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Celia Guerin, Beata |
Madre de Santa Teresita de Lisieux
Martirologio Romano: En Burdeos, Francia,
beatos Celia Guérin y Luis Martin, matrimonio cristiano, fallecidos respectivamente
el 28 de agosto de 1877 y el 29 de
julio de 1894.
Fecha de beatificación: S.S. Benedicto XVI la declararó
beata de la Iglesia, junto a su esposo Luis Martin,
el día 19 de Octubre de 2008.
Luis Martin nació en Burdeos el 22 de agosto
de 1823, segundo hijo de una familia de cinco hermanos.
Su padre, militar de carrera, se encuentra por esa época
en España; los primeros años de infancia de los hermanos
Martin transcurren a merced de las guarniciones de su padre:
Burdeos, Aviñón y Estrasburgo (Francia). Llegada su jubilación, en diciembre
de 1830, el capitán Martin se establece en Alençon, en
Normandía. Durante su actividad de militar había destacado por su
piedad ejemplar. En una ocasión, al decirle el capellán de
su regimiento que, entre la tropa, se extrañaban de que,
durante la Misa, permaneciera tanto tiempo de rodillas después de
la consagración, él respondió sin pestañear: «¡Dígales que es porque
creo!». Tanto en el seno de su familia como con
los Hermanos de las Escuelas Cristianas, Luis recibe una fuerte
educación religiosa. Al contrario de la tradición familiar, no escoge
el oficio de las armas, sino el de relojero, que
casa mejor con su temperamento meditabundo y silencioso, y con
su gran habilidad manual. Primeramente aprende el oficio en Rennes
y, luego, en Estrasburgo.
En el umbral del otoño de 1845,
Luis toma la decisión de entregarse por completo a Dios,
por lo que se encamina al Hospicio de San Bernardo
el Grande, en el corazón de los Alpes, donde los
canónigos consagran su vida a la oración y a rescatar
a los viajeros perdidos en la montaña. Se presenta ante
el prior, quien le insta a que regrese a su
casa a fin de completar sus estudios de latín antes
de un eventual ingreso en el noviciado. Tras una infructuosa
tentativa de incorporación tardía al estudio, Luis, muy a pesar
suyo, renuncia a su proyecto. Para perfeccionar su instrucción, se
marcha a París, regresando e instalándose a continuación en Alençon,
donde vive con sus padres. Lleva una vida tan ordenada
que sus amigos dicen : «Luis es un santo».
Tantas son
sus ocupaciones que Luis ni siquiera piensa en el matrimonio.
A su madre le preocupa, pero en la escuela de
encajes, donde ella asiste a clase, se fija en una
joven, hábil y de buenos modales. ¿Y si fuera la
«perla» que ella desea para su hijo? Aquella joven es
Celia Guérin, nacida en Gandelain, en el departamento de Orne
(Normandía), el 23 de diciembre de 1831, la segunda de
tres hermanos. Tanto el padre como la madre son de
familia profundamente cristiana. En septiembre de 1844 se instalan en
Alençon, donde las dos hermanas mayores reciben una esmerada educación
en el internado de las Religiosas del Sagrado Corazón de
Picpus.
Celia piensa en la vida religiosa, al igual que su
hermana mayor, que llegará a ser sor María Dositea en
la Visitación de Le Mans. Pero la superiora de las
Hijas de la Caridad, a quien Celia solicita su ingreso,
le responde sin titubear que no es ésa la voluntad
de Dios. La joven se inclina ante tan categórica afirmación,
aunque no sin tristeza. Pero un hermoso optimismo sobrenatural la
hace exclamar: «Dios mío, accederé al estado de matrimonio para
cumplir con tu santa voluntad. Te ruego, pues, que me
concedas muchos hijos y que se consagren a ti». Celia
entra entonces en una escuela de encajes con objeto de
perfeccionarse en la confección del punto de Alençon,
técnica de
encaje especialmente célebre. El 8 de diciembre de 1851, festividad
de la Inmaculada Concepción, tiene una inspiración: «Debes fabricar punto
de Alençon». A partir de ese momento se instala por
su cuenta.
Un día, al cruzarse con un joven de noble
fisonomía, de semblante reservado y de dignos modales, se siente
fuertemente impresionada, y una voz interior le dice: «Este es
quien he elegido para ti». Pronto se entera de su
identidad; se trata de Luis Martin. En poco tiempo los
dos jóvenes llegan a apreciarse y a amarse, y el
entendimiento es tan rápido que contraen matrimonio el 13 de
julio de 1858, tres meses después de su primer encuentro.
