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Un enfermo en la familia |
Para Doña Esperanza
La predilección de Dios por los enfermos, y
por los niños, está en los Evangelios, y es perfectamente
verificable a lo largo de la historia de la santidad.
Debemos imaginar la mirada de Jesús ante el sufrimiento, la
ternura y delicadeza de cada uno de sus gestos. Y
su amor -hoy como ayer- sigue sanando.
En todas las familias
la enfermedad hace mella. Tarde o temprano llega. Y el
dolor comienza a hacer su labor. Los nervios son inevitables.
Ver sufrir a aquellos que queremos es de las pruebas
más amargas que nos puede deparar la vida. Idas y
venidas, médicos, cansancio, diagnósticos y lágrimas.
Aflora en ocasiones la rabia.
Nos rebelamos a golpes de impotencia. Deambulamos serios, pálidos, postrados
en el desaliento. “No puede ser, no puede ser”, nos
decimos. “No a nosotros”. Y allí estamos, al lado de
nuestra mujer o de nuestro marido, de nuestra hermana o
hermano, de nuestra hija o hijo, de nuestra madre o
padre.
Son momentos en los que el corazón humano parece
quedarse a la intemperie, temblando, desnudo de convencionalismos y de
buenas palabras.
El corazón anhela el milagro. Sí, el milagro
de la curación. Pero también anhela el abrazo de la
fe: la conversión. Quizá incluso sin saberlo, sin ser del
todo conscientes de ello. El paisaje interior ha cambiado. Nos
hemos dado cuenta, por fin, de que somos arrendatarios de
nuestras vidas. Y que la felicidad no es propiedad del
gracejo o de la carcajada estridente.
Quizá veamos en la mirada
del que sufre la respuesta a nuestra existencia vacía. ¡Tantas
acciones insensatas, tantas oportunidades de querer y ser queridos desperdiciadas!
Y sentimos la necesidad de recapitular, de redefinir
el sentido de las cosas. ¿Quién dice que la salud
es sólo cuestión del cuerpo, algo exclusivamente somático?
La enfermedad acerca
el alma a la Cruz, y por lo tanto a
Cristo. La enfermedad -propia o ajena- nos hace madurar en
humildad y resucita en nosotros la verdadera alegría. La enfermedad
es un nuevo nacimiento, es comprender la Providencia de Dios
sin recovecos. Se nos pide el milagro a nosotros. Porque
ese dolor es ya corredentor para muchas otras almas.
¿El
que sufre puede ser feliz? Desde luego. Pero la pregunta
que yo me haría sería más bien: ¿Es posible ser
feliz sin aceptar el sufrimiento, sin adentrarnos en el
meollo divino de la enfermedad? Algunos interpretan esto como masoquismo
cristiano. Igual que para nada entienden el sentido de la
mortificación, cuando ellos mismos son capaces de aguantar lo inaguantable
por cualquier fruslería.
La fe lo transforma todo. Todo. Por eso
la enfermedad de un ser querido, cuando se vive en
cristiano, deja de ser una desgracia que algunos calificarían de
inútil e innecesaria. Somos los mismos, sí, pero distintos. Esa
enfermedad es un signo de predilección, y puede significar la
salvación de toda una familia.
La aparente limitación es en realidad
una bendición que nos abre el corazón de par en
par a la verdadera salud, que no es otra que
el amor de Dios.
El sentido del dolor
Carta apostólica
sobre el sentido cristiano del sufrimiento humano, S.S. Juan Pablo
II
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