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María de la Cruz (Juana) Jugan, Santa |
Fundadora de la Congregación de las Hermanitas de los Pobres
Martirologio Romano:
En Renes, en Francia, beata María de la Cruz (Juana)
Jugan, virgen, que fundó la Congregación de las Hermanitas de
los Pobres, para pedir limosna por Dios para los pobres,
y expulsada injustamente de la dirección del Instituto, pasó el
resto de su vida en la oración y en la
humildad (1879).
Juana Jugan nace en Cancale (Bretaña - Francia) el
25 de octubre de 1792, y es bautizada aquel mismo
día. Es la quinta de una familia de siete hermanos.
Su padre, marino como la mayoría de los habitantes de
Cancale, desaparece en el mar el año en que Juana
cumple su cuarto cumpleaños. La pequeña Juana aprende enseguida de
su madre a realizar las tareas domésticas, a cuidar de
los animales y, sobre todo, a rezar. Al igual que
otras muchas iglesias, la de Cancale había sido cerrada por
la Revolución. Ya no hay catecismo organizado, pero muchos niños
reciben instrucción en secreto por parte de personas piadosas. En
1803, Juana recibe la primera Comunión. A partir de aquel
día se vuelve especialmente obediente y dulce, dispuesta para el
trabajo y asidua a la oración.
«No encontrarás mejor partido»
A finales
de 1816 tiene lugar en Cancale una gran «Misión»: unos
veinte sacerdotes se reparten los sermones, el catecismo, el Rosario,
las confesiones, las visitas a domicilio, etc. Son días de
gracias y de fervor por toda la parroquia. En medio
de la oración, Juana siente brotar en su corazón un
enorme deseo de consagrarse al servicio de los pobres por
amor de Dios, sin esperar recompensa humana alguna. Al final
de la Misión, rechaza definitivamente una petición de matrimonio. Su
madre le pregunta: «¿Por qué lo has rechazado? No encontrarás
mejor partido. – El Señor me reserva para una obra
que aún no se ha fundado», responde Juana.
Al año siguiente,
Juana abandona Cancale y a su familia para servir a
Cristo en medio de los pobres y vivir como pobre
entre ellos, entrando como enfermera en el hospital Rosais de
Saint-Servan. Pero, al cabo de varios años de servicio, cae
gravemente enferma. Una persona caritativa, la señorita Lecoq, la acoge
en su casa. Durante doce años, llevarán las dos una
vida en común, condicionada por la oración, la Misa diaria,
la visita a los pobres y la catequesis a los
niños. Tras la muerte de la señorita Lecoq, Juana conoce
a Francisca Aubert, que comparte el mismo ideal de vida.
Alquilan una vivienda y se consagran al cuidado de los
pobres. Muy pronto se les agrega una joven de diecisiete
años: Virginia Trénadiel.
Una tarde, Juana regresa, con aspecto preocupado, de
su jornada de trabajo. Francisca vigila la sopa mientras hila
en la rueca. Juana le dice: «Acabo de visitar a
una persona digna de lástima... ¡Imagínate una anciana ciega, medio
paralítica, completamente sola en un cuchitril y en estos primeros
fríos del invierno!... Francisca, ¿qué te parece si la traemos
a casa? Para los gastos, trabajaré más. – Como quieras,
Juana». La ciega se llama Ana Chauvin. Al día siguiente,
Juana la recoge y la acuesta en su propia cama.
La inválida siente preocupación: «¿Cómo harán para alimentarme? ¿Dónde se
acostará usted si me da su cama? – No se
preocupe», responde Juana. Unos días más tarde, una vieja soltera,
Isabel Quéru, tiritando de frío, llama tímidamente a la puerta.
Había servido sin sueldo, durante muchos años, a unos dueños
arruinados. A la muerte de éstos, se había quedado sin
protección y sin recursos. «Isabel, le dice Juana, es el
Señor quien le envía. Quédese con nosotras».
Una amiga de Virginia,
María Jamet, no tarda en relacionarse con Juana y la
gente de su casa. El 15 de octubre de 1840,
las tres amigas fundan una pequeña asociación de caridad dirigida
por el párroco Augusto Le Pailleur, vicario de Saint-Servan. Francisca
Aubert acepta ayudarlas en lo que respecta a las curas
y a los remiendos, pero se considera demasiado mayor para
comprometerse más a fondo. En contrapartida, una joven obrera de
veintisiete años, muy enferma, Magdalena Bourges, que había sido acogida
y curada por Juana, se incorpora a aquel pequeño grupo.
De ese modo, en torno a las dos mujeres mayores,
acaba de nacer una pequeña célula, embrión de una gran
congregación que se llamará de las «Hermanitas de los pobres».
«Con
mi cesto...»
