Carta XVI
Me asombro de que tú te entristezcas por la incapacidad de progresar en la oración interior, porque todos los esfuerzos por la custodia de la mente de los pensamientos, todos los ejercicios por purificar el corazón de la sensualidad y dirigirlo al amor de Dios no han surgido ningún efecto. Compadezco la situación, pero al mismo tiempo deseo revelarte la causa. ¿Qué es lo primero que debe hacer quien quiere aprender a leer? ¿No debe quizás aprender mecánicamente el alfabeto, gracias al cual llegará a aprender las sílabas y las frases enteras? Pero tú, abandonando el ejercicio de la repetición del nombre de Dios, te has puesto directamente a ejercitar la mente en los grados más altos de la actividad espiritual, sin ninguna preparación preliminar, sin el primer gemido del infante a Dios Padre, a fin de que te enseñe él mismo a orar (Mateo) [1]. Y es por esto que, por más que tú te hayas cansado de pronunciar el nombre de Dios en Espíritu y en verdad [2], no lo has alcanzado con tu esfuerzo inoportuno, y después de haber enfriado tu celo inicial has conseguido no sólo no pronunciar el divino nombre de Jesucristo en Espíritu y en verdad, sino de no pronunciarlo más ni siquiera con la boca.
Tú objetas contra la sola invocación oral del nombre de Dios el hecho de que Jesucristo ha dicho: “No cualquiera que diga Señor, Señor, entrará al reino de los cielos, sino aquel que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos.” (Mateo 7, 21), y afirmas que la sola oración oral sin la participación de la mente y del corazón es un hablar en vano. Estoy de acuerdo que en la oración Dios nos pida el corazón: “Hijo, dame tu corazón” (Proverbios 23, 26). Pero desde el momento en que nosotros con nuestras solas fuerzas no somos capaces no sólo de sumergir el corazón en el amor divino, sino que ni siquiera de hacer nacer en nosotros un pensamiento bueno, y que solo Dios nos da otro corazón y nos dará un espíritu nuevo [3], como dice la Escritura. ¿Qué otra cosa nos queda por hacer si no el pedirlo como sepamos y como podamos, balbuceando como niños el nombre de Jesucristo? San Macario el Grande lo expresó espléndidamente: “Orar de cualquier modo está en nuestro poder, pero la oración pura es un don de la gracia” [4]. Y por esto, lo que depende de nuestra voluntad, de nuestra posibilidad, nosotros estamos obligados indefectiblemente a ofrecerlo en sacrificio a Dios, a fin que el don de la gracia se derrame sobre este sacrificio impotente y frío y lo haga arder con el fuego de su amor. Es justamente así como sucede, en efecto la palabra de Dios nos dice: “¿El Señor no escuchará por tanto a aquellos que gritan a él día y noche? (Lucas) [5] Es decir, gracias a la oración frecuente el Señor dará el don de la oración pura [6]. Por esto se puede ver que también la sola oración oral, pero incesante, puede conseguir el fruto más benéfico: elevarnos a la oración espiritual.
No solo quien dice “Señor, Señor” entrará en el Reino, sino aquel que haga la voluntad de Jesucristo y ponga en práctica sus enseñanzas, como dijo él mismo en el pasaje paralelo: “¿Por qué me llamad (jactándoos) “Señor, Señor” y no hacen lo que les digo? (Lucas 6, 46), repito tu objeción. Pero, ¿en qué consiste la voluntad de Dios, la voluntad de Jesucristo? ¿Cuál es su conclusión fundamental? No es quizás esta: “ya que sin mí no podéis hacer nada, permaneced en mí y yo en vosotros” [7], y por esto orad incesantemente, ya que quienquiera que invoque el nombre del Señor se salvará [8]. La oración incesante constituye el mandamiento fundamental por el hecho de que los otros mandamientos tienen su tiempo, en cambio nos está mandado orar constantemente y unir la oración a toda virtud. Por consecuencia, hace la voluntad de Dios aquel que ora incesantemente, que en todo tiempo pide misericordia invocando el nombre de Jesucristo. Pero puesto que la oración pura del corazón y del espíritu no es el resultado de nuestro esfuerzo, mientras la invocación exterior con los labios del nombre de Dios depende de nosotros, hará por tanto la voluntad de Dios quien pronuncia incesantemente el nombre de Jesucristo.
