, sino de la fe en el Hijo que es de la misma naturaleza que
  el Padre. 'Creed en Dios, creed también en mí' (Jn 14, 1).
2. Estas palabras hay
  que examinarlas en el contexto del diálogo de Jesús con los Apóstoles en la
  última Cena, narrado en el Evangelio de Juan. Jesús dice a los Apóstoles que
  va a prepararles un lugar en la casa del Padre (Cfr. Jn 14, 2-3). Y cuando
  Tomás le pregunta por el camino para ir a esa casa, a ese nuevo reino, Jesús
  responde que El es el camino, la verdad y la vida (Cfr. Jn 14, 6). Cuando
  Felipe le pide que muestre el Padre a los discípulos, Jesús replica de modo
  absolutamente unívoco: 'El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo
  dices tú: Muéstranos al Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre
  en mí? Las palabras que yo os digo nos las hablo de mí mismo; el Padre que
  mora en mí hace sus obras. Creedme, que yo estoy en el Padre y el Padre en
  mi; a lo menos, creedlo por las obras' (Jn 14, 9-11).
La inteligencia humana no puede rechazar esta declaración de Jesús,
  sino es partiendo ya a priori de un prejuicio antidivino. A los que admiten
  al Padre, y más aún, lo buscan a piadosamente, Jesús se manifiesta a Sí mismo
  y des dice: ¡Mirad, el Padre está en mí!
3. En todo caso, para
  ofrecer motivos de credibilidad, Jesús apea a sus obras a todo lo que ha
  llevado a cabo en presencia de los discípulos y de toda la gente. Se trata de
  obras santas y muchas veces milagrosas, realizadas como signos de su verdad.
  Por esto merece que se tenga fe en El. Jesús lo dice no sólo en el círculo de
  los Apóstoles, sino ante todo el pueblo. En efecto, leemos que, al día
  siguiente de la entrada triunfal en Jerusalén, la gran multitud que había
  llegado para las celebraciones pascuales, discutía sobre la figura de Cristo
  y la mayoría no creía en Jesús, 'aunque había hecho tan grandes milagros en
  medio de ellos' (Jn 12, 37). En un determinado momento 'Jesús, clamando,
  dijo: El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado, y el
  que me ve, ve al que me ha enviado' (Jn 12, 44). Así, pues, podemos decir que
  Jesucristo se identifica con Dios como objeto de la fe que pide y propone a
  sus seguidores. Y les explica: 'Las cosas que yo hablo, las hablo según el
  Padre me ha dicho' (Jn 12, 50): alusión clara a la fórmula eterna por la que
  el Padre genera al Verbo-Hijo en la vida trinitaria.
Esta fe, ligada a las obras y a las palabras de Jesús, se convierte en
  una 'consecuencia lógica' para los que honradamente escuchan a Jesús,
  observan sus obras, reflexionan sobre sus palabras. Pero éste es también el
  presupuesto y la condición indispensable que exige el mismo Jesús a los que
  quieren convertirse en sus discípulos o beneficiarse de su poder divino.
4. A este respecto, es
  significativo lo que Jesús dice al padre del niño epiléptico, poseído desde
  la infancia por un 'espíritu mudo' que se desenfrenaba en él de modo
  impresionante. El pobre padre suplica a Jesús: 'Si algo puedes, ayúdanos por
  compasión hacia nosotros. Díjole Jesús: ¡Si puedes! Todo es posible al que
  cree. Al instante, gritando, dijo el padre del niño: ¡Creo! Ayuda a mi
  incredulidad' (Mc 9, 22-23). Y Jesús cura y libera a ese desventurado. Sin
  embargo, pide al padre del muchacho una apertura del alma a la fe. Eso es lo
  que le han dado a lo largo de los siglos tantas criaturas humildes y
  afligidas que, como el padre del epiléptico, se han dirigido a El para pedirle
  ayuda en las necesidades temporales, y sobre todo en las espirituales.
5. Pero allí donde
  los hombres, cualquiera que sea su condición social y cultural, oponen una
  resistencia derivada del orgullo e incredulidad, Jesús castiga esta actitud
  suya no admitiéndolos a los beneficios concedidos por su poder divino. Es
  significativo e impresionante lo que se lee de los nazarenos, entre los que
  Jesús se encontraba porque había vuelto después del comienzo de su
  ministerio, y de haber realizado los primeros milagros. Ellos no sólo se
  admiraban de su doctrina y de sus obras, sino que además 'se escandalizaban
  de El', o sea, hablaban de El y lo trataban con desconfianza y hostilidad,
  como persona no grata. Jesús les decía: ningún profeta es tenido en poco sino
  en su patria y entre sus parientes y en su familia. Y no pudo hacer allí
  ningún milagro fuera de que a algunos pocos dolientes les impuso las manos y
  los curó. El se admiraba de su incredulidad' (Mc 6, 4-6). Los milagros son
  'signos' del poder divino de Jesús. Cuando hay obstinada cerrazón al
  reconocimiento de ese poder, el milagro pierde su razón de ser. Por lo demás,
  también El responde a los discípulos, que después de la curación del
  epiléptico preguntan a Jesús porqué ellos, que también habían recibido el poder
  del mismo Jesús, no consiguieron expulsar al demonio. El respondió: 'Por
  vuestra poca fe: porque en verdad os digo, que si tuvierais fe como un grano
  de mostaza, diríais a este monte: Vete de aquí allá, y se iría, y nada os
  sería imposible' (Mt 17, 19-20). Es un lenguaje figurado e hiperbólico, con
  el que Jesús quiere inculcar a sus discípulos la necesidad y la fuerza de la
  fe.
6. Es lo mismo que
  Jesús subraya como conclusión del milagro de la curación del ciego de
  nacimiento, cuando lo encuentra y le pregunta: '¿Crees en el Hijo del hombre?
  Respondió él y dijo: ¿Quién es, Señor, para que crea en El? Díjole Jesús: le
  estás viendo; es el que habla contigo. Dijo él: Creo, Señor, y se postró ante
  él' (Jn 9, 35-38). Es el acto de fe de un hombre humilde, imagen de todos los
  humildes que buscan a Dios (Cfr. Dt 29, 3; Is 6, 9 ss.; Jer 5, 21; Ez 12, 2):
  él obtiene la gracia de una visión no sólo física, sino espiritual, porque
  reconoce al 'Hijo del hombre', a diferencia de los autosuficientes que
  confían únicamente en sus propias luces y rechazan la luz que viene de lo
  alto y por lo tanto se autocondenan, ante Cristo y ante Dios, a la ceguera
  (Cfr. Jn 9, 39-41).
7. La decisiva
  importancia de la fe aparece aún con mayor evidencia en el diálogo entre
  Jesús y Marta ante el sepulcro de Lázaro: 'Díjole Jesús: Resucitará tu
  hermano. Marta le dijo: Sé que resucitará en la resurrección, en el último
  día. Díjole Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí,
  aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá para
  siempre. ¿Crees tú esto? Díjole ella (Marta): Sí, Señor; yo creo que tú eres
  el Mesías, el Hijo de Dios que ha venido a este mundo' (Jn 11, 23)27). Y
  Jesús resucita a Lázaro como signo de su poder divino, no sólo de resucitar a
  los muertos porque es Señor de la vida, sino de vencer la muerte, El, que
  como dijo a Marta, ¡es la resurrección y la vida!
8. La enseñanza de
  Jesús sobre la fe como condición de su acción salvífica se resume y consolida
  en el coloquio nocturno con Nicodemo, 'un jefe de los judíos' bien dispuesto
  hacia El y a reconocerlo como 'maestro de parte de Dios' (Jn 3, 2). Jesús
  mantiene con él un largo discurso sobre la 'vida nueva' y, en definitiva,
  sobre la nueva economía de la salvación fundada en la fe en el Hijo del hombre
  que ha de ser levantado 'para que todo el que crea en él tenga la vida
  eterna. Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio a su unigénito Hijo, para
  que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna' (Jn 3,
  15)16). Por lo tanto, la fe en Cristo es condición constitutiva de la
  salvación, de la vida eterna. Es la fe en el Hijo unigénito (consubstancial
  al Padre) en quien se manifiesta el amor del Padre. En efecto, 'Dios no ha
  enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo
  sea salvo por él' (Jn 3, 17). En realidad, el juicio es inmanente a la
  elección que se hace, a la adhesión o al rechazo de la fe en Cristo: 'El que
  cree en él no será juzgado; el que no cree, ya está juzgado, porque no creyó
  en el nombre del unigénito Hijo de Dios' (Jn 3, 18).
Al hablar con Nicodemo, Jesús indica en el misterio pascual el punto
  central de la fe que salva: 'Es preciso que sea levantado el Hijo del hombre,
  para que todo el que creyere en él tenga vida eterna' (Jn 3, 14-15). Podemos
  decir también que éste es el 'punto crítico' de la fe en Cristo. La cruz ha
  sido la prueba definitiva de la fe para los Apóstoles y los discípulos de
  Cristo. Ante esa 'elevación' había que quedar conmovidos, como en parte
  sucedió. Pero el hecho de que El 'resucitó al tercer día' les permitió salir
  victoriosos de la prueba final. Incluso Tomás, que fue el último en superar
  la prueba pascual de la fe, durante su encuentro con el Resucitado,
  prorrumpió en esa maravillosa profesión de fe: '¡Señor mío y Dios mío!' (Jn
  20, 28). Como ya en ese otro tiempo Pedro en Cesarea de Filipo (Cfr. Mt 16,
  16), así también Tomás en este encuentro pascual deja explotar el grito de la
  fe que viene del Padre: Jesús crucificado y resucitado es 'Señor y Dios'.
9. Inmediatamente después
  de haber hecho esta profesión de fe y de la respuesta de Jesús proclama la
  bienaventuranza de aquellos 'que sin ver creyeron' (Jn 20, 29). Juan ofrece
  una primera conclusión de su Evangelio: 'Muchas otras señales hizo Jesús en
  su presencia de los discípulos, que no está escrita en este libro para que
  creáis que Jesús es el Mesías, Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida
  en su nombre' (Jn 20, 30)31 ).
Así pues, todo lo que Jesús hacía y enseñaba, todo lo que los
  Apóstoles predicaron y testificaron, y los Evangelistas escribieron, todo lo
  que la Iglesia
  conserva y repite de su enseñanza, debe servir a la fe, para que, creyendo,
  se alcance la salvación. La salvación )y por lo tanto la vida eterna) está
  ligada a la misión mesiánica de Jesucristo, de la cual deriva toda la
  'lógica' y la 'economía' de la fe cristiana. Lo proclama el mismo Juan desde
  el prólogo de su Evangelio: 'A cuantos lo recibieron (al Verbo) dióles poder
  de venir a ser hijos de Dios: 'A aquellos que creen en su nombre' (Jn 1, 12).
1. En nuestra
  búsqueda de los signos evangélicos que revelen la conciencia que tenía Cristo
  de su Divinidad, hemos subrayado en la catequesis anterior la interpelación
  que hace a sus discípulos de que tengan fe en El: 'Creed en Dios, creed
  también en mí' (Jn 14, 1): una interpelación que sólo puede hacer Dios. Jesús
  exige esta fe cuando manifiesta un poder divino que supera todas las fuerzas
  de la naturaleza, por ejemplo, en la resurrección de Lázaro (Cfr. Jn 11,
  38-44); la exige también en el momento de la prueba, como fe en el poder
  salvífico de su cruz, tal como afirma en el coloquio con Nicodemo (Cfr. Jn
  3,14-15); y es fe en su Divinidad: 'El que me ha visto a mi ha visto al
  Padre' (Jn 14, 9).
La fe se refiere a una realidad invisible, que está por encima de los
  sentidos y de la experiencia, y supera los límites del mismo intelecto humano
  (argumentum non apparentium: 'prueba de las cosas que no se ven': cfr. Heb
  11, 1); se refiere, como dice San Pablo, a 'esas cosas que el ojo no vio, ni
  el oído oyó, ni vino a la mente del hombre', pero que Dios ha preparado para
  los que lo aman (Cfr. 1 Cor 2, 9). Jesús exige una fe así cuando el día antes
  de morir en la cruz, humanamente ignominiosa, dice a los Apóstoles que va a
  prepararles un lugar en la casa del Padre (Cfr. Jn 14, 2).
2. Estas cosas
  misteriosas, esta realidad invisible, se identifica con el Bien infinito de
  Dios, Amor eterno, sumamente digno de ser amado sobre todas las cosas. Por
  eso, junto a la interpelación de fe, Jesús coloca el mandamiento del amor a
  Dios 'sobre todas las cosas', que ya estaba en el Antiguo Testamento, pero
  que Jesús repite y corrobora en una nueva clave. Es verdad que cuando
  responde a la pregunta: '¿Cuál es el mandamiento más grande de la ley?' Jesús
  cita las palabras de la ley mosaica: 'Amarás al Señor tu Dios con todo tu
  corazón, con toda tu alma y con toda tu mente' (Mt 22, 37; cfr. Dt 6, 5).
  Pero el pleno sentido que toma el mandamiento en la boca de Jesús emerge de
  la referencia a otros elementos del contexto en el que se mueve y enseña. No
  hay duda que El quiere inculcar que sólo Dios puede y debe ser amado sobre
  todo lo creado; y sólo de cara a Dios puede haber dentro del hombre la
  exigencia de un amor sobre todas las cosas. Sólo Dios, en virtud de esta
  exigencia de amor radical y total, puede llamar al hombre para que 'lo siga'
  sin reservas, sin limitaciones, de forma indivisible, tal como leemos ya en
  el Antiguo Testamento: 'Habéis de ir tras de Yahvéh, vuestro Dios.... habéis
  de guardar sus mandamientos..., servirle y allegaros a El' (Dt 13, 4). En
  efecto, sólo Dios 'es bueno' en el sentido absoluto (Cfr. Mc 10, 18; también
  Mt 19,17). Sólo El 'es amor' (1 Jn 4,16) por esencia y por definición. Pero
  aquí hay un elemento nuevo y sorprendente en la vida y en la enseñanza de
  Cristo.
3. Jesús llama a
  seguirle personalmente. Podemos decir que esta llamada está en el centro
  mismo del Evangelio. Por una parte Jesús lanza esta llamada; por otra oímos
  hablar a los Evangelistas de hombres que lo siguen, y aún más, de algunos de
  ellos que lo dejan todo para seguirlo.
Pensemos en todas las llamadas de las que nos han dejado noticia los
  Evangelistas: 'Un discípulo le dijo: Señor, permíteme ir primero a sepultar a
  mi padre; pero Jesús le respondió: Sígueme y deja a los muertos sepultar a
  sus muertos' (Mt 8, 21-22), forma drástica de decir: déjalo todo
  inmediatamente por Mí. Esta es la redacción de Mateo Lucas añade la
  connotación apostólica de esta vocación: 'Tú vete y anuncia el reino de Dios'
  (Lc 9, 60). En otra ocasión, al pasar junto a la mesa de los impuestos, dijo
  y casi impuso a Mateo, quien nos atestigua el hecho: 'Sígueme. Y él,
  levantándose lo siguió' (Mt 9, 9; Cfr. Mc 2, 13-14).
Seguir a Jesús significa muchas veces no sólo dejar las ocupaciones y
  romper los lazos que hay en el mundo, sino también distanciarse de la
  agitación en que se encuentra e incluso dar los propios bienes a los pobres.