Muy pronto, otros ancianos indigentes solicitan ser hospedados, y
las hermanas se trasladan a otros locales más amplios. Pero
la generosidad de los amigos y los ingresos de las
hermanas, de cuyo trabajo vive la casa, ya no son
suficientes. Las ancianas que tenían costumbre de mendigar le dicen
a Juana: «¡Reemplácenos, mendigue por nosotras!». Un religioso de San
Juan de Dios mueve a la fundadora a que siga
ese consejo y le entrega su primer cesto de la
colecta. La orgullosa naturaleza bretona de Juana se rebela ante
esa necesidad, pero al final se decide. Más tarde les
dirá a las novicias: «Os mandarán a la colecta, hijas
mías, y os costará mucho. También yo la hice, con
mi cesto; me costaba mucho, pero lo hacía por el
Señor y por los pobres». He aquí el origen de
la colecta, principal fuente de ingresos de las Hermanitas de
los pobres.
En sus rondas, Juana pide dinero, pero también dádivas
en especie, como verduras, sábanas usadas, lana, un caldero, etc.
Pero no siempre es bien recibida. Un día, llama a
la puerta de un anciano rico y avaro; consigue persuadirlo
y recibe una buena ofrenda. Al día siguiente, la limosnera
se presenta de nuevo en su casa, pero esta vez
él se enfada. «Señor, responde ella, mis pobres tenían hambre
ayer, también hoy tienen hambre y mañana seguirán teniendo hambre...».
Ya más tranquilo, el bienhechor entrega una limosna y promete
seguir haciéndolo. En otra ocasión, un viejo soltero, enfadado, le
pega una bofetada. Ella le dice con humildad: «Gracias; eso
es para mí. ¡Pero ahora déme algo para mis pobres,
por favor!». Tanta mansedumbre abre el monedero del solterón. De
ese modo, con la sonrisa, consigue invitar a los ricos
a la reflexión, al descubrimiento de las necesidades de los
pobres, y la colecta se convierte en una verdadera evangelización,
en una llamada a la conversión del corazón.
Juana Jugan siente
aversión por la ociosidad. «La Virgen era pobre, le gusta
repetir. Hacía como los pobres: no perdía el tiempo, pues
los pobres nunca deben estar desopucados». Tras haber conseguido unas
ruecas, hiladoras y devanaderas, las entrega a sus internas menos
impedidas, quienes, orgullosas de aportar con su trabajo algún dinero
a la bolsa comunitaria, se toman mayor interés en la
vida del asilo.
Poco a poco, Juana y sus amigas se
organizan. Llevan una vestimenta semejante, un nombre de religión –el
de Juana es «sor María de la Cruz»– y pronuncian
votos privados, de obediencia y de castidad. Algo más tarde
añaden los de pobreza y hospitalidad. Por este último se
consagran a la acogida de los ancianos pobres. A finales
de 1843, las hermanas tienen a su cargo unas cuarenta
personas, hombres y mujeres. El 8 de diciembre, proceden a
elegir a su superiora, cuyo cargo vuelve a recaer por
unanimidad en Juana. Pero el día 23, el párroco Le
Pailleur impone su autoridad y anula esa elección, designando como
superiora a María Jamet, que tiene sólo 23 años (Juana
tiene 51). El sacerdote teme, en efecto, no poder dirigir
la congregación a su antojo con Juana, cuya experiencia y
celebridad le molestan. Juana mira el crucifijo de la pared,
después una estatuilla de la Virgen, y se arrodilla ante
su sustituta, prometiéndole obediencia. En adelante su misión consistirá en
hacer la colecta.
Un alma menos templada habría retrocedido ante la
perspectiva de perder el gobierno de una casa organizada a
su manera, para convertirse en una mendiga. «A mi entender
–declaró un religioso franciscano originario de Cancale–, por parte de
mi venerable compatriota, el hecho de ser desposeída de su
puesto de superiora y de convertirse en una simple mendiga
fue un gran acto de virtud, porque las mujeres de
Cancale son más bien independientes, incluso autoritarias, y antes prefieren
mandar que obedecer». A partir del 24 de diciembre, a
pesar del riguroso ayuno de aquella vigilia de Navidad, Juana
vuelve a sus rondas de colecta. «¡Cuántas pruebas y méritos
–exclamó un orador– supone esa colecta llena de angustias, realizada
siempre para cubrir las necesidades de ese día o del
siguiente! ¡Había que salir a pesar del tiempo, sufrir el
calor, el frío o la lluvia, abordar a todo tipo
de gente, recorrer largos trayectos y llevar pesados fardos!». Pero
el alma de Juana está «verdaderamente imbuída del misterio de
Cristo Redentor, en especial en su Pasión y Cruz» (Juan
Pablo II, 3 de octubre de 1982).
¿Madre o hija?
Unida a
Cristo, Juana acepta de corazón las humillaciones, llegando incluso a
amarlas y a buscarlas. Quizás, una de las que más
le cuesta sobrellevar es, a causa de su orgullo nativo,
la que procede de la manera en que la superiora
le prodiga sus advertencias. En una carta del 26 de
enero de 1846, María Jamet, veintisiete años más joven que
Juana, le escribe: «Querida hija... ¡Qué bueno es Dios, que
permite que una pobre como tú sea tan bien acogida!...
