martes, 29 de octubre de 2013

En camino hacia la oración




“Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”.

Estas palabras engloban la oración que la Iglesia ortodoxa llama “Oración de Jesús u oración del corazón”. Muchos libros muy edificantes nos permiten descubrir esta oración, sus orígenes, su desarrollo, su método. Nosotros deseamos simplemente recordársela a nuestros amigos lectores que ya la practican y presentarla brevemente a los que aún no la conocen.

Decimos de entrada que la Oración de Jesús es un camino en el seno de la oración hesicasta. Este “método” de meditación u oración (El Camino nº 6 y 7) quiere, en el silencio y la paz del corazón, reencontrar al Dios viviente en la vida trinitaria. El hesicasta es aquel que hace un “retorno a él mismo”, que busca callarse para que Dios puede hablarle, sabiendo bien que tal objetivo no se adquiere solamente por  el conocimiento. Se trata de una experiencia espiritual, de un encuentro.

“La hesiquía es permanecer ante Dios en una oración incesante. Que la memoria de Jesús se una a tu respiración y tú conocerás el valor de la hesiquía.”
San Isaac el Sirio. Siglo VI

Si la hesiquía es aproximarse a Dios, ¿cómo conocerle, si él no se manifiesta a nosotros, no se deja conocer a nosotros más que en su Nombre? De lo contrario, Dios no sería el Dios viviente. Es en esta aproximación de Dios, en esta sed de su manifestación por la que nació en el monaquismo oriental cristiano la Oración de Jesús: Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador.

No se trata de una oración dicha para Jesús, ni de una oración a Jesús, si bien la oración se dirige al Señor Jesucristo, sino de una invocación que conduce a una experiencia. Cada palabra pronunciada es experiencia y no puede vivirse más que en el Espíritu Santo, ya que nadie puede decir que Jesús es el Señor si no es en el Espíritu Santo (1 Co 12,3).

La oración de Jesús posee pocas palabras, pero estas palabras contienen todo: el cielo y la tierra, lo creado y lo increado, Dios y el hombre, es una oración divino-humana.

“Ella une al alma al Señor Jesucristo y Él es la única puerta hacia la comunión con Dios que es el objetivo de todo encuentro”. Teófano el Recluso

No se aprende la oración de Jesús, sino que se entra en la experiencia… En ese momento hacemos como Moisés ante la zarza ardiente: “nos quitamos nuestras sandalias”, es decir, hacemos callar nuestras ideas, nuestros conceptos, para aproximarnos a Aquel a quien nosotros decirnos: ¡Señor!

¡Señor! Repetimos entonces… Nosotros no pronunciamos una palabra, sino que formulamos una invocación. Antes de seguir avanzando, detengámonos un momento, cerremos los ojos y dejemos surgir la experiencia que esta palabra suscita en nosotros: ¡Señor!

En el pensamiento egipcio y semítico, el término “señor” significa: Maestro, Amo (Adonai en hebreo; Kyrios en griego). Aquel del cual se depende enteramente, del que se es esclavo y que posee un derecho de vida y de muerte sobre los que le están sometidos. Con este sentido, el pueblo hebreo llama a su Dios “Adonai” porque Él es su Creado y porque su creatura le pertenece.

Hijos de Dios, dad al Señor,
dad al Señor gloria y honor.

Con el nombre de Señor, Dios es también reconocido como Rey para sus servidores. Este es el título real de YHWH, del cual el Nombre expresado por el Tetragrama sagrado ha sido traducido por Adonai, mi Señor:

Cantad a Dios, cantad;
cantad a nuestro Rey, cantad;
porque Dios es el Rey de toda la tierra.

Los discípulos de Jesús son judíos. Ellos han hecho la experiencia del Señorío de Dios y, viviendo con Jesús, vuelven a hacer la misma experiencia. Es por esto que lo llamaban en primer lugar: “Rabbi” o “Rabbouni”, es decir: “Maestro”. Después ellos atribuyen a Jesús el poder soberano de “Señor”, Mara en arameo:

Vosotros me llamáis Maestro y Señor
y dicen bien ya que yo lo soy. (Jn 13, 13)

Ya antes del nacimiento de Jesús, Isabel embarazada de Juan el Bautista reconoce a Jesús como Señor en las entrañas de María y Juan el Bautista se estremece de alegría: ¿Cómo me ha sido otorgado que la Madre de mi Señor venga a mí? (Lc 1, 43).