Luis y su esposa se proponen vivir como hermano y
hermana, siguiendo el ejemplo de San José y de la
Virgen María. Diez meses de vida en común en total
continencia hacen que sus almas se fundan en una intensa
comunión espiritual, pero una prudente intervención de su confesor y
el deseo de proporcionar hijos al Señor les mueven a
interrumpir aquella santa experiencia. Celia escribirá más tarde a su
hija Paulina: «Sentía el deseo de tener muchos hijos y
educarlos para el Cielo». En menos de trece años tendrán
nueve hijos, y su amor será hermoso y fecundo.
En las
antípodas
«Un amor que no es «hermoso», es decir, un amor
que queda reducido a la satisfacción de la concupiscencia, o
a un «uso» mutuo del hombre y de la mujer,
hace que las personas lleguen a ser esclavas de sus
debilidades» (Carta a las familias, 13). Desde ese punto de
vista, las personas son utilizadas como si fueran cosas: la
mujer puede llegar a ser un objeto de deseo para
el hombre, y viceversa; los hijos, una carga para los
padres; la familia, una institución molesta para la libertad de
sus miembros. Nos encontramos entonces en las antípodas del verdadero
amor. «Al buscar sólo el placer, podemos llegar a matar
el amor, y a matar sus frutos, dice el Papa.
Para la cultura del placer, el fruto bendito de tu
seno» (Lc 1, 42) se convierte en cierto sentido en
un «fruto maldito», es decir, no deseado, que se quiere
suprimir mediante el aborto. Esa cultura de muerte se opone
a la ley de Dios: «Respecto a la vida humana,
la Ley de Dios carece de equívocos y es categórica.
Dios nos ordena: No matarás (Ex 20, 13). Así pues,
ningún legislador humano puede afirmar: Te está permitido matar, tienes
derecho a matar, deberías matar» (Ibíd., 21).
«Sin embargo, añade el
Papa, constatamos cómo se está desarrollando, sobre todo entre los
jóvenes, una nueva conciencia por el respeto a la vida
a partir de la concepción... Es un germen de esperanza
para el futuro de la familia y de la humanidad»
(Ibíd.). Así es; pues en el recién nacido se realiza
el bien común de la familia y de la humanidad.
Los esposos Martin experimentan esa verdad al recibir a sus
numerosos hijos: «No vivíamos sino para nuestros hijos; eran toda
nuestra felicidad y solamente la encontrábamos en ellos», escribirá Celia.
Sin embargo, su vida conyugal no está carente de pruebas.
Tres de sus hijos mueren prematuramente, dos de ellos eran
los varones; después fallece de repente María Helena, de cinco
años y medio. Plegarias y peregrinaciones se suceden en medio
de la angustia, en especial en 1873, durante la grave
enfermedad de Teresa y la fiebre tifoidea de María. En
medio de los mayores desasosiegos, la confianza de Celia se
ve fortificada por la demostración de fe de su esposo,
en particular por su estricta observancia del descanso dominical: Luis
nunca abre la tienda los domingos. Es el día del
Señor, que se celebra en familia; primero con los oficios
de la parroquia y luego con largos paseos; los niños
disfrutan en las fiestas de Alençon, jalonadas de cabalgatas y
de fuegos artificiales.
La educación de los hijos es a la
vez alegre, tierna y exigente. En cuanto tienen uso de
razón, Celia les enseña a ofrecer su corazón al Señor
cada mañana, a aceptar con sencillez las dificultades diarias «para
contentar a Jesús». Esta será la marca indeleble y la
base de la «pequeña vía» que enseñará su benjamina, la
futura Santa Teresita. «El hogar es así la primera escuela
de vida cristiana», como enseña el Catecismo de la Iglesia
Católica (Catecismo, 1657). Luis ayuda a su esposa en sus
tareas con los niños: sale a las cuatro de la
madrugada en busca de una nodriza para uno de los
más pequeños, que está enfermo; acompaña a su mujer a
diez kilómetros de Alençon durante una noche helada hasta la
cabecera de su primer hijo, José; cuida a su hija
mayor, María, cuando padece la fiebre tifoidea, a la edad
de trece años, etc.
