martes, 29 de octubre de 2013

El camino de las lágrimas en Simeón el Nuevo Teólogo



 


 “Las lágrimas son el signo de que te has acercado a los confirnes de la región misteriosa.”
Isaac el Sirio, Primera Colección 14

“No hay otro camino [que las lágrimas]… para ver los misterios”
Simeón, Himnos 15, 259-260.


Simeón el Nuevo Teólogo sobresale como el testigo más eminente y el intérprete más rico del camino de las lágrimas. Si por un lado las raíces de este tema se hunden firmemente en el Nuevo Testamento (cf. Mt 5, 4), por otro es en el siglo IV que el camino de las lágrimas se afirma en toda su riqueza en las expresiones ascéticas y místicas. Los padres del desierto y los Capadocios están entre los primeros en subrayar el valor de las lágrimas, mientras otra piedra miliar está constituida por Evagrio Póntico y por Isaías de Escete, que dedica un discurso entero a la aflicción espiritual [1], por Diádoco de Fótice y por las Homilías del Pseudo-Macario, por Juan Clímaco y por Isaac el Sirio y, en occidente, por Juan Casiano y por Agustín de Hipona. Este don espiritual no es desconocido en occidente, pero parece ser que el oriente lo ha cultivado de manera más continua y conciente. No existen además informes orgánicos sobre el tema. Juan Clímaco que dedica un escalón-capítulo específico (el séptimo) a la “gozosa alegría”, no se expresa de modo sistemático. Incluso Simeón, para el cual las lágrimas constituyen el camino maestro del arrepentimiento y el elemento indispensable de la purificación espiritual, no presenta ninguna exposición sistemática de la “teología de las lágrimas”`[2].

Presenté en otro lugar, un esbozo de algunas de las fases históricas, teológicas y espirituales que caracterizan el camino de las lágrimas en la tradición ascética antigua y –específicamente- en Juan Clímaco. El presente ensayo buscará individualizar los elementos fundamentales de este camino en Simeón el Nuevo Teólogo (949-1022) y más concretamente de desmitizar el simbolismo que está en la base de la terminología. Mi tarea ha sido, en cierta manera, facilitada por el mismo Simeón, que a la luz de la “crítica” teológica o del “análisis” psicológico resulta de extrema transparencia. Los escritos de Simeón el Nuevo Teólogo –sus Catequesis y sus Himnos, sus Tratados éticos y prácticos, sus Tratados teológicos y sus Oraciones de agradecimiento- se presentan a nosotros como una confesión con tal limpieza, como ningún otro estaría dispuesto a hacer, ni siquiera ante su propio guía espiritual. Simeón  ofrece una confesión pública, personal, profunda. Cada línea lleva el signo inconfudible de su identidad peculiar. Esta espontaneidad es un distintivo de su autenticidad. Su vida y sus escritos son límpidos como un baso de agua. El no da pie a interrogantes de ninguna clase. El suyo es un modo de escribir nuevo y refrescante. Es el recordar la realidad de una nueva luz y de una nueva vida.

Simeón escuchó hablar por primera vez de las lágrimas en la Escala, que ha leído antes de abrazar la vida monástica. Pero su comprensión de las lágrimas le viene directamente de su maestro espiritual, Simeón Estudita, y a su vez, es por él transmitida fielmente al propio discípulo espiritual, Niceta Estethatos. Se trata de una teología alimentada de la experiencia de la tradición viva de las lágrimas. En verdad esta experiencia personal y profunda del camino de las lágrimas caracteriza el inicio mismo de su recorrido espiritual, cuando –después de la visión de la luz divina tenida de muchacho, cuando aún se llamaba Jorge–  Simeón nos dice que

“lloraba de corazón y sus lágrimas eran acompañadas por dulzura.” Simeón el Nuevo Teólogo. Catequesis 22, 110-111.