“Señor” expresa a la vez el reinado de Jesús y su divinidad. El mismo Jesús, frente a los fariseos se fundamenta en el salmo 110 para decir que el Mesías es el “Señor”, superior a David, del cual él es hijo:

“El Señor ha dicho a mi Señor: Siéntate a mi derecha,
hasta que yo haga de tus enemigos el escabel de tus pies”. (Sal 110).

Los apóstoles se fundamentan sobre estas mismas palabras para afirmar la soberanía absoluta de Jesús actualizada por su Resurrección (Hechos 2, 34). Y la Iglesia naciente se dirige al Señor Jesús en su oración diciendo: ¡Marana tha: Señor nuestro, ven! (1 Co 1,22), llamado que resuena hasta en el Apocalipsis (Apoc 20,22). Si a mi vez, yo nombro a Jesús “Señor”, a aquella conmoción en mi vida, a aquella conversión yo soy llamado… Deseo pues depender enteramente del Señor Jesús, renunciar a mis múltiples señores que me poseen y con los cuales yo me prostituyo, para postrarme a sus pies y besarlos, como lo hizo María Magdalena. Es en este espíritu de humildad y de adoración como nosotros entramos en la oración de Jesús.

¡Señor Jesús!

¿Quién es Jesús en mi vida?
“Yeshouah”, lo llamaba su Madre. Jesús significa “Dios salva”, el que trae la salvación: “él ha venido a salvar a todos los que estaban perdidos” (Lc 19, 20). Jesús es nuestro Salvador, él saca a la humanidad de la muerte, rompe los cerrojos del infierno. Jesús es también mi Salvador ya que cada día, a cada instante, él me libera, me salva, me cura si yo invoco su Nombre. En el poder salvador de su Nombre, Jesús asume la profecía del profeta Joel: “Quienquiera que invocara el Nombre del Señor será salvado” (Jl 2, 32).

¿Qué significa invocar el Nombre? ¿Qué representa el Nombre para un semita? Esto nos interesa porque es en la fe del pueblo hebreo en donde están las raíces de nuestra propia fe. En la mentalidad del pueblo hebreo, conocer el nombre de alguien, llamarlo por su nombre, es conocerlo íntimamente y, al mismo tiempo, es saber cómo hacer para aproximarse a él, para comunicarse con él más todavía, para obtener su ayuda. Es de alguna manera tener un cierto poder sobre el otro. Ahora bien, si fuese así con Dios, volveríamos a la magia, Dios estaría al servicio de nuestro propio interés, pero esto no es así porque nuestro Dios es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, el Dios revelado en Jesucristo que ha recibido del Padre el Nombre que está sobre todo nombre (Filp 2,9).

La invocación del santo Nombre sin el fundamento de la fe y el impulso del corazón permanece estéril o puede llegar a perjudicarnos. “No basta decir “Señor, Señor” para entrar en el reino de los cielos. Hay que hacer la voluntad de mi Padre que está en los cielos…” (Mt 7, 21-23). En su mentalidad semita, Moisés se dirige a Dios de esta manera, cuando lo envía a Egipto: “Yo iría pues a los hijos de Israel y les diría: “El Dios de vuestros Padres me ha enviado a vosotros. Pero ellos me preguntarían cuál es su nombre, ¿qué les responderé?” Y Dios dijo a Moisés: “Yo soy el que soy” (Ehy eh asher Ehyeh en hebreo). Y él agrega: “Es así como tú responderás a los hijos de Israel: Ehyeh –Yo soy- me ha enviado a vosotros” Dios dijo entonces a Moisés: “Tú hablarás así a los hijos de Israel: El Señor Dios de nuestros padres, Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, me ha enviado a vosotros. Este es mi Nombre para siempre, es así como me invocarán de generación en generación” (Ex 3, 13-15).