  No todos son capaces de hacer ese desgarrón radical: no lo fue el joven rico,
  a pesar de que desde niño había observado la ley y quizá había buscado
  seriamente un camino de perfección, pero 'al oír esto (es decir, la
  invitación de Jesús), se fue triste, porque tenía muchos bienes' (Mt 19, 22;
  Mc 10, 22). Sin embargo, otros no sólo aceptan el 'Sígueme', sino que, como
  Felipe de Betsaida, sienten la necesidad de comunicar a los demás su
  convicción de haber encontrado al Mesías (Cfr. Jn 1, 43 ss.). Al mismo Simón
  es capaz de decirle desde el primer encuentro: 'Tú serás llamado Cefas (que
  quiere decir, Pedro)' (Jn 1, 42). El Evangelista Juan hace notar que Jesús
  'fijó la vista en él': en esa mirada intensa estaba el 'Sígueme' más fuerte y
  cautivador que nunca. Pero parece que Jesús, dada la vocación totalmente
  especial de Pedro (y quizá también su temperamento natural), quiera hacer
  madurar poco a poco su capacidad de valorar y aceptar esa invitación. En
  efecto, el 'Sígueme' literal llegará para Pedro después del lavatorio de los
  pies, durante la última Cena (Cfr. Jn 13, 36), y luego, de modo definitivo, después
  de la resurrección, a la orilla del lago de Tiberíades (Cfr. Jn 21, 19).
4. No cabe duda que
  Pedro y los Apóstoles )excepto Judas) comprenden y aceptan la llamada a
  seguir a Jesús como una donación total de sí y de sus cosas para la causa del
  anuncio del reino de Dios. Ellos mismos recordarán a Jesús por boca de Pedro:
  'Pues nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido' (Mt 19, 27). Lucas
  añade: 'todo lo que teníamos' (Lc 18, 28). Y el mismo Jesús parece que quiere
  precisar de 'qué' se trata al l responder a Pedro. 'En verdad os digo que
  ninguno que haya dejado casa, mujer, hermanos, padres e hijos por amor al
  reino de Dios dejará de recibir mucho más en este siglo, y la vida eterna en
  el venidero' (Lc 18, 29-30).
En Mateo se especifica también el dejar hermanas, madre, campos 'por
  amor de mi nombre'; a quien lo haya hecho Jesús le promete que 'recibirá el
  céntuplo y heredará la vida eterna' (Mt 19, 29).
En Marcos hay una especificación posterior sobre el abandonar todas
  las cosas 'por mí y por el Evangelio', y sobre la recompensa: 'El céntuplo
  ahora en este tiempo en casas, hermanos, hermanas, madre e hijos y campos,
  con persecuciones, y la vida eterna en el siglo venidero' (Mc 10, 29-30).
Dejando a un lado de momento el lenguaje figurado que usa Jesús, nos
  preguntamos: ¿Quién es ese que pide que lo sigan y que promete a quien lo
  haga darle muchos premios y hasta 'la vida eterna'? ¿Puede un simple Hijo del
  hombre, prometer tanto, y ser creído y seguido, y tener tanto atractivo no
  sólo para aquellos discípulos felices, sino para millares y millones de
  hombres en todos los siglos?
5. En realidad los
  discípulos recordaron bien a autoridad con que Jesús les había llamado a
  seguirlo sin dudar en pedirles una dedicación radical, expresada en términos
  que podían parecer paradójicos, como cuando decía que había venido a traer
  'no la paz, sino la espada', es decir, a separar y dividir alas mismas
  familias para que lo siguieran, y luego afirmaba: 'El que ama a l padre o a
  la madre más que a mí, no es digno de mi; y el que ama al hijo o a la hija
  más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y sigue en pos de
  mí, no es digno de mí' (Mt 10, 37)38). Aún es más fuerte y casi dura la
  formulación de Lucas: 'Si alguno viene a mí y no aborrece a (expresión del
  hebreo para decir: no se aparte de) su padre, su madre, su mujer, sus
  hermanos, sus hermanas y aun su propia vida, no puede ser mi discípulo' (Lc
  14, 26).
Ante estas expresiones de Jesús no podemos dejar de reflexionar sobre
  lo excelsa y ardua que es la vocación cristiana. No cabe duda que las formas
  concretas de seguir a Cristo están graduadas por El mismo según las
  condiciones, las posibilidades, las misiones, los carismas de las personas y
  de los grupos. Las palabras de Jesús, como El dice, son 'espíritu y vida'
  (Cfr. Jn 6, 63), y no podemos pretender concretarlas de forma idéntica para
  todos. Pero según Santo Tomás de Aquino, la exigencia evangélica de renuncias
  heroicas como las de los consejos evangélicos de pobreza, castidad y renuncia
  de sí por seguir a Jesús )y podemos decir igual de la oblación de sí mismo en
  el martirio, antes que traicionar la fe y el seguimiento de Cristo)
  compromete a todos 'secundum praeparationem animi' (Cfr. S.Th. II)II q. 184, a. 7, ad 1), o sea,
  según la disponibilidad del espíritu para cumplir lo que se le pide en
  cualquier momento que se le llame, y por lo tanto comportan para todos un
  desapego interior, una oblación, una autodonación a Cristo, sin las cuales no
  hay un verdadero espíritu evangélico.
6. Del mismo
  Evangelio podemos deducir que hay vocaciones particulares, que dependen de
  una elección de Cristo: como la de los Apóstoles y de muchos discípulos, que
  Marcos señala con bastante claridad cuando escribe: 'Subió a un monte, y
  llamando a los que quiso, vinieron a El, y designó a doce para que lo
  acompañaran...' (Mc 3, 13-14). El mismo Jesús, según Juan, dice a los
  Apóstoles en el discurso final: 'No me habéis elegido vosotros a mí, sino yo
  os he elegido a vosotros...' (Jn 15, 1 6).
No se deduce que El condenara definitivamente al que no aceptó
  seguirlo por un camino de total dedicación a la causa del Evangelio (Cfr. El
  caso de joven rico: Mc 10, 17)27). Hay algo más que pone en juego la libre
  generosidad de cada uno. Pero no hay duda que la vocación a la fe y al amor
  cristiano es universal y obligatoria: fe en la Palabra de Jesús, amor a
  Dios sobre todas las cosas y también al prójimo como a nosotros mismos,
  porque 'el que no ama a su hermano a quien ve, no es posible que ame a Dios a
  quien no ve' (1 Jn 4, 20).
7. Jesús, al
  establecer la exigencia de la respuesta a la vocación a seguirlo, no esconde
  a nadie que su seguimiento requiere sacrificio, a veces incluso el sacrificio
  supremo. En efecto, dice a sus discípulos: 'El que quiera venir en pos de mí,
  niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida
  la perderá, y el que pierda su vida por mí la salvará...' (Mt 16,24-25).
Marcos subraya que Jesús había convocado con los discípulos también a
  la multitud, y habló a todos de la renuncia que pide a quien quiera seguirlo,
  de cargar con la cruz y de perder la vida 'por mi y el Evangelio' (Mc 8
  34-35). ¡Y esto después de haber hablado de su próxima pasión y muerte! (Cfr.
  Mc 8,31-32).
8. Pero, al mismo
  tiempo, Jesús proclama la bienaventuranza de los que son perseguidos 'por
  amor del Hijo del hombre' (Lc 6, 22): 'Alegraos y regocijaos, porque grande
  será en los cielos vuestra recompensa' (Mt 5, 12).
Y nosotros nos preguntamos una vez más: ¿Quién es éste que llama con autoridad
  a seguirlo, predice odio, insultos y persecuciones de todo género (Cfr. Lc 6,
  22), y promete 'recompensa en los cielos'? Sólo un Hijo del hombre que tenía
  la conciencia de ser Hijo de Dios podía hablar así. En este sentido lo
  entendieron los Apóstoles y los discípulos, que nos transmitieron su
  revelación y su mensaje. En este sentido queremos entenderlo nosotros
  también, diciéndole de nuevo con el Apóstol Tomás: 'Señor mío y Dios mío'.
1. Estamos
  recorriendo los temas de las catequesis sobre Jesús 'Hijo del hombre', que al
  mismo tiempo hace que lo conozcamos como verdadero 'Hijo de Dios': 'Yo y el
  Padre somos una sola cosa' (Jn 10, 30). Hemos visto que El refería a Sí mismo
  el nombre y los atributos divinos; hablaba de su divina
  pre-existencia)existencia en la unidad con el Padre (y con el Espíritu Santo,
  como explicaremos en un posterior ciclo de catequesis); se atribuía el poder
  sobre la ley que Israel había recibido de Dios por medio de Moisés en a
  antigua Alianza (especialmente en el sermón de la montaña: Mt 5); y junto a
  ese poder se atribuía también el de perdonar los pecados (Cfr. Mc 2, 1-12 y
  paral.; Lc 7, 48; Jn 8, 11 ) y de juzgar al final las conciencias y las obras
  de todos los hombres (Cfr. por ejemplo, Mt 25, 31-46; Jn 5, 27-29).
  Finalmente enseñaba como uno que tiene autoridad y pedía creer en su palabra,
  invitaba a seguirlo hasta la muerte y prometía como recompensa la 'vida
  eterna'. Al llegar a este punto, tenemos a nuestra disposición todos los
  elementos y todas las razones para afirmar que Jesucristo se ha revelado a Sí
  mismo como Aquel que instaura el reino de Dios en la historia de la
  humanidad.
2. El terreno de la
  revelación del reino de Dios había sido preparado ya en el Antiguo
  Testamento, especialmente en la segunda fase de la historia de Israel,
  narrada en los textos de los Profetas y de los Salmos que siguen al exilio y
  las otras experiencias dolorosas del Pueblo elegido. Recordemos especialmente
  los Cantos de los salmistas a Dios que es Rey de toda la tierra, que 'reina
  sobre las gentes' (Sal 46/47, 8-9); y el reconocimiento exultante: 'Tu reino
  es reino de todos los siglos, y tu señorío de generación en generación' (Sal
  144/145, 13). El Profeta Daniel, a su vez, habla del reino de Dios 'que no
  será destruido jamás..., destruirá y desmenuzará a todos esos reinos, más el
  permanecerá por siempre'. Este reino que se hará surgir del 'Dios de los
  cielos' (el reino de los cielos) quedará bajo el dominio del mismo Dios y 'no
  pasará a poder de otro pueblo' (Cfr. 2, 44).
3. Insertándose en
  esta tradición y compartiendo esta concepción de la Antigua Alianza,
  Jesús de Nazaret proclama desde el comienzo de su misión mesiánica
  precisamente este reino: 'Cumplido es el tiempo, y el reino de Dios está
  cercano' (Mc 1, 15). De este modo, recoge uno de los motivos constantes de la
  espera de Israel, pero da una nueva dirección a la esperanza escatológica,
  que se había dibujado en la última fase del Antiguo Testamento, al proclamar
  que ésta tiene su cumplimiento inicial y aquí en la tierra, porque Dios es el
  Señor de la historia: ciertamente su reino se proyecta hacia un cumplimiento
  final más allá del tiempo, pero comienza a realizarse ya aquí en la tierra y
  se desarrolla en cierto sentido, 'dentro' de la historia. En esta perspectiva
  Jesús anuncia y revela que el tiempo de las antiguas promesas, esperas y
  esperanzas, 'se ha cumplido', y que el reino de Dios 'está cercano', más aún,
  está ya presente en su misma persona.
4. En efecto,
  Jesucristo no sólo adoctrina sobre el reino de Dios, haciendo de él la verdad
  central de su enseñanza, sino que instaura este reino en la historia de
  Israel y de toda la humanidad. Y en esto se revela su poder divino, su
  soberanía respecto a todo lo que en el tiempo y en el espacio lleva en sí los
  signos de la creación antigua y de la llamada a ser criaturas nuevas (Cfr. 2
  Cor 5, 17, Gal
  6, 15), en las que ha vencido, en Cristo y por medio de Cristo, todo lo
  caduco y lo efímero; y ha establecido para siempre el verdadero valor del
  hombre y de todo lo creado.
Es un poder único y eterno que Jesucristo (crucificado y resucitado)
  se atribuye al final de su misión terrena, cuando declara a los Apóstoles:
  'Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra', y en virtud de este
  poder suyo les manda: 'Id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en
  el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo, enseñándoles a
  observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre hasta
  la consumación del mundo' (Mt 28, 18-20).
5. Antes de llegar a
  este acto definitivo de la proclamación y revelación de la soberanía divina
  del 'Hijo del hombre', Jesús anuncia muchas veces que el reino de Dios ha
  venido al mundo. Más aun, en el conflicto con los adversarios que no dudan en
  atribuir un poder demoniaco a las obras de Jesús, El los confunde con una
  argumentación que concluye afirmando lo siguiente: 'Pero si expulso a los
  demonios por el dedo de Dios, sin duda que el reino de Dios ha llegado a
  vosotros' (Lc 11, 20). En El y por El, pues, el espacio espiritual del
  dominio divino toma su consistencia: el reino de Dios entra en la historia de
  Israel y de toda la humanidad, y El es capaz de revelarlo y de mostrar que
  tiene el poder de decidir sobre sus actos. Lo muestra liberando de los
  demonios: todo el espacio psicológico y espiritual queda así reconquistado
  para Dios.
6. También el mandato
  definitivo, que Cristo crucificado y resucitado da a los Apóstoles (Mt 28,
  18-20), fue preparado por El bajo todos los aspectos. Momento clave de la
  preparación fue la vocación de los Apóstoles: 'Designó a doce para que le
  acompañaran y para enviarlos a predicar, con poder de expulsar demonios' (Mc
  3, 14-15). En medio de los Doce, Simón Pedro se convierte en destinatario de
  un poder especial en orden al reino: 'Y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y
  sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia, y las puertas del infierno no
  prevalecerán contra ella. Yo te dará las llaves del reino de los cielos, y
  cuanto atares en la tierra quedará atado en los cielos, y cuanto desatares en
  la tierra quedará desatado en los cielos' (Mt 16, 18-19). Quien habla de este
  modo está convencido de poseer el reino, de tener su soberanía total, y de
  poder confiar sus 'llaves' a un representante y vicario suyo, más aún de lo
  que haría un rey de la tierra con su lugarteniente o primer ministro.
7. Esta convicción
  evidente de Jesús explica porqué El, durante su ministerio, habla de su obra
  presente y futura como de un nuevo reino introducido en la historia humana:
  no sólo como verdad anunciada, sino como realidad viva, que se desarrolla,
  crece y fermenta toda la masa humana, como leemos en la parábola de la
  levadura (Cfr. Mt 13, 33: Lc 13, 21). Esta y las demás parábolas del reino
  (Cfr. especialmente Mt 13), dan testimonio de que) ésta ha sido la idea
  central de Jesús pero también la sustancia de su obra mesiánica, que El
  quiere que se prolongue en la historia, incluso después de su vuelta al
  Padre, mediante una estructura visible cuya cabeza es Pedro (Cfr. Mt 16,
  18-19).
8. La instauración de
  esa estructura del reino de Dios coincide con la transmisión que Cristo hace
  de la misma a los Apóstoles escogidos por El: 'Yo dispongo (latín: dispongo;
  algunos traducen: 'transmito') del reino en favor vuestro, como mi Padre ha
  dispuesto de él en favor mío' (Lc 22, 29). Y la transmisión del reino es al
  mismo tiempo una misión: 'Como tú me enviaste al mundo, así yo los envié a
  ellos al mundo' (Jn 17, 18). Después de la resurrección, al aparecerse Jesús
  a los Apóstoles, les repetirá: 'Como me envió mi Padre, así os envío yo...
  Recibid el Espíritu Santo; a quien perdonareis los pecados les serán
  perdonados, a quienes se los retuvierais le serán retenidos' (Jn 20, 21-23).
