Era una simple manzana, una manzana roja, dulce, de
piel aterciopelada, como todas las deliciosas manzanas que se producen
en la provincia de Río Negro. Así que la pequeña Yesica Isabel Vilte, de
Salta, Argentina, se la comió. Sus pequeños y filosos dientes se
hincaron en la sabrosa pulpa... pero sólo para morir envenenada. Alguien
—¡vaya a saber quién!— había inyectado en la fruta un poderoso veneno.
¿Quién iba a pensar que estaba saturada de veneno?
Otros niños, incluso sus dos hermanitos, comieron manzanas del mismo
canasto. Esas no estaban envenenadas. Alguien envenenó, adrede, esa
singular manzana.
¿Qué enfermedad mental podría tener quien actuó de
ese modo? ¿Qué resentimiento u odio le tendrá a la vida? ¿De dónde salen
ideas tan destructivas? ¿Qué le está pasando a la raza humana?
¿Habrá alguna comparación entre esta fruta envenenada
y aquella otra de la cual habla la Biblia? Nuestros primeros padres
comieron una fruta que la tradición dice haber sido manzana. Como
quiera, era una fruta agradable a la vista. Tenía incitante color y
forma. Invitaba a probarla. Además de dulzor, prometía sabiduría y, más
aún, aseguraba ser como Dios, que distingue entre el bien y el mal. Pero
esa simple fruta —ya fuera manzana, pera o durazno—, la que la Biblia
califica de fruta «del conocimiento del bien y del mal», produjo la
muerte espiritual de la primera pareja y desencadenó todos los males que
hay ahora en la tierra.
Cada vez que se prueba un fruto prohibido, parece
dulce. El primer robo, el primer asalto, la primera estafa, parecen
dulces. El primer adulterio es sabroso, así como la primera aventura
galante de una mujer parece encantadora. Pero el resultado es la muerte,
siempre la muerte. El diablo sabe pintar sus frutas tentadoras con los
mejores colores, y perfumarlas con los mejores aromas, pero el resultado
final es la muerte, siempre la muerte. Así fue en el Edén, y así ha
sido siempre en todas las épocas de la historia. Todos los vicios y
todas las pasiones al principio parecen deliciosos, pero al final,
arrastran a la muerte.
Sólo Jesucristo puede salvarnos de las manzanas
envenenadas de la vida. ¿Por qué sufrir la agonía que es fruto del
pecado, cuando podemos rendirle nuestra vida a Él?
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