El contexto de las lágrimas

El arrepentimiento (“metanoia”)

Simeón el Nuevo Teólogo rechaza radicalmente cualquier escusa por parte de quien encuentre motivos para la falta de lágrimas, rechazando tal condición como herética. Para Simeón todos pueden llorar, con tal que lo quieran. Todo recorrido espiritual debe desembocar en este camino:

“Quien pues ha sido hecho un día  digno de experimentar lágrimas semejantes, entendrá lo que se dice, y junto conmigo dará testimonio de la verdad de esto, como también dará testimonoi la vos del Teólogo cuando dice: ‘Todas las lágrimas, todos las purificaciones, todas las subidas y todo el tender hacia lo que está adelante.’” Simeón el Nuevo Teólogo. Catequesis 29, 196-208.

Toda la cuarta Catequesis constituye una respuesta de Simeón a los hermanos de su monasterio que protestaban contra la enseñanza de Simeón Estudita según quien “no se debería nunca recibir la santa comunión sin lágrimas”. Aquí también Simeón insiste sobre el hecho de que cualquiera es capaz, por su naturaleza, de derramar lágrimas:

“Como por naturaeza es dado a todos llorar, te lo pueden enseñar los mismos niños cuando nacen. En efecto, al salir del vientre y al caer sobre la tierra ellos lloran, y esto aparece como un signo de vida para las comadronas y las madres. Porque si el niño no llora, ellas no lo consideran vivo pero, llorando, muestra con esto mismo como la naturaleza trae por el nacimiento la aflicción y las lágrimas. Pero, como decía también nuestro santo padre Simeón Estudita, necesita que el hombre transcurra la vida presente en este mismo llanto y con este debe morir, si solo quiere ser salvado y entrar en la vida feliz, porque el llanto del nacimiento es como el símbolo de las lágrimas de la vida presente de aquí abajo.  Como en efecto el alimento y la bebida son necesarios para el cuerpo, así también las lágrimas lo son al alma, de modo que quien no llora cada día – dudo en decir a cada hora, por no parecer excesivo- consume su alma con el hambre y la deja en ruinas.” Simeón el Nuevo Teólogo. Catequesis 29, 215-234.

Además Simeón es decididamente contrario a toda comprensión de las lágrimas como fenómeno temporal o pasajero. Las lágrimas acompañan toda acción: la oración, la comida, el beber [3]. A través de las lágrimas, el arrepentimiento se vuelve una actitud que impregna la existencia entera, y para adquirirlo se está dispueso a hacer un esfuerzo continuo. Después de todo, como escribe Simeón,

“aunque solo por una simple mirada o un pensamiento o una palabra se sienten como caen [las lágrimas] por el amor de Dios.” Simeón el Nuevo Teólogo. Catequesis 3, 257-259.

El arrepentimiento, por tanto, es un camino, no un etapa. No es ni un gesto aislado ni un lugar de paso, sino un viaje continuo, por lo menos en esta vida. Es una condición, no una etapa:

“Es pues posible a todos, hermanos, y no sólo a los monjes sino también a los laicos, siempre y continuamente hacer penitencia y llorar y suplicar a Dios y así haciendo esto adquirir también todas las otras virtudes.” Simeón el Nuevo Teólogo. Catequesis 5, 122-125.

Existe un estrecho vínculo entre el arrepentimiento y las lágrimas. De hecho estas últimas son consideradas una prueba del primero, así también como “sus alas”:

“Esta es la penitencia que –realizada de modo completo, como hemos dicho, hasta la muerte, con fatigas y tribulaciones-   hará que derramemos lágrimas de amor.” Simeón el Nuevo Teólogo. Catequesis 4, 670-682.

En efecto, Simeón es extremadamente preciso en señalar una conexión extrecha –incluso idéntica- entre el arrepentimiento, las lágrimas y la salvación:

“Es en proporción de nuestro arrepentimiento, de la confesión y de las lágrimas, que recibiremos la remisión de nuestros pecados anteriores y recibiremos también la santificación y la gracia de lo alto.” Simeón el Nuevo Teólogo. Capítulos teológicos 3, 45.

