Queridos hermanos y hermanas:
«Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor
Jesucristo» (Ef 1,3). Bendito sea en este día en el
que tengo la alegría de estar aquí con vosotros, en
el Líbano, para entregar a los obispos de la región
la Exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Medio Oriente. Agradezco cordialmente
a Su Beatitud Bechara Boutros Raï sus amables palabras de
bienvenida. Saludo a los demás patriarcas y obispos de las
iglesias orientales, a los obispos latinos de las regiones vecinas,
así como a los cardenales y obispos procedentes de otros
países. Os saludo a todos con gran afecto, queridos hermanos
y hermanas del Líbano, así como a los de los
países de toda esta querida región de Oriente Medio, que
han venido para celebrar, con el Sucesor de Pedro, a
Jesucristo crucificado, muerto y resucitado. Saludo con deferencia también al
Presidente de la República y a las autoridades libanesas, a
los responsables y miembros de otras tradiciones religiosas que han
tenido a bien estar presentes aquí esta mañana.
En este domingo
en el que Evangelio nos interroga sobre la verdadera identidad
de Jesús, henos aquí con los discípulos por la senda
que conduce a los pueblos de la región de Cesarea
de Filipo. «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mc
8,29), les preguntó Jesús. El momento elegido para plantear esta
cuestión tiene un significado. Jesús se encuentra en un momento
decisivo de su existencia. Sube hacia Jerusalén, hacia el lugar
donde, por la cruz y la resurrección, se cumplirá el
acontecimiento central de nuestra salvación. Jerusalén es también donde, al
final de estos acontecimientos, nacerá la Iglesia. Y cuando, en
ese momento decisivo, Jesús pregunta primero a sus seguidores: «¿Quién
dice la gente que soy yo?» (Mc 8,27), las respuestas
que le dan son muy diferentes: Juan el Bautista, Elías,
un profeta. También hoy, como a lo largo de los
siglos, aquellos, que de una u otra manera, han encontrado
a Jesús en su camino, ofrecen sus respuestas. Éstas son
aproximaciones que pueden permitir encontrar el camino de la verdad.
Pero, aunque no sean necesariamente falsas, siguen siendo insuficientes, pues
no llegan al corazón de la identidad de Jesús. Sólo
quien se compromete a seguirlo en su camino, a vivir
en comunión con él en la comunidad de los discípulos,
puede tener un conocimiento verdadero. Entonces es cuando Pedro, que
desde hacía algún tiempo había vivido con Jesús, dará su
respuesta: «Tú eres el Mesías» (Mc 8,29). Respuesta acertada sin
duda alguna, pero aún insuficiente, puesto que Jesús advirtió la
necesidad de precisarla. Se percataba de que la gente podría
utilizar esta respuesta para propósitos que no eran los suyos,
para suscitar falsas esperanzas terrenas sobre él. Y no se
deja encerrar sólo en los atributos del libertador humano que
muchos esperan.
Al anunciar a sus discípulos que él deberá sufrir
y ser ajusticiado antes de resucitar, Jesús quiere hacerles comprender
quién es de verdad. Un Mesías sufriente, un Mesías servidor,
no un libertador político todopoderoso. Él es siervo obediente a
la voluntad de su Padre hasta entregar su vida. Es
lo que anunciaba ya el profeta Isaías en la primera
lectura. Así, Jesús va contra lo que muchos esperaban de
él. Su afirmación sorprende e inquieta. Y eso explica la
réplica y los reproches de Pedro, rechazando el sufrimiento y
la muerte de su maestro. Jesús se muestra severo con
él, y le hace comprender que quien quiera ser discípulo
suyo, debe aceptar ser un servidor, como él mismo se
ha hecho siervo.
Decidirse a seguir a Jesús, es tomar su
Cruz para acompañarle en su camino, un camino arduo, que
no es el del poder o el de la gloria
terrena, sino el que lleva necesariamente a la renuncia de
sí mismo, a perder su vida por Cristo y el
Evangelio, para ganarla. Pues se nos asegura que este camino
conduce a la resurrección, a la vida verdadera y definitiva
con Dios. Optar por acompañar a Jesucristo, que se ha
hecho siervo de todos, requiere una intimidad cada vez mayor
con él, poniéndose a la escucha atenta de su Palabra,
para descubrir en ella la inspiración de nuestras acciones. Al
promulgar el Año de la fe, que comenzará el próximo
11 de octubre, he querido que todo fiel se comprometa
de forma renovada en este camino de conversión del corazón.
A lo largo de todo este año, os animo vivamente,
pues, a profundizar vuestra reflexión sobre la fe, para que
sea más consciente, y para fortalecer vuestra adhesión a Jesucristo
y su evangelio.
Hermanos y hermanas, el camino por el que
Jesús nos quiere llevar es un camino de esperanza para
todos. La gloria de Jesús se revela en el momento
en que, en su humanidad, él se manifiesta el más
frágil, especialmente después de la encarnación y sobre la cruz.
Así es como Dios muestra su amor, haciéndose siervo, entregándose
por nosotros. ¿Acaso no es esto un misterio extraordinario, a
veces difícil de admitir? El mismo apóstol Pedro lo comprenderá
sólo más tarde.
En la segunda lectura, Santiago nos ha recordado
cómo este seguir a Jesús, para ser auténtico, exige actos
concretos: «Yo con mis obras, te mostraré la fe» (2,18).
Servir es una exigencia imperativa para la Iglesia y, para
los cristianos, el ser verdaderos servidores, a imagen de Jesús.
El servicio es un elemento fundacional de la identidad de
los discípulos de Cristo (cf. Jn 13,15-17). La vocación de
la Iglesia y del cristiano es servir, como el Señor
mismo lo ha hecho, gratuitamente y a todos, sin distinción.
Por tanto, en un mundo donde la violencia no cesa
de extender su rastro de muerte y destrucción, servir a
la justicia y la paz es una urgencia, para comprometerse
en aras de una sociedad fraterna, para fomentar la comunión.
Queridos hermanos y hermanas, imploro particularmente al Señor que conceda
a esta región de Oriente Medio servidores de la paz
y la reconciliación, para que todos puedan vivir pacíficamente y
con dignidad. Es un testimonio esencial que los cristianos deben
dar aquí, en colaboración con todas las personas de buena
voluntad. Os hago un llamamiento a todos a trabajar por
la paz. Cada uno como pueda y allí dónde se
encuentre.
El servicio debe entrar también en el corazón de la
vida misma de la comunidad cristiana. Todo ministerio, todo cargo
en la Iglesia, es ante todo un servicio a Dios
y a los hermanos. Éste es el espíritu que debe
reinar entre todos los bautizados, en particular con un compromiso
efectivo para con los pobres, los marginados y los que
sufren, para salvaguardar la dignidad inalienable de cada persona.
Queridos hermanos
y hermanas que sufrís en el cuerpo o en el
corazón, vuestro dolor no es inútil. Cristo servidor está cercano
a todos los que sufren. Él está a vuestro lado.
Que os encontréis en vuestro camino con hermanos y hermanas
que manifiesten concretamente su presencia amorosa, que no os abandonará.
Que Cristo os colme de esperanza.
Y todos vosotros, hermanos y
hermanas, que habéis venido para participar en esta celebración, tratad
de configuraros siempre con el Señor Jesús, con él, que
se ha hecho servidor de todos para la vida del
mundo. Que Dios bendiga al Líbano, que bendiga a todos
los pueblos de esta querida región del Medio Oriente y
les conceda el don de su paz. Amén.

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