Imagina si un hombre, persuadido de la necesidad y del beneficio de la frecuente invocación del nombre de Dios, decidiese invocar incesantemente a Jesucristo en todas las ocupaciones y en toda situación y tiempo: ¿en qué otra cosa pensaría sino en Jesucristo? Su lengua estaría completamente separada de las palabras vanas y los labios protegidos de la mentira y del juicio, el oído se acostumbraría a la repetición del Nombre, y los ojos se dirigirían hacia lo alto. Estas invocaciones le mostrarían indefectiblemente el camino para alejarse completamente de las conversaciones que distraen, y llevarlo a la continua y pura custodia de sí mismo en la soledad y en la búsqueda del reposo en Dios, como dice San Gregorio el Sinaíta [9]. Al mismo tiempo lo elevaría de las múltiples actividades a la contemplación, de la oración oral y exterior a la oración interior, incesante, a la puesta en práctica del principal mandamiento de Dios: “Orad sin cesar” (Tesalonicenses 5) [10]; “Velad orando en todo tiempo con el espíritu” (Ef 6,18) [11]. Tal hombre, que a través de la práctica ha ascendido a la contemplación, desde aquel momento viviría por decirlo así de la oración, la respiraría, todas sus ocupaciones se desarrollarían a través de la oración y estarían acompañadas por la oración sin intermisión. Y no te parezca esto imposible o irrealizable, como argumentan algunos por el hecho de que como orar es mantener la mente y el pensamiento absorto en Dios [12], se podrían por consecuencia perseverar en tal estado únicamente en el reposo o en la absoluta inactividad, o bien sólo si se está substraído de las ocupaciones y ejercicios exteriores. Y dado que la mente y el pensamiento deben forzadamente ocuparse también de otras cosas, agradables a Dios, que exigen incluso reflexión y una concentración completa, sería por esto imposible conservar ininterrumpidamente el espíritu de oración y al mismo tiempo ocupar una única mente en dos ocupaciones.
Una solución nos viene del ejemplo de quien está en la presencia de un rey terreno: cualquier actividad, por más abstraída, que lo tenga ocupado, no podría distraerlo ni siquiera un instante de la percepción interior de la presencia del rey junto a él [13].
No sólo esto. Si incluso un inoportuno exceso de celo, por encima de tus fuerzas interiores, te mostrara la necesidad de una preparación preliminar de la mente y del corazón para acceder dignamente a la práctica de la oración, secundando tal celo, como ha sucedido, tú no harías más que emplear un montón de tiempo en la preparación, dejando del todo inactiva la obra misma de la oración. Pero justamente por esto debes persuadirte firmemente que no hay nada que prepare fácilmente a una digna oración cuanto la oración del nombre de Jesucristo. Sólo esfuérzate en recitarla cuanto más a menudo y cuanto más tiempo te sea posible. Ya que este divino Nombre contiene en sí un poder santificante de gracia, para quienquiera que lo pronuncie. Si la cantidad eleva a la cualidad, la frecuencia de la oración conduce a la oración pura…
¡Que el Señor te ayude a recordarlo siempre!
1841. Agosto. Monasterio Zaikonospasskij [14]
Carta XVII
Si no sientes inclinación a la oración incesante y deseas despertar en ti este celo salvífico, medita cuidadosamente cuánto es bienaventurado y feliz aquel que ha adquirido la capacidad de gustar y deleitarse del ejercicio de la oración, cuyo corazón se inflama de alegría en la invocación del nombre de Jesucristo. Y verás en verdad que es bienaventurado quien de la ascesis de la oración hace su propio dulce alimento. Quien a través de la oración es atraído a la unión interior con el Señor, como el hierro al imán, ¡y triunfa espiritualmente en este mismo camino! Bienaventurado, finalmente, quien en la hora de la lucha con los enemigos de su salvación puede contraponer placer a placer, consolaciones a consolaciones: el placer de la oración al placer del mundo; las consolaciones de la quietud y de la soledad a las consolaciones de las fiestas mundanas y de la disipación. Éste será insensible a cualquier aflicción de la vida y en toda hora experimentará una jovial alegría, como afirma Hesiquio [15].
Quizás dirás que todo esto delinea precisamente los rasgos de un cristiano perfecto, de un celoso asceta colmado de gracia: aquel que después de un largo trabajo y una dolorosa violencia hacia sí mismo ha alcanzado semejante estado y gustado los frutos de la propia ascesis. Pero no al principiante y a quien está en la mitad de lo que le queda aún por recorrer de este largo camino, plagado de luchas sin cesar, de sufrimientos y de paciencia. Y es justamente esto que, asustándonos en el principio mismo [del camino], es a menudo la causa de nuestra sequedad y timidez a lo largo del camino espiritual.
