lunes, 28 de octubre de 2013

La grandeza de la oración



“Vale mucho la oración del justo hecha con insistencia.” Sant 5, 16

“Mi oración llega hasta tu rostro.” Sal 88, 3

“Que mi oración suba como el incienso hasta tu rostro”. Sal 141, 2

“Santo, Santo, Santo, Dios del universo,
el cielo y la tierra están llenos de tu gloria.” (Is 6, 3)


Estas palabras que los serafines proclaman en la visión de Isaías son la quintaesencia de la oración.

En su esencia la oración es comunión con los poderes celestiales en la glorificación del Creador. En esto se resumirá y desembocará necesariamente cada oración, cuando todo sea sometido a Dios Padre.

La oración no es únicamente algo proprium  del hombre, no existe solamente para consolar o satisfacer sus necesidades. La oración es grande porque es algo proprium de los seres espirituales. No es de este mundo, ni por este mundo. Si nosotros, por lo tanto, la relegamos al ámbito restringido de nuestras peticiones o de las satisfacciones de las necesidades del hombre en este mundo, pierde su propia grandeza, lo que tiene de esencial.

Santificar el nombre de Dios estando a Él sometidos y darle gracias con una alabanza pura, lleva al hombre a volverse espiritual y a asociarse  a las potencias celestiales en este culto inefable.

Sin embargo, si pedimos a Dios también las cosas de este mundo (si bien esto no forma parte de la naturaleza primaria de la oración), es por la caída del hombre, por la cual ha perdido su propia condición espiritual primaria, con la cual no existía la necesidad. Pero Dios, en su bondad, escucha también nuestros pedidos y nuestros lamentos que por cierto, conoce ya anticipadamente. Y esto con el fin de poner en nuestro corazón la paz, la certeza que Él no nos abandona por motivo de nuestros pecados y se interesa por nuestras necesidades.

Pero si progresamos en la vida de oración adquirimos al final la certeza que la oración es esencialmente una doxología, un oficio divino de infinita nobleza. A esta han llegado todos los santos al final de su comprensión y de su práctica de oración.

En la base de cada oración se encuentra el deseo de cumplir totalmente la voluntad de Dios: “Que se haga tu voluntad en la tierra como en el cielo”. Así la oración exige que el hombre haga violencia a la propia voluntad: “No mi voluntad, sino la tuya” (cf Lc 22, 42).

La glorificación y la santificación de Dios por medio de la oración es comparable a la de los serafines. Ahora bien, estos conservan su gloria por su ministerio ante Dios y no por su naturaleza. Del mismo modo, la corrupción de nuestra naturaleza no anula la grandeza de nuestro ministerio, siempre que seamos movidos por un amor puro, sincero, sin egoísmo. El abandono total a la voluntad de Dios es en sí una alianza con Dios, preludio de la unión definitiva con su voluntad. Que por el peso de nuestra corrupción, Dios se encarga de eliminarla por medio de la sangre de su Hijo: “El justo, mi siervo, justificará a muchos” (Is 53, 11).

La oración, en cuanto glorificación al Creador, va más allá de nuestras carencia y de nuestra indignidad. Ella es en cuanto tal una obra perfecta capaz de colmar toda carencia y de cubrir toda debilidad. Cuando la realizamos con el corazón, para la santificación del Nombre de Dios, la oración se hace cargo, por medio de la gracia, de santificarnos: “En efecto el que santifica y los que son santificados provienen todos de un mismo origen” (Hebreos 2, 11). Cuando estamos delante de Dios para glorificarlo, los ángeles están allí, con gran alegría, a pesar del peso de nuestros errores. Los ángeles se regocijan cuando un pecador se arrepiente y nosotros estamos llamados a arrepentirnos cada día.

La oración que se eleva directamente hacia Dios para santificarlo otorga al hombre pureza y santificación. Sus ojos se abren como nuevos en el Espíritu, para ver al árbol de la vida que es en realidad Cristo mismo: “Busquen la santificación porque sin ella nadie verá al Señor” (Hebreos 12, 14).

