Sobre nuestra lucha contra las pasiones y cómo vencerlas con el recuerdo de Dios, la custodia del corazón, la oración y la tranquilidad de la mente, y cómo llevar a cabo esta obra.
Los Padres ofrecen los preceptos que permiten al monje oponerse al enemigo con una fuerza proporcional a su acción, ya que de ésta depende la victoria o la derrota espiritual. O de manera más simple, debemos oponernos a los pensamientos malvados con todas las fuerzas. Por esta lucha vendrá la corona o bien los castigos, la corona con la victoria y los castigos, en cambio, para el pecador que durante la vida no se hayan arrepentido.
Según las palabras de Pedro Damasceno, “el pecado que merece el castigo es aquel de quien lleva a cumplimiento un pensamiento. En cambio, aquellos que luchan duramente y que en medio de un violento combate contra el enemigo no sucumben, se trenzan las coronas más luminosas”.
La mejor lucha, la más cargada de esperanza, es aquella que rompe el pensamiento, el asalto del enemigo desde el principio y custodia la oración incesante. Quien en efecto se opone al primer pensamiento, esto es al asalto de los pensamientos, de él se puede decir que pone fin a toda acción posterior que surge de ese pensamiento. El monje prudente hace morir a la madre misma de esta despreciable estirpe, esta madre es el asalto diabólico del primer pensamiento, como han dicho los Padres. Y también, al momento de la oración necesita tener la mente en una disposición tal que esté como sorda y muda, como decía san Nilo Sinaíta, necesita tener el corazón libre de cada pensamiento, incluso de aquellos que parecen buenos, como decía Hesiquio de Jerusalén. Es sabido que una vez admitidos los pensamientos buenos, privados de pasiones, siguen luego los pensamientos malos y colmados de pasiones. El ingreso de los primeros abre la puerta a los segundos. Necesita pues apartarse con todas las fuerzas de estos pensamientos que fingen ser rectos para mirar constantemente y sin impedimentos en lo profundo del propio corazón y exclamar: Señor, Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, o bien, Hijo de Dios, ten piedad de mí, como es más oportuno para los principiantes, según enseña san Gregorio el Sinaíta. No necesita, sin embargo, cambiar muy a menudo las palabras de la oración. Después de haber recitado las palabras: Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, los Padres agregan también la palabra pecador. Esto es agradable al Señor Dios y particularmente útil para nosotros pecadores.
Has salir con asiduidad esta invocación, sea cuando estés de pie o cuando estés sentado o acostado, has salir esta invocación encerrando la mente en el corazón y, para estar interiormente libre, retiene cuanto te sea posible la respiración, de modo de no respirar muy rápidamente, como enseña Simeón el Nuevo Teólogo. Gregorio el Sinaíta dice: “Invoca al Señor Jesús con todo el corazón, con paciencia, constancia, perseverancia, expulsando cada pensamiento”. Cuánto sirva para la concentración de la mente en la oración retener la respiración y no respirar rápidamente, te lo demostrará rápidamente la misma experiencia, dicen los Padres.
Si no puedes orar en el silencio del corazón sin pensamientos, y si ves que estos proliferan en tu mente, no te desanimes y ora sin preocuparte. San Gregorio el Sinaíta, sabiendo perfectamente que para nosotros los pecadores es imposible vencer los pensamientos malvados, ha dicho: “Ningún principiante custodiará la mente, ni rechazará los pensamientos, si Dios mismo no la custodia y no rechaza los pensamientos. Solo los fuertes y aquellos que han progresado mucho en la actividad espiritual son capaces de custodiar la mente y de alejar los pensamientos e incluso estos no lo rechazan con sus fuerzas, sino que en esta lucha combaten con Dios y armados de su gracia.”
Tú, pues, después de haber visto la impureza de los espíritus malvados, es decir, la impureza de los pensamientos que prosperan en tu mente, no te espantes ni te turbes. Y si comienzan a presentarse ante ti, cualquiera sea la apariencia de bondad de su objeto, no les prestes atención, sino, por cuanto te sea posible, retiene tu respiración y encierra la mente en el corazón. E invoca a menudo y con asiduidad al Señor Jesús al modo de un arma. Todos los pensamientos, ardiendo por el nombre divino del Señor Jesús como sobre el fuego, huirán invisiblemente.
