martes, 29 de octubre de 2013

Vivir en estado de elección




San Ignacio concibe toda la vida espiritual siempre bajo el ángulo de decisiones a tomar. Esto es necesario para él debido a las exigencias propias de la vida apostólica, que suponen una lucidez sobre el tiempo en que se vive. Una constante revisión de nuestro comportamiento, ya que el apóstol, cualquiera sea la forma de su apostolado necesariamente enfrentado a decisiones mudables, tendrá siempre que tomar nuevas decisiones... Si está sumergido en el mundo y se acepta la carga de saber siempre por sí mismo mantener sus iniciativas para juzgar sobre su apostolado y poder tomar decisiones más urgentes, más eficaces, es necesario que esté en estado de elección.

Por lo tanto, en este estado siempre podrá tomar decisiones y estará siempre en estado de discernimiento. ¿Por qué? Porque tiene continuamente que tomar decisiones. Y estas decisiones no son momentos en los que actúa una especie de voluntad de poder que va a expresarse en que el hombre ha decidido por sí mismo lo que espera de la gracia sino al contrario; al pedir que esta actitud de elección sea la ordinaria en la vida, san Ignacio pide estar cada vez más sometido al Espíritu. No son decisiones momentáneas, en que, a falta de luz espiritual, nos comprometemos a tal o cual acción, sino decisiones en que se encuentra comprometida la verdadera fidelidad al Espíritu Santo, a su acción en nuestras almas. Si bien es verdad que este elemento de decisión es para san Ignacio completamente fundamental: es toda nuestra vida espiritual, nuestra vida de oración, de penitencia, de responsabilidad social etc. Todo eso es lo que se considera siempre bajo ese ángulo de una decisión a tomar. Pero una decisión que permite ser más fiel al Espíritu y, finalmente, porque somos fieles al Espíritu, somos llamados a nuevas decisiones. Y es ahí donde, para san Ignacio, se hace la unión entre esta acción y esta pasividad que son los polos necesarios de la vida espiritual. Lo mismo que Cristo tenía, a la vez, que hacer su obra (El mismo lo dice: ‘Yo hago mi obra, mis milagros, mis discursos, etc.’) y la obra de su Padre. Yo puedo decir equivalentemente que el Padre hace en mí su obra, yo también hago mi obra y los dos no hacemos más que una actitud.

Somos, a la vez, agentes de nuestro propio destino, llevados espiritualmente a decidir en todo, y al mismo tiempo, tenemos que aceptar la voluntad de Dios por el Espíritu Santo que nos mueve, que nos conduce.

Dejando atrás cosas importantes, creo que está aquí el sentido profundo de nuestro examen de conciencia. Si tenemos que examinar nuestra conciencia, no es porque tengamos ganas de purificarnos por una especie de interés enfermizo, sino porque este examen de conciencia es, tal vez, la forma más alta de oración desde el punto de vista del apóstol. Es la conciencia que tomamos delante de Dios, de su acción y de nuestra respuesta. Y se comprenderá fácilmente que San Ignacio nos diga que, si hay que escoger, por ejemplo, para un enfermo, entre la oración y el examen, habrá que dejar la oración y conservar el examen. Esta frase provoca, a menudo, escándalos, pero me parece totalmente evidente. No se puede abandonar nunca este deseo de situarnos delante del Espíritu Santo. No es posible. Y esto, precisamente, es lo que nos constituye en una vida apostólica. Todo el resto (incluidos los demás elementos de la vida espiritual, reglamentos, etc.) está constantemente reconsiderado en el interior de este examen de conciencia, que es en sí mismo una práctica ordinaria de la elección.

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