lunes, 28 de octubre de 2013

Uso y mal uso de la oración de Jesús



 

Nada en la doctrina ortodoxa hace del monje un “iniciado” en el sentido de la gnosis oriental, sosteniendo que por esto no pueden revelar a los laicos (¿no es él mismo un laico con una vocación particular?) los secretos espirituales a los cuales habría accedido él y sus semejantes. Por el contrario, una tradición monástica ininterrumpida en varias oportunidades envía al monje culpable de orgullo al encuentro con algún simple creyente, que vive según la fe, la esperanza y la caridad en medio del mundo, para que le revele el auténtico “secreto del Rey”.



Se puede dar también la reciprocidad, y vemos así a san Serafín de Sarov compartir con Motovilov, un laico que vive en el mundo, sus visiones luminosas. Esto no significa que queramos negar lo específico de la vida monástica, orientada esencialmente hacia la oración a la cual y por la cual el monje se ha consagrado. Sin embargo, monjes y laicos que viven en el mundo pertenecen al mismo pueblo de Dios. La vocación “angélica” del monje es también una vocación de servicio caritativo hacia los pueblos y hacia toda la humanidad, llamada a ser reunida en Cristo en un solo cuerpo. Esta vocación se realiza a través de la intercesión. Pero esta, ¿no puede asumir también otras formas? ¿Ayudar a que descubran los hombres de hoy, sedientos de agua viva en el desierto de un mundo inhumano, el pozo profundo cavado por el milenario trabajo de los monjes y compartir con ellos su frescura, no es acaso una de las formas actuales del servicio monástico, una participación del monje en la salvación del mundo?



En lo que respecta a la práctica contemporánea de la oración de Jesús por parte de los laicos se deben intentar evitar tres peligros principales (¡los cuales, sin embargo, amenazan también a los monjes!): el tomarlo como una moda (aficionamiento), el formalismo técnico y la evasión alienante en un pseudomisticismo o en una mística impersonal.

La invocación de la oración de Jesús es algo muy serio. Conlleva un compromiso. Esta no puede ubicarse, sin riesgo a pervertirla, al nivel de una moda, de un entusiasmo superficial. Para el creyente el nombre de Jesús es sagrado. El mandamiento de no usar el nombre de Dios en vano debe orientar nuestra aproximación a esta forma de oración. Nos parece sacrílego probar la oración del corazón como se experimenta una bocanada de humo o una sesión de relajación “para ponerse en forma”. El Señor misericordioso, sin embargo, sabe distinguir el germen de fe, de esperanza y de amor que pueden esconder tales intentos y hacer de ellos un camino de acercamiento para el corazón del pecador. Es necesario recordar que “no se elige la oración de Jesús. Se es llama a ella y acompañado por Dios, si él lo juzga conveniente. Uno se consagra a ella con la obediencia a una vocación (…) en la medida en la cual otras obediencias no tengan derecho de precedencia”.

Este llamado y esta consagración pueden implicar varios grados. Para algunos la invocación del Nombre será un episodio –quizás especialmente importante- de su vida espiritual; para otros será uno de los métodos del cual habitualmente se sirven; para otros se convertirá en el método alrededor del cual organizan toda la vida interior.

Entre el aficionamiento nocivo y sacrílego y la total consagración a la oración de Jesús que llegaría exigir una vida solitaria, nos parece que existe un camino intermedio, para algunos un camino real: para el hombre comprometido en una vida activa, con múltiples obligaciones de las cuales no puede sustraerse, una invocación breve, y profunda, consciente del nombre de Jesús puede ser la fuente a la cual él vuelve para  beber en la mitad del desierto, fuente que no deja de manar en él silenciosamente y de refrescarlo, aún cuando ha dejado de pronunciar las palabras de la oración.

La cuestión del método, del ritmo respiratorio, de la actitud corporal deben ser colocadas en su justo lugar, el cual es secundario. El método puede ser una ayuda. El interés de ciertas técnicas de concentración no pude ser negado. En sí mismas son neutras, desde el punto de vista espiritual, útiles en algunos casos, en otros pueden volverse un obstáculo para el auténtico encuentro con Dios, en la medida en la cual ellas obstaculicen el horizonte interior. Lo esencial no reside en los métodos, sino en el espíritu, con el cual es practicada la oración de Jesús.

Una oración técnicamente perfecta pero que busca solo la plenitud personal, la alegría y el poder espiritual, la adquisición de una superioridad psíquica, será una oración intrínsecamente mala. Una oración humilde, pronunciada con fe, incluso en un estado de aparente aridez espiritual, cualquiera sea la actitud corporal, será probablemente agradable al Señor. Esto es verdadero para la oración de Jesús, como para cualquier otra oración.

La oración de Jesús es un camino de unión con Cristo, en el Espíritu, a través de la pronunciación del nombre de Jesús, portador de las energías del Verbo divino. Camino simple, pero no “medio breve”, que exime de la ascesis y del combate espiritual. Camino de silencio adaptado a la necesidad del hombre moderno saturado de ruidos y de “palabrería”, camino que nos crucifica a nosotros que estamos “dispersos” y con el pecado como “distintivo”. Es necesario, sin embargo, no hacer ningún tipo de propaganda inoportuna, de gritar con celo poco lúcido, que ésta es la “mejor oración” o la única “conveniente para nuestro tiempo”.