Si después de todo esto los pensamientos no paran de asaltarte y apagando tu ardor, entonces álzate y ora y luego continúa con firmeza tu primera tarea que es aquella de repetir el nombre de Jesús encerrando la mente en el corazón. Pero cuando los pensamientos, incluso después de la oración dicha para combatirlos, vuelven desenfrenados y te asaltan de modo que te es imposible custodiar la mente en el corazón, entonces debes pronunciar la oración con los labios y repetirla sin pausa, por largo tiempo, con fuerza y paciencia. Si te sientes débil y desanimado, llama a Dios en tu ayuda, oblígate con todas las fuerzas. No dejes la oración y con la ayuda de Dios todo esto desaparecerá enseguida. Finalmente, cuando la mente encuentre la paz y se libere de la esclavitud de los pensamientos, entonces presta nuevamente atención a tu corazón, realizando tu oración con el corazón y con la mente. Múltiples, en efecto, son los ejercicios y las obras de la virtud, pero comparados a la sobriedad del corazón no son más que pequeñas cosas. La oración del corazón es la fuente de todo bien. Como los huertos están unidos entre ellos por el agua que los riega, así ella une al alma, dice san Gregorio el Sinaíta. Feliz el hombre que ha entendido los escritos de los Padres pneumatoroforos y que siguiéndolos decide consagrarse con gran vigilancia a la oración, callando en ese momento a todo pensamiento, no solo a los malos, sino también a aquellos que tienen la apariencia de bien, y alcanzan de este modo el silencio perfecto, también del pensamiento, ya que la oración está en la cumbre de toda ascesis.
“La hesiquía es buscar al Señor en el propio corazón, esto es a través de la mente custodiar el propio corazón en la oración y ocuparse exclusivamente de esto.” La custodia de la mente en el corazón, una vez alejados todos los pensamientos, es una obra muy difícil hasta que no se ha adquirido el hábito, no solo para los principiantes, sino también para todos aquellos que, no obstante mucho esfuerzo, no han ni alcanzado ni aún sentido en su corazón la dulzura llena de gracia de la oración. Está probado por la experiencia que el ejercicio de la oración con la mente es una gran y dura ascesis, pero quien ha obtenido la gracia ora sin esfuerzo y con amor. “Cuando la oración ejerce su influencia, entonces esta influencia recoge perfectamente la mente en sí misma, la hace dócil y libera de toda esclavitud”, dice san Gregorio el Sinaíta. Para esto necesita permanecer pacientemente en oración el mayor tiempo que le sea posible, alejando todo pensamiento, y no levantarse para la salmodia antes de tiempo. “Cuando estés sentado orando se paciente, según la palabra del Apóstol: Sed perseverantes en la oración. Y no te levantes antes de tiempo, aunque notes el sufrimiento y el cansancio de la mente. Con gemido y llanto interior recuerda la palabra profética: “Tengo dolores como una parturienta”. Recuerda también a san Efrén que nos enseña: “Soporta con dolor para evitar los dolores vanos del sufrimiento”. Y también Gregorio Sinaíta nos pide perseverar por mucho tiempo en la oración: “Con la cabeza y el cuello inclinado, invoca con fervor la ayuda del Señor Jesús, permaneciendo inclinado con la mente reunida en el corazón, si solo esto está abierto.” Y recuerda la palabra del Señor: “¡Cómo es difícil entrar al reino de los cielos! Sólo los violentos se apoderarán de él.” Según el comentario de Gregorio con las palabras “difícil” y “violentos” el Señor quiere indicar un esfuerzo extremo y un penoso cansancio. Cuando pues la mente está agotada por la tensión y no puede más, y cuando el cuerpo y el corazón sienten dolor por su ferviente e incesante invocación del Señor Jesús, entonces canta los salmos, para tener un poco de tregua y reposo.
Este es el nivel más alto de la actividad espiritual y esta es la enseñanza de los sabios para todos los monjes, sea para los solitarios como para cuantos tienen discípulos. “Si has tomado contigo un discípulo fiel, diga él los salmos y tú vigila tu corazón”. Así san Gregorio, que ha recorrido el camino espiritual y lo conoce profundamente, nos pide consagrarnos con toda solicitud a la oración de la mente, a recurrir a los salmos para expulsar la tristeza, a recitar los troparios de penitencia, pero sin cantarlos, según la palara de Juan Clímaco: “No los cantes”. Ellos bastan para sentir regocijo, para experimentar la fatiga del corazón, ese dolor fruto de la piedad, y el calor espiritual que les es dado, para que tengan alegría y consolación, como dice san Marcos. Prescribe también agregar un Trisagio a esta salmodia, y siempre el aleluya, como han prescripto los antiguos padres Barsanufio, Diádoco y otros.