El mismo Dios se ha nombrado a Moisés, no en su Esencia sino como “Yo soy (estoy)”, es decir aquel que ha prometido estar con nosotros. El Nombre se da al pueblo e Israel puede nombrar a su Dios y testimoniar a todos los hombres del universo el poder de su santo Nombre, ya que si Israel conoce el Nombre divino, no significa que sea su propietario, sino quien da testimonio. Rabí  Simeón ben Eleazar (hacia 200) dijo: “Cuando los israelitas hacen la voluntad de Dios su Nombre es exaltado en el mundo y cuando ellos no hacen su voluntad su Nombre es profanado en el mundo viviente.” Toda la fe de Israel reposa sobre el Nombre y la relación que puede tener con ese Nombre. Porque Dios ha revelado su modo de ser a su pueblo,  le ha revelado su Nombre.

“Moisés talló dos tablas de piedra iguales a las primeras, y a la madrugada del día siguiente subió a la montaña del Sinaí, como el Señor se lo había ordenado, llevando las dos tablas en sus manos. El Señor descendió en la nube y permaneció allí, junto a él. Moisés invocó el nombre del Señor. El Señor pasó delante de él y exclamó: ‘El Señor es un Dios compasivo y misericordioso, lento para enojarse y pródigo en amor y fidelidad. Él mantiene su amor a lo largo de mil generaciones y perdona la culpa, la rebeldía y el pecado…” (Ex 34, 6-7).

Porque Dios le ha revelado su nombre a Israel y su Ser para él,  Israel sabe por qué y cómo invocar el Santo Nombre. Toda la oración del pueblo hebreo es invocación: la bendición, la acción de gracias, la adoración, la súplica, las exclamaciones. Por medio de la alegría, de las lágrimas, de la angustia, hay siempre un llamado hacia el Nombre.

Los lazos de la muerte me han ceñido;
Estoy dominado por la angustia y el dolor.
Yo invoco el Nombre del Señor:
¡oh Señor, salva mi alma! Sal 115, 3-4

¿Por qué invocar el Nombre? Para vivir felices hoy y eternamente. En estas palabras muy simples se traduce que Cristo ha venido para traernos la salvación; para concedernos la alegría, la paz, la vida en abundancia, días tras días. Es para esta vida a la cual todo hombre aspira, conscientemente invocando el santo Nombre o inconscientemente hundiéndose en los desórdenes psíquicos, que el Nombre se ha hecho carne. En el Señor Jesús se realizan las palabras del profeta Joel, citadas por el apóstol Pedro ante el Sanedrín: “No hay bajo el cielo otro Nombre dado a los hombres por el que nosotros seamos salvados” (Hechos 4, 12).

En la fe cristiana, Jesús es la revelación y la manifestación del Nombre divino: “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14, 9).

Los tratos de Dios hacia los hombres, Israel los experimentaba a través de actos concretos. Ahora, el Señor Jesús encarna las promesas y los actos de su Padre hasta en los detalles cotidianos. Así:

frente a nuestras tinieblas, el dice: Yo soy la luz (Mc 4, 31).
frente a nuestras prisiones: Yo soy la Puerta (Mt 7, 13)
frente a nuestros desviaciones: Yo soy el Camino (Jn 14, 6)
frente a nuestras hambres: Yo soy el Pan de Vida (Jn 6, 34)
frente a nuestros engaños: Yo soy la Verdad (Jn 14, 6)
frente a nuestras muertes y a la Muerte: Yo soy la Resurrección y la Vida (Jn 11, 24)

Y tantos otros “Yo soy”, frente a todas nuestras carencias. Y sobre la Cruz es donde Jesús revela que él es el Amor en un ser de Amor que culmina en la Resurrección, ya que este amor es más fuete que la muerte. Es del Señor Jesucristo que se desprenden todas estas ternuras, este amor, esta misericordia que su Padre tiene por nosotros, y que él ha revelado a Moisés. Manifestarnos este amor es lo que Jesús tiene por misión. En esta misión, él es el Mesías, el Cristo, es decir, el Ungido del Señor.