“Quita las lágrimas, y junto a ellas habrás suprimido también la purificación: pero sin purificación ninguno podrá salvarse.” Simeón el Nuevo Teólogo. Capítulos teológicos 29, 251-252.

Esto sucede porque las lágrimas son el resultado del deseo de Dios de que todos puedan ser salvados. Para Simeón, si el alma adquiere el conocimiento del amor de Dios – o la conciencia del propio alejamiento del amor de Dios-, entonces “las lágrimas brotarán inmediatamente desde su interior”. Las lágrimas son una modalidad del conocimiento: lloramos o porque somos concientes de nuestra identidad paradisiaca, o porque tenemos nostalgia de un “paraíso perdido”. En la condición de las lágrimas está presente, al mismo tiempo, un elemento intenso de nostalgia y un elemento intenso de deseo.

La aflicción (“pénthos”)

El término pénthos tiene la misma raíz del vocablo pathos: etimológicamente ambas derivan del verbo pathein, que significa “sufrir”. O bien el sufrimiento, o el padecer, pueden asumir varias formas, y para el asceta cristiano, que reconoce que todo sufrimiento es asumido en la cruz, las heridas de la compunción son también diversas, y una de ellas encuentra su expresión en las lágrimas. Para Simeón el sufrimiento transforma al alma en una fuente de lágrimas. En el sufrimiento no hay espacio para medidas alternativas que puedan resultar más atrayentes a cuantos son menos propensos a llorar o incapaces de hacerlo, o quizás son hasta abatidos por la desesperación total o por la enfermedad:

“Y tu alma, hoy terreno pedregoso, se convertirá para ti en una fuente de lágrimas.” Simeón el Nuevo Teólogo. Catequesis 29, 137-150.

A diferencia de Juan Clímaco, Simeón se muestra inflexible e irremovible en el acento que pone sobre la necesidad absoluta de las lágrimas, pero quizás la estrecha conexión entre las lágrimas y el pénthos, y la correspondiente acentuación por parte suya del padecer y del sufrir, abren una rendija. El pénthos consiste en la aflicción por una pérdida súbita. Y la tristeza y el sufrimiento por la ausencia de Dios, es sed inextinguible de la presencia de Dios. Gregorio de Nisa observa que las lágrimas son causadas por la privación de algo que se desea (el pathos como resultado del pénthos), mientras Teodoreto de Ciro concluye:

“Es la pasión (pathos) por Dios la que suscita las lágrimas (pénthos).” Gregorio de Nisa. Sobre la Bienaventuransas 3.

Por esto las lágrimas y el amor están interconectados. No conocemos nunca una sin las otras. Las lágrimas y el amor –o el arrepentimiento y la pasión- son dos caras de una misma moneda que podemos llamar vida. Cuando lloramos compartimos. Nuestras lágrimas se unen a la letanía de las lágrimas esparcidas por todos los hombres y a los gemidos de la creación (cf. Rm 8,22). Es este arrepentimiento apasionado que, según Simeón, conduce a la vez a un deseo creciente y siempre más intenso de Dios:

“El arrepentimiento obra de una doble manera: es como agua porque extingue las llamas de las pasiones con las lágrimas y purifica el alma de sus manchas. Y es también como fuego, gracias a la presencia del Espíritu santo que vivifica, enciende, inflama y calienta el corazón, encendiendolo de amor y de deseos apasionados de Dios.” Simeón el Nuevo Teólogo. Capítulos teológicos 3, 12

En el camino de las lágrimas esta dialéctica entre retorno y reviviscencia, entre arrepentimiento que mira hacia atrás y el deseo que mira hacia adelante, entre pasado y futuro, es crítico. Para Isaac el Sirio las lágrimas constituyen un punto crucial de transición, frontera entre la era presente y la futura. Como hemos visto, Simeón toma prestada la imagen formulada por Isaac, del recién nacido que llora apenas es dado a luz, que refleja al cristiano que llora al momento de la regeneración en la era viniente. Para renacer en el presente y en el futuro estamos obligados a recordar el pasado. Si no nos arrepentimos del pasado a la luz del futuro, estamos condenados a repetir el pasado en el presente.