¡Esto es así! Aquel que es perfecto, está inflamado de celo y de exquisita consolación, pero también el principiante y el proficiente no están privados de ellas, si bien en menor medida. Considerando su estado, para cada uno de ellos se puede encontrar un alimento espiritual específico. Por ejemplo, el principiante es consolado en la propia ascesis interior por el hecho: 1) de poner en paz su propia conciencia; 2) de tender como fin al fruto de la propia fatiga: desbordar de consolación, exultancia e incomparable dulzura; 3) esperar obtenerlo, confiando en la bondad divina; 4) sentir cómo día a día la fatiga ascética se hace menos áspera y que nos habituamos gradualmente a ella; 5) tener la esperanza de evitar la gehena y heredar el reino de la gracia; 6) contemplar con el propio espíritu las cosas de lo alto, nuevas revelaciones y nuevos misterios; 7) y, conociendo la propia debilidad, comenzar a alcanzar la humildad, que confiere una imperturbable tranquilidad. Y para los principiantes es una consolación también el hecho que, cuando lee los libros de los santos padres, encuentra a san Macario el Grande que afirma: “Sucede que apenas alguno está por ponerse de rodillas, inmediatamente el corazón se le llena de la acción de Dios y su alma se estremece de alegría en el Señor” (Discurso 6, c. 8) [16]. Con estas palabras él puede consolarse en la espera de que quizás en ese mismo instante, o en el siguiente, consagrado a la oración, actúe la gracia divina y le revele el gusto de la dulzura espiritual. Después de todo esto, podemos comparar al novicio a un hombre de armas que, convocado a un lugar retirado para recibir una condecoración del emperador, se apresura a ir y, exultando por la felicidad que le espera, es como si no sintiese lo largo y cansador del viaje.
Aquel que está en medio del camino, es decir el proficiente, pregusta el fruto de sus ejercicios ascéticos: 1) en el recuerdo de aquellas dulces horas en las cuales le ha sucedido, extasiándose, de elevarse más allá de todos los placeres sensibles; 2) las felices experiencias que guarda en su memoria lo ayudan y le consuelan en este nivel; 3) es así que despertado, reaviva la propia fe, refuerza la esperanza y se inflama en el espíritu para progresar en el camino.
¿Qué decir de las consolaciones más altas, las propias de los perfectos? Estas sobrepasan indeciblemente toda comparación. No sólo es imposible alcanzar la dulzura sin la gracia, sino incluso la mente de los santos, que la rozaron y se alimentaban de ella suavemente, afirman que cualquier bien material es ínfimo comparado con la satisfacción espiritual. Y sin embargo para no privar de conocimiento a los que lo desean, los santos padres la representan con algunas semejanzas. La vida interior de la oración, dicen, causa una imperturbable paz en el espíritu, en la conciencia y en la mente, en cuanto “alguien permanece siempre en el propio corazón se aleja definitivamente de las bellezas de la vida” que turban la psiquis, como dice san Nicéforo [17]. Entonces la concupiscencia se extingue, cada pulsión sensual permanece impotente y las atracciones terrenas pierden su fascinación (Teolepto, c. 1) [18], en su lugar las sustituyen las superiores bellezas celestiales y el corazón se sumerge en un incesante e inenarrable júbilo sobrenatural, atraído por el amor de Dios. Siente un dulce movimiento y como una ebullición que invade todos sus órganos. En la mente advierte una extraordinaria ligereza y un fácil acceso a Dios. En el repudio de todos los pensamientos del mundo presente, encuentra el dulcísimo vínculo que lo une a Cristo, que a veces está como si dejase sentir sensiblemente su propia presencia en el corazón, el cual está colmado de una indecible dulzura. Y esta sensación, como un río en el cual fluye dulzura, penetra todos los miembros. En el alma se vislumbra una luz más pura que la luz sensible. Un resplandor que supera al del sol. Una dulzura más intensa que todas las delicias sensibles. El alma se consume dulcemente en el fuego del amor divino y no se aflige en las desgracias y en las pruebas.
Ninguna ofensa la encoleriza. Y las alegrías mundanas no le impresionan en absoluto. El alma en el ejercicio interior de la oración se alimenta admirablemente de la sabiduría espiritual, ya que –como dice Pedro Damasceno- ella adquiere profundo conocimiento de sí misma y de las obras divinas. Ella penetra el significado de la vida de Jesucristo y de sus discípulos, comprende las obras y las palabras de él. Conoce la naturaleza y los cambios de las cosas, las creaturas sensibles y las inteligibles de Dios, y alcanza el supremo conocimiento de Dios, llamado teología [19]. ¡Estos son los dones que causa la perfecta oración interior!