Prestemos atención: en el pensamiento de Jesús, en su obra mesiánica,
  en su mandato a los Apóstoles, la inauguración del reino en este mundo está
  estrechamente unida a su poder de vencer el pecado, de anular el poder de
  Satanás en el mundo y en cada hombre. Así, pues, está ligado al misterio
  pascual a la cruz y resurrección de Cristo. Agnus Dei qui tollit peccata
  mundi..., y como tal se estructura en la misión histórica de los Apóstoles y
  de sus sucesores. La instauración del reino de Dios tiene su fundamento en la
  reconciliación del hombre con Dios, llevada a cabo en Cristo y por Cristo en
  el misterio pascual (Cfr. 2 Cor 5, 19; Ef 13-18; Col 1, 15-2).
9. La instauración
  del reino de Dios en la historia de la humanidad es la finalidad de la
  vocación y de la misión de los Apóstoles (y por lo tanto de la Iglesia) en todo el mundo
  (Cfr. Mc 16, 15; Mt 28, 19)20). Jesús sabía que esta misión, a la vez que su
  misión mesiánica, habría encontrado y suscitado fuertes oposiciones. Desde
  los primeros días en que envió a los Apóstoles a las primeras experiencias de
  colaboración con El, les advertía: 'Os envío como ovejas en medio de lobos;
  sed, pues, prudentes como serpientes y sencillos como palomas' (Mt 10, 16).
En el texto de Mateo se condensa también lo que Jesús habría dicho a
  continuación respecto a la suerte de sus misioneros (Cfr. Mt 10,17-25); tema
  sobre el que vuelve en uno de últimos discursos polémicos con los 'escribas y
  fariseos', afirmando: 'Por esto os envío yo profetas, sabios y escribas, y a
  unos los mataréis y los crucificaréis, a otros los azotaréis en vuestras
  sinagogas y los perseguiréis de ciudad en ciudad' (Mt 23, 34). Suerte que,
  por lo demás, ya les había tocado a los Profetas y a otros personajes de la
  antigua Alianza, a que se refiere el texto (Cfr. Mt 23, 35). Pero Jesús daba
  a sus seguidores la seguridad de la duración de su obra y de ellos mismos: et
  porta inferi non praevalebunt.
A pesar de las oposiciones y contradicciones que habría conocer en su
  devenir histórico, el reino de Dios, instaurado una vez para siempre en el
  mundo con el poder de Dios mismo mediante el Evangelio y el misterio pascual
  del Hijo, traería siempre no sólo los signos de su pasión y muerte, sino
  también el sello de su poder divino, que deslumbró en la resurrección. Lo
  demostraría la historia. Pero la certeza de los Apóstoles y de todos los
  creyentes está fundada en la revelación del poder divino de Cristo,
  histórico, escatológico y eterno, del que enseña el Concilio Vaticano II:
  'Cristo, haciéndose obediente hasta la muerte y habiendo sido por ello
  exaltado por el Padre (Cfr. Flp 2, 8)9), entró en la gloria de su reino. A El
  están sometidas todas las cosas, hasta que El se someta a Sí mismo y todo lo
  creado al Padre, a fin de que Dios sea todo en todas las cosas (Cfr. 1 Cor
  15, 27-28)' (Lumen Gentium, 39).
 (JESUCRISTO:
  VERDADERO DIOS -SUS MILAGROS)
1. Si observamos atentamente
  los 'milagros, prodigios y señales' con que Dios acreditó la misión de
  Jesucristo, según las palabras pronunciadas por el Apóstol Pedro el día de
  Pentecostés en Jerusalén, constatamos que Jesús, al obrar estos milagros)
  señales, actuó en nombre propio, convencido de su poder divino, y, al mismo
  tiempo, de la más íntima unión con el Padre. Nos encontramos, pues, todavía y
  siempre, ante el misterio del 'Hijo del hombre) Hijo de Dios', cuyo Yo
  transciende todos los límites de la condición humana, aunque a ella
  pertenezca por libre elección, y todas las posibilidades humanas de
  realización e incluso de simple conocimiento.
2. Una ojeada a
  algunos acontecimientos particulares; presentados por los Evangelistas, nos
  permite darnos cuenta de la presencia arcana en cuyo nombre Jesucristo obra
  sus milagros. Helo ahí cuando, respondiendo a las súplicas de un leproso, que
  le dice: 'Si quieres, puedes limpiarme', El, en su humanidad, 'enternecido',
  pronuncia una palabra de orden que, en un caso como aquél, corresponde a
  Dios, no a un simple hombre: 'Quiero, sé limpio. Y al instante desapareció la
  lepra y quedó limpio' (Cfr. Mc 1, 40-42). Algo semejante encontramos en el
  caso del paralítico que fue bajado por un agujero realizado en el techo de la
  casa: 'Yo te digo... levántate, toma tu camilla y vete a tu casa' (Cfr. Mc 2,
  11-12).
Y también: en el caso de la hija de Jairo leemos que 'El
  (Jesús)...tomándola de la mano, le dijo: 'Talitha qumi', que quiere decir:
  'Niña, a ti te lo digo, levántate'. Y al instante se levantó la niña y echó a
  andar' (Mc 5, 41-42). En el caso del joven muerto de Naín: 'Joven, a ti te
  hablo, levántate. Sentóse el muerto y comenzó a hablar' (Lc 7, 14-15). ¡En
  cuántos de estos episodios vemos brotar de la palabras de Jesús la expresión
  de una voluntad y de un poder al que El se apela interiormente y que expresa,
  se podría decir, con la máxima naturalidad, como si perteneciese a su
  condición más íntima, el poder de dar a los hombres la salud, la curación e
  incluso la resurrección y la vida!
3. Un atención
  particular merece la resurrección de Lázaro, descrita detalladamente por el
  cuarto Evangelista. Leemos: 'Jesús, alzando los ojos al cielo, dijo: Padre,
  te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que siempre me escuchas, pero
  por la muchedumbre que me rodea lo digo, para que crean que Tú me has
  enviado. Diciendo esto, gritó con fuerte voz Lázaro, sal fuera. Y salió el
  muerto' (Jn 11, 41-44). En la descripción cuidadosa de este episodio se pone
  de relieve que Jesús resucitó a su amigo Lázaro con el propio poder y en
  unión estrechísima con el Padre. Aquí hallan su confirmación las palabras de
  Jesús: 'Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo también' (Jn 5,17),
  y tiene una demostración, que se puede decir preventiva, lo que Jesús dirá en
  el Cenáculo, durante la conversación con los Apóstoles en la última Cena,
  sobre sus relaciones con el Padre y, más aún, sobre su identidad sustancial
  con El.
4. Los Evangelios
  muestran con diversos milagros) señales cómo el poder divino que actúa en Jesucristo
  se extiende más allá del mundo humano y se manifiesta como poder de dominio
  también sobre las fuerzas de la naturaleza. Es significativo el caso de la
  tempestad calmada: 'Se levantó un fuerte vendaval'. Los Apóstoles pescadores
  asustados despiertan a Jesús que estaba durmiendo en la barca. El
  'despertado, mandó al viento y dijo al mar: Calla, enmudece. Y se aquietó el
  viento y se hizo completa calma... Y sobrecogidos de gran temor, se decían
  unos a otros: ¿Quién será éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?'
  (Cfr. Mc 4, 37-41).
En este orden de acontecimientos entran también las pescas milagrosas
  realizadas, por la palabra de Jesús (in verbo tuo), después de intentos
  precedentes malogrados (Cfr. Lc 5, 4)6; Jn 21, 3)6). Lo mismo se puede decir,
  por lo que respecta a la estructura del acontecimiento, del 'primer signo'
  realizado en Caná de Galilea, donde Jesús ordena a los criados llenar las
  tinajas de agua y llevar después 'el agua convertida en vino' al maestresala
  (Cfr. Jn 2, 7-9). Como en las pescas milagrosas, también en Caná de Galilea,
  actúan los hombres: los pescadores) apóstoles en un caso, los criados de las
  bodas en otro, pero está claro que el efecto extraordinario de a acción no
  proviene de ellos, sino de Aquel que les ha dado la orden de actuar y que
  obra con su misterioso poder divino. Esto queda confirmado por la reacción de
  los Apóstoles, y particularmente de Pedro, que después de la pesca milagrosa
  'se postró a los pies de Jesús, diciendo: Señor, apártate de mí, que soy un
  pecador' (Lc 5,8). Es uno de tantos casos de emoción que toma la forma de
  temor reverencial o incluso miedo, ya sea en los Apóstoles, como Simón Pedro,
  ya sea en la gente, cuando se sienten acariciados por el ala del misterio
  divino
5. Un día, después de
  a ascensión, se sentirán invadidos por un 'temor' semejante los que vean los
  'prodigios y señales' realizados 'por los Apóstoles' (Cfr. Hech 2, 43). Según
  el libro de los Hechos, la gente sacaba 'a las calles los enfermos,
  poniéndolos en lechos y camillas, para que, llegando Pedro, siquiera su
  sombra los cubriese' (Hech 5, 15). Sin embargo, estos 'prodigios y señales',
  que acompañaban los comienzos de la Iglesia apostólica, eran realizados por los
  Apóstoles no en nombre propio, sino en el nombre de Jesucristo, y eran, por
  tanto, una confirmación ulterior de su poder divino. Uno queda impresionado
  cuando lee la respuesta y el mandato de Pedro al tullido que le pedía una
  limosna junto a la puerta del templo de Jerusalén: 'No tengo oro ni plata; lo
  que tengo, eso te doy: en nombre de Jesucristo Nazareno, anda. Y tomándole de
  la diestra, le levantó, y al punto sus pies y sus talones se consolidaron'
  (Hech 3, 6-7). O lo que es lo mismo, Pedro dice a un paralítico de nombre
  Eneas: 'Jesucristo te sana; levántate y toma tu camilla. Y al punto se
  irguió' (Hech 9, 34).
También el otro Príncipe de los Apóstoles, Pablo, cuando recuerda en la Carta a los Romanos lo que
  él ha realizado 'como ministro de Cristo entre los paganos', se apresura a
  añadir que en aquel ministerio consiste su único mérito: 'No me atreveré a
  hablar de cosa que Cristo no haya obrado por mí para la obediencia (de la fe)
  de los gentiles, de obra o de palabra, mediante el poder de milagros y
  prodigios y el poder del Espíritu Santo' (15, 17-19).
6. En la Iglesia de los primeros
  tiempos, y especialmente esta evangelización del mundo llevada a cabo por los
  Apóstoles, abundaron estos 'milagros, prodigios y señales', como el mismo
  Jesús les había prometido (Cfr. Hech 2, 22). Pero se puede decir que éstos se
  han repetido siempre en la historia de la salvación, especialmente en los
  momentos decisivos para la realización del designio de Dios. Así fue ya en el
  Antiguo Testamento con relación al 'Éxodo' de Israel de la esclavitud de
  Egipto y a la marcha hacia la tierra prometida, bajo la guía de Moisés.
  Cuando, con la encarnación del Hijo de Dios, llegó la plenitud de los
  tiempos' (Cfr. Gal 4, 4), estas señales milagrosas del obrar divino adquieren
  un valor nuevo y una eficacia nueva por a autoridad divina de Cristo y por la
  referencia a su Nombre (y, por consiguiente, a su verdad, a su promesa, a su
  mandato, a su gloria) por el que los Apóstoles y tantos santos los realizan
  en la Iglesia.
   También hoy se obran milagros y en cada uno de ellos se
  dibuja el rostro del 'Hijo del hombre) Hijo de Dios' y se afirma en ellos un
  don de gracia y de salvación.
1. Un texto de San
  Agustín nos ofrece la clave interpretativa de los milagros de Cristo como
  señales de su poder salvífico. 'El haberse hecho hombre por nosotros ha
  contribuido más a nuestra salvación que los milagros que ha realizado en
  medio de nosotros; el haber curado las enfermedades del alma es más
  importante que el haber curado las enfermedades del cuerpo destinado a morir'
  (San Agustín, In Io. Ev. Tr., 17, 1). En orden a esta salvación del alma y a
  la redención del mundo entero Jesús cumplió también milagros de orden
  corporal. Por tanto, el tema de la presente catequesis es el siguiente:
  mediante los 'milagros, prodigios y señales' que ha realizado, Jesucristo ha
  manifestado su poder de salvar al hombre del mal que amenaza al alma inmortal
  y su vocación a la unión con Dios.
2. Es lo que se
  revela en modo particular en la curación del paralítico de Cafarnaum. Las
  personas que lo llevaban, no logrando entrar por la puerta en la casa donde
  Jesús estaba enseñando, bajaron al enfermo a través de un agujero abierto en
  el techo, de manera que el pobrecillo vino a encontrase a los pies del
  Maestro. 'Viendo Jesús la fe de ellos, dijo al paralítico: !Hijo, tus pecados
  te son perdonados!'. Estas palabras suscitan en algunos de los presentes la
  sospecha de blasfemia: 'Blasfemia. ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo
  Dios?'. Casi en respuesta a los que habían pensado así, Jesús se dirige a los
  presentes con estas palabras: '¿Qué es más fácil, decir al paralítico: tus
  pecados te son perdonados, o decirle: levántate, toma tu camilla y vete? Pues
  para que veáis que el Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar
  los pecados )se dirige al paralítico) , yo te digo: levántate, toma tu
  camilla y vete a tu casa. El se levantó y, tomando luego la camilla, salió a
  la vista de todo' (Cfr. Mc 2, 1)12; análogamente, Mt 9, 1-8; Lc 5, 18-26: 'Se
  marchó a casa glorificando a Dios' 5, 25).
Jesús mismo explica en este caso que el milagro de la curación del
  paralítico es signo del poder salvífico por el cual El perdona los pecados.
  Jesús realiza esta señal para manifestar que ha venido como salvador del
  mundo, que tiene como misión principal librar al hombre del mal espiritual,
  el mal que separa al hombre de Dios e impide la salvación en Dios, como es
  precisamente el pecado.
3. Con la misma clave
  se puede explicar esta categoría especial de los milagros de Cristo que es
  'arrojar los demonios'. 'Sal, espíritu inmundo, de ese hombre', conmina
  Jesús, según el Evangelio de Marcos, cuando encontró a un endemoniado en la
  región de los gerasenos (Mc 5, 8). En esta ocasión asistimos a un coloquio
  insólito. Cuando aquel 'espíritu inmundo' se siente amenazado por Cristo,
  grita contra El. '¿Qué hay entre ti y mí, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? Por
  Dios te conjuro que no me atormentes'. A su vez, Jesús 'le preguntó: !¿Cuál
  es tu nombre?!. El le dijo: Legión es mi nombre, porque somos muchos' (Cfr.
  Mc 5, 7-9). Estamos, pues, a orillas de un mundo oscuro, donde entran en
  juego factores físicos y psíquicos que, sin duda, tienen su peso en causar
  condiciones patológicas en las que se inserta esta realidad demoníaca,
  representada y descrita de manera variada en el lenguaje humano, pero
  radicalmente hostil a Dios y, por consiguiente, al hombre y a Cristo que ha
  venido para librarlo de este poder maligno. Pero, muy a su pesar, también el
  'espíritu inmundo', en el choque con la otra presencia, prorrumpe en esta
  admisión que proviene de una mente perversa, pero, al mismo tiempo, lúcida:
  'Hijo del Dios Altísimo'.
4. En el Evangelio de
  Marcos encontramos también la descripción del acontecimiento denominado
  habitualmente como la curación del epiléptico. En efecto, los síntomas referidos
  por el Evangelista son característicos también de esta enfermedad
  ('espumarajos, rechinar de dientes, quedarse rígido'). Sin embargo, el padre
  del epiléptico presenta a Jesús a su Hijo como poseído por un espíritu
  maligno, el cual lo agita con convulsiones, lo hace caer por tierra y se
  revuelve echando espumarajos. Y es muy posible que en un estado de enfermedad
  como éste se infiltre y obre el maligno, pero, admitiendo que se trate de un
  caso de epilepsia, de la que Jesús cura al muchacho considerado endemoniado
  por su padre, es sin embargo, significativo que El realice esta curación
  ordenando al 'espíritu mudo y sordo': 'Sal de él y no vuelvas a entrar más
  el' (Cfr. Mc 9, 17-27). Es una reafirmación de su misión y de su poder de
  librar al hombre del mal del alma desde las raíces.