Todo aspecto de la vida cotidiana asume de esta manera una dimensión escatológica, además –paradojalmente- en los términos de un retorno a la condición original de la naturaleza humana. Cada cosa tiende al “fin” (éschaton) y lo espera, incluso si pertenece al aquí y ahora. Es el reverso de nuestra experiencia de la caída y una espera intensa de la gracia de Dios. Hay alegría en el estar en camino y alegría en el llegar. Y sin embargo, nuestra alegría es completa solo en la patria, en el paraíso. La alegría (charà) y la gracia (chàris) tienen una raíz común y comparten el mismo significado en el plano etimológico, teológico y espiritual. En un último análisis ente la teología de las lágrimas y en la teología de las lágrimas, Simeón se vuelve un teólogo del éxtasis gozoso y de la embriaguez espiritual. Las lágrimas de compunción son transformadas en lágrimas de alegría. Así la herida –o la aflicción- se vuelve  seno – o  una situación de embarazo- en el cual el sufrimiento  y la muerte están unidas a la gracia y traen una vida nueva. Cuando lloramos crecemos. 

El camino de las lágrimas

El sacramento de las lágrimas

Hay lágrimas de compunción que producen virtud. Hay lágrimas de dolor y de aflicción que son producidas ambas por el arrepentimiento y por el deseo y que a su vez producen ellas mismas  arrepentimiento y deseo. Y hay lágrimas que son forzadas, al lado de las lágrimas que brotan espontáneamente. Independientemente de la calidad de las lágrimas, Simeón no cambia nunca la idea sobre  su importancia unívoca:

“No os engañéis.
No hay otro modo de entrar en el interior
o de ver [los misterios] que han sido realizados
y que todavía se cumplen.”
Simeón el Nuevo Teólogo. Himnos 15, 259-261

Las lágrimas y el bautismo

“Reunios, hijos; venid, mujeres;
Apresuraos, padres; el final se acerca.
Unios a mí en el llanto y en el lamento.
Ya que, después de haber recibido a Dios en el bautismo de niños,
o más bien, después de haberse vueltos niños, hijos de dios,
rápidamente nos hemos vueltos pecadores
y hemos sidos expulsados de la casa de David
sin que nos diéramos cuenta.”
Simeón el Nuevo Teólogo. Himnos 15, 250-261

Las lágrimas son otro bautismo, un segundo bautismo:

“En el primer bautismo el agua es símbolo de las lágrimas, y el oleo de la unción prefigura la unción interior del Espíritu. Pero el segundo bautismo no es tan sólo una simple figura de la verdad, es la verdad misma.” Simeón el Nuevo Teólogo. Capítulos teológicos 1, 35

No hay nada particularmente innovador en las afirmaciones de Simeon sobre los dos bautismos. Diádoco de Fótice, en el siglo V, y Juan Clímaco, en el siglo VII, ya habían descripto de modo similar la espiritualidad y la sacramentalida del llanto. Las lágrimas lavan tanto los pecados interiores y los exteriores, los vicios conocidos como los desconocidos. Como lo hace Juan Clímaco, Simeón juega con el verbo piptein (caer) y niptein (lavar). Lavar significa limpiar las heridas del cuerpo y del alma. La purificación conduce a la redención. Claramente influenciado por su predecesor, el Sinaíta, Simeón el Nuevo Teólogo escribe:

“Como un vestido que está sucio con barro y estiércol y empapado de suciedad no puede ser lavado sino con mucha agua y batiéndolo mucho con los pies, así también la túnica del alma, ensuciada por el barro y el estiércol de las pasiones pecaminosas, no puede ser limpiada si no por medio de muchas lágrimas.” Simeón el Nuevo Teólogo. Catequesis 19, 349-355

 Pero no obstante su importancia, las lágrimas no sustituyen nunca al bautismo. Por el contrario, lo renuevan de manera tangible. Las lágrimas no conceden la gracia divina, sino que traen a nuestra conciencia activa la gracia ya concedida en el bautismo. Simeón no pone nunca en cuestión la supremacía y la eficacia del sacramento. Por el contrario, afirma la necesidad de una recepción conciente y de una respuesta continua a la gracia bautismal. El poder de las lágrimas está propiamente en el rejuvenecer la persona, como una continuación de la función purificadora del bautismo. Las lágrimas marcan la tensión entre el ser (humano) y el volverse (divino).