San Macario el Grande tiene palabras estupendas para describir la consolación de la vida interior de los hombres de oración que han llegado a la perfección. Las consolaciones espirituales, dice, se pueden en parte convenientemente comparar a las consolaciones sensibles: de este modo, continúa san Macario, sucede que cuantos se ejercitan en la vida interior “a veces parece como que están en un suntuoso banque real, en donde se deleitan y se alegran con un indecible gozo. A veces, como la esposa con el esposo, gozan espiritualmente el uno del otro. A veces, como ángeles incorpóreos, prueban una velocidad y ligereza en el cuerpo, que a ellos les parece no estar revestidos de la carne. A veces, como ebrios del vino de los indecibles misterios del Espíritu Santo, exultan triunfantes de alegría. Ardiendo del divino amor del Espíritu por todos los hombres, derraman dulces lágrimas sobre todo el Adán caído. A veces arden de tal amor, vertido con indecible dulzura espiritual que si les fuese posible acogerían en el propio regazo a cada hombre, sin distinguir entre buenos y malos. A veces, aún, se abajan hasta tal punto que no ven a nadie peor que sí mismo, sino que se consideran inferiores a todos los últimos. A veces están colmados de inenarrable alegría del Espíritu. A veces, revestidos de la armadura real y, como uno entre los fuertes líderes, parten a la guerra, venciendo en el camino a las fuerzas enemigas. Otras veces una gran calma y efusión del espíritu, paz y admirable dulzura les rodean, alegrándolos. A veces en cambio la inteligencia y la sabiduría divina y el sello del espíritu los llena, y la gracia de Cristo les instruye en estos y otros profundos misterios, que ninguna lengua podría describirlos (Discurso 6, c. 6)” [20]. ¡He aquí los maravillosos efectos de la oración interior! Justamente uno de los sabios afirma que las delicias del paraíso se pregustan sobre la tierra [21]; que el cristiano puede cruzar los umbrales del cielo, sin aún dejar el mundo terreno… Aquel que experimenta estas cosas encuentra para sí la inocente condición de la gracia, perdida por Adán, y esta incluye al mundo con la naturaleza entera. Basta una sola palabra para que los espíritus malvados tiemblen; las bestias salvajes, olvidando su natural fiereza, permanecen a su alrededor como corderos; las serpientes venenosas se dejarían morir antes que tocarlo y morderlo. Los mismos pájaros sobrevuelan plácidamente los lugares en los cuales habita la quietud y la paz divina, y a veces se toman el cuidado de alimentar a estos hombres de Dios.
La Santa Escritura nos ofrece una idea sublime de las delicias de la vida contemplativa, cuando habla de la paz de Dios (Fil 4,7), de la alegría indecible y gloriosa (1 Pedro 1,8), del mana escondido (Ap 2,17), del sello de la redención (2 Cor 1,22), etcétera.
La meticulosa consideración de todo cuanto se ha dicho hasta ahora llena al espíritu de celo y dispone al corazón a buscar adquirir el fin de la oración.
¡Toma conciencia y dedícate a ejercitar con más ardiente celo la oración interior!
[1] La referencia no es precisa; paráfrasis de Lc 11, 1.
[2] Juan 4, 23.24
[3] Paráfrasis de Ez 11, 19; 18, 31; 36, 26.
[4] Pseudo Macario, Omelie 26, en Prepodobnogo otca nasego Makaija Egipteskogo duchovnye besedy, poslanija i slova, Svjato-Troickaja Sergieva Lavra 1904, pp. 203 y passim; Id., Spirito e fuoco. Omelie spirituali (Collezione II) a cargo de L. Cremaschi, Qiqajon, Bose 1993, pp. 273-287 (en particular p. 283); cf. Infra, p. 103, n. 172.
[5] Lc 18,7
[6] Juego de palabras en el original entre oración castaja (“frecuente”) y cistaja (“pura”): cf. El mismo argumento y las mismas expresiones en Racconti di un pellegrino ruso, p. 230 [N.d.T.].
[7] Cita modificada de Juan 15,5.