5. Jesús da a conocer
  claramente esta misión suya de librar al hombre del mal y, antes que nada del
  pecado, mal espiritual. Es una misión que comporta y explica su lucha con el
  espíritu maligno que es el primer autor del mal en la historia del hombre.
  Como leemos en los Evangelios, Jesús repetidamente declara que tal es el
  sentido de su obra y de la de sus Apóstoles. Así, en Lucas: 'Veía yo a
  Satanás caer del cielo como un rayo. Yo os he dado poder para andar... sobre
  todo poder enemigo y nada os dañará' (Lc 10, 18-19). Y según Marcos, Jesús,
  después de haber constituido a los Doce, les manda 'a predicar, con poder de
  expulsar a los demonios' (Mc 3, 14-15). Según Lucas, también los setenta y
  dos discípulos, después de su regreso de la primera misión, refieren a Jesús:
  'Señor, hasta los demonios se nos sometían en tu nombre' (Lc 10, 17).
Así se manifiesta el poder del Hijo del hombre sobre el pecado y sobre
  el autor del pecado. El nombre de Jesús, que somete también a los demonios,
  significa Salvador. Sin embargo, esta potencia salvífica alcanzará su
  cumplimiento definitivo en el sacrificio de la cruz. La cruz sellará la
  victoria total sobre Satanás y sobre el pecado, porque éste es el designio
  del Padre, que su Hijo unigénito realiza haciéndose hombre: vencer en la
  debilidad, y alcanzar la gloria de la resurrección y de la vida a través de
  la humillación de la cruz. También en este hecho paradójico resplandece su
  poder divino, que puede justamente llamarse la 'potencia de la cruz'.
6. Forma parte
  también de esta potencia y pertenece a la misión del Salvador del mundo
  manifestada en los 'milagros, prodigios y señales', la victoria sobre la
  muerte, dramática consecuencia del pecado. La victoria sobre el pecado y
  sobre la muerte marca el camino de la misión mesiánica de Jesús desde Nazaret
  hasta el Calvario. Entre las 'señales' que indican particularmente el camino
  hacia la victoria sobre la muerte, están sobre todo las resurrecciones: 'los
  muertos resucitan' (Mt 11, 5), responde, en efecto, Jesús a la pregunta
  acerca de su mesianidad que le hacen los mensajeros de Juan el Bautista (Cfr.
  Mt 11, 3). Y entre los varios 'muertos', resucitados por Jesús, merece
  especial atención Lázaro de Betania, porque su resurrección es como un 'preludio'
  de la cruz y de la resurrección de Cristo, en el que se cumple la victoria
  definitiva sobre el pecado y la muerte.
7. El Evangelista
  Juan nos ha dejado una descripción pormenorizada del acontecimiento. Bástenos
  referir el momento conclusivo. Jesús pide que se quite la losa que cierra la
  tumba ('Quitad la piedra'). Marta, la hermana de Lázaro, indica que su
  hermano está desde hace ya cuatro días en el sepulcro y el cuerpo ha
  comenzado ya, sin duda, a descomponerse. Sin embargo, Jesús, gritó con fuerte
  voz: ¡Lázaro, sal fuera!. 'Salió el muerto', atestigua el Evangelista (Cfr.
  Jn 11, 38-43). EL hecho suscita la fe en muchos de los presentes. Otros, por,
  el contrario, van a los representantes del Sanedrín para denunciar lo
  sucedido. Los sumos sacerdotes y los fariseos se quedan preocupados, piensan
  en una posible reacción del ocupante romano ('vendrán los romanos y
  destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación': cfr. Jn 11, 45-48).
  Precisamente entonces se dirigen al Sanedrín las famosas palabras de Caifás:
  'Vosotros no sabéis nada; ¿no comprendéis que conviene que muera un hombre
  por todo el pueblo y no que perezca todo el pueblo?'. Y el Evangelista anota:
  'No dijo esto de sí mismo, sino que, como era pontífice aquel año,
  profetizó'. ¿De qué profecía se trata? He aquí que Juan nos da la lectura
  cristiana de aquellas palabras, que son de una dimensión inmensa: 'Jesús
  había de morir por el pueblo y no sólo por el pueblo, sino para reunir en uno
  todos los hijos de Dios que estaban dispersos' (Cfr. Jn 11, 49-52).
8. Como se ve, la
  descripción joánica de la resurrección Lázaro contiene también indicaciones
  esenciales referentes al significado salvífico de este milagro. Son
  indicaciones definitivas, precisamente porque entonces tomó el Sanedrín la
  decisión sobre la muerte de Jesús (Cfr. Jn 11, 53). Y será la muerte
  redentora 'por el pueblo' y 'para reunir en uno todos los hijos de Dios que
  estaban dispersos' para la salvación del mundo. Pero Jesús dijo ya que
  aquella muerte llegaría a ser también la victoria definitiva sobre la muerte.
  Con motivo de la resurrección de Lázaro, dijo a Marta: 'Yo soy la
  resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera vivirá, y todo el que
  vive y cree en mí no morirá para siempre' (Jn 11, 25-26)
9. Al final de
  nuestra catequesis volvemos una vez más al texto de San Agustín: 'Si
  consideramos ahora los hechos realizados por el Señor y Salvador nuestro,
  Jesucristo, vemos que los ojos de los ciegos, abiertos milagrosamente, fueron
  cerrados por la muerte, y los miembros de los paralíticos, liberados del
  maligno, fueron nuevamente inmovilizados por la muerte: todo lo que
  temporalmente fue sanado en el cuerpo mortal, al final, fue deshecho; pero el
  alma que creyó, pasó a la vida eterna. Con este enfermo, el Señor ha querido
  dar un gran signo al alma que habría creído, para cuya remisión de los
  pecados había venido, y para sanar sus debilidades El se había humillado'
  (San Agustín, In Io Ev. Tr., 17, 1).
Sí, todos los 'milagros, prodigios y señales' de Cristo están en
  función de la revelación de El como Mesías, de El como Hijo de Dios: de El,
  que, solo, tiene el poder de liberar al hombre del pecado y de la muerte, de
  El que verdaderamente es el Salvador del mundo.
1. No hay duda sobre
  el hecho de que, en los Evangelios, los milagros de Cristo son presentados
  como signos del reino de Dios, que ha irrumpido en la historia del hombre y
  del mundo. 'Mas si yo arrojo a los demonios con el Espíritu de Dios, entonces
  es que ha llegado a vosotros el reino de Dios', dice Jesús (Mt 12, 28). Por
  muchas que sean las discusiones que se puedan entablar o, de hecho, se hayan
  entablado acerca de los milagros (a las que, por otra parte, han dado
  respuesta los apologistas cristianos), es cierto que no se pueden separar los
  'milagros, prodigios y señales', atribuidos a Jesús e incluso a sus Apóstoles
  y discípulos que obraban 'en su nombre', del contexto auténtico del
  Evangelio. En la predicación de los Apóstoles, de la cual principalmente
  toman origen los Evangelios, los primeros cristianos oían narrar de labios de
  testigos oculares los hechos extraordinarios acontecidos en tiempos recientes
  y, por tanto, controlables bajo el aspecto que podemos llamar
  crítico-histórico, de manera que no se sorprendían de su inserción en los
  Evangelios. Cualesquiera que hayan sido en los tiempos sucesivos las
  contestaciones, de las fuentes genuinas de la vida y enseñanza de Jesús
  emerge una primera certeza: los Apóstoles, los Evangelistas y toda la Iglesia primitiva veían
  en cada uno de los milagros el supremo poder de Cristo sobre la naturaleza y
  sobre las leyes. Aquel que revea a Dios como Padre Creador y Señor de lo
  creado, cuando realiza estos milagros con su propio poder, se revea a Sí
  mismo como Hijo consubstancial con el Padre e igual a El en su señorío sobre
  la creación.
2. Sin embargo,
  algunos milagros presentan también otros aspectos complementarios al
  significado fundamental de prueba del poder divino del Hijo del hombre en
  orden a la economía de la salvación.
Así, hablando de la primera 'señal' realizada en Caná de Galilea, el
  Evangelista Juan hace notar que, a través de ella, Jesús 'manifestó su gloria
  y creyeron en El sus discípulos' (Jn 2, 11). El milagro, pues, es realizado
  con una finalidad de fe, pero tiene lugar durante la fiesta de unas bodas.
  Por ello, se puede decir que, al menos en la intención del Evangelista, la
  'señal' sirve para poner de relieve toda la economía divina de a alianza y de
  la gracia que en los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento se expresa a
  menudo con la imagen del matrimonio. El milagro de Caná de Galilea, por
  tanto, podría estar en relación con la parábola del banquete de bodas, que un
  rey preparó para su hijo, y con el 'reino de los cielos' escatológico que 'es
  semejante' precisamente a un banquete (Cfr. Mt 22, 2). El primer milagro de
  Jesús podría leerse como una 'señal' de este reino, sobre todo, si se piensa
  que, no habiendo llegado aún 'la hora de Jesús', es decir, la hora de su
  pasión y de su glorificación (Jn 2, 4; cfr. 7, 30; 8, 20; 12, 23, 27; 13, 1;
  17, 1), que ha de ser preparada con la predicación del 'Evangelio del reino'
  (Cfr. Mt 4, 23; 9, 35), el milagro, obtenido por la intercesión de María,
  puede considerarse como una 'señal' y un anuncio simbólico de lo que está
  para suceder.
3. Como una 'señal'
  de la economía salvífica se presta a ser leído, aún con mayor claridad, el
  milagro de la multiplicación de los panes, realizado en los parajes cercanos
  a Cafarnaum. Juan enlaza un poco más adelante con el discurso que tuvo Jesús
  el día siguiente, en el cual insiste sobre la necesidad de procurarse 'el
  alimento que permanece hasta la vida eterna', mediante la fe 'en Aquel que El
  ha enviado' (Jn 6 29), y habla de Sí mismo como del Pan verdadero que 'da la
  vida al mundo' (Jn 6, 33) y también que Aquel que da su carne 'para vida del
  mundo' (Jn 6, 51). Está claro que el preanuncio de la pasión y muerte
  salvífica, no sin referencias y preparación de la Eucaristía que había
  de instituirse el día antes de su pasión, como sacramento) pan de vida eterna
  (Cfr. Jn 6, 52-58).
4. A su vez, la
  tempestad calmada en el lago de Genesaret puede releerse como 'señal' de una
  presencia constante de Cristo en la 'barca' de la Iglesia, que, muchas
  veces, en el discurrir de la historia, está sometida a la furia de los
  vientos en los momentos de tempestad, Jesús, despertado por sus discípulos,
  orden a los vientos y al mar, y se hace una gran bonanza. Después les dice:
  '¿Por qué sois tan tímidos? ¿Aún no tenéis fe?' (Mc 4, 40). En éste, como en
  otros episodios, se ve la voluntad de Jesús de inculcar en los Apóstoles y
  discípulos la fe en su propia presencia operante y protectora, incluso en los
  momentos más tempestuosos de la historia, en los que se podría infiltrar en
  el espíritu la duda sobre a asistencia divina. De hecho, en la homilética y
  en la espiritualidad cristiana, el milagro se ha interpretado a menudo como
  'señal' de la presencia de Jesús y garantía de la confianza en El por parte
  de los cristianos y de la
   Iglesia.
5. Jesús, que va
  hacia los discípulos caminando sobre las aguas, ofrece otra 'señal' de su
  presencia, y asegura una vigilancia constante sobre sus discípulos y su
  Iglesia. 'Soy yo, no temáis', dice Jesús a los Apóstoles que lo habían tomado
  por un fantasma (Cfr. Mc 6, 49)50; cfr. Mt 14, 26)27; Jn 6, 16)21). Marcos
  hace notar el estupor de los Apóstoles 'pues no se habían dado cuenta de lo
  de los panes: su corazón estaba embotado' (Mc 6, 52). Mateo presenta la
  pregunta de Pedro que quería bajar de la barca para ir al encuentro de Jesús,
  y nos hace ver su miedo y su invocación de auxilio, cuando ve que se hunde:
  Jesús lo salva, pero lo amonesta dulcemente: 'Hombre de poca fe, ¿por qué has
  dudado?' (Mt 14, 31). Añade también que los que estaban en la barca 'se
  postraron ante El, diciendo: Verdaderamente, tú eres Hijo de Dios' (Mt
  14,33).
6. Las pescas
  milagrosas son para los Apóstoles y para la Iglesia las 'señales' de
  la fecundidad de su misión, si se mantienen profundamente unidas al poder
  salvífico de Cristo (Cfr. Lc 5, 4-10; Jn 21, 3)6). Efectivamente, Lucas
  inserta en la narración el hecho de Simón Pedro que se arroja a los pies de
  Jesús exclamando: 'Señor, apártate de mí, que soy hombre pecador' (Lc 5,8), y
  la respuesta de Jesús es: 'No temas, en adelante vas a ser pescador de hombres'
  (Lc 5, 10). Juan, a su vez, tras la narración de la pesca después de la
  resurrección, coloca el mandato de Cristo a Pedro: 'Apacienta mis corderos,
  apacienta mis ovejas" (Cfr. Jn 21, 15-17). Es un acercamiento
  significativo.
7. Se puede, pues,
  decir que los milagros de Cristo, manifestación de la omnipotencia divina
  respecto de la creación, que se revela en su poder mesiánico sobre hombres y
  cosas, son, al mismo tiempo, las 'señales' mediante las cuales se revela la
  obra divina de la salvación, la economía salvífica que con Cristo se
  introduce v se realiza de manera definitiva en la historia del hombre y se
  inscribe así en este mundo visible, que es también obra divina. La gente
  (como los Apóstoles en el lago), viendo los milagros de Cristo, se pregunta:
  '¿Quién será éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?' (Mc 4,41),
  mediante estas 'señales', queda preparada para acoger la salvación Que Dios
  ofrece al hombre en su Hijo.
Este es el fin esencial de todos los milagros y señales realizados por
  Cristo a los ojos de sus contemporáneos, y de todos los milagros que a lo
  largo de la historia serán realizados por sus Apóstoles y discípulos con
  referencia al poder salvífico de su nombre: 'En nombre de Jesús Nazareno,
  anda' (Hech 3,6).
1. 'Signos' de la
  omnipotencia divina y del poder salvífico del Hijo del hombre, los milagros
  de Cristo, narrados en los Evangelios, son también la revelación del amor de
  Dios hacia el hombre, particularmente hacia el hombre que sufre, que tiene
  necesidad, que implora la curación, el perdón, la piedad. Son, pues, 'signos'
  del amor misericordioso proclamado en el Antiguo y Nuevo Testamento (Cfr.
  Encíclica Dives in misericordia). Especialmente, la lectura del Evangelio nos
  hace comprender y casi 'sentir' que los milagros de Jesús tienen su fuente en
  el corazón amoroso y misericordioso de Dios que vive y vibra en su mismo
  corazón humano. Jesús los realiza para superar toda clase de mal existente en
  el mundo: el mal físico, el mal moral, es decir, el pecado, y, finalmente, a
  aquél que es 'padre del pecado' en la historia del hombre: a Satanás.