Una teología de la espontaneidad

El silencio de las lágrimas

La investigación sobre la fenomenología de las lágrimas, toda traducción de la teología de las lágrimas, atraviesa inevitablemente los confines de las generaciones y de las culturas. Los clásicos de la mística cristiana no pueden ser recibidos a la carta ni se pueden abarcarse a la ligera. Ellos requieren el adecuado estudio del trasfondo histórico en el cual vivieron y del ambiente cultural en el cual han vivido su camino espiritual. Volvamos por esto a analizar las lágrimas poniéndolas bajo la luz contemporánea de un microscopio del alma. 

Obviamente es más importante derramar las lágrimas que definirlas. Sufrirlas más bien que limitarnos a entederlas. El mismo Simeón lucha por articular aquella que es esencialmente una realid inexpresable, una experiencia extática. ¿Cómo es posible describir con precisión el efecto de la gracia divina, el ser tocados por Dios? ¿Cómo se puede comunicar adecuadamente el impacto de la herida del amor divino, del alma golpeada – Simeón prefiere el verbo “morder”- por el amor de Dios? Él dice:

“Cuando tus ojos son purificadas por las lágrimas y tú ves a Aquel que nunca nadie ha visto, cuando tu alma es mordida por su amor y tú compones un cántico mesclado con lágrimas, por favor acuérdate de mí y ora por mi humilde persona. Porque, entonces, tú has conseguido la unión con Dios y una confianza en él que no será nunca confundida.” Simeón el Nuevo Teólogo. Capítulos teológicos 1, 101

Las lágrimas hacen su aparición cuando las palabras o son insuficientes o bien son agotadas. Ellas dejan atrás el lenguaje humano convencional. O bien – más precisamente- las lágrimas transforman y consagran las palabras. Crean un lenguaje nuevo, otro modo de comunicar. Quizás “cantico” y “confianza” son los únicos modos adecuados de expresar el camino de las lágrimas. Quizás en nuestra teología y en nuestra vida eclesial hay muy poco canto y muy poca poesía. Quizás en nuestra vida personal y social hay muy poco coraje y muy poca confianza. Las lágrimas producen un sentido de fidelidad en nuestra relación con Dios y entre nosotros. Ellas revelan una dimensión de interioridad y de intensidad. Son un camino de espontaneidad y de autenticidad. Más que limitarnos a derrivar el acento, puesto normalmente sobre la racionalización, e integrar la rigidez del intelectualismo, las lágrimas simbolizan plenitud e integridad. Más que limitarnos a dar espacio a toda forma de sentimentalismo o a poner en cuestión la desconfianza en la emotividad, las lágrimas afirman identidad y vivacidad. Las lágrimas son silencionsas, y sin embargo densas de sonidos. Son nuestra voz verdadera, nuestra lengua madre.

 Una lágrima silenciosa nos hará adelantar mucho en el camino espiritual mucho más que innumerables empresas ascéticas “muy asombrosas”, o que hechos virtuosas muy “visibles”. En verdad, la conección entre lágrimas y el silencio es importante. Las palabas son, de por sí, un modo de afirmar la propia existencia y de justificar las propias acciones y emociones. El silencio, en cambio, que puede ser advertido como muerte, como un dejar que la vida se vaya, es un modo de renunciar a toda nuestra justificación. Así mismo nosotros buscamos engañar a la muerte y huir de la muerte con explicaciones o escusas. Las lágrimas nos enseñan a esperar en silencio y a profesar el poder divino. A través de las lágrimas confesamos nuestra personal impotencia y el divino poder. Renunciamos a nuestras imaginaciones infantiles de Dios  y nos rendimos a su imagen viviente. Las lágrimas confirman nuestra disponibilidad a permitir a nuestra vida caer en la oscura noche del alma y a nuestra voluntad asumir una vida nueva en la resurrección de los muertos.