Para cuantos siguen la regla de Crisóstomo, quien recurre para ordenar la propia actividad espiritual a un tiempo para la oración, a un tiempo para la lectura, a un tiempo para la salmodia, y así transcurrir el día, es una buena regla porque tiene en cuenta el tiempo, la medida y la fuerza del monje. Tú decides: atenerte a la distribución de Crisóstomo o bien preocuparte incansablemente de estar siempre atento a la obra de Dios en la oración espiritual.
Cuando, por gracia de Dios, se saborea la dulzura de la oración y esta ejerce su influencia sobre el corazón, entonces san Gregorio Sinaíta pide seguir orando: “Cuando ves, dice, que la oración actúa en tu corazón y no cesa de obrar en él, no la dejes y no te levantes para recitar los salmos, hasta que, por disposición divina, no sea ella misma la que te deje. Si abandonas a Dios dentro de ti para ponerte a llamarlo desde afuera, dejas las cumbres para volverte a la tierra, abandonas la oración y entonces tu mente pierde la quietud, mientras el silencio hesicasta, como dice su nombre, para ser custodiado exige que la mente esté en paz y en tranquilo reposo. Dios es la paz extraña a toda confusión e inquietud”. Pero para no ser seducido durante la obra de la oración espiritual no acojas en ti ninguna representación, ninguna imagen o visión pues aquellas nubes, es decir, los grandes sueños y los otros motivos, no cesan nunca cuando la mente está en el corazón y realiza su oración, y nadie es capaz de dominarlas sino aquellos que han alcanzado la perfección por la gracia del Espíritu Santo y aquellos que han adquirido la firmeza de la mente por medio de Jesucristo.
Pero quien no sabe practicar la oración espiritual, que según la palabra de Juan Clímaco es la fuente de la virtud y las riega como en un jardín espiritual, conviene recitar los salmos por mucho tiempo y cambiar a menudo la actividad espiritual […] Los demás Padres han dicho que la salmodia debe ser cumplida con medida y que más allá de toda otra cosa es necesario dedicarse a la oración. Pero cuando se comienza a dispersarse en el ocio, es necesario recitar los salmos o bien leer la vida y las obras de los Padres. Una barca en efecto, no tiene necesidad de remos cuando el viento la lleva y la hace atravesar el océano de las pasiones, pero si el viento para, la barca se detiene y entonces necesita emplear los remos, o bien otra usar otra barca más pequeña para llegar a la meta. Algunos, queriendo discutir, citan a los santos Padres o a algunos monjes actuales, diciendo que ellos hacen largas vigilias de pie toda la noche recitando los salmos ininterrumpidamente.
Mas a estos, san Gregorio Sinaíta pide que se responda con la Escritura: “No todo es perfectamente realizado por ustedes, por escaso celo y pobres fuerzas, pero aquello que es pequeña cosa para los grandes, no siempre es poco, y aquello que es grande para los pequeños, no siempre es perfecto. Los monjes, hoy como ayer, no han seguido todos un solo y mismo camino, ni lo han realizado todos hasta el final”.
A aquellos que han hecho grandes progresos y a los que les fue concedida la iluminación, a estos, afirma el mismo padre, no es la recitación de los salmos, sino el silencio, la oración incesante y la contemplación, [lo que les conviene]. Ellos están unidos a Dios y no deben arrancar sus mentes de Dios para someterlas a la disipación. Sus mentes son adúlteras cuando se alejan del recuerdo de Dios custodiado mediante la oración incesante para dejarse distraer excesivamente por cosas de poca importancia.