Los milagros, por tanto, son 'para el hombre'. Son obras de Jesús que,
  en armonía con la finalidad redentora de su misión, restablecen el bien allí
  donde se anida el mal, causa de desorden y desconcierto. Quienes los reciben,
  quienes los presencian se dan cuenta de este hecho, de tal modo que, según
  Marcos, 'sobremanera se admiraban, diciendo: 'Todo lo ha hecho bien; a los
  sordos hace oír y a los mudos hablar!' (Mc 7, 37)
2. Un estudio atento
  de los textos evangélicos nos revela que ningún otro motivo, a no ser el amor
  hacia el hombre, el amor misericordioso, puede explicar los 'milagros y
  señales' del Hijo del hombre. En el Antiguo Testamento, Elías se sirve del
  'fuego del cielo' para confirmar su poder de Profeta y castigar la
  incredulidad (Cfr. 2 Re 1, 10). Cuando los Apóstoles Santiago y Juan intentan
  inducir a Jesús a que castigue con 'fuego del cielo' a una aldea samaritana
  que les había negado hospitalidad, El les prohibió decididamente que hicieran
  semejante petición. Precisa el Evangelista que, 'volviéndose Jesús, los
  reprendió' (Lc 9, 55). (Muchos códices y la Vulgata añaden:
  'Vosotros no sabéis de qué espíritu sois. Porque el Hijo del hombre no ha
  venido a perder las almas de los hombres, sino a salvarlas'). Ningún milagro
  ha sido realizado por Jesús para castigar a nadie, ni siquiera los que eran
  culpables.
3. Significativo a
  este respecto es el detalle relacionado con el arresto de Jesús en el huerto
  de Getsemaní. Pedro se había prestado a defender al Maestro con la espada, e
  incluso 'hirió a un siervo del pontífice, cortándole la oreja derecha. Este
  siervo se llamaba Malco' (Jn 18, 10). Pero Jesús le prohibió empuñar la
  espada. Es más, 'tocando la oreja, lo curó' (Lc 22, 51).Es esto una
  confirmación de que Jesús no se sirve de la facultad de obrar milagros para
  su propia defensa. Y confía a los suyos que no pide al Padre que le mande
  'más de doce legiones de ángeles' (Cfr. Mt 26, 53) para que lo salven de las
  insidias de sus enemigos. Todo lo que El hace, también en la realización de
  los milagros, lo hace en estrecha unión con el Padre. Lo hace con motivo del
  reino de Dios y de la salvación del hombre. Lo hace por amor.
4. Por esto, y al
  comienzo de su misión mesiánica, rechaza todas las 'propuestas' de milagros
  que el Tentador le presenta, comenzando por la del trueque de las piedras en
  pan (Cfr. Mt 4, 31). El poder de Mesías se le ha dado no para fines que
  busquen sólo el asombro o al servicio de la vanagloria. El que ha venido
  'para dar testimonio de la verdad' (Jn 18, 37), es más, el que es 'la verdad'
  (Cfr. Jn 14, 6), obra siempre en conformidad absoluta con su misión
  salvífica. Todos sus 'milagros y señales' expresan esta conformidad en el cuadro
  del 'misterio mesiánico' del Dios que casi se ha escondido en la naturaleza
  de un Hijo del hombre, como muestran los Evangelios, especialmente el de
  Marcos. Si en los milagros hay casi siempre un relampagueo del poder divino,
  que los discípulos y la gente a veces logran aferrar, hasta el punto de
  reconocer y exaltar en Cristo al Hijo de Dios, de la misma manera se descubre
  en ellos la bondad, la sobriedad y la sencillez, que son las dotes más
  visibles del 'Hijo del hombre'.
5. El mismo modo de realizar
  los milagros hace notar la gran sencillez, y se podría decir humildad,
  talante, delicadeza de trato de Jesús. Desde este punto de vista pensemos,
  por ejemplo, en las palabras que acompañan a la resurrección de la hija de
  Jairo: 'La niña no ha muerto, duerme' (Mc 5 39)como si quisiera 'quitar
  importancia' al significado de lo que iba a realizar. Y, a continuación,
  añade: 'Les recomendó mucho que nadie supiera aquello' (Mc 5, 43). Así hizo
  también en otros casos, por ejemplo, después de la curación de un sordomudo
  (Mc 7, 36), y tras la confesión de fe de Pedro (Mc 8, 29-30)
Para curar al sordomudo es significativo el hecho de que Jesús lo tomó
  'aparte, lejos de la turba'. Allí, 'mirando al cielo, suspiró'. Este
  'suspiro' parece ser un signo de compasión y, al mismo tiempo, una oración.
  La palabra 'efeta' ('¡abrete!') hace que se abran los oídos y se suelte 'la
  lengua' del sordomudo (Cfr. 7, 33)35). 
6. Si Jesús realiza
  en sábado algunos de sus milagros, lo hace no para violar el carácter sagrado
  del día dedicado a Dios sino para demostrar que este día santo está marcado
  de modo particular por a acción salvífica de Dios. 'Mi Padre sigue obrando
  todavía, y por eso obro yo también' (Jn 5, 17). Y este obrar es para el bien
  del hombre; por consiguiente, no es contrario a la santidad del sábado, sino
  que más bien la pone de relieve: 'El sábado fue hecho a causa del hombre, y
  no el hombre por el sábado. Y el dueño el sábado es el Hijo del hombre' (Mc
  2, 27-28).
7. Si se acepta la
  narración evangélica de los milagros de Jesús (y no hay motivos para no
  aceptarla, salvo el prejuicio contra lo sobrenatural) no se puede poner en
  duda una lógica única, que une todos estos 'signos' y los hace emanar de su
  amor hacia nosotros de ese amor misericordioso que con el bien vence al mal,
  cómo demuestra la misma presencia y acción de Jesucristo en el mundo. En
  cuanto que están insertos en esta economía, los 'milagros y señales' son
  objeto de nuestra fe en el plan de salvación de Dios y en el misterio de la
  redención realizada por Cristo.
Como hecho, pertenecen a la historia evangélica, cuyos relatos son
  creíbles en la misma y aún en mayor medida que los contenidos en otras obras
  históricas. Está claro que el verdadero obstáculo para aceptarlos como datos
  ya de historia ya de fe, radica en el prejuicio antisobrenatural al que nos
  hemos referido antes. Es el prejuicio de quien quisiera limitar el poder de
  Dios o restringirlo al orden natural de las cosas, casi como una
  autoobligación de Dios a ceñirse a sus propias leyes. Pero esta concepción
  choca contra la más elemental idea filosófica y teológica de Dios, Ser
  infinito, subsistente y omnipotente, que no tiene límites, si no en el no-ser
  y, por tanto, en el absurdo.
Como conclusión de esta catequesis resulta espontáneo notar que esta
  infinitud en el ser y en el poder es también infinitud en el amor, como
  demuestran los milagros encuadrados en la economía de la Encarnación y en la Redención. 'signos'
  del amor misericordioso por el que Dios ha enviado al mundo a su Hijo para
  que todo el que crea en El no perezca, generoso con nosotros hasta la muerte.
  'Sic dilexit!' (Jn 3, 16)
Que a un amor tan grande no falte la respuesta generosa de nuestra
  gratitud, traducida en testimonio coherente de los hechos.
1. Los 'milagros y
  los signos' que Jesús realizaba para confirmar su misión mesiánica y la
  venida del reino de Dios, están ordenados y estrechamente ligados a la
  llamada a la fe. Esta llamada con relación al milagro tiene dos formas: la fe
  precede al milagro, más aún, es condición para que se realice; la fe
  constituye un efecto del milagro, bien porque el milagro mismo la provoca en
  el alma de quienes lo han recibido, bien porque han sido testigos de él.
Es sabido que la fe es una respuesta del hombre a la palabra de la
  revelación divina. El milagro acontece en unión orgánica con esta Palabra de
  Dios que se revela. Es una 'señal' de su presencia y de su obra, un signo, se
  puede decir, particularmente intenso. Todo esto explica de modo suficiente el
  vínculo particular que existe entre los 'milagros-signos' de Cristo y la fe:
  vínculo tan claramente delineado en los Evangelios.
2. Efectivamente,
  encontramos en los Evangelios una larga serie de textos en los que la llamada
  a la fe aparece como un coeficiente indispensable y sistemático de los
  milagros de Cristo.
Al comienzo de esta serie es necesario nombrar las páginas
  concernientes a la Madre
  de Cristo con su comportamiento en Caná de Galilea, y aún antes )y sobre
  todo) en el momento de a anunciación. Se podría decir que precisamente aquí
  se encuentra el punto culminante de su adhesión a la fe, que hallará su
  confirmación en las palabras de Isabel durante la Visitación: 'Dichosa
  la que ha creído que se cumplirá lo que se te he dicho de parte del Señor'
  (Lc 1, 45). Sí, María ha creído como ninguna otra persona, porque estaba
  convencida de que 'para Dios nada hay imposible' (Cfr. Lc 1, 37).
Y en Caná de Galilea su fe anticipó, en cierto sentido, la hora de la
  revelación de Cristo. Por su intercesión, se cumplió aquel primer
  milagro-signo, gracias al cual los discípulos de Jesús 'creyeron en él' (Jn
  2, 11). Si el Concilio Vaticano II enseña que María precede constantemente al
  Pueblo de Dios por los caminos de la fe (Cfr. Lumen Gentium, 58 y 63;
  Redemptoris Mater, 5-6), podemos decir que el fundamento primero de dicha
  afirmación se encuentra en el Evangelio que refiere los 'milagros-signos' en
  María y por María en orden a la llamada a la fe.
3. Esta llamada se
  repite muchas veces. Al jefe de la sinagoga, Jairo, que había venido a
  suplicar que su hija volviese a la vida, Jesús le dice: 'No temas, ten sólo
  fe'. (Dice 'no temas', porque algunos desaconsejaban a Jairo ir a Jesús) (Mc
  5, 36).
Cuando el padre del epiléptico pide la curación de su hijo, diciendo:
  'Pero si algo puedes, ayúdanos...', Jesús le responde: 'Si puedes! Todo es
  posible al que cree'. Tiene lugar entonces el hermoso acto de fe en Cristo de
  aquel hombre probado: '¡Creo! Ayuda a mi incredulidad' (Cfr. Mc 9, 22-24).
Recordemos, finalmente, el coloquio bien conocido de Jesús con Marta
  antes de la resurrección de Lázaro: 'Yo soy la resurrección y la vida...
  ¿Crees esto? Si, Señor, creo...' (Cfr. Jn 11, 25-27).
4. El mismo vínculo
  entre el 'milagro-signo' y la fe se confirma por oposición con otros hechos
  de signo negativo. Recordemos algunos de ellos. En el Evangelio de Marcos
  leemos que Jesús de Nazaret 'no pudo hacer...ningún milagro, fuera de que a
  algunos pocos dolientes les impuso las manos y los curó. El se admiraba de su
  incredulidad' (Mc 6, 5)6).
Conocemos las delicadas palabras con que Jesús reprendió una vez a
  Pedro: 'Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?'. Esto sucedió cuando Pedro,
  que al principio caminaba valientemente sobre las olas hacia Jesús, al ser
  zarandeado por la violencia del viento, se asustó y comenzó a hundirse (Cfr.
  Mt 14, 29-31).
5. Jesús subraya más
  de una vez que los milagros que El realiza están vinculados a la fe. 'Tu fe
  te ha curado', dice a la mujer que padecía hemorragias desde hacia doce años
  y que, acercándose por detrás le había tocado el borde de su manto, quedando
  sana (Cfr. Mt 9, 20-22; y también Lc 8, 48; Mc 5, 34).
Palabras semejantes pronuncia Jesús mientras cura al ciego Bartimeo,
  que, a la salida de Jericó, pedía con insistencia su ayuda gritando: '¡Hijo
  de David, Jesús, ten piedad de mi!' (Cfr. Mc 10, 46-52). Según Marcos: 'Anda,
  tu fe te ha salvado' le responde Jesús. Y Lucas precisa la respuesta: 'Ve, tu
  fe te ha hecho salvo' (Lc 18,42).
Una declaración idéntica hace al Samaritano curado de la lepra (Lc 17,
  19). Mientras a los otros dos ciegos que invocan a volver a ver, Jesús les
  pregunta: '¿Creéis que puedo yo hacer esto?'. 'Sí, Señor'... 'Hágase en
  vosotros, según vuestra fe' (Mt 9, 28-29).
6. Impresiona de
  manera particular el episodio de la mujer cananea que no cesaba de pedir a
  ayuda de Jesús para su hija 'atormentada cruelmente por un demonio'. Cuando
  la cananea se postró delante de Jesús para implorar su ayuda, El le
  respondió: 'No es bueno tomar el pan de los hijos y arrojarlo a os perrillos'
  (Era una referencia a la diversidad étnica entre israelitas y nananeos que
  Jesús, Hijo de David, no podía ignorar en su comportamiento práctico, pero a
  la que alude con finalidad metodológica para provocar la fe). Y he aquí que
  la mujer llega intuitivamente a un acto insólito de fe y de humildad. Y dice:
  'Cierto, Señor, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de
  la mesa de sus señores'. Ante esta respuesta tan humilde, elegante y
  confiada, Jesús replica: '¡Mujer, grande es tu fe! Hágase contigo como tú
  quieres' (Cfr. Mt 15, 21-28). Es un suceso difícil de olvidar, sobre todo si
  se piensa en los innumerables ' cananeos' de todo tiempo, país, color y
  condición social que tienden su mano para pedir comprensión y ayuda en sus
  necesidades!
7. Nótese cómo en la
  narración evangélica se pone continuamente de relieve el hecho de que Jesús,
  cuando 've la fe', realiza el milagro. Esto se dice expresamente en el caso
  del paralítico que pusieron a sus pies desde un agujero abierto en el techo
  (Cfr. Mc 2, 5; Mt 9, 2; Lc 5, 20). Pero la observación se puede hacer en
  tantos otros casos que los evangelistas nos presentan. El factor fe es
  indispensable; pero, apenas se verifica, el corazón de Jesús se proyecta a
  satisfacer las demandas de los necesitados que se dirigen a El para que los
  socorra con su poder divino.
8. Una vez más
  constatamos que, como hemos dicho al principio, el milagro es un 'signo' del
  poder y del amor de Dios que salvan al hombre en Cristo. Pero, precisamente
  por esto es al mismo tiempo una llamada del hombre a la fe. Debe llevar a
  creer sea al destinatario del milagro sea a los testigos del mismo.
Esto vale para los mismos Apóstoles, desde el primer 'signo' realizado
  por Jesús en Caná de Galilea; fue entonces cuando 'creyeron en El' (Jn 2,
  11). Cuando, más tarde, tiene lugar la multiplicación milagrosa de los panes
  cerca de Cafarnaum, con la que está unido el preanuncio de la Eucaristía, el
  evangelista hace notar que 'desde entonces muchos de sus discípulos se
  retiraron y ya no le seguían', porque no estaban en condiciones de acoger un
  lenguaje que les parecía demasiado 'duro'. Entonces Jesús preguntó a los
  Doce: '¿Queréis iros vosotros también?'. Respondió Pedro: 'Señor, ¿a quién
  iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos
  que Tú eres el Santo de Dios' (Cfr. Jn 6, 66-69). Así, pues, el principio de
  la fe es fundamental en la relación con Cristo, ya como condición para
  obtener el milagro, ya como fin por el que el milagro se ha realizado. Esto
  queda bien claro al final del Evangelio de Juan donde leemos: 'Muchas otras
  señales hizo Jesús en presencia de los discípulos que no están escritas en
  este libro; y éstas fueron escritas para que creáis que Jesús es el Mesías,
  Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre' (Jn 20, 30-31).
1. Hablando de los
  milagros realizados por Jesús durante su misión en la tierra, San Agustín, en
  un texto interesante, los interpreta como signos del poder y del amor
  salvífico y como estímulos para elevarse al reino de las cosas celestes.