La paciencia de las lágrimas

Para Simeón las lágrimas son el mismo tiempo un don y un modo de ser, son más una concesión que un esfuerzo. Son el fuego de la presencia de Dios que calienta el corazón y son el agua de la oración ascética que extingue los pecados. Cuando lloramos nos detenemos. Las lágrimas son una oportunidad de frenar y detenerse, de estar en silencio y de simplemente estar. Son una manifestación tangible – o una encarnación- de nuestro contacto conciente con Dios. No puedes moverte hasta cuando no te frenas, a menos que no te hayas ya frenado. No puedes recibir el Espíritu hasta cuando no te rindes y si no te rendís. No puedes encontrar tu alma si primero no la pierdes (cf. Mt 10,39). En aquello que perdemos y econtramos, descubrimos el misterio. Nuestros ojos llenos de lágrimas están abiertos al rostro de Dios. Con razón, Simeón compara las lágrimas del agua y la lluvia que hace que un jardín produzca frutos: sin la gratuidad de las lágrimas – el don de la chàris divina-, más allá del esfuerzo de regar – la lucha de la àskesìs humana -, las flores no brotan y los frutos no maduran. Como sucede con el jardinero o el campesino, la virtud de la paciencia es de una importancia fundamental. Esperar quiere decir llorar. Llorar quiere decir ser humilde. Esperar es el modo más seguro de obtener los dones divinos, antes que presumirlos o buscarlos prematuramente. Y la paciencia es crítica porque el acontecer de las lágrimas es gradual: literalmente, gota a gota. Lloro, y luego soy.

La esencia de las lágrimas

Y sin embargo, las lágrimas no son en absoluto expresión de una simple pasividad. Son una manifestación activa de la voluntad del alma de progresar o, en realidad, de apurar el proceso de retorno. Las lágrimas son un reconocimiento de la realidad que nosotros estamos “viviendo, y viviendo parcialemnte” y una expresión de nuestro deseo de tener vida, y vida en abundancia (cf. Juan 10, 10). El silencio de las lágrimas es nuestro modo de explorar las celdas interiores e inaccesibles del corazón. Sondear las aguas del corazón es el inicio de la vida en el Espíritu. Quizás es este el motivo por el cual existe una conección estrecha entre las lágrimas y el bautismo. Las lágrimas no son una reacción sentimental, sino más bien una regeneración sincera, un momento de resurrección. En definitiva, las lágrimas son un modo de ver más claramente, un limpiar los ojos y un agudizar la mirada:

“Como en efecto sucede a un ciego que poco a poco recupera la vista y discierne la fisonomía del hombre, cualquiera esta sea, como esto que poco a poco es examinado y no es la fisonomía que se transforma o cambia en la visión, sino, más bien, es la capaciad visiva de sus ojos que, purificada, ve tal cual él es, como si la imagen de él se imprimiese toda en su facultad visiva- … así también tú has comenzado a ver.” Simeón el Nuevo Teólogo. Oración de agradecimiento 2, 208-214.216.

