Uno de los grandes obstáculos para vivir desde mis dones es la culpa malsana.
Esta culpa malsana dificulta a su vez el camino de elección. Es necesario detectarla y conocer como opera en cada uno de nosotros para poder percibir con lucidez su voz y el modo en que incide en el proceso de discernimiento.
Existen dos clases de culpa: la culpa sana, sinónimo del arrepentimiento cristiano, como la que tuvo Pedro; y la culpa narcisista, autocentrada, destructiva, como la que tuvo Judas. Nos referimos a esta segunda clase de culpa.
Jn 8, 1-11 - La mujer sorprendida en adulterio y los fariseos
Hacemos notar que hablamos de la mujer sorprendida en adulterio porque la acción por la que la acusan es justamente un hecho que no la define como persona. Cuando hablamos de 'adúltera' en este comentario, lo hacemos desde el arquetipo de 'adúltera', así como debajo de los fariseos yace el arquetipo del 'acusador'. Aparece así la imagen de la adúltera y el acusador, representados en la mujer y los fariseos.
Tanto la mujer sorprendida en adulterio como el fariseo apedreador son partes nuestras.
Somos adúlteros cuando nos toman nuestras compulsiones y adulteramos lo más auténtico que tenemos y somos, nuestra originalidad más honda, el sueño de Dios en nosotros.
Somos acusadores de nosotros mismos cuando damos lugar al saboteador que llevamos dentro, que boicotea la fuerza vital contenida en el manantial.
Somos adúlteros cuando no vivimos desde el manantial, pues adulteramos lo más genuino de nosotros mismos.
Ambos se sostienen en falsas ganancias que en el fondo nos dejan vacíos e insatisfechos. La ganancia de la mujer sorprendida en adulterio es la de estar en el centro, la de quedarse ubicada en el lugar de la víctima, no porque no sea víctima de una acusación sino porque hace nido y se nutre desde esta posición que la deja tendida y encorvada.
La ganancia de los fariseos es la de constituirse en jueces ajenos y así, al mirar a otros no mirar hacia su interior para hacerse cargo de su propio proceso.
JESÚS integra ambas situaciones: le muestra a los fariseos su propio adulterio 'el que esté libre de pecado que arroje la primera piedra' y ellos al reconocerlo dejan las piedras y se alejan. Se alejan del acusador en el que ellos mismos se constituyen.
A la mujer le muestra su propio acusador '¿quién te ha acusado?' y ella también se levanta y se aleja de la situación de acusación.
Necesitamos bajar el dedo acusador y alejarnos del boicoteador que nos aleja de nuestro centro vital más auténtico, y necesitamos también recuperar las piedras que hemos puesto en manos ajenas, y desarmar los tribunales internos que armamos ubicándonos en el lugar de víctima
Necesitamos recibir lo adúltero en nosotros para que sea redimido desde nuestra propia verdad de seres amados por Dios, creados en el amor y llamados a vivir en el amor.
La presencia de Jesús nos contacta con nuestros personajes internos que necesitan ser integrados para vivir plenamente y relacionarnos con el Dios verdadero y no con los falsos ídolos.
El Dios revelado en Jesús que nos ama incondicionalmente.
Esta culpa malsana dificulta a su vez el camino de elección. Es necesario detectarla y conocer como opera en cada uno de nosotros para poder percibir con lucidez su voz y el modo en que incide en el proceso de discernimiento.
Existen dos clases de culpa: la culpa sana, sinónimo del arrepentimiento cristiano, como la que tuvo Pedro; y la culpa narcisista, autocentrada, destructiva, como la que tuvo Judas. Nos referimos a esta segunda clase de culpa.
Jn 8, 1-11 - La mujer sorprendida en adulterio y los fariseos
Hacemos notar que hablamos de la mujer sorprendida en adulterio porque la acción por la que la acusan es justamente un hecho que no la define como persona. Cuando hablamos de 'adúltera' en este comentario, lo hacemos desde el arquetipo de 'adúltera', así como debajo de los fariseos yace el arquetipo del 'acusador'. Aparece así la imagen de la adúltera y el acusador, representados en la mujer y los fariseos.
Tanto la mujer sorprendida en adulterio como el fariseo apedreador son partes nuestras.
Somos adúlteros cuando nos toman nuestras compulsiones y adulteramos lo más auténtico que tenemos y somos, nuestra originalidad más honda, el sueño de Dios en nosotros.
Somos acusadores de nosotros mismos cuando damos lugar al saboteador que llevamos dentro, que boicotea la fuerza vital contenida en el manantial.
Somos adúlteros cuando no vivimos desde el manantial, pues adulteramos lo más genuino de nosotros mismos.
Ambos se sostienen en falsas ganancias que en el fondo nos dejan vacíos e insatisfechos. La ganancia de la mujer sorprendida en adulterio es la de estar en el centro, la de quedarse ubicada en el lugar de la víctima, no porque no sea víctima de una acusación sino porque hace nido y se nutre desde esta posición que la deja tendida y encorvada.
La ganancia de los fariseos es la de constituirse en jueces ajenos y así, al mirar a otros no mirar hacia su interior para hacerse cargo de su propio proceso.
JESÚS integra ambas situaciones: le muestra a los fariseos su propio adulterio 'el que esté libre de pecado que arroje la primera piedra' y ellos al reconocerlo dejan las piedras y se alejan. Se alejan del acusador en el que ellos mismos se constituyen.
A la mujer le muestra su propio acusador '¿quién te ha acusado?' y ella también se levanta y se aleja de la situación de acusación.
Necesitamos bajar el dedo acusador y alejarnos del boicoteador que nos aleja de nuestro centro vital más auténtico, y necesitamos también recuperar las piedras que hemos puesto en manos ajenas, y desarmar los tribunales internos que armamos ubicándonos en el lugar de víctima
Necesitamos recibir lo adúltero en nosotros para que sea redimido desde nuestra propia verdad de seres amados por Dios, creados en el amor y llamados a vivir en el amor.
La presencia de Jesús nos contacta con nuestros personajes internos que necesitan ser integrados para vivir plenamente y relacionarnos con el Dios verdadero y no con los falsos ídolos.
El Dios revelado en Jesús que nos ama incondicionalmente.
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