'Los milagros que hizo Nuestro Señor Jesucristo (escribe) son obras
  divinas que enseñan a la mente humana a elevarse por encima de las cosas visibles,
  para comprender lo que Dios es' (Agustín, In Io. Ev. Tr., 24, 1 ).
2. A este pensamiento
  podemos referirnos al reafirmar la estrecha unión de los 'milagros-signos'
  realizados por Jesús con la llamada a la fe. Efectivamente, tales milagros
  demostraban la existencia del orden sobrenatural, que es objeto de la fe. A
  quienes los observaban y, particularmente, a quienes en su persona los
  experimentaban, estos milagros les hacían constatar, casi con la mano, que el
  orden de la naturaleza no agota toda la realidad. El universo en el que vive
  el hombre no está encerrado solamente en el marco del orden de las cosas
  accesibles a los sentidos y al intelecto mismo condicionado por el
  conocimiento sensible. El milagro es 'signo' de que este orden es superior
  por el 'Poder de lo alto', y, por consiguiente, le está también sometido.
  Este 'Poder de lo alto' (Cfr. Lc 24,49), es decir, Dios mismo, está por
  encima del orden entero de la naturaleza. Este poder dirige el orden natural
  y, al mismo tiempo, da a conocer que (mediante este orden y por encima de él)
  el destino del hombre es el reino de Dios. Los milagros de Cristo son
  'signos' de este reino.
3. Sin embargo, los
  milagros no están en contraposición con las fuerzas y leyes de la naturaleza,
  sino que implican a solamente cierta 'suspensión' experimentable de su
  función ordinaria, no su anulación. Es más, los milagros descritos en el
  Evangelio indican la existencia de un Poder que supera las fuerzas y las
  leyes de la naturaleza, pero que, al mismo tiempo, obra en la línea de las
  exigencias de la naturaleza misma, aunque por encima de su capacidad normal
  actual. ¿No es esto lo que sucede, por ejemplo, en toda curación milagrosa?
  La potencialidad de las fuerzas de la naturaleza es activada por la
  intervención divina, que la extiende más allá de la esfera de su posibilidad
  normal de acción. Esto no elimina ni frustra la causalidad que Dios ha
  comunicado a las cosas en la creación, ni viola las 'leyes naturales'
  establecidas por El mismo e inscritas en la estructura de lo creado, sino que
  exalta y, en cierto modo, ennoblece la capacidad del obrar o también de
  recibir los efectos de la operación del otro, como sucede precisamente en las
  curaciones descritas en el Evangelio.
4. La verdad sobre la
  creación es la verdad primera y fundamental de nuestra fe. Sin embargo, no es
  la única, ni la suprema. La fe nos enseña que la obra de la creación está
  encerrada en el ámbito de designio de Dios, que llega con su entendimiento
  mucho más allá de los limites de la creación misma. La creación
  )particularmente la criatura humana llamada a la existencia en el mundo
  visible) está abierta a un destino eterno, que ha sido revelado de manera
  plena en Jesucristo. También en El la obra de la creación se encuentra
  completada por la obra de la salvación. Y la salvación significa una creación
  nueva (Cfr. 2 Cor 5, 17; Gal 6, 15), una 'creación de nuevo', una creación a
  medida del designio originario del Creador, un restablecimiento de lo que
  Dios había hecho y que en la historia del hombre había sufrido, el
  desconcierto y la 'corrupción', como consecuencia del pecado.
Los milagros de Cristo entran en el proyecto de la 'creación nueva' y
  están, pues, vinculados al orden de la salvación. Son 'signos' salvíficos que
  llaman a la conversión y a la fe, y en esta línea, a la renovación del mundo
  sometido a la 'corrupción' (Cfr. Rom 8, 19-21). No se detienen, por tanto, en
  el orden ontológico de la creación (creatio), al que también afectan y al que
  restauran, sino que entran en el orden sotereológico de la creación nueva
  (re) creatio totius universi), del cual son co-eficientes y del cual, como
  'signos', dan testimonio.
5. El orden
  sotereológico tiene su eje en la Encarnación; y también los 'milagros-signos' de
  que hablan los Evangelios, encuentran su fundamento en la realidad misma del
  Hombre)Dios. Esta realidad)misterio abarca Y supera todos los
  acontecimientos)milagros en conexión con la misión mesiánica de Cristo. Se
  puede decir que la
   Encarnación es el 'milagro de los milagros', el 'milagro'
  radical y permanente del orden nuevo de la creación. La entrada de Dios en la
  dimensión de la creación se verifica en la realidad de la Encarnación de
  manera única y, a los ojos de la fe, llega a ser 'signo' incomparablemente
  superior a todos los demás 'signos-milagros' de la presencia y del obrar
  divino en el mundo. Es más, todos estos otros 'signos' tienen su raíz en la
  realidad de la
   Encarnación, irradian de su fuerza atractiva, son testigos
  de ella. Hacen repetir a los creyentes lo que escribe el evangelista Juan al
  final del Prólogo sobre la
   Encarnación: 'Y hemos visto su gloria, gloria como de
  Unigénito del Padre lleno de gracia y de verdad' (Jn 1, 14).
6. Si la Encarnación es el
  signo fundamental al que se refieren todos los 'signos' que dan testimonio a
  los discípulos y a la humanidad de que 'ha llegado... el reino de Dios' (Cfr.
  Lc 11, 20), hay también un signo último y definitivo, al que alude Jesús,
  haciendo referencia al Profeta Jonás: 'Porque, como estuvo Jonás en el
  vientre del cetáceo tres días y tres noches, así estará el Hijo del hombre
  tres días y tres noches en el corazón de a tierra' (Mt 12, 40): es el 'signo'
  de la resurrección.
Jesús prepara a los los Apóstoles para este 'signo' definitivo, pero
  lo hace gradualmente y con tacto, recomendándoles discreción 'hasta cierto
  tiempo'. Una alusión particularmente clara tiene lugar después de la
  transfiguración en el monte: 'Bajando del monte, les prohibió contar a nadie
  lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitase de entre los
  muertos' (Mc 9, 9).Podemos preguntarnos al porque de esta gradualidad. Se
  puede responder que Jesús sabía bien cómo se habrían de complicar las cosas
  si los Apóstoles y los demás discípulos hubiesen comenzado a discutir sobre
  la resurrección, para cuya comprensión no estaban suficientemente preparados,
  como se desprende del comentario que el evangelista mismo hace a
  continuación: 'Guardaron aquella orden, y se preguntaban que era aquello de
  !cuando resucitase de entre los os muertos!' (Mc 9, 10). Además, se puede
  decir que la resurrección de entre los muertos, aun anunciada una y otra vez,
  estaba en la cima de aquella especie de 'secreto mesiánico' que Jesús quiso
  mantener a lo largo de todo el desarrollo de su vida y de su misión, hasta el
  momento del cumplimiento y de la revelación finales, que tuvieron lugar
  precisamente con el 'milagro de los milagros', la Resurrección, que,
  según San Pablo, es el fundamento de nuestra fe (Cfr. 1 Cor 15, 12-19).
7. Después de la Resurrección,
  a ascensión y Pentecostés, los 'milagros)signos' realizados por Cristo se
  'prolongan' a través de los Apóstoles, y después, a través de los santos que
  se suceden de generación en generación. Los Hechos de los Apóstoles nos
  ofrecen numerosos testimonios de los milagros realizados 'en el nombre de
  Jesucristo' por parte de Pedro (Cfr. Hech 3, 1)8; 5, 15; 9, 32)41), de
  Esteban (Hech 6, 8), de Pablo (por ej., Hech 14, 8)10). La vida de los
  santos, la historia de la
   Iglesia, y, en particular, los procesos practicados para
  las causas de canonización de los Siervos de Dios, constituyen una
  documentación que, sometida al examen, incluso al más severo, de la critica
  histórica y de la ciencia médica, confirma la existencia del poder de lo
  'alto' que obra en el orden de la naturaleza y la supera. Se trata de
  'signos' milagrosos realizados desde los tiempos de los Apóstoles hasta hoy,
  cuyo fin esencial es hacer ver el destino y la vocación del hombre al reino
  de Dios. Así, mediante tales 'signos', se confirma en los distintos tiempos y
  en las circunstancias más diversas la verdad del Evangelio y se demuestra el
  poder salvífico de Cristo que no cesa de llamar a los hombres (mediante la Iglesia) al camino de la
  fe. Este poder salvífico del Dios)Hombre, se manifiesta también cuando los
  'milagros)signos' se realizan por intercesión de los hombres, de los santos,
  de los devotos, así como el primer 'signo' en Caná de Galilea se realizó por
  la intercesión de la Madre
  de Cristo.
 (JESUCRISTO:
  VERDADERO HOMBRE)
1. Jesucristo
  verdadero Dios y verdadero hombre: es el misterio central de nuestra fe y es
  también la verdad) clave de nuestras catequesis cristológicas. Esta mañana
  nos proponemos buscar el testimonio de esta verdad en la Sagrada Escritura,
  especialmente en los Evangelios y en la tradición cristiana.
Hemos visto ya que en los Evangelio Jesucristo se presenta y se da a conocer
  como Dios-Hijo, especialmente cuando declara: 'Yo y el Padre somos una sola
  cosa' (Jn 10, 30), cuando se atribuye a Sí mismo el nombre de Dios 'Yo soy'
  (Cfr. Jn 8, 58), y los atributos divinos; cuando afirma que le 'ha sido dado
  todo poder en el cielo y en la tierra' (Mt 28, 18): el poder del juicio final
  sobre todos los hombres y el poder sobre la ley (Mt 5, 22. 28. 32. 34. 39.
  44) que tiene su origen y su fuerza en Dios, V por último el poder de
  perdonar los pecados (Cfr. Jn 20, 22)23), porque aun habiendo recibido del
  Padre el poder de pronunciar el 'juicio' final sobre el mundo (Cfr. Jn 5,
  22), El viene al mundo 'a buscar y salvar lo que estaba perdido' (Lc 19, 10).
Para confirmar su poder divino sobre la creación, Jesús realiza
  'milagros', es decir, 'signos' que testimonian que junto con El ha venido al
  mundo el reino de Dios.
2. Pero este Jesús
  que, a través de todo lo que 'hace y enseña', da testimonio de Sí como Hijo
  de Dios, a la vez se presenta a Sí mismo y se da a conocer como verdadero hombre.
  Todo el Nuevo Testamento y en especial los Evangelios atestiguan de modo
  inequívoco esta verdad, de la cual Jesús tiene un conocimiento clarísimo y
  que los Apóstoles y Evangelistas conocen, reconocen y transmiten sin ningún
  género de duda. Por tanto, debemos dedicar la catequesis de hoy a recoger y a
  comentar al menos en un breve bosquejo los datos evangélicos sobre esta
  verdad, siempre en conexión con cuanto hemos dicho anteriormente sobre Cristo
  como verdadero Dios.
Este modo de aclarar la verdadera humanidad del Hijo de Dios es hoy
  indispensable, dada la tendencia tan difundida a ver y a presentar a Jesús
  sólo como hombre: un hombre insólito y extraordinario, pero siempre y sólo un
  hombre. Esta tendencia característica de los tiempos modernos es en cierto
  modo antitética a la que se manifestó bajo formas diversas en los primeros
  siglos del cristianismo y que tomó el nombre de 'docetismo'. Según los
  'docetas', Jesucristo era un hombre 'aparente', es decir, tenia a apariencia
  de un hombre, pero en realidad era solamente Dios.
Frente a estas tendencias opuestas, la Iglesia profesa y
  proclama firmemente la verdad sobre Cristo como Dios-hombre, verdadero Dios y
  verdadero Hombre; una sola Persona (la divina del Verbo) subsistente en dos
  naturalezas, la divina y la humana, como enseña el catecismo. Es un profundo
  misterio de nuestra fe, pero encierra en sí muchas luces.
3. Los testimonios
  bíblicos sobre la verdadera humanidad de Jesucristo son numerosos y claros.
  Queremos reagruparlos ahora para explicarlos después en las próximas
  catequesis.
El punto de arranque es aquí la verdad de la Encarnación:
  'Et incarnatus est', profesamos en el Credo. Más distintamente se expresa
  esta verdad en e el prólogo del Evangelio de Juan: 'Y el Verbo se hizo carne
  y habitó entre nosotros' (Jn 1, 14). Carne (en griego 'sarx') significa el
  hombre en concreto, que comprende la corporeidad y, por tanto, !a
  precariedad, la debilidad, en cierto sentido la caducidad ('Toda carne es
  hierba', leemos en el libro de Isaías 40, 6). Jesucristo es hombre en este
  significado de la palabra 'carne.'
Esta carne (y por tanto la naturaleza humana) la ha recibido Jesús de
  su Madre, María, la Virgen
  de Nazaret. Si San Ignacio de Antioquía llama a Jesús 'sarcóforos' (Ad
  Smirn., 5), con esta palabra indica claramente su nacimiento humano de una
  mujer, que le ha dado la 'carne humana'. San Pablo había dicho ya que 'envió
  Dios a su Hijo, nacido de mujer' (Gal 4, 4).
4. El Evangelista
  Lucas habla de este nacimiento de una mujer cuando describe los acontecimientos
  de la noche de Belén: 'Estando allí se cumplieron los días de su parto y dio
  a luz a su hijo primogénito y le envolvió en pañales y lo acostó en un
  pesebre' (Lc 2, 6-7). El mismo Evangelista nos da a conocer que el octavo día
  después del nacimiento, el Niño fue sometido a la circuncisión ritual y 'le
  dieron el nombre de Jesús (Lc 2, 21). El día cuadragésimo fue ofrecido como
  'primogénito' en el templo jerosolimitano según la ley de Moisés (Cfr. Lc 2,
  22-24)
Y, como cualquier otro niño, también este 'Niño crecía y se fortalecía
  lleno de sabiduría' (Lc 2, 40). 'Jesús crecía en sabiduría y edad y gracia
  ante Dios y ante los hombres' (Lc 2, 52).
5. Veámoslo de
  adulto, como nos lo presentan más frecuentemente los Evangelios. Como
  verdadero hombre, hombre de carne (sarx), Jesús experimentó el casancio, el
  hambre y la sed. Leemos: 'Y habiendo ayunado cuarenta días y cuarenta noches,
  al fin tuvo hambre' (Mt 4, 2). Y en otro lugar: 'Jesús, fatigado del camino,
  se sentó sin más junto a la fuente... Llega una mujer de Samaria a sacar agua
  y Jesús le dice: dame de beber' (Jn 4, 6).
Jesús tiene, pues, un cuerpo sometido al cansancio, al sufrimiento, un
  cuerpo mortal. Un cuerpo que al final sufre las torturas del martirio
  mediante la flagelación, la coronación de espinas y, por último, la
  crucifixión. Durante la terrible agonía, mientras moría en el madero de la
  cruz, Jesús pronuncia aquel su 'Tengo sed' (Jn 19, 28), en el cual está
  contenida una última, dolorosa y conmovedora expresión de la verdad de su
  humanidad.
6. Sólo un verdadero
  hombre ha podido sufrir como sufrió Jesús en el Gólgota, sólo un verdadero
  hombre ha podido morir como murió verdaderamente Jesús. Esta muerte la
  constataron muchos testigos oculares, no sólo amigos y discípulos, sino, como
  leemos en el Evangelio de San Juan, los mismos soldados que 'llegando, a
  Jesús, como le vieron ya muerto, no le rompieron las piernas sino que uno de
  los soldados le atravesó con su lanza el costado, y al instante salió sangre
  y agua' (Jn 19, 33-34).
'Nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato,
  fue crucificado, muerto y sepultado': con estas palabras del Símbolo de los
  Apóstoles la Iglesia
  profesa la verdad del nacimiento y de la muerte de Jesús. La verdad de la Resurrección
  se atestigua inmediatamente después con las palabras: 'al tercer día resucitó
  de entre los muertos'.
