Amados hermanos en el Señor [1],
gracia, bendiciones y paz de Dios a vuestro espíritu.
Espero que ante el rostro de Dios gocéis todos de la paz plena y de la alegría divina, la cual es el anticipo de las cosas prometidas a los elegidos en herencia, y que seáis capaces de redimir los días en vista del tiempo que vendrá, haciendo de vosotros mismos, de vuestros cuerpos y de vuestra dignidad mantos para extender sobre el camino del Señor a fin de que camine en vosotros y sobre vosotros, y encuentre reposo en vuestras almas.
Vosotros que sois los querubines de Dios en la tierra, llevadlo en vuestros corazones y en vuestras mentes y haced arder al unísono dentro de vosotros, el celo del amor para que con el amor os volváis tronos incandescentes dignos de recibir la divinidad que arde de fuego y de amor. Por el Apocalipsis sabéis que Dios quiere personas “calientes” (cf. Apoc 3, 15-16). Sed por tanto así. El Espíritu de Dios, que hemos conocido como fuego en forma de lenguas, permanece en vuestro interior y saca las manchas de vuestros pensamientos y de vuestras palabras, para hacelas divinas en cada cosa y en todo sentido. Hacedlo por tanto vuestro, y estad dispuestos a sufrir, porque él no consuela si no después de haber amonestado. Con la misma intensidad, en efecto, con que amonesta, consuela: quien no soporta la llama ardiente de su reprensión no puede soportar el fuego impetuoso de su amor que hace al hombre extraño a sí mismo, en patente emigración de su ego.
La amonestación del Espíritu Santo no penetra el corazón que anhela el mundo -aunque sólo sea por una sola cosa-, ni en el corazón ambicioso o ni en aquel que tiene de sí un concepto más alto del que conviene tener (cf. Rm 12, 13).
La amonestación del Espíritu Santo obra e inflama solo a los partidarios de la miseria y al alma que se ha condenado a muerte esperando alcanzar la nueva resurrección.
El hombre que aspira a la amonestación del Espíritu es distinto del que aspira a la virtud. Estos son opuestos. En efecto, el primero ha postrado gozosa y espontáneamente su voluntad, se abaja con una serena espontaneidad sin reservas: se ha predispuesto a afrontarlo hasta el fondo, y el fondo es la nada, la muerte y el no ser. El segundo, por un camino torcido y oculto, se autoexalta, anhelando una elevación voluntaria a la cual está predispuesto. No obstante una aparente perseverancia en abajarse, en realidad, busca algo más elevado.
Aceptar la reprobación del Espíritu santo significa entregarse a cuanto de más doloroso le pueda suceder al ser humano: la cruz. También aquí, sin embargo, la cruz existe bajo dos formas: la primera, la cruz de Jesús, exclusivamente destinada a los justos sin mancha. Esta es gloria en la forma y en la sustancia, ya que Jesús ha sido glorificado con la cruz y la pasión porque la ha soportado por los otros. Luego, está la cruz del buen ladrón: la que respecta a nosotros, si queremos realizar hoy mismo nuestro paso al paraíso. Ésta es, en su forma y sustancia, gran humillación e ignominia, porque no la soportamos por virtud o a favor de los otros. Más bien, decimos junto al ladrón que justamente hemos sido castigados no por el pecado –porque el pecado no es expiado por ningún castigo, por más grande que sea-, sino en vistas a nuestro paso al Reino, porque éste se realiza a través de muchas tribulaciones, aun cuando sea gratuitamente recibido por la fe (cf. Hechos 14,22) [2].
Quien comprende esto, goza de la misericordia de Dios. La gracia y la integridad lo acompañan hasta perfeccionar, a través de las tribulaciones, el camino de su salvación. El que sufre de este modo y según este modelo, vive en una gran misericordia, y con la misma intensidad con la cual sufre recibe la consolación incluso hasta alegrarse en pleno dolor. La alegría en el dolor es manifestación del espíritu y de la fuerza (cf. 1 Cor 2,4). Esta es explosión, en las tinieblas del mundo, de la luz del día que la aleja. El dolor en la alegría, en efecto, es semejante a la noche que está presente durante el día, la cual sin embargo, por no tener poder, está siempre pronta a retomar el propio poder si la luz de aleja de ella.
Si el hombre cae bajo la amonestación del Espíritu Santo y se entrega a su ardiente acción, esto significa que ha necesariamente alcanzado un alto grado de humildad, una humildad verdadera, no como la de aquel que anhela la virtud. Esta es, en efecto, humildad que no busca la elevación ni la recompensa, sino que se alegra de abajarse hasta el infinito. Si el hombre se inclina a la corrección del Espíritu Santo, alcanza la verdadera obediencia y no su versión falsa. El entregarse a la corrección del Espíritu Santo infunde en el alma una sensación extremadamente sincera y que no deja duda, que en el mismo modo en el cual ésta está cercana al fuego está también próxima a la luz [3]. El Espíritu es, en efecto, fuego que primero quema y luego ilumina. Es imposible para el hombre comprender el significado de la obediencia y realizarla si no siente sincera e indudablemente que él va hacia Dios.
La obediencia no es algo con lo cual enceguecer a alguien para que camine como un ciego detrás de otro, cayendo cuando cae el otro e infringiéndose en el mismo modo en el cual se infringe el otro. Así no es. La obediencia es una nueva iluminación que se agrega a la del hombre para asegurarle un recorrido veloz y seguro, mejor de los que le están adelante.
¿No habéis leído cómo Eliseo pide y obtiene dos porciones del espíritu de Elías (cf. 2 Re 2,9)? La obediencia es un gran anhelo de una mayor iluminación que favorece el camino y en vistas al objetivo, y no un complacerse en la oscuridad, en la ceguera y proceder bajo la amenaza de un bastón.