El dinamismo que da el amor
El gran
dinamismo de Luis Martin no recuerda en nada a aquel
«dulce soñador», como se le ha descrito a veces. Para
ayudar a Celia, que se encuentra desbordada por el éxito
de su empresa de encajes, abandona la relojería. El encaje
se trabaja en piezas de 15 a 20 centímetros, empleándose
hilos de lino de una gran calidad y de una
finura extrema. Una vez ejecutado el «trazo», el «pedazo» pasa
de mano en mano según el número de puntos de
que se compone – existen nueve, que constituyen otras tantas
especialidades. A continuación se procede a su encajadura, una delicada
labor que se consigue mediante agujas e hilos cada vez
más finos. Es la propia Celia quien une de manera
invisible las piezas que le traen las encajeras que trabajan
a domicilio. Pero hay que buscar salidas para el producto,
y Luis destaca en el aspecto comercial y hace que
aumenten considerablemente los beneficios de la empresa. Sin embargo, también
sabe encontrar momentos de descanso y de ir a pescar.
Además,
los esposos Martin forman parte de varias asociaciones piadosas: Orden
Tercera de San Francisco, adoración nocturna, etc. La fuerza que
necesitan la obtienen de la observancia amorosa de las prescripciones
y de los consejos de la Iglesia: ayunos, abstinencias, Misa
diaria y confesión frecuente. «La fuerza de Dios es mucho
más poderosa que vuestras dificultades – escribe el Papa Juan
Pablo II a las familias. La eficacia del sacramento de
la Reconciliación es inmensamente mayor que el mal que actúa
en el mundo... Incomparablemente mayor es, sobre todo, el poder
de la Eucaristía... En este sacramento, Cristo se entrega a
sí mismo como alimento y como bebida, como fuente de
poder salvífico... La vida que de Él procede es para
vosotros, queridos esposos, padres y familias. Recordad que instituyó la
Eucaristía en un contexto familiar, en el transcurso de la
Última Cena... Y las palabras que entonces pronunció conservan todo
el poder y la sabiduría del sacrificio de la Cruz»
(Ibíd., 18).
Unos frutos duraderos
Del manantial eucarístico, Celia obtiene una energía
superior a la media de las mujeres, y su esposo
una ternura superior a la media de los hombres. Luis
gestiona la economía y consiente de buen grado ante las
peticiones de su esposa: «En cuanto al retiro de María
en la Visitación, escribe Celia a Paulina, sabes que a
papá no le gusta nada separarse de vosotras, y había
dicho primero formalmente que no iría... Anoche María se estaba
quejando de ello y yo le dije: «Déjalo de mi
cuenta; siempre consigo lo que quiero, sin forzar demasiado; todavía
falta un mes; es suficiente para convencer diez veces a
tu padre». No me equivocaba, pues apenas una hora después,
cuando regresó, se puso a hablar amistosamente con tu hermana
(María)... «Bien, me dije, este es el momento oportuno», e
hice una insinuación al respecto. «¿Así que deseas de verdad
ir a ese retiro?», dijo papá a María: «Sí, papá.
– ¡Pues bien, puedes ir!»... Creo que yo tenía una
buena razón para que María fuera a aquel retiro. Si
bien suponía un gasto, el dinero no es nada cuando
se trata de la santificación de un alma; y el
año pasado María regresó completamente transformada. Los frutos todavía duran,
aunque ya es hora de que renueve su provisión».
Los retiros
espirituales producen frutos de conversión y de santificación, porque, bajo
el efecto de su dinamismo, el alma, dócil a las
iluminaciones y a los movimientos del Espíritu Santo, se purifica
siempre más de los pecados y practica las virtudes, imitando
al modelo absoluto que es Jesucristo, para conseguir una unión
más íntima con él. Por eso dijo el Papa Pablo
VI: «La fidelidad a los ejercicios anuales en un medio
apartado asegura el progreso del alma». Entre todos los métodos
de ejercicios espirituales «existe uno que obtuvo la completa y
reiterada aprobación de la Sede Apostólica... el método de San
Ignacio de Loyola, de quien Nos complace llamar Maestro especializado
en ejercicios espirituales» (Pío XI, Encíclica Mens Nostra).
La vida profundamente
cristiana de los esposos Martin se abre naturalmente a la
caridad para con el prójimo: limosnas discretas a las familias
necesitadas, a las que se unen sus hijas, según su
edad; asistencia a los enfermos, etc. No tienen miedo de
luchar justamente para reconfortar a los oprimidos. Así mismo, realizan
juntos las gestiones necesarias para que un indigente pueda entrar
en el hospicio, cuando éste no tiene derecho al no
tener suficiente edad para ello. Son servicios que sobrepasan los
límites de la parroquia y que dan testimonio de un
gran espíritu misionero: espléndidas ofrendas anuales para la Propagación de
la Fe, participación en la construcción de una iglesia en
Canadá, etc.