7. La resurrección
  confirma de un modo nuevo que Jesús es verdadero hombre: si el Verbo para
  nacer en él tiempo 'se hizo carne', cuando, resucito volvió a tomar el propio
  cuerpo de hombre. Sólo un verdadero hombre ha podido sufrir y morir en la
  cruz, sólo un verdadero hombre ha podido resucitar. Resucitar quiere decir
  volver a la vida en el cuerpo. Este cuerpo puede ser transformado, dotado de
  nuevas cualidades y potencias, y al final incluso glorificado (como en a
  ascensión de Cristo y en la futura resurrección de los muertos), pero es
  cuerpo verdaderamente humano. En efecto, Cristo resucitado se pone en
  contacto con los Apóstoles, ellos lo ven, lo miran, tocan a las cicatrices
  que quedaron después de la crucifixión y El no sólo habla y se entretiene con
  ellos, sino que incluso acepta su comida: 'Le dieron un trozo de pez asado y
  tomándolo comió delante de ellos' (Lc 24, 42-43). Al final Cristo con este
  cuerpo resucitado y ya glorificado pero siempre cuerpo de verdadero hombre
  asciende al cielo para sentarse 'a la derecha del Padre'.
8. Por tanto
  verdadero Dios y verdadero hombre. No un hombre aparente, no un 'fantasma'
  (homo phantasticus), sino hombre real. Así lo conocieron los Apóstoles y el
  grupo de creyentes que constituyó la Iglesia de los comienzos. Así nos hablaron en
  su testimonio. 
Notamos desde ahora que así las cosas no existe en Cristo una
  antinomia entre lo que es 'divino' y lo que es 'humano'. Si el hombre desde
  el comienzo ha sido creado a imagen y semejanza de Dios (Cfr. Gen 1, 27; 5,
  1), y por tanto lo que es 'humano puede manifestar también lo que es
  'divino', mucho más ha podido ocurrir esto en Cristo. El reveló su divinidad
  mediante la humanidad, mediante una vida auténticamente humana. Su
  'humanidad' sirvió para revelar su 'divinidad': su Persona de Verbo-Hijo.
Al mismo tiempo El como Dios)Hijo no era, por ello, menos hombre. Para
  revelarse como Dios no estaba obligado a ser 'menos' hombre. Más aún: por
  este hecho El era 'plenamente' hombre, o sea en a asunción de la naturaleza
  humana en unidad con la
   Persona divina del Verbo, El realizaba en plenitud la
  perfección humana. Es una dimensión antropológica de la cristología sobre la
  que volveremos a hablar.
1. Jesucristo es
  verdadero hombre. Continuamos la catequesis anterior dedicada a este tema. Se
  trata de una verdad fundamental de nuestra fe. Fe basada en la palabra de
  Cristo mismo, confirmada por el testimonio de los Apóstoles y discípulos,
  trasmitida de generación en generación en la enseñanza de la Iglesia: 'Credimus... Deum verum et hominem verum non
  phantasticum, sed unum et unicum Filium Dei' (Concilio Lugdunense II: DS,
  852) .
Más recientemente, el Concilio Vaticano II ha recordado la misma
  doctrina al subrayar la relación nueva que el Verbo, encarnándose y
  haciéndose hombre como nosotros, ha inaugurado con todos y cada uno: 'El Hijo
  de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre.
  Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con
  voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María
  se hizo verdaderamente uno de los nosotros. semejante en todo, a nosotros,
  excepto en el pecado' (Gaudium et Spes, 22)
2. Ya en el marco de
  la catequesis precedente hemos intentado hacer ver esta 'semejanza' de Cristo
  con ' nosotros', que se deriva del hecho de que El era verdadero hombre: 'El
  Verbo se hizo carne', y 'carne' ('sarx') indica precisamente el hombre en
  cuanto ser corpóreo (sarkikos), que viene a la luz mediante el nacimiento 'de
  una mujer' (Cfr. Gal. 4, 4). En su corporeidad, Jesús de Nazaret, como
  cualquier hombre, ha experimentado el casancio, el hambre y la sed. Su cuerpo
  era pasible, vulnerable, sensible al dolor físico. Y precisamente en esta
  carne ('sarx'), fue sometido El a torturas terribles, para ser finalmente,
  crucificado: 'Fue crucificado, murió y fue sepultado'.
El texto conciliar citado más arriba, completa todavía esta imagen
  cuando dice 'Trabajó con manos de, hombre, pensó con inteligencia de hombre,
  obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre' (Gaudium et Spes,
  22).
3. Prestemos hoy un
  atención particular a esta última afirmación, que nos hace entrar en el mundo
  interior de la vida psicológica de Jesús. El experimentaba verdaderamente los
  sentimientos humanos: a alegría, la, tristeza, la indignación, a admiración,
  el amor. Leemos, por ejemplo, que Jesús 'se sintió inundado de gozo en el
  Espíritu Santo' (Lc 10, 21); que lloró sobre Jerusalén: 'Al ver la ciudad,
  lloró sobre ella, diciendo: ¡Si al menos en este día conocieras lo que hace a
  la paz tuya!' (Lc 9, 41-42), lloró también después de la muerte de su amigo
  Lázaro: 'Viéndola llorar Jesús (a María), y que lloraban también los judíos que
  venían con ella, se conmovió hondamente y se turbó, y dijo ¿Dónde le habéis
  puesto? Dijéronle Señor, ven y ve. Lloró Jesús' (Jn 11, 33-35).
4. Los sentimientos
  de tristeza alcanzan en Jesús una intensidad particular en el momento de
  Getsemaní. Leemos: 'Tomando consigo a Pedro, a Santiago y a Juan comenzó a
  sentir temor y angustia, y les decía: Triste está mi alma hasta la muerte'
  (Mc 14, 33-34; cfr. también Mt 26, 37). En Lucas leemos: 'Lleno de angustia,
  oraba con más insistencia; y sudó como gruesas gotas de sangre, que corrían
  hasta la tierra' (Lc 22, 44). Un hecho de orden psico-físico que atestigua, a
  su vez, la realidad humana de Jesús.
5. Leemos, asimismo,
  episodios de indignación de Jesús. Así, cuando se presenta a El, para que lo
  cure, un hombre con la mano seca, en día de sábado, Jesús. en primer lugar,
  hace a los presentes esta pregunta: '¿Es, lícito en sábado hacer bien o mal,
  salvar una vida o matarla?, y ellos callaban. Y dirigiéndoles una mirada
  airada, entristecido por la dureza de su corazón, dice al hombre: Extiende tu
  mano. La extendió y fuele restituida la mano' (Mc 3,5).
La misma indignación vemos en el episodio de los vendedores arrojados
  del templo. Escribe Mateo que 'arrojo de allí a cuantos vendían y compraban n
  él, y derribó las mesas de los cambistas y los asientos de los vendedores de
  palomas, diciéndoles: escrito está: !Mi casa será llamada Casa de oración
  pero vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones (Mt 21, 12-13; cfr.
  Mc 11,15).
6. En otros lugares
  leemos que Jesús 'se admira': 'Se admiraba de su incredulidad' (Mc 6, 6).
  Muestra también admiración cuando dice: 'Mirad los lirios como crecen... ni
  Salomón en toda su gloria se vistió como uno de ellos' (Lc 12, 27). Admira
  también la fe de la mujer cananea: 'Mujer, ¡qué grande es tu fe!' (Mt 15,
  28).
7. Pero en los
  Evangelios resulta, sobre todo, que Jesús ha amado. Leemos que durante el
  coloquio con el joven que vino a preguntarle qué tenía que hacer para entrar
  en el reino de los cielos, 'Jesús poniendo en él los ojos, lo amó' (Mc 10, 21
  ) . El Evangelista Juan escribe que 'Jesús amaba a Marta y a su hermana y a
  Lázaro' (Jn 11, 5), y se llama a sí mismo 'el discípulo a quien Jesús amaba'
  (Jn 13, 23).
Jesús amaba a los niños: 'Presentáronle unos niños para que los
  tocase...y abrazándolos, los bendijo imponiéndoles las manos' (Mc 10, 13-16).
  Y cuando proclamó el mandamiento del amor, se refiere al amor con el que El
  mismo ha amado: 'Este es mi precepto: que os améis unos a otros como yo os he
  amado' (Jn 15, 12).
8. La hora de la
  pasión, especialmente a agonía en la cruz, constituye, puede decirse, el
  zenit del amor con que Jesús, 'habiendo amado a los suyos que estaban en el
  mundo, los amó hasta el fin' (Jn 13, 1). 'Nadie tiene amor mayor que éste de
  dar uno la vida por sus amigos' (Jn 15, 13).Contemporáneamente, éste es
  también el zenit de la tristeza y del abandono que El ha experimentado en su
  vida terrena. Una expresión penetrante de este abandono, permanecerán por
  siempre aquellas palabras: 'Eloí, Eloí, lama sabachtani?... Dios mío, Dios
  mío, ¿por qué me has abandonado?' (Mc 15, 34).Son palabras que Jesús toma del
  Salmo 22 (22, 2) y con ellas expresaba el desgarro supremo de su alma y de su
  cuerpo, incluso la sensación misteriosa de un abandono momentáneo por parte
  de Dios. ¡El clavo más dramático y lacerante de toda la pasión!
9. Así, pues, Jesús
  se ha hecho verdaderamente semejante a los hombres, asumiendo la condición de
  siervo, como proclama la Carta
  a los Filipenses(Cfr. 2, 7). Pero la Epístola a los Hebreos, al hablar de El como
  'Pontífice de los bienes futuros' (Heb 9, 11), confirma v precisa que 'no es
  nuestro Pontífice tal que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, antes
  fue tentado en todo a semejanza nuestra, fuera del pecado' (Heb 4, 15).
  Verdaderamente 'no había conocido el pecado', aunque San Pablo dirá que Dios,
  'a quien no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros para que en El
  fuéramos justicia de Dios' (2 Cor 5, 21 ).
El mismo Jesús pudo lanzar el desafío: '¿Quién de vosotros me argüirá
  de pecado?' (Jn 8, 46). Y he aquí la fe de la Iglesia: 'Sine peccato
  conceptus, natus et mortuus'. Lo proclama en armonía con toda la Tradición el
  Concilio de Florencia (Decreto pro Iacob.: DS 1347): Jesús 'fue concebido,
  nació y murió sin mancha de pecado'. El es el hombre verdaderamente justo y
  santo.
10. Repetimos con el
  Nuevo Testamento, con el Símbolo y con el Concilio: 'Jesucristo se ha hecho
  verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, excepto en el
  pecado' (Cfr Heb 4, 15). Y precisamente, gracias a una semejanza tal:
  'Cristo, el nuevo Adán..., manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y
  le descubre la sublimidad de su vocación' (Gaudium et Spes 22).
Se puede decir que, mediante esta constatación, el Concilio Vaticano
  II da respuesta, una vez más, a la pregunta fundamental que lleva por titulo
  el celebre tratado de San Anselmo: Cur Deus homo? Es una pregunta del
  intelecto que ahonda en el misterio del Dios)Hijo, el cual se hace verdadero
  hombre 'por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación', como profesamos
  en el Símbolo de fe niceno-constantinopolitano.
Cristo manifiesta 'plenamente' el hombre al propio hombre por el hecho
  de que El 'no había conocido el pecado'. Puesto que el pecado no es de
  ninguna manera un enriquecimiento del hombre. Todo lo contrario: lo deprecia,
  lo disminuye, lo priva de la plenitud que le es propia (Cfr. Gaudium et Spes,
  13). La recuperación, la salvación del hombre caído es la respuesta
  fundamental a la pregunta sobre el porqué de la Encarnación.
1. Jesucristo,
  verdadero hombre, es 'semejante a nosotros en todo excepto en el pecado'.
  Este ha sido el tema de la catequesis precedente. El pecado está
  esencialmente excluido de Aquel que, siendo verdadero hombre, es también
  verdadero Dios ('verus homo', pero no 'merus homo').
Toda la vida terrena de Cristo y todo el desarrollo de su misión
  testimonian la verdad de su absoluta impecabilidad. El mismo lanzó el reto:
  '¿Quién de vosotros me argüirá de pecado?' (Jn 8, 46). Hombre 'sin pecado',
  Jesucristo, durante toda su vida, lucha con el pecado y con todo lo que
  engendra el pecado, comenzando por Satanás, que es el 'padre de la mentira',
  en la historia del hombre 'desde el principio' (Cfr. Jn 8, 44). Esta lucha
  queda delineada ya al principio de la misión mesiánica de Jesús, en el
  momento de la tentación (Cfr. Mc 1, 13; Mt 4, 1-11; Lc 4, 1-13), y alcanza su
  culmen en la cruz y en la resurrección. Lucha que, finalmente, termina con la
  victoria.
2. Esta lucha contra
  el pecado y sus raíces no aleja a Jesús del hombre. Muy al contrario, lo
  acerca a los hombres, a cada hombre. En su vida terrena Jesús solía mostrarse
  particularmente cercano de quienes, a los ojos de los demás, pasaban por
  pecadores.. Esto lo podemos ver en muchos pasajes del Evangelio. 
3. Bajo este aspecto
  es importante la 'comparación' que hace Jesús entre su persona misma y Juan
  el Bautista. Dice Jesús: 'porque vino Juan, que no comía ni bebía, y dicen:
  Está poseído del demonio. Vino el Hijo del hombre, comiendo y bebiendo, y
  dicen: Es un comilón y bebedor de vino, amigo de publicanos y pecadores' (Mt
  11, 18-19).
Es evidente el carácter 'polémico' de estas palabras contra los que
  antes criticaban a Juan el Bautista, profeta solitario y asceta severo que
  vivía y bautizaba a orillas del Jordán, y critican a después a Jesús porque
  se mueve y actúa en medio de la gente. Pero resulta igualmente transparente,
  a la luz de estas palabras, la verdad sobre el modo de ser, de sentir, de comportarse
  Jesús hacia los pecadores.
4. Lo acusaban de
  'ser amigo de publicanos (es decir, los recaudadores de impuestos, de mala
  fama, odiados y considerados no observantes: cfr. Mt 5, 46; 9, 11; 18, 17) y
  pecadores'. Jesús no rechaza radicalmente este juicio, cuya verdad ) aun
  excluida toda connivencia y toda reticencia) aparece confirmada en muchos
  episodios registrados por el Evangelio. Así, por ejemplo, el episodio
  referente al jefe de los publicanos de Jericó, Zaqueo, a cuya casa Jesús, por
  así decirlo, se auto-invitó: 'Zaqueo, baja pronto ) Zaqueo, siendo de pequeña
  estatura estaba subido sobre un árbol para ver mejor a Jesús cuando pasara)
  porque hoy me hospedaré en tu casa'. Y cuando el publicanos bajó lleno de
  alegría. y ofreció a Jesús la hospitalidad de su propia a casa, oyó que Jesús
  le decía: 'Hoy ha venido la salud a tu casa, por cuanto éste es también hijo
  de Abrahán; pues el Hijo de! hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba
  perdido' (Cfr. Lc 19, 1-10). De este texto se desprende no sólo la
  familiaridad de Jesús con publicanos y pecadores, sino también el motivo por
  el que Jesús los buscara y tratara con ellos: su salvación.