Podría parecer que las lágrimas son expresadas externamente, pero de hecho son producto del interior y nos llevan precisamente a dirigirnos al interior. Dice Simeón:

“Pero no es así: Dios en efecto no considera la apariencia ni solo la corteza externa del comportamiento ni nuestros gritos, hermanos, sino a un corazón contrito y humillado.” Simeón el Nuevo Teólogo. Catequesis 4, 203-205

Las lágrimas no consideran en absoluto el “hacer” sino más bien el “ser”. El objetivo de la vida espiritual, para Simeón, es volvernos “todo Cristo”, un hijo de Dios, un heredero directo del Dios viviente. Dios no tiene nietos, sólo él genera:

“También yo me vuelvo dios sin saberlo;
está permitido, es natural suponerlo;
pero sí es conocidamente, realmente y concientemente
que Dios ha asumido la plena condición humana
yo soy transformado en dios todo entero,
mediante la comunión con Dios
sensiblemente y conocidamente,
no por esencia, sino por participación.”
Simeón el Nuevo Teólogo. Himnos 50, 196-205

“Soy enteramente renovado,
Soy hecho totalmente inmortal,
Divinizado completamente
y transformado en Cristo.”
Simeón el Nuevo Teólogo. Himnos 30, 358-361

Las lágrimas son el resultado directo del sufrir los dolores del parto hasta que Cristo no sea formado en nosotros (cf. Gal 4,19):

“Como la mujer embarazada sabe que el niño se mueve dentro en su seno y no puede olvidar su presencia, así también aquel en el que Cristo es formado, conoce sus movimientos, esto es sus iluminaciones.” Simeón el Nuevo Teólogo. Tratados éticos 10, 873-888

Pues, como Juan Clímaco, también Simeón habla de una visita de Dios. Nosotros esperamos al divino Visitante. Donde abundan las lágrimas, florece la gracia de Dios:

“Oh lágrimas que surgen por la divina iluminación y abren el cielo mismo y a mi me procuran una divina consolación.” Simeón el Nuevo Teólogo. Catequesis 2, 265

Tal visita o iluminación divina, donde una nueva luz irrumpe en el corazón, implica un conocimiento particular. A través de las lágrimas recibimos la luz de Cristo en el interior: somos iluminados. A través de las lágrimas recibimos la vida del Espíritu en el interior: somos inspirados. Las lágrimas habilitan al corazón a conocer tanto la presencia como la ausencia de Dios. Podemos solo llorar por aquel o aquello que de hecho conocemos, y no simplemente imaginamos. Este conocimiento es el único criterio de nuestro progreso espiritual. La virtud  y el  pecado son medidas exclusivas del grado de tal conocimiento, no por el cúmulo de méritos y la falta de ellos. Cuando el conocimiento de Dios –de su presencia o también de su ausencia- asume una importancia mayor que cualquier virtud o vicio específico, entonces el hombre exterior crece en sintonía con el hombre interior. Entonces la raíz del amar y las oscuridades del corazón son cultivadas como parte y porción de las dulces flores y aparecen en la superficie. Entonces, sí sabe que “el reino de Dios está adentro” (Lc 17,21). Entonces las lágrimas –como el cielo mismo- brotan del interior como la sorpresa de la vida nueva, y constituyen también el alba de una luz nueva.

Nada exterior podrá nunca medirnos, predecirnos o agotarnos. Somos obra de una belleza en progreso, siempre los mismos y sin embargo siempre en desarrollo y cambio. Es este el motivo por el cual ganamos –o perdemos- el paraíso en un determinado momento, en realidad en el último minuto. Quizás más que todo otro escritor de la iglesia antigua, Simeón es bien conciente de esta verdad: que los perdidos pueden ser reencontrados, los enfermos curados, los muertos vueltos a la vida. Los cambios son reales. En la historia de la espiritualidad estos son llamados conversiones. Una pérdida pude volverse un triunfo en germen, una maldición una bendición escondida, un pueblo en tinieblas puede ver una gran luz: “y sobre aquellos que moraban en tierra de sombras de muerte, una luz se ha levantado” (Mt 4, 16). El dolor puede ser transformado en verdadero placer, la muerte puede dar vida, y una lágrima volverse consolación, si solo deseamos, si solo podemos ponernos a buscar aquello que es auténtico.