Señor Jesucristo

La unción era el elemento esencial de la investidura de los reyes, considerados en Israel como en todo el Oriente antiguo, como el salvador de los pueblos. El Rey era elegido por Dios, era el servidor del Señor. Para que el rey pudiese cumplir su misión, en fidelidad a la voluntad del Señor, era ungido con oleo perfumado, y por esto participaba del Espíritu de Dios. Es esto lo que se realiza con David. El rey Saúl había sido infiel en su misión, así el Señor, respondiendo a las lágrimas de Samuel, lo envía a Belén para ungir a aquel que él le indicaría. Este fue David el pastor. Entonces el Señor dice a Samuel: “Levántate, úngelo, porque es él.” Samuel tomó el cuerno de oleo y lo ungió en medio de sus hermanos. El Espíritu del Señor tomó a David a partir de ese día y los siguientes (1 Sal 16, 13).

Nosotros vemos a través de estas líneas perfilarse el rostro de Jesús, el Cristo. En la sinagoga de Nazaret, el día del Sabbat, Jesús leyó la lectura del profeta Isaías:

“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido para anunciar la buena nueva a los pobres; él me ha enviado a curar a los que tienen el corazón destrozado, a proclamar a los prisioneros la liberación y a los ciegos el retorno a la vista, para dar la libertad a los oprimidos, proclamar un año de gracia del Señor…” (Lc 4, 16-20). Después Jesús dijo: “Hoy estas palabras que ustedes han escuchado se han cumplido” (Lc 4, 21).

Es para esto que Jesús ha sido ungido por su Padre, es decir, todo lleno del Espíritu Santo, y que sus palabras y su vida entera puedan dar testimonio que él es el Mesías, el hijo de David, prometido por los profetas y tan esperado por Israel.

“Aquí está mi servidor que yo he elegido, mi Amado en quien mi alma se complace. Yo he puesto mi Espíritu sobre él. Él anunciará la justicia a las naciones. El no contestará, ni elevará la voz” (Is 42, 12).

Tanto en la pasión como sobre la cruz, y hasta en su Resurrección,  Jesús asume su mesianismo, en obediencia a la voluntad de su Padre. En Jesús de Nazaret, los discípulos, luego la Iglesia naciente, reconocen al Mesías, al Cristo. Es por eso que toda la fe de la Iglesia primitiva se expresa en estas palabras que las han cantado a través de los siglos hastas nuestros días:

Cristo ha resucitado de entre los muertos, por su muerte ha vencido a la muerte,
y a los que están en los sepulcros les ha dado la vida (Tropario Pascual).


¡Señor Jesucristo!

Muchos entre nosotros son bautizados y ungidos, es decir, que nosotros somos ungidos con el óleo santo y llevamos en todo nuestro ser el sello del don del Espíritu Santo, pero hoy: ¿Jesús es el Mesías para mí? Entonces, mi vida encuentra su sentido en él; entonces, yo participo  en todo instante por mi fe en la unción divina de Jesús. Sin cesar  puedo sacar de esta unción  alegría, gozo, fuerza. Yo puedo beber de esta unción que es la plenitud de los dondes del Espíritu, y que me  entrega los “secretos de Dios”.

“Por eso doblo mis rodillas delante del Padre, de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra. Que él se digne fortificarlos por medio de su Espíritu, conforme a la riqueza de su gloria, para que crezca en ustedes el hombre interior. Que Cristo habite en sus corazones por la fe, y sean arraigados y edificados en el amor. Así podrán comprender, con todos los santos, cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, en una palabra, ustedes podrán conocer el amor de Cristo, que supera todo conocimiento, para ser colmados por la plenitud de Dios.” Efesios 3, 14-19

Si en este mismo instante Cristo se me apareciera y me preguntara: ¿Quién soy para ti?, ¿podría confesar: Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios que debía venir al mundo (Jn 11, 27)? Esta es la confesión del discípulo, es este el impulso de fe que brota de la oración de Jesús.


¡Señor Jesucristo, Hijo de Dios!