Pero la intensa felicidad familiar de los Martin no
debía durar demasiado tiempo. A partir de 1865, Celia se
percata de la presencia de un tumor maligno en el
pecho, surgido después de una caída contra el borde de
un mueble. Tanto su hermano, que es farmacéutico, como su
marido no le conceden demasiada importancia; pero a finales de
1876 el mal se manifiesta y el diagnóstico es concluyente:
«tumor fibroso no operable» a causa de su avanzado estado.
Celia lo afronta hasta el final con toda valentía; consciente
del vacío que supondrá su desaparición, le pide a su
cuñada, la señora Guérin, que, después de su muerte, ayude
a su marido en la educación de los más pequeños.
Su
muerte acontece el 28 de agosto de 1877. Para Luis,
de 54 años de edad, supone un abatimiento, una profunda
llaga que sólo se cerrará en el Cielo. Pero lo
acepta todo, con un espíritu de fe ejemplar y con
la convicción de que su «santa esposa» está en el
Cielo. Y cumplirá con la labor que había empezado en
la armonía de un amor intachable: la educación de sus
cinco hijas. Para ello, escribe Teresita, «aquel corazón tierno de
papá había añadido al amor que ya poseía un amor
realmente maternal». La señora Guérin se ofrece para ayudar a
la familia Martin, invitando a su cuñado a trasladar su
hogar a Lisieux. Para aquellas pequeñas huérfanas, la farmacia de
su marido será su segunda casa y la intimidad que
une a ambas familias crecerá con las mismas tradiciones de
sencillez, labor y rectitud. A pesar de los recuerdos y
de las fieles amistades que podrían retenerlo en Alençon, Luis
se decide a sacrificarlo todo y a mudarse a Lisieux.
Un
gran honor
La vida en los «Buissonnets», la nueva casa de
Lisieux, resulta más austera y retirada que en Alençon. La
familia mantiene pocas relaciones, y cultiva el recuerdo de la
persona a la que el señor Martin sigue designando con
el nombre de «vuestra santa mamá». Las más jovencitas son
confiadas a las Benedictinas de Nuestra Señora del Prado. Pero
Luis sabe procurarles distracciones: sesiones teatrales, viajes a Trouville, estancia
en París, etc., intentando que, a través de todas las
realidades de la vida, encuentren la gloria de Dios y
la santificación de las almas.
Su santidad personal se revela sobre
todo en la ofrenda de todas sus hijas, y después
de sí mismo. Celia ya preveía la vocación de las
dos mayores, pues Paulina ingresaba en el Carmelo de Lisieux
en octubre de 1882, y María en octubre de 1886.
Al mismo tiempo, Leonina, de difícil temperamento, inicia una serie
de infructuosos intentos; en primer lugar en las Clarisas, y
luego en la Visitación, donde, tras dos intentos fallidos, acabará
ingresando definitivamente en 1899. Teresa, la benjamina, la «pequeña reina»,
conseguirá vencer todos los obstáculos hasta ingresar en el Carmelo
a los 15 años, en abril de 1888. Dos meses
después, el 15 de junio, Celina revela a su padre
que también ella siente la llamada de la vida religiosa.
Ante aquel nuevo sacrificio, la reacción de Luis Martin es
espléndida: «Ven, vayamos juntos ante el Santísimo a darle gracias
al Señor por concederme el honor de llevarse a todas
mis hijas».
A imitación del señor Martin, los padres deben acoger
las vocaciones como un don de Dios, escribe el Papa
Juan Pablo II: «Vosotros, padres, dad gracias al Señor si
ha llamado a la vida consagrada a alguno de vuestros
hijos. ¡Debe ser considerado un gran honor – como lo
ha sido siempre– que el Señor se fije en una
familia y elija a alguno de sus miembros para invitarlo
a seguir el camino de los consejos evangélicos! Cultivad el
deseo de ofrecer al Señor a alguno de vuestros hijos
para el crecimiento del amor de Dios en el mundo.
¿Qué fruto de vuestro amor conyugal podríais tener más bello
que éste?» (Vita consecrata, 25 de marzo de 1996, nº
107).