5. Un acontecimiento
  parecido queda vinculado al nombre de Leví, hijo de Alfeo. El episodio es
  tanto más significativo cuanto que este hombre, que Jesús había visto
  'sentado al mostrador de los impuestos', fue llamado para ser uno de los
  Apóstoles: 'Sígueme', le dijo Jesús. Y él, levantándose, lo siguió. Su nombre
  aparece en la lista de los doce como Mateo y sabernos que es el autor de uno
  de los Evangelios. El Evangelista Marcos dice que Jesús 'estaba sentado a la
  mesa en casa de éste' y que 'muchos publicanos y pecadores estaban recostados
  con Jesús y con sus discípulos' (Cfr. Mc 2, 13)15). También en este caso 'los
  escribas de la secta de los fariseos' presentaron sus quejas a los
  discípulos; pero Jesús les dijo: 'No tienen necesidad de médico los sanos,
  sino los enfermos; ni he venido yo a llamar a los justos, sino a los
  pecadores' (Mc 2, 17).
6. Sentarse a la mesa
  con otros )incluidos 'los Publicanos y los pecadores') es un modo de ser
  humano, que se nota en Jesús desde el principio de su actividad mesiánica.
  Efectivamente, una de las primeras ocasiones en que El manifestó su poder
  mesiánico fue durante el banquete nupcial de Caná de Galilea, al que asistió
  acompañado de su Madre y de sus discípulos (Cfr. Jn 2,1-12). Pero también más
  adelante Jesús solía aceptar las invitaciones a la mesa no sólo de los
  'Publicanos', sino también de los 'fariseos', que eran sus adversarios más
  encarnizados. Veámoslo, por ejemplo, en Lucas: 'Le invitó un fariseo a comer
  con él, y entrando en su casa, se puso a la mesa' (Lc 7, 36).
7. Durante esta
  comida sucede un hecho que arroja todavía nueva luz sobre el comportamiento
  de Jesús con la pobre humanidad, formada por tantos y tantos 'pecadores',
  despreciados y condenados por los que se consideran 'justos'. He aquí que una
  mujer conocida en la ciudad como pecadora se encontraba entre los presentes
  y, llorando, besaba los pies de Jesús y los ungía con aceite perfumado. Se
  entabla entonces un coloquio entre Jesús y el amo de la casa, durante el cual
  establece Jesús un vínculo esencial entre la remisión de los pecados y el
  amor que se inspira en la fe: '...le son perdonados sus muchos pecados,
  porqué amó mucho Tus pecados te son perdonados... Tu fe te ha salvado, 'vete
  en paz!' (Cfr. Lc 7, 36-50).
8. No es el único
  caso de este género. Hay otro que, en cierto modo, es dramático: es el de una
  mujer 'sorprendida en adulterio' (Cfr. Jn 8, 1-11).También este
  acontecimiento (como el anterior) explica en qué sentido era Jesús 'amigo de
  publicanos y de pecadores'. Dijo a la mujer: 'Vete y no peques más' (Jn 8,
  11). El, que era 'semejante a nosotros en todo excepto en el pecado se mostró
  cercano a los pecadores y pecadoras para alejar de ellos el pecado. Pero
  consideraba este fin mesiánico de una manera completamente 'nueva' respecto
  del rigor con que trataban a los 'pecadores' los que los juzgaban sobre la
  base de la Ley
  antigua. Jesús obraba con el espíritu de un amor grande hacia el hombre, en
  virtud de la solidaridad profunda, que nutría en Sí mismo, con quien había
  sido creado por Dios a su imagen y semejanza (Cfr. Gen 1, 27; 5, 1).
9. ¿En qué consiste
  esta solidaridad? Es la manifestación del amor que tiene su fuente en Dios
  mismo. El Hijo de Dios ha venido al mundo para revelar este amor. Lo revela
  ya por el hecho mismo de hacerse hombre: uno como nosotros. Esta unión con
  nosotros en la humanidad por parte de Jesucristo, verdadero hombre, es la expresión
  fundamental de su solidaridad con todo hombre, porque habla elocuentemente
  del amor con que .Dios mismo nos ha amado a todos y a cada uno. El amor es
  reconfirmado aquí de una manera del todo particular El que ama desea
  compartirlo todo con el ama. Precisamente por esto el Hijo de Dios se hace
  hombre. De El había predicho Isaías: 'Él tomó nuestras enfermedades y cargó
  con nuestras dolencias' (Mt 8,17; cf. Is 53, 4'. De esta manera, Jesús
  comparte con cada hijo e hija del género humano la misma condición
  existencial. Y en esto revela El también la dignidad esencial del hombre de
  cada uno y de todos. Se puede decir que la Encarnación
  es una 'revalorización' inefable del hombre y de la humanidad.
10. Este
  'amor)solidaridad' sobresale en toda la vida y misión terrena del Hijo del
  hombre en relación, sobre todo, con los que sufren bajo el peso de cualquier
  tipo de miseria física o moral. En el vértice de su camino estará 'la entrega
  de su propia vida para rescate de muchos' (Cfr. Mc 10, 45): el sacrificio redentor
  de la cruz. Pero, a lo largo del camino, que lleva a este sacrificio supremo,
  la vida entera de Jesús es una manifestación multiforme de su solidaridad con
  el hombre, sintetizada en estas palabras: 'EL Hijo del Hombre no ha venido
  para ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos (Mc.
  10, 45). Era niño como todo niño humano. Trabajó con sus propias manos junto
  a José de Nazaret, de la misma manera como trabajan los demás hombres (Cfr.
  Laborem Exercens, 26). Era un hijo de Israel, participaba en la cultura,
  tradición, esperanza y sufrimiento de su pueblo. Conoció también lo que a
  menudo acontece en la vida de los hombres llamados a una determinada misión:
  la incomprensión e incluso la traición de uno de los que El había elegido como
  sus Apóstoles y continuadores; y probó también por esto un profundo dolor
  (Cfr. Jn 13, 21).
Y cuando se acercó el momento en que 'debía dar su vida en rescate por
  muchos' (Mt 20, 28), se ofreció voluntariamente a Sí mismo (Cfr. Jn 10, 18),
  consumando así el misterio de su solidaridad en el sacrificio. EL gobernador
  romano, para definirlo ante los acusadores reunidos, no encontró otra palabra
  fuera de éstas: 'Ahí tenéis al hombre' (Jn 19, 5)
Esta palabra de un pagano, desconocedor del misterio, pero no insensible
  a la fascinación que se desprendía de Jesús incluso en aquel momento, lo dice
  todo sobre la realidad humana de Cristo: Jesús es el hombre; un hombre
  verdadero que, semejante a nosotros en todo menos en el pecado, se ha hecho
  víctima por el pecado y solidario con todos hasta la muerte de cruz.
1. 'Aquí tenéis al
  hombre' (Jn 19, 5). Hemos recordado en la catequesis anterior estas palabras que
  pronunció Pilato al presentar a Jesús a los sumos sacerdotes y a los
  guardias, después de haberlo hecho flagelar y antes de pronunciar la condena
  definitiva a la muerte de cruz. Jesús, llagado, coronado de espinas, vestido
  con un manto de púrpura, escarnecido y abofeteado por los soldados, cercano
  ya a la muerte, es el emblema de la humanidad sufriente.
'Aquí tenéis al hombre'. Esta expresión encierra en cierto sentido
  toda la verdad sobre Cristo verdadero hombre: sobre Aquel que se ha hecho 'en
  todo semejante a nosotros excepto en el pecado'; sobre Aquel que 'se ha unido
  en cierto modo con todo hombre' (Cfr. Gaudium et Spes, 22). Lo llamaron
  'amigo de publicanos y pecadores'. Y justamente como víctima por el pecado se
  hace solidario con todos, incluso con los 'pecadores', hasta la muerte de
  cruz. Pero precisamente en esta condición de víctima, resalta un último
  aspecto de su humanidad, que debe ser aceptado y meditado profundamente ala
  luz del misterio de su 'despojamiento' (Kenosis). Según San Pablo, El,
  'siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino
  que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante
  a !os hombres y apareciendo en su porte como hombre, y se humilló a sí mismo
  obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz' (Flp 2, 6-8).
2. El texto paulino
  de la Carta a
  los Filipenses nos introduce en el misterio de la 'Kenosis' de Cristo. Para
  expresar esto misterio, el Apóstol utiliza primero la palabra 'se despojó', y
  ésta se refiere sobre todo a la realidad de la Encarnación:
  'la Palabra
  se hizo carne' (Jn 1,11). Dios-Hijo asumió la naturaleza humana, la
  humanidad, se hizo verdadero hombre, permaneciendo Dios! La verdad sobre
  Cristo)hombre debe considerarse siempre en relación a Dios-Hijo. Precisamente
  esta referencia permanente la señala el texto de Pablo. 'Se despojó de sí
  mismo' no significa en ningún modo que cesó de ser Dios: ¡Sería un absurdo!
  Por el contrario significa, como se expresa de modo perspicaz el Apóstol, que
  'no retuvo ávidamente el ser 'igual a Dios', sino que 'siendo de condición
  divina' ('in forma Dei") (como verdadero Dios-Hijo), El asumió una
  naturaleza humana privada de gloria, sometida al sufrimiento y ala muerte, en
  la cual poder vivir la obediencia al Padre hasta el extremo sacrificio.
3. En este contexto,
  el hacerse semejante a los hombres comportó una renuncia voluntaria, que se
  extendió incluso a los 'privilegios', que El habría podido gozar como hombre.
  Efectivamente, asumió 'la condición de siervo'. No quiso pertenecer a las
  categorías de los poderosos, quiso ser como el que sirve: pues 'el Hijo del
  hombre no ha venido a ser servido, sino a servir' (Mc 10, 45).
4. De hecho vemos en
  los Evangelios que la vida terrena de Cristo estuvo marcada desde el comienzo
  con el sello de la pobreza. Esto se pone de relieve ya en la narración del
  nacimiento, cuando el Evangelista Lucas hace notar que 'no tenían sitio
  (María y José) en el alojamiento' y que Jesús fue dado a luz en un establo y
  acostado en un pesebre (Cfr. Lc 2, 7). Por Mateo sabemos que ya en los
  primeros meses de su vida experimentó la suerte del prófugo (Cfr. Mt 2,
  13-15). La vida escondida en Nazaret se desarrolló en condiciones
  extremadamente modestas, las de una familia cuyo jefe era un carpintero (Cfr.
  Mt 13, 55), y en el mismo oficio trabajaba Jesús con su padre putativo (Cfr.
  Mc 6, 3). Cuando comenzó su enseñanza, una extrema pobreza siguió
  acompañándolo, como atestigua de algún modo él mismo refiriéndose a la
  precariedad de sus condiciones de vida, impuestas por su ministerio de
  evangelización. 'Las zorras tienen guaridas y las aves del cielo nidos; pero
  el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza' (Lc. 9, 58).
5. La misión
  mesiánica de Jesús encontró desde el principio objeciones e incomprensiones, a
  pesar de los 'signos' que realizaba. Estaba bajo observación y era perseguido
  por los que ejercían el poder y tenían influencia sobre el pueblo. Por
  último, fue acusado, condenado y crucificado: la mas infamante de todas las
  clases de penas de muerte, que se aplicaba sólo en los casos de crímenes de
  extrema gravedad, a los que no eran ciudadanos romanos y a los esclavos.
  También por esto se puede decir con el Apóstol que Cristo asumió,
  literalmente, la 'condición de siervo' (Flp 2, 7).
6. Con este 'despojamiento
  de sí mismo', que caracteriza profundamente la verdad sobre Cristo verdadero
  hombre, podernos decir que se restablece la verdad del hombre universal: se
  restablece y se 'repara'. Efectivamente, cuando leemos que el Hijo 'no retuvo
  ávidamente el ser igual a Dios', no podemos dejar de percibir en estas
  palabras una alusión a la primera y originaria tentación a la que el hombre y
  la mujer cedieron 'en el principio': 'seréis como dioses, conocedores del
  bien y del mal' (Gen 3, 5). El hombre había caído en la tentación para ser
  'igual a Dios', aunque era sólo una criatura. Aquel que es Dios)Hijo, 'no
  retuvo ávidamente el ser igual a Dios', y al hacerse hombre se despojó de sí
  mismo', rehabilitando con esta opción a todo hombre, por pobre y despojado
  que sea. en su dignidad originaria.
7. Pero para expresar
  este misterio de la 'Kenosis', de Cristo, San Pablo utiliza también otra
  palabra: 'se humilló a sí mismo'. Esta palabra la inserta él en el contexto
  de la realidad de la redención. Efectivamente, escribe que Jesucristo 'se
  humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz' (Flp 2, 8).
  Aquí se describe la 'Kenosis' de Cristo en su dimensión definitiva. Desde el
  punto de vista humano es la dimensión del despojamiento mediante la pasión y
  la muerte infamante. Desde el punto de vista divino es la redención que
  realiza el amor misericordioso del Padre por medio del Hijo que obedeció
  voluntariamente por amor al Padre y a los hombres a los que tenia que salvar.
  En ese: momento se produjo un nuevo comienzo de la gloria de Dios en la
  historia del hombre: la gloria de Cristo, su Hijo hecho hombre. En efecto, el
  texto paulino dice: 'Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el nombre, que
  está sobre todo nombre' (Flp 2, 9).
8. He aquí cómo
  comenta San Atanasio este texto de la Carta a los Filipenses: 'Esta expresión le
  exaltó no pretende significar que haya sido exaltada la naturaleza del Verbo:
  en efecto, este último ha sido y será siempre igual a Dios. Por el contrario,
  quiere indicar la exaltación de la naturaleza humana. Por tanto estas
  palabras no fueron pronunciadas sino después de la Encarnación
  del Verbo para que apareciese claro que términos como humillado y exaltado se
  refieren únicamente a la dimensión humana. Efectivamente, sólo lo que es
  humilde es susceptible de ser ensalzado' (Atanasio. Adversus Arianos Oratio
  1, 41). Aquí añadiremos solamente que toda la naturaleza humana (toda la
  humanidad) humillada en la condición penosa a la que la redujo el pecado,
  halla en la exaltación de Cristo-hombre la fuente de su nueva gloria.
9. No podemos
  terminar sin hacer una última alusión al hecho de que Jesús ordinariamente
  habló de sí mismo como del 'Hijo del hombre' (por ejemplo, Mc 2, 10.28; 14,
  67; Mt 8, 20; 16, 27; 24, 27; Lc 9, 22; 11, 30; Jn 1, 51; 8.28; 13, 31,
  etc.). Esta expresión, según la sensibilidad del lenguaje común de entonces,
  podía indicar también que El es verdadero hombre como todos los demás seres
  humanos y, sin duda, contiene la referencia a su real humanidad.
Sin embargo, el significado estrictamente bíblico, también en este
  caso, se debe establecer teniendo en cuenta el contexto histórico resultante
  de la tradición de Israel, expresada e influenciada por la profecía de Daniel
  que da origen a esa formulación de un concepto mesiánico (Cfr. Dn 7, 13)14).
  'Hijo del hombre" en este contexto no significa sólo un hombre común
  perteneciente al género humano, sino que se refiere a un personaje que
  recibirá de Dios una dominación universal y que transciende cada uno de los
  tiempos históricos, en la era escatológica.
En la boca de Jesús y en los textos de los Evangelistas la fórmula
  está, por tanto, cargada de un sentido pleno que abarca lo divino y lo
  humano, cielo y tierra, historia y escatología, como el mismo Jesús nos hace
  comprender cuando, testimoniando ante Caifás que era Hijo de Dios, predice
  con fuerza: 'a partir de ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra
  del Padre y venir sobre las nubes del cielo' (Mt 26, 64). En el Hijo del
  hombre está por consiguiente inmanente el poder y la gloria de Dios. Nos
  hallamos nuevamente ante el único Hombre) Dios, verdadero Hombre y verdadero
  Dios. La catequesis nos lleva continuamente a El para creamos y, creyendo,
  oremos y adoremos. 

 
No hay comentarios:
Publicar un comentario