Otro peligro muy sutil es el de hacer de la oración de Jesús un refugio, un jardín cerrado de una piedad egocéntrica, intimista, no eclesial. Sería un mal uso que podría explicar y en cierta medida justificar la acusación que considera a la vida interior una especie de opio, si bien no para las masas, al menos para una protegida “elite”.

Por el contrario, la oración de Jesús puede ser un camino a través del cual penetramos mejor en el misterio de la salvación que la Iglesia tiene la responsabilidad de anunciar al mundo. Dejando de repetirla mecánicamente, meditando el sentido de cada palabra que compone esta oración, nos abrimos a este misterio y lo hacemos nuestro en la comunión de los santos. “Pronunciando el Nombre (…) ofrecemos nuestra carne a la Palabra a fin de que la asuma en su cuerpo místico. Hacemos desbordar en nuestros miembros (…) la realidad interior y la forma de la palabra “Jesús”.

En la oración de Jesús no buscamos un medio de evasión de las preocupaciones mundanas. Estas preocupaciones debemos ponerlas a los pies del Señor y asumirlas con él, en él, de un modo nuevo. El nombre de Jesús, escribe el Monje de la Iglesia de Oriente, es un instrumento, un método transfigurador que podemos aplicar al mundo inanimado, a toda la creación que, gimiendo, tiende a Cristo, y, en primer lugar, a los hombres que Dios pone sobre nuestro camino.

El nombre de Jesús es un medio concreto y poderoso para transfigurar a los hombres en su más profunda y divina realidad. Vamos con el nombre de Jesús en nuestro corazón y en nuestros labios hacia los hombres y las mujeres que cruzamos por la calle, en la fábrica, en la oficina, y sobre todo hacia aquellos que parecen irritantes y antipáticos (…). Si vemos a Jesús en cada hombre, si decimos “Jesús” sobre cada hombre, iremos por el mundo con una nueva visión y con un nuevo don de nuestro corazón. Podemos así, en cuanto depende de nosotros, transformar el mundo y hacer nuestra la palabra de Jacob a su hermano: “He visto tu rostro y es como si hubiese visto al rostro de Dios” (Gn 33,10).

Debemos también decir una palabra acerca del problema que puede surgir del uso de la oración de Jesús por parte de hombres y mujeres extraños al contexto cultural y espiritual en el cual esta práctica se ha constituido y ha ido cristalizándose. Es un problema real. Sin embargo, es necesario hacer algunas distinciones y cuidarse de las simplificaciones.

Sería históricamente inexacto y espiritualmente estéril ver a la oración de Jesús como un producto “terminado”, cerrado, de una cultura y de una espiritualidad monolítica, llamada “oriental”. La historia la ha mostrado como un “movimiento” que se ha adaptado con facilidad a diversas mentalidades y que ha surgido en varias espiritualidades, cuya profunda unidad no excluye acentos diferentes: la dura espiritualidad del desierto, la llena de ternura del Monte Sinaí, la espiritualidad marcada por el intelectualismo griego de Gregorio de Pálamas, la espiritualidad simple, popular y evangélica en el Peregrino ruso. Es necesario distinguir entre lo “espiritual” y lo “cultural”, si bien se compenetran y admitir también que el Espíritu habla diversas lenguas. La oración de Jesús, asimilada e integrada por los espíritus “occidentales” –epíteto del cual convendría también precisar el significado-,  indiscutiblemente asume un nuevo rostro y está bien que así sea. El opúsculo de un Monje de la Iglesia de Oriente – tan occidental en ciertos aspectos- se manifiesta como el resultado de estas integraciones creativas. Y otras son también posibles.

Sin embargo, es necesario cuidarse del sincretismo. La práctica de la oración de Jesús por parte de los cristianos pertenecientes a diferentes confesiones no puede ser colocada en la perspectiva “guenoniana” de la “unidad trascendente de las religiones”. Un empleo de la oración de Jesús fuera de la confesión de fe de Pedro nos parecerá siempre inconsistente y sospechosa, cualquiera sea la sinceridad personal de los que la practican, no viendo en Jesús más que una transformación de lo Divino impersonal o la imagen interior del “Ego”.

La oración de Jesús, fundada sobre el misterio de la Una y Santa, nos hace penetrar en el misterio del cuerpo de Cristo. Esta oración aparece, así, como un camino hacia la unidad de los cristianos. Cualquiera que pronuncia esta oración adhiriéndose profundamente a la persona divina de Jesús, el Verbo encarnado, - más allá de cuáles sean las deficiencias de la expresión de la propia fe- está virtual e invisiblemente en la Iglesia. Pronunciando el nombre de Jesús con un espíritu de sumisión incondicionada, nos unimos con María, arquetipo de la Iglesia, cuando el ángel le anunció que tendría un hijo cuyo significado de su nombre sería: “Dios salva”.

El análisis semántico permite revelar, de alguna manera, toda la riqueza del significado encerrado en la invocación, en apariencia tan simple, del nombre de Jesús. Sin embargo, más allá de cada palabra y de todo análisis, es necesario saber abrirse a aquello con respecto a lo cual ella es solo el soporte: la presencia viviente de la persona de Jesús. El fin de la oración de Jesús, que es también el hilo que debe contener a toda instante, es el contacto viviente, inefable con Cristo: no el disolverse en un océano impersonal, sino el encuentro suprapersonal, abismo de comunión con el Amante supremo que es el supremo Amado, el cual nos introduce en el reino del amor de la santa Trinidad.

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