San Isaac el Sirio, que tuvo la experiencia de un estado tan elevado, escribe que cuando sobreviene esta indecible alegría espiritual, ésta para súbitamente la oración vocal porque en aquel momento es como si los labios y la lengua se paralizaran, y junto a ellos también el corazón, custodio de los pensamientos, y la mente, madre de los sentimientos, y el pensamiento, veloz pájaro audaz. El pensamiento, entonces, no posee ni oración ni voluntad propia, sino que es dirigido por otra fuerza, es mantenido en misteriosa esclavitud y permanece en esto que es inexpresable en conceptos y que él mismo no conoce. Es esto lo que es llamado desconcierto o visión de la oración, pero no es la oración propiamente dicha porque la mente entonces está más allá de la oración […] según la palabra del Apóstol: si en el cuerpo no lo sé, si fuera del cuerpo tampoco, lo sabe Dios. San Isaac compara la oración a una semilla y esto ha sido la recolección de las gavillas. El que cosecha es sorprendido por inefable visión. Las débiles y desnudas semillas que han sembrado aparecen de improviso delante de él como espigas maduras. Esta es la oración, porque solo de ella proviene aquel don indecible dado a los santos y del cual nadie puede determinar el nombre. Cuando, gracias a la actividad espiritual, el alma se acerca a lo divino y por medio de una inescrutable unión se vuelve semejante a la Divinidad, resplandece en sus movimientos por el rayo de luz que viene de lo alto, y cuando la mente es hecha digna de percibir la beatitud futura, entonces el alma se olvida a sí misma y toda efímera realidad terrena y no tiene más excitación alguna. En ella se eleva una alegría indecible, estremece en su corazón una indescriptible dulzura, hasta el cuerpo se sacia. El hombre entonces olvida no sólo la pasión sino también su misma vida y piensa que el Reino de los cielos no consiste en ninguna otra cosa más que en este estado. Quien experimenta que el amor de Dios es lo más dulce de la vida, y que la inteligencia según Dios, por la cual nace el amor, es más dulce que la miel… “¡Cosa admirable, exclama San Simeón el Nuevo Teólogo, que las palabras no pueden expresar porque en verdad es algo que despierta temor y es inexpresable con palabras! Veo la luz que el mundo no conoce, y sentado en mi celda, veo dentro de mí al Creador del mundo, converso con él, lo amo, y me alimento de la sola contemplación de Dios, y unido a él, atravieso los cielos. Dónde está en ese momento mi cuerpo, yo no lo sé. El Señor me ama y me acoge en su seno, me esconde entre sus brazos. Aquél que está en el cielo está en mi corazón, lo veo aquí y allá. El Señor me hace aparecer no sólo igual a los ángeles, sino más grande que ellos, ya que cuanto está para ellos invisible e inaccesible, se hace visible a mí y se une a mi ser. Y cuanto anuncia el Apóstol: Aquellas cosas que el ojo no vio, ni el oído escuchó, ni nunca entraron en corazón de carne.” Y mientras se permanece en este estado, no sólo que no se quiere abandonar la propia celda, sino que se querría uno esconder en lo profundo de la tierra, y allí fuera del mundo entero, contemplar al propio inmortal Señor y Creador. Y así, por tanto, san Isaac afirma que cuando en el hombre el velo de las pasiones es rasgado por los ojos de la mente y él ve la indecible gloria divina, su mente se eleva rápidamente hasta sentir temor, y si Dios no pusiese término en esta vida a tal estado, todo lo mucho que durase, incluso si fuese toda la vida, este hombre no podría salir más de esta admirable visión. Pero Dios en su misericordia dispone que al tiempo debido su gracia disminuya en sus santos para que estos puedan también entregarse a sus hermanos en el servicio de la Palabra, enseñando a ellos el temor de Dios, ya que, como dice Macario el Grande: “Si uno recibiese una gracia semejante, y fuese constantemente abrazado por la dulzura de esta visión milagrosa, no podría sentir más nada de este mundo, ni hablar, ni realizar el ministerio de la palabra, ni dedicarse a la más mínima ocupación.” Aquellos que en este cuerpo mortal han gustado una vez el alimento inmortal y han sido admitidos, si bien parcialmente en este mundo fugaz, a la alegría preparada para nosotros en la patria celestial, no pueden más apegarse a la belleza de este mundo, ni temer lo que es triste o cruel, sino con el Apóstol osan gritar: “Nada podrá separarnos del amor de Dios.”