[8] Gal 3,5; Hechos 2,21
[9] Cf. Gregorio el Sinaita, Capitoli molto utili con acrostico III y passim, en Dobrotoljubie V, p. 204; La filocalia III, p. 557; Mistici Bizantini, p. 462.
[10] I Ts 5,17.
[11] Unión de las citas de Mc 13,33 y de Ef 6,18.
[12] La definición se remonta al Tratado sobre la oración de Evagrio, que la tradición ha puesto bajo el nombre de Nilo el Sinaíta: cf. Evagrio Póntico, La preghiera, a cargo de V. Messana, Cittá Nuova, Roma 1994.
[13] Se trata de una de las imágenes más utilizadas en la didáctica ascética, con la cual los santos padres expresan el estado psíquico del cristiano que está ante Dios.
[14] El monasterio estauropegio Zaikonospasskij es uno de los más antiguos de Moscú. La iglesia principal fue construida por orden del zar Aleskej Michailovic en 1661.
[15] Cf. Hesiquio de Batos. A Teodulo, discurso útil al alma y salvífico sobre la sobriedad y sobre la virtud en 176 capítulos: “Mantengámonos por tanto obligados a orar y a la humildad, estas dos cosas que juntan con la sobriedad combaten contra los demonios como una espada de llama. Es posible en efecto a nosotros, si vivimos así, cada día y a cada hora, celebrar una fiesta de alegría mística en el corazón” (Dobrotoljubie II, p. 196; La filocalia I, p. 265).
[16] Prepodobnogo otca nasego Makarija Egipteskogo duchovnye besedy, pp. 423-424; cf. Pseudo – Macario, Discorsi 4,6, en Macario-Simeone, Discorsi e dialoghi spirituali I, a cargo de Moscatelli, Edizioni Scritti Monastici, Bresseo di Teolo 1988, pp. 92-93; Id., Omilie 8, en Id., Spirito e fuoco, p. 135.
[17] Cf. Niceforo l’Athonita, Tratado máximo de utilidad sobre la custodia del corazón: “El reino de los cielos en efecto está dentro de nosotros, y quien allí lo contempla y lo encuentra con la oración pura, desprecia y odia todas las vanidades exteriores” (Dobrotoljubie, ili Slovesa i glavizny svjascennogo trezvenija I, p. 331; La filocalia III, p. 526; Mistici bizantini, p. 428).
[18] Cf. Teolepto di Filadelfia, Exposición parcial como promemoria de los consejos dados en diversas ocasiones por el humilde Teolepto de Filadelfia a la venerabilísima princesa monja Eulogia y a su compañera y subordinada monja Agatonike 8, en Dobrotoljubie, ili Slovesa i glavizny svjascennogo trezvenija I, p. 245; Dobrotoljubie V, p. 176; La filocalia III, pp. 509-510; Mistici bizantini, p. 534.
[19] Cf. Pedro Damasceno, Sobre ocho contemplaciones inteligibles, en Dobrotoljubie, ili Slovesa i glavizny svjascennogo trezvenija II, pp. 57-58; La filocalia III, p. 90; Mistici bizantini, p. 237. Véase también la traducción rusa (no conocida por Arsenio, ya que fue publicada por primera vez en 1874: Tvorenija prepodobnogo i bogonosnogo otca nasego svjascennomucenika Petra Damaskina v russkom perevode, Moskva 1993, pp. 59-60.
[20] Prepodobnogo otca nasego Makarija Egipteskogo duchovnye besedy, pp. 421-422; cf. Pseudo –Macario, Discorsi 13,2, en Macario-Simeone, Discorsi e dialoghi spirituali II, a cargo de F. Moscatelli, Edizioni Scritti Monastici, Bresseo di Teolo 2003, p. 39.
[21] Cf. Gregorio el Sinaíta, Capítulos muy útiles con acróstico 38 y 56: “Como las semillas de los tormentos futuros están escondidamente presentes en el alma de los pecadores, así las semillas de los bienes futuros están presentes en los corazones de los justos, y ellas actúan y son saboreadas espiritualmente. En efecto, el reino de los cielos es la vida virtuosa, así como los tormentos del infierno son los hábitos pasionales”; “En el tiempo futuro cada uno tendrá aquel grado de divinización según cuando son ahora perfecto en el crecimiento espiritual” (Dobrotoljubie V, pp. 187, 189; cf. La filocalia III, pp. 538, 541; Mistici bizantini, pp. 443, 446).
[22] El monasterio Simonov de Moscú fue fundado en 1370 por el sobrino y discípulo de san Sergio de Radonez, Teodoro.
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