La vocación es ante todo una iniciativa divina, pero una
educación cristiana favorece la respuesta generosa a la llamada de
Dios: «En el seno de la familia, los padres han
de ser para sus hijos los primeros anunciadores de la
fe con su palabra y con su ejemplo, y han
de fomentar la vocación personal de cada uno y, con
especial cuidado, la vocación a la vida consagrada» (Catecismo, 1656).
Por lo tanto, «si los padres no viven los valores
evangélicos, será difícil que los jóvenes y las jóvenes puedan
percibir la llamada, comprender la necesidad de los sacrificios que
han de afrontar y apreciar la belleza de la meta
a alcanzar. En efecto, es en la familia donde los
jóvenes tienen las primeras experiencias de los valores evangélicos, del
amor que se da a Dios y a los demás.
También es necesario que sean educados en el uso responsable
de su libertad, para estar dispuestos a vivir de las
más altas realidades espirituales según su propia vocación» (Vita consecrata,
ibíd.).
«Soy demasiado feliz»
Santa Teresa del Niño Jesús y de la
Santa Faz dará testimonio de la manera concreta en que
su padre vivía el Evangelio: «Lo que más me llamaba
la atención eran los progresos en la perfección que hacía
papá; a imitación de San Francisco de Sales, había conseguido
dominar su natural vivacidad, hasta el punto que parecía que
poseía la naturaleza más dulce del mundo... Las cosas de
este mundo apenas parecían rozarle, y se recuperaba con facilidad
de las contrariedades de la vida». En mayo de 1888,
en el transcurso de una visita a la iglesia donde
se había celebrado su boda, a Luis se le representan
las etapas de su vida, y enseguida se lo cuenta
sus hijas: «Hijas mías, acabo de regresar de Alençon, donde
he recibido tantas gracias y consuelos en la iglesia de
Nuestra Señora que he hecho la siguiente plegaria: Dios mío,
¡esto es demasiado! Sí, soy demasiado feliz, no es posible
ir al Cielo de este modo, quiero sufrir algo por
ti. Así que me he ofrecido...». La palabra «víctima» desaparece
de sus labios, no se atreve a pronunciarla, pero sus
hijas lo han comprendido.
Así pues, Dios no tarda en satisfacer
a su siervo. El 23 de junio de 1888, aquejado
de accesos de arteriosclerosis que le afectan en sus facultades
mentales, Luis Martin desaparece de su domicilio. Tras muchas tribulaciones,
lo encuentran en Le Havre el día 27. Es el
principio de una lenta e inexorable degradación física. Poco tiempo
después de que Teresa tomara los hábitos, momento en que
se había mostrado «tan apuesto y tan digno», es víctima
de una crisis de delirio que hace necesario su internamiento
en el hospital del Salvador de Caen; es una situación
humillante que acepta con extraordinaria fe. Cuando consigue expresarse repite
sin cesar: «Todo sea para la mayor gloria de Dios»;
o también: «Nunca había sufrido una humillación en la vida,
por eso necesitaba una». En mayo de 1892, cuando ya
las piernas sufren de parálisis, lo devuelven a Lisieux. «¡Adiós,
hasta el Cielo!», consigue decir a sus hijas con motivo
de su última visita al Carmelo. Se apagará dulcemente como
consecuencia de una crisis cardíaca el 29 de julio de
1894, asistido por Celina, que había demorado su entrada en
el Carmelo para dedicarse a él.
Santa Teresa del Niño Jesús
y de la Santa Faz llegará a decir: «El Señor
me concedió un padre y una madre más dignos del
Cielo que de la tierra». Que podamos llegar también nosotros,
siguiendo su ejemplo, a la Morada eterna que la santa
de Lisieux denomina «el hogar Paterno de los Cielos».
Beatificación
La Santa
Sede admitió la “inexplicable curación” de un niño nacido en
2002 con grave e incurable insuficiencia pulmonar en Monza (Italia)
por intercesión del matrimonio de Martín y Celia Guérin.
El niño
nació el 25 de mayo del año 2002, y el
2 de junio, cuando lo bautizaron, a sus padres se
les informó que su muerte era inminente.
Los padres dedicaron
una novena a Louis y Zelie Martin pidiendo por su
hijo y en pocas semanas la condición del niño mejoró
notablemente. Hace poco cumplió un año y es un niño
sano sin síntomas ni signos de su prematura gravedad.
Los
médicos que analizaron el caso sostienen que no hay explicación
científica para justificar la curación del niño.
S.S. Benedicto XVI los
declararó beatos de la Iglesia el día 19 de Octubre
de 2008.
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