María e Isabel Lc 1, 39 – 45Composición de lugar: Jesús viene de una historia de dolor y desconciertos, de esperanzas y promesas. Viene de un pueblo y se entronca en su tejido generacional. Y María e Isabel viven embarazos fuera de lo común, la presencia de Dios en sus vidas rompe todas las posibilidades lógicas, las normas sociales, lo establecido.
Miremos a las dos mujeres: Isabel y María, ambas en una paradoja. Una por anciana y la otra por joven y sin ‘haber conocido varón’. Isabel recibe el don y se mantiene en su casa. María recibe el don y se pone en camino a casa de su prima. Dos mujeres, dos generaciones, dos actitudes: la permanencia y la movilidad. Las dos reciben esta situación atípica con serenidad, las dos reciben y permiten que anide el Misterio. Sin embargo, mientras que una es la permanencia de la promesa en la tradición, la otra es la promesa en el cambio de la historia. Cada una recibe y cuida el don recibido y se unen en un abrazo que las sostiene y acompaña sus dudas. No viven lo que les pasa en soledad, pero tampoco entregan el misterio a cualquiera. Se buscan, se acompañan, se reciben, se confirman mutuamente. Vemos en estas mujeres lo mejor de sí mismas entregadas y agradecidas. En ellas se abrazan los complementarios y opuestos necesarios. Tenemos en nosotros ambas dimensiones la necesidad de permanencia y la necesidad de movernos, de ponernos en camino. La necesidad de tocar tierra y la necesidad de extender alas. Necesitamos de percibir lo permanente, aquello que teje nuestra identidad y aquello en lo que es necesario ampliar nuestra conciencia, extender alas, dar aire, permitir que siga creciendo. Con Isabel tocamos nuestra tierra firme y apoyamos los pies, y con María nos animamos a levantar los pies de la tierra cotidiana y conocida y a salir sin demora a visitar nuestros Ain Karim. Necesitamos de ambos para poder engendrar, sostener, nutrir y parir la vida en nosotros y en los demás.
Pedimos poder integrar armónicamente y abrazar ambas necesidades en Jesús, sabiendo que hay una de ellas que es la que más nos es afín, necesitamos abrazar la otra para poder integrarnos. Captar aquello que es permanente en nosotros como don, aquello que nos es propio y poder captar aquello que necesitamos ir mutando para vivir de una manera más plena.
Miremos a las dos mujeres: Isabel y María, ambas en una paradoja. Una por anciana y la otra por joven y sin ‘haber conocido varón’. Isabel recibe el don y se mantiene en su casa. María recibe el don y se pone en camino a casa de su prima. Dos mujeres, dos generaciones, dos actitudes: la permanencia y la movilidad. Las dos reciben esta situación atípica con serenidad, las dos reciben y permiten que anide el Misterio. Sin embargo, mientras que una es la permanencia de la promesa en la tradición, la otra es la promesa en el cambio de la historia. Cada una recibe y cuida el don recibido y se unen en un abrazo que las sostiene y acompaña sus dudas. No viven lo que les pasa en soledad, pero tampoco entregan el misterio a cualquiera. Se buscan, se acompañan, se reciben, se confirman mutuamente. Vemos en estas mujeres lo mejor de sí mismas entregadas y agradecidas. En ellas se abrazan los complementarios y opuestos necesarios. Tenemos en nosotros ambas dimensiones la necesidad de permanencia y la necesidad de movernos, de ponernos en camino. La necesidad de tocar tierra y la necesidad de extender alas. Necesitamos de percibir lo permanente, aquello que teje nuestra identidad y aquello en lo que es necesario ampliar nuestra conciencia, extender alas, dar aire, permitir que siga creciendo. Con Isabel tocamos nuestra tierra firme y apoyamos los pies, y con María nos animamos a levantar los pies de la tierra cotidiana y conocida y a salir sin demora a visitar nuestros Ain Karim. Necesitamos de ambos para poder engendrar, sostener, nutrir y parir la vida en nosotros y en los demás.
Pedimos poder integrar armónicamente y abrazar ambas necesidades en Jesús, sabiendo que hay una de ellas que es la que más nos es afín, necesitamos abrazar la otra para poder integrarnos. Captar aquello que es permanente en nosotros como don, aquello que nos es propio y poder captar aquello que necesitamos ir mutando para vivir de una manera más plena.
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