Por medio de la oración el corazón del hombre tiende la mano arrepentida, recoge las palabras del evangelio, come del árbol de la vida y se renueva para vivir y no morir eternamente.

Es en este sentido que Isaac, obispo de Nínive, decía: “La oración es el Reino”.

Y es por esto que Cristo nos invita con tanta insistencia a la oración: “La necesidad de orar siempre, sin cansarse” (Lc 18, 1). Es en la oración continua que se revela en nosotros el misterio del Reino del cual Antonio el Grande decía: “Les amo con todo el corazón y todo el espíritu, porque habéis adquirido a Dios en sí mismos.” [1]

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Palabra de los Padres

“La perseverancia en la oración es el punto capital en cada buena preocupación y el culmen de toda las obras. Por esta podemos cada día alcanzar una nueva virtud pidiéndola a Dios. Ella procura, para cuantos son juzgados dignos, la comunión con la santidad de Dios y con la fuerza del Espíritu  y la disposición interior para la unión con el Señor en una indecible caridad. El amor espiritual, en efecto, hace arder de pasión divina y de ardiente deseo de Dios a quien se obliga cada día a perseverar en la oración y estos reciben la gracia de la perfección santificante del Espíritu.”
Macario el Grande. Homilía 40, 2

“El objetivo supremo al cual tiende el monje, el punto culminante de la perfección del corazón, está constituido por la oración perseverante ininterrumpida… El trabajo de la virtud tiende a un solo objetivo, que es la perfección de la oración.”
Juan Casiano. Conf. 9, 2

“¿Cuál es la finalidad de todas las prácticas de la hesiquia que cuando uno la llega a comprender llega a la perfección de la vida monástica?
Cuando el hombre es considerado digno de la continuidad en la oración. Allí se alcanzan a la vez el fin de toda virtud y se convierte en una morada del Espíritu Santo.”
Isaac el Sirio, Serm. Asc. 35

“¡Este gran Espíritu de fuego que yo mismo he recibido recíbanlo también ustedes! Y si quieren obtener que Él permanezca en ustedes, presenten primero las fatigas del cuerpo y la humildad del corazón, elevando noche y día vuestro pensamiento al cielo. Pidan con un corazón sincero este Espíritu de fuego y les será dado… Continúen celosos orando con todo el corazón y el Espíritu les será dado, ya que este permanece en los corazones rectos… Les revelará todos los misterios más altos y tantas otras cosas que yo no puedo expresar… En ustedes habrá, noche y día, una alegría celestial y, aunque estén aún en el cuerpo, serán como quien está ya en el Reino.”
Antonio el Grande, Carta 8, 1-2


Necesidad de la oración


“Sin mí no pueden hacer nada” Juan  15, 5

 “Oren para no caer en tentación” Lc 22, 40

“Invócame el día de la angustia: te liberaré y tú me darás gloria.” Sal 50, 15

“Porque son estos los adoradores que el Padre quiere.” Cf. Juan 4, 13


La relación del alma con Dios y su aspiración al diálogo con Él pertenecen a la naturaleza profunda del hombre, así como a los ángeles pertenece el ministerio del servicio y de la alabanza. Como el árbol “da fruto según su especie” (cf. Lc 6,44), así también el hombre responde con la oración a la necesidad de adoración del alma. Él es como el árbol que, en el tiempo debido, da su mejor fruto.

Como el árbol aparece generoso y bueno a los ojos del jardinero, así aparece a Dios el hombre que, en el tiempo oportuno, ora.

Como para el jardinero el fruto es el fin último por el cual se preocupa de plantar el árbol y de regarlo. El fruto es el vínculo que une al árbol al corazón del jardinero y el motivo primero que lo empuja a doblarse sobre éste con solicitud y a custodiarlo en el propio jardín, así también sucede con la oración. Dios es un buen viñador que nos ha rescatado al precio de su sangre para ponernos en su viña, radicarnos en su reino, y allí espera nuestro fruto, porque este es el fin último de su obra y de sus sufrimientos sobre la cruz. Nuestra oración es el fruto maduro de la sangre derramada y la respuesta consciente a su amor y a su pasión.