En fin, si llegamos a la verdad de la obediencia llegamos a la verdad de la humildad. Por ambas el hombre es consolado, convencido que todo lo que lo golpea en la vida es para su bien. Cada vez que acepta la tribulación alcanza la obediencia, y cada vez que alcanza la obediencia obtiene humildad. Así crece y su crecimiento no tiene fin.
Las personas pueden encontrarse verdaderamente, incluso también llegar a la unión, solo si se abajan. No es posible, en efecto, encontrarnos en nosotros mismos. Debemos abandonar nuestro ego. Esta emigración respecto al ego es mucho más dolorosa que la emigración de cualquier tierra. Es necesario que practiquemos esta emigración, para que podamos encontrarnos en otro lugar y no hay otro lugar, fuera del ego, más que en Dios.
Dios es el gran yo en el cual el hombre encuentro al otro, consiguiendo ambos un nuevo yo semejante al de Dios. Dios es el gran yo en el cual nos encontramos cuando nos desembarazamos de nuestro egoísmo mentiroso que el mundo y el demonio han fabricado para nosotros. Los hijos de Dios no tienen más que un solo yo.
En efecto, no encontraremos paz en nuestros yo. Dios es nuestra única paz. Dios no nos es extraño. Si logramos emigrar de nosotros mismos, es sólo porque Dios nos atrae a sí. Dios nos atrae porque él mismo encuentra descanso en nosotros. Dios reposa en sus santos (cf. Is 57, 15 LXX) como reposa en sus querubines. El hombre es el trono de Dios sobre la tierra.
El reposo de Dios y el nuestro están unidos: Él sufre por nuestro sufrimiento y descansa en nuestro descanso. Si buscamos descansar fuera de Dios, Dios nos angustia, porque le agrada postrarnos con dolores a fin de que podamos encontrar un verdadero reposo y no un reposo engañoso que nos hace perecer.
Vosotros habéis aceptado ser de Dios. Sed suyos, por tanto, y no de vosotros mismos y considerad la muerte como una meta, porque esta es la puerta abierta hacia Dios. La muerte es nuestro último enemigo, porque nos separa de Dios. El Señor Jesús la ha vencido y nosotros la atravesaremos con gran serenidad, si ahora caminamos sobre este camino, porque la puerta está puesta sobre el camino y cuando la atravesaremos encontraremos a Dios. Este será el último evento del tiempo, por esto ya desde ahora es impotente con respecto a nosotros, porque no somos de este mundo ni de este tiempo, si sobre nosotros se levanta la luz de la eternidad y si hemos entrado en la sensación de la resurrección.
La tumba no retendrá al espíritu. Nosotros dejamos voluntariamente el cuerpo para que sea bautizado en el polvo de la tumba y en sus tinieblas por el segundo bautismo de la resurrección, en el cual perdemos el cuerpo de carne con todos sus miembros heridos por el pecado y tocados por Satanás. Se trata de un bautismo del tiempo (cf. 1 Cor 10, 1-2) [4]: lo nuevo no será hasta que no sea el tiempo. Cuando renazca el cuerpo nuevo, sus sentidos se abrirán a la eternidad.
Aquel que vive ahora en la sensación de la resurrección –que es verdaderamente el bautismo de la muerte y de la sepultura del Señor- podrá dejar fácilmente su cuerpo en la tumba sabiendo que la tumba es la realización de la alegría de la resurrección y la alegría del bautismo.
Nuestro espíritu participará del cortejo fúnebre de nuestros cuerpos. El espíritu no llorará por el cuerpo pero lo entregará a la tumba como el campesino entrega la semilla a la tierra.
No hablo por mí mismo y no digo simples palabras, sino que espero suscitar en vuestros corazones la conciencia de la resurrección. Vuestra vida está escondida en Cristo y porque Cristo está vivo, vosotros no moriréis. Él ha muerto una sola vez por todos, a fin de que nosotros pudiésemos para siempre vivir en él.
Nuestra vida va hacia adelante tanto en los días de alegría como en los de dolor hacia la muerte, inevitablemente. El cuerpo entrará en la tumba, pero el espíritu la atravesará y no verá ninguna tiniebla porque su luz será Cristo, que ilumina las tinieblas y las tinieblas no lo reciben.
Esté en vosotros esta nueva conciencia cristiana e ilumine vuestros corazones la verdad de la resurrección, porque si hacéis vuestra la resurrección cual obra genuina del Espíritu santo por el hombre, surgirá sobre vosotros la vida de Cristo, desaparecerán de vosotros todos los pensamientos y las suposiciones que esconden por las pasiones del cuerpo y por las impresiones del mundo, tendréis en poca consideración cada cosa. Considerareis cada cosa una pérdida y ganaréis al Espíritu Santo que os guiará a la altura de la estatura perfecta de Cristo, en santidad y verdad.
A vosotros va mi saludo y mi amor en Cristo.
Que estéis bien, en el nombre de la santísima Trinidad.
[1] Carta 9, extraída de Rasa’il al-qummus Mattà al-Miskín, Monasterio de San Macario en el desierto de Escete 2007, pp. 49-54.
[2] Las palabras de Matta el Meskin no tienen que entenderse en sentido general porque se dirigen a personas específicas (en este caso, monjes), en momentos particulares y por exigencias específicas. El autor ha explicitado su visión de la cruz en otros numerosos escritos.
[3] En árabe es ineludible el juego de palabras nar (“fuego”), nur (“luz”).
[4] Aquí Matta el Meskin entiende “un paso más allá del tiempo”.
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