¿Cambia algo en mi vida afirmar que Jesús es el Hijo de Dios, incluso más, Hijo Único de Dios? La confesión de la filiación divina de Jesús ilumina mi propio destino. Conocer el futuro es una pregunta  angustiante que estremece las entrañas de muchos seres humanos, es este el motivo por el que muchos van a ver a videntes o astrólogos. El Mesías, el Hijo de Dios, nos revela nuestro destino. Sólo, por sus propios medios, el hombre no puede encontrar a Dios. Es por esto que Dios ha venido hacia el hombre. Él ha venido por amor. Él se ha hecho semejante a su creatura. Nuestra vida cristiana no permanecería más que en una dimensión humana, por más noble que ella sea, si no nos volvemos hacia Jesús en su humanidad. Dios Padre en su amor loco por el hombre ha ofrecido a su Hijo Único a la humanidad. El Hijo de David según la carne es el Hijo de Dios. Por él -el Mesías- la unción divina -el Espíritu Santo- es ofrecido a todos los hombres. Todos sin excepción, pueden ser hijos en el Hijo por el Espíritu Santo a fin de conocer el amor del Padre y entrar así en la experiencia de la Vida trinitaria.

Orar: Jesús, Hijo de Dios, es dirigirnos con Jesús hacia el Padre y decir con él: Abba, Padre, que estás en los cielos. Jesús es el Hijo de Dios y el Hijo del hombre. Sólo él puede revelarnos nuestro rostro de hombre, que es una conquista, un camino, el de la “divinización”, es decir, la participación de la vida divina, sin lo cual nuestra vida no es más que muerte y desolación. El camino de nuestra “divinización” nos es abierto por la muerte de Cristo que, por amor, atravesándola desde el interior, asume nuestra humanidad herida. La Resurrección es participación de su Vida que él continúa en nosotros, y nos es comunicada en el amor del Espíritu Santo extendido en el mundo y en nuestros corazones y que nos transforma en hijos en el Hijo.

El “Camino” está trazado. La “Puerta” está abierta. Es nuestro turno, ¿dónde se sitúa nuestra responsabilidad, nuestra participación?

En primer lugar, en nuestra libertad, en nuestro acoger el Espíritu Santo y la Palabra de Cristo como palabras que deben encarnarse en mi vida de cada día.

 “Yo estoy crucificado con Cristo. Y no soy más yo quien vive, sino es Cristo quien vive en mí. Mi vida presente en la carne, yo la vivo en la fe en el Hijo de Dios quien me amó y se entregó por mí”. Gal 2, 20

Así, el camino de la filiación pasa por mi propia muerte y resurrección. Es sobre este camino que me quiere conducir la oración de Jesús.


Señor, Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador.

Nosotros intentamos volvernos hacia aquel al que queremos dirigir nuestra oración: el Señor Jesucristo, Hijo de Dios, y dejarnos penetrar por la experiencia suscitada en nosotros por cada palabra pronunciada y tomar conciencia de la conmoción que semejante confesión de fe puede traer a nuestra vida y presentimos ya que estas conmociones están también contenidas en el grito: ¡ten piedad de mí, pecador!

En el próximo artículo nosotros intentaremos abrirnos a la experiencia de la segunda frase de la oración y a su práctica. Mientras tanto intentemos dejarnos habitar por esta confesión de nuestra fe: Señor, Jesucristo, Hijo de Dios. Pronunciando cada palabra según su energía, su realidad, su expresión en mi vida y en el mundo, en la adoración, la confianza, la alegría, la bendición y hacernos todo acogida, permaneciendo atentos a lo que esta invocación despierta en nosotros. Sin embargo, seamos prudentes, y repitamos que la Invocación del Nombre no tiene nada de mágico, que ella exige la adhesión de nuestra fe cristiana y el deseo de perdonar a los que nos han ofendido. La invocación del Nombre sagrado es poderosa, hace arder a los corazones sinceros pero quema a quienes lo pronuncian indignamente.

¿Dónde quiere conducirnos la Oración de Jesús? San Isaac el Sirio nos lo revela: “El Amor es el reino que el Señor ha prometido místicamente a sus discípulos cuando él les dijo que ellos comerían en su reino: “Vosotros comeréis y beberéis en mi mesa en mi reino” (Lc 33, 30). ¿Qué comerán y qué beberán sino el Amor? Cuando nosotros hemos alcanzado al Amor, nosotros hemos alcanzado a Dios y nuestro viaje ha terminado. Nosotros hemos llegado a la isla que está más allá del mundo, allí donde están el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, a quienes sea toda gloria y poder. Amén, amén, amén.

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