En cuanto a la necesidad que nosotros tenemos de la oración en nuestra existencia temporal, es bueno que tomemos conciencia del hecho que vivimos en un mundo vuelto a los ídolos como el dinero, la codicia, la concupiscencia, un mundo que se está alejando de Dios en el cual reina la carrera por la ganancia, el uso de la fuerza, la astucia y la corrupción por obtener los primeros puestos, el recurso a la mentira para la autojustificación, por la injusticia y la dominación para asegurarse la conquista del poder, todas cosas comunes tanto en el mundo como en la Iglesia.

“¿Cómo salvar el alma?”: es hacerse una pregunta crítica que tiene necesidad, ciertamente, de muchos esfuerzos y de un cierto alejamiento del ambiente del etéreo mundo actual, pero también, y sobre todo, el recurso a la oración como el primer y único medio.

La oración no ha sido nunca tan necesaria para la salvación del alma como en el mundo de hoy, donde para el hombre nunca como antes es posible vivir sin fe y recibiendo del resto alabanzas y consideraciones.

En un mundo en el cual reina la incredulidad, el pecado y la injusticia, la oración nos recuerda que tenemos un Dios viviente, un reino dispuesto a acogernos en la otra vida en la gloria y un juicio que afrontar.

Día a día la oración nos recuerda también que nosotros no somos de este mundo, que somos hijos de la luz y que debemos cuidarnos de tener compromisos con los hombres perversos y disolutos, hijos de la depravación y del pecado.

La oración impide al corazón la codicia que lo lleva a la iniquidad, frena los pasos de las orillas resbaladizas del camino del pecado y custodia la lengua de las adulaciones y de la mentira.

La oración ilumina el discernimiento e impide que caigamos en compromisos con el mal, que hagamos pactos con el error y que aprobemos acciones perversas y malvadas.

La oración nos da, cada día, una paz del todo nueva, sustituyendo la paz perdida por las provocaciones y las perversiones de este mundo que, sin la gracia de Dios, nos dejarán mucha angustia y maldad.

La oración es luz interior. Por esta luz cada día nosotros descubrimos los defectos y los errores de nuestros comportamientos, impidiendo así al tiempo y a los acontecimientos conducirnos al abismo.

Dios no exige que seamos solo creyentes, sino que nos pide ser “verdaderos adoradores que adoren al Padre en espíritu y verdad” (Jn 4, 23). Es en esto que Cristo describe la auténtica oración, aquella que el Padre reconoce:

- Dios es Verdad y no le agrada la oración sino en la verdad, esto es una oración de fe en el pleno conocimiento del Padre.

- Dios es Espíritu y no le agrada la oración sino en el espíritu, esto es una oración abierta a la vida eterna y sometida al Espíritu de Dios.

La oración en espíritu y en verdad es la única que le agrada a Dios. Porque es la expresión de un contacto verdadero y espiritual con Dios.

Esta definición de la oración resume completamente el concepto teológico de oración verdadera y espiritual.

Cuando Cristo dice que Dios “busca tales adoradores”, esto es hombres de oración, el revela la importancia, el valor y la necesidad de la oración desde el punto de vista de Dios mismo. “Dios busca”. ¡Esto significa claramente que Dios busca la oración del hombre y que interviene para darle las condiciones favorables, la posibilidad  y el logro de esta oración! ¡Es como si la creación del hombre pudiera mantenerse gracias a la existencia de semejantes adoradores en espíritu y en verdad! La oración auténtica aparece por lo tanto como una relación única entre el hombre y Dios, relación sin la cual el hombre pierde el sentido de su propia existencia y la finalidad de la misma creación.