Cuando el corazón es quebrado, “la santa humildad, piedra espiritual ligerísima y suave”, permite al líquido correr y

“riega [al alma] con un río de lágrimas, y le hace encontrar agua viva, sana las heridas producidas por el pecado, la podredumbre y las heridas, y hace que todo el hombre resplandezca como la nieve.” Simeón el Nuevo Teólogo. Catequesis 23,220-223

Las lágrimas reflejan nuestra rendición a nuevos modos autnénticos de aprendizaje y de una vida genuina. Esta “novedad” o “integridad” alcanza una dimensión de asombro y de éxtasis en la experiencia de la visión de Cristo:

“Cuando vi los brillantes destellos de luz en torno mio y los rayos provenientes de tu rostro mesclados con agua, quedeme asombrado, viéndome rociado de un agua luminosa. ¿Dónde estaba? ¿De dónde provenía Aquel que me estaba rociándo con agua? No lo sé. Simplemente, mientras estaba inmerso en el agua, era sobrepasado de alegría, creciendo en la fe, volaba sobre alas de esperanza, ascendiendo al cielo.” Simeón el Nuevo Teólogo. Oración de agradecimiento 2, 150-155.

Cuando nos dedicamos totalmente a Dios, cuando reconocemos nuestra total desesperación, confesando que hemos “tocado fondo” en nuestra relación con el prójimo y con Dios, descubrimos también la compasión de un Dios que ha asumido voluntariamente la vulnerabilidad de la crucificción. Para Simeón todas nuestras lágrimas son reunidas en definitiva a los pies de la cruz. No buscaríamos la curación divina si no debiésemos hacerlo para sobrevivir, si no debiésemos admitir que no hay otro modo de salir del callejón sin salida. Nuestros corazones son los lugares en los cuales Dios habita, pero son hechos todos de cristal. Las lágrimas significan justamente esta fragilidad y vulnerabilidad. Dios entra en la herida abierta – la ventana quebrada, la lágrima – de nuestro corazón, trayendo curación al alma y al mundo, no para confortar sino para sufrir con nosotros, para identificarse con nosotros en un acto de compasión infinita. Dios entiente, habiendo sufrido la vulnerabilidad en la asunción de una forma semejante a un niño y en la cruz. Tal vulnerabilidad es el resultado inevitable de la espontaneidad. Puede ser también un rasgo distintivo de la santidad. La théosis es caer y levantarse, es recomenzar. Si nuestros ojos gozan de la visión de Dios (el misterio de volverse Dios), entonces nuestras lágrimas expresan la belleza de la humanidad (el misterio del ser humano). Las lágrimas son compañeras íntimas de la théosis, nuestro camino de escape de la muerte a la vida.

 Conclusión

Como es verdadero también para otros argumentos tratados en sus escritos, lo que Simeón dice sobre el don de las lágrimas es un testimonio, no un tratado. Él nos propone una serie de homilías, confesiones y de agradecimientos, no un discurso doctrinal basado sobre un complejo bien estructurado de asersiones y normas. Esto no obstante, lo mismo que Juan Climaco antes que él, Simeón muestra una capacidad extraordinariamente sutil de penetrar en el misterio de la pérdida, en “aquella misteriosa tierra de las lágrimas”, en su complejidad, en su condición e importancia para la vida espiritual. Para Simeón la luz verdadera de Cristo puede resplandecer solo en quien sabe derramar lágrimas auténticas, frutos del deseo insasiable, más allá de la propia inevitable indignidad, de contener el esplendor y la plenitud de Dios:

“No pudiendo contenerse, pero derramando lágrimas abundantes que la refresca, enciende el fuego de su deseo. Entonces las lágrimas corren más abundantemente y, purificado por su flujo, resplandece con mayor luminosidad. Entonces, cuando es completamente inflamada, se vuelve como luz y entonces se cumple lo que ha dicho: “Dios se ha unido a los dioses y ha sido por ellos conocido.” Simeón el Nuevo Teólogo. Capitulos 3, 21
 
NOTAS

[1] Isaías de Escete. Discurso 14.
[2] La expresión ha sido acuñada por K. Holl, Enthusiasmus, p. 61.
[3] Simeón el Nuevo Teólogo. Himno 55,108-111

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