Y todo esto, dice san Isaac, sucede a quien ha visto cosas semejantes y ha sentido en sí mismo después haber alcanzado este don bajo la guía de los Padres y después de muchos esfuerzos y grandes cansancios. En cuanto a nosotros, miserables, somos culpables de muchos pecados y estamos llenos de pasiones. No merecemos pues sentir hablar de tales cosas, pero confiando en la gracia de Dios, he osado escribir algunas palabras tratadas por los Padres pneumatoforos porque sabemos, si bien solo imperfectamente, a qué nivel hemos caído y cuán locos somos en apegarnos y dedicarnos al mundo de aquí abajo, amontonando bienes materiales, preocupándonos y turbándonos por ellos, cosas que hacen culpable a nuestras almas. De todo esto sacamos gloria, lo estimamos como algo bueno. Pero, ¡pobre de nosotros! No comprendemos la dignidad de nuestras almas, ignoramos a qué vida hemos sido llamados, dice san Isaac. Nuestra vida terrena, sus tribulaciones, sus bienes materiales, su tranquilidad aparecen a nuestros ojos como algo importante. En cuanto a la vida según el espíritu, nosotros que estamos hundidos en el ocio, en las seducciones de este mundo y en la negligencia, hablamos como si hubiera sido reservada a los santos del tiempo pasado […] Pero aquellos que, llenos de celo, se arrepienten, buscan a Dios con amor y temor, y miran solo a Él, siguen sus mandamientos, a estos el Señor los acoge, les tiene misericordia, les da el don de su gracia y los fortalece. Toda la divina Escritura lo atestigua. Muchos Padres, por un tiempo, recorrieron este camino y condujeron por él a sus hermanos. Sólo hoy esto no sucede por falta de guías. Pero aquel que se ha enteramente consagrado a la obra de Dios es enseñado y guiado por la gracia divina ahora y siempre. En cuanto a aquellos que no quieren practicar la ascesis y vanamente sostienen que en nuestro tiempo Dios no concede más las gracias que daba en otro tiempo, a estos el Apóstol les llama seducidos y seductores de otros. Hay entre ellos algunos que ni siquiera quieren sentir hablar de la obra de la gracia en nuestros días. Gregorio Sinaíta afirma de ellos que están oscurecidos de gran insensibilidad, ignorancia y falta de fe.
Nosotros pues que hemos aprendido estas cosas por la santa Escritura, si deseamos dedicarnos asiduamente a la obra de Dios, alejémonos por cuanto nos es posible de la vanidad de este mundo, trabajemos por exterminar las pasiones, cuidemos nuestro corazón de los malos pensamientos y en cada cosa cumplamos los mandamientos de Dios. Pero para custodiar nuestro corazón necesitamos estar siempre en oración. Este es el primer escalón del crecimiento monástico y sin oración es imposible hacer morir las pasiones, dice Simeón el Nuevo Teólogo. El tiempo más propicio para la obra monástica es la noche: “Es en particular durante la noche que el monje debe ejercitarse en su trabajo espiritual”, han dicho los Padres. El beato Filoteo decía que el espíritu se purifica mejor de noche. Y san Isaac dice: “Cada oración que elevamos de noche considérala la más importante de todas las obras del día. Aquella sensación de dulzura otorgada durante el día a quien ayuna, proviene de la luz que viene de las obras nocturnas de los monjes solitarios.” La misma enseñanza nos la dan otros santos. San Juan Clímaco dice: “Sobretodo dedícate a la oración de noche” […] Mas necesitas también recordar que “la abundancia de palabras, como dice siempre Juan Clímaco, a menudo dispersa la mente durante el tiempo de la oración, mientras pocas palabras la recoge.” “Cuando estés distraído en tus pensamientos, dedícate sobre todo a la lectura”, dijo san Isaac. Del mismo modo, el ángel mandó a Antonio el Grande: “Cuando tu espíritu se disperse, dedícate aún más a la oración y al trabajo manual.”
A los principiantes, cuando son asaltados por los pensamientos, es muy útil que hagan cualquier trabajo manual unido a la oración, o bien un servicio, una ocupación realizada por obediencia. Esto es para ellos una absoluta necesidad si son atormentados por pensamientos de tristeza y de acedia, nos enseñan los Padres.
San Hesiquio de Jerusalén propone para esta actividad espiritual cuatro medios: 1) velar sobre los pensamientos que nos asaltan, es decir, observarlos, vigilar sobre ellos y rechazarlos desde el principio; 2) custodiar el propio corazón en profundidad, liberándolo de cada pensamiento y 3) orar, invocar la ayuda de Cristo el Señor; 4) custodiar el recuerdo de la muerte. Todo esto impide el acceso a los malos pensamientos y cada uno de estos medios, utilizados separadamente, se llama sobriedad de la mente y actividad espiritual.
Atento a estas enseñanzas, cada uno de nosotros combata en el modo que más lo necesite.
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