Podemos recordar siempre que Dios pide nuestra adoración y espera la hora de nuestra oración.

Palabra de los Padres

“¡Dios no tiene necesidad de nuestra oración! Sabe qué cosa nos falta aun antes que se lo pidamos. Porque Él sabe todo y es misericordioso, y derrama sus dones con abundancia, aun sobre aquellos que no le piden nada. La oración es indispensable sólo para nosotros, porque nos separa y nos consagra al Señor.”
Ignacio Brjancaninov

“La oración es la madre de todas las virtudes. Preserva la templanza, suprime la cólera, impide los sentimientos de orgullo y envidia, atrae al Espíritu Santo hacia el alma y eleva al hombre hacia el cielo.”
Efrén el Sirio

“No caerán nunca quienes se han apoyado siempre en el bastón de la oración. Aunque debiesen tropezar no caerán o no permanecerán en tierra. Porque la oración tiene un poder piadoso y absoluto sobre el corazón de Dios.”
Juan Clímaco. Scala par. 28, 63.

“La oración estimula la conciencia, reviste el intelecto del vigor de la caridad. La esperanza inflama la conciencia, da al hombre equilibrio para afrontar las preocupaciones y paciencia ante las pruebas y los males de la tierra, porque éstas no son nada en relación con la felicidad prometida.”
Isaac el Sirio, fondo árabe [2] I, I, 118

“La oración perfecta orienta hacia el cielo, allí gustamos de la realidad celeste y hace despreciable este mundo, frente al amor de Dios. Por medio de la oración atraemos sobre nosotros la gracia que se llama Reino, a fin que, percibiéndola, olvidemos la tierra y lo que ella contiene. Aun en la tierra tenemos la sensación de tener una ayuda celeste, potente e invisible.”
Isaac el Sirio, fondo árabe I, I, 119-122

“A partir de la palabra tenemos acceso al misterio. La oración aproxima al espíritu de Dios.
Isaac el Sirio, fondo árabe I, I, 134-135

“No es en razón de nuestro pedido que Dios nos envía sus dones y sus gracias, sino que Él hace de nuestros pedidos un medio, un modo de expresión que lleva al intelecto a investigar sobre la eternidad y a percibir su preocupación por nosotros.”
Isaac el Sirio, fondo árabe I, I, 144-145.

“La oración que no acompaña un pensamiento elevado y virtuoso se reduce a simples palabras que no tienen ninguna fuerza ante Dios. Pero si la oración es acompañada de un comportamiento recto, ésta tiene el dinamismo de una llama, porque ‘mucho vale la oración del justo hecha con insistencia’ (Sant 5, 16). El poder de esta oración no está en la palabra de la oración sino en la justicia, como para Moisés, Josué, Elías y Eliseo que, sin pronunciar una oración realizaron milagros.”
Isaac el Sirio, fondo árabe I, 2, 40-42.

“La oración es una obra superior. Está por encima de toda virtud.”
Isaac el Sirio, fondo árabe. I, 2, 44.

 

[1] Antonio el Grande, Carta 13, 1

[2] La traducción manuscrita árabe atribuye a Isaac el Sirio cuatro libros: los libros II y III corresponde a los Discursos ascéticos conservados en siríaco y griego. Los citamos según la traducción inglesa de A. J. Wensinck, en Isaac of Nineveh, Mystic Treatises by Isaac of Nineveh, Amsterdam 1923, según la numeración siríaca. La versión italiana de estos discursos es solo parcial, disponible en Isaac de Nínive, Discursos ascéticos, I. La embriaguez de la fe, a cargo de M. Gallo y P. Bettiolo, Roma, 1984. Nos reservamos el modificar ocasionalmente ambas traducciones en función del texto árabe. Los libros I y IV son, hasta donde sabemos, propios de la traducción árabe. Los citamos indicando el libro con una cifra romana (I o IV) y con una cifra árabe la homilía y la numeración de las frases ateniéndonos al manuscrito de Matta el Meskin.

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