Sin embargo, hija mía, procura no ser importuna, y si
llegas a molestar, aunque sea poco, no abuses de la
bondad de esa excelente persona... Te recomiendo que tengas cuidado
de no concebir ningún sentimiento de amor propio. Debes convencerte
de que, si actúan contigo de ese modo, no es
a causa de ti, sino que es Dios quien lo
permite para bien de sus pobres. En cuanto a ti,
considérate como lo que eres en realidad, es decir, pobre,
débil, miserable e incapaz de todo bien... Tu madre, María
Jamet». Juana recibe esos consejos con dulzura y humildad.
El desarrollo
de la obra obliga a extender las colectas más lejos.
Juana es enviada a Rennes, donde, desde los primeros días
se fija en los mendigos, sobre todo en los más
viejos, que necesitan auxilio con urgencia. Sin duda alguna, hay
que fundar una casa en esa ciudad. Con la ayuda
de San José, el 25 de marzo de 1846 adquieren
una casa. Juana vuelve a sus colectas por las ciudades
del oeste de Francia. Se inauguran casas en Dinan, Tours,
París, Besançon, Nantes, Angers, etc. Varias veces, porque ha sabido
conquistar la confianza de todos, Juana consigue salvar del desastre
a la obra, cuya dirección le ha sido usurpada. Ella
acude, obtiene los fondos que faltan, anima a unos y
a otros y se eclipsa para ayudar en otros lugares.
Parece como si no tuviera dónde reposar la cabeza, pero
ella se apoya por completo en la Providencia.
«¡San José, queremos
mantequilla!»
Es deseo de Juana Jugan que las personas mayores se
sientan realmente como en su casa en los lugares de
acogida. Un día, en la fundación de Angers, se da
cuenta de que los ancianos comen el pan sin nada.
«¡Estamos en el país de la mantequilla!, exclama. ¿Por qué
no le pedís a San José?». Enciende una lamparilla ante
la estatua del padre putativo de Jesús, manda que traigan
todos los recipientes de mantequilla vacíos y coloca un cartel:
«San José, mándanos mantequilla para los ancianos». Los visitantes se
extrañan o se divierten ante semejante candor, pero bajo esa
aparente ingenuidad se esconde una profunda fe. Unos días más
tarde, un donante anónimo envía un lote muy importante de
mantequilla, con el que se llenan todos los recipientes. También
es deseo de Juana procurar alegría a sus pobres, por
lo que se dirige al coronel de la guarnición de
Angers y le pide que, por la tarde de un
día festivo, envíe a algunos músicos del regimiento para alegrar
a sus ancianos. «Hermana, le voy a enviar toda la
banda para complacerla y para regocijo de todos sus ancianos».
Y la banda militar de Angers acude a contribuir a
la alegría de la fiesta.
En mayo de 1852, el arzobispo
de Rennes, donde se encuentra la casa madre de las
hermanas, aprueba oficialmente los estatutos de la obra, dándole el
nombre de Familia de las Hermanitas de los pobres. Las
hermanas, al socorrer a las personas mayores abandonadas, ponen de
relieve el insustituible valor de la vida humana en la
vejez. Su testimonio adquiere una importancia muy especial en nuestra
época, en que los progresos de la técnica y de
la medicina suponen una prolongación de la esperanza media de
vida.
La estima hacia los ancianos se basa en la ley
natural expresada en el mandamiento de Dios Honra a tu
padre y a tu madre (Dt 5, 16). «Honrar a
las personas mayores implica un triple deber para con ellos:
acogerlos, asistirlos y dar valor a sus cualidades» (Juan Pablo
II, Carta a las personas mayores, 11-12). Las personas mayores
necesitan asistencia con motivo de la disminución de sus fuerzas
y de eventuales dolencias, pero, en contrapartida, pueden aportar mucho
a la sociedad. Las vicisitudes que han debido soportar durante
su vida les han dotado de una experiencia y de
una madurez que les mueven a contemplar los acontecimientos de
este mundo con mayor sensatez. Siguiendo sus enseñanzas, las generaciones
más jóvenes pueden tomar lecciones de historia que deberían ayudarles
a no repetir los errores del pasado. Nuestra sociedad, dominada
por las prisas y la agitación, olvida los principales interrogantes
que conciernen a la vocación, a la dignidad y al
destino del hombre. En ese contexto, los valores afectivos, morales
y religiosos que han podido vivir las personas mayores representan
una fuente indispensable para el equilibrio de la sociedad, de
las familias y de las personas. Frente al individualismo, nos
recuerdan que nadie puede vivir solo, y que es necesaria
la solidaridad entre las generaciones, de manera que cada una
pueda enriquecerse con los dones de las demás.
Misioneras en la
tercera edad
Las personas mayores cumplen igualmente una misión evangelizadora; en
muchas familias los niños pequeños reciben de sus abuelos los
primeros rudimentos de la fe. Los ancianos, incluso los más
enfermos o quienes se ven privados de la movilidad, pueden
cumplir también, para el bien de la Iglesia y del
mundo, el servicio de la oración. A través de ésta
participan tanto de los dolores como de las alegrías de
los demás, rompiendo el círculo del aislamiento y de la
impotencia. Tomando fuerzas de la oración, son capaces de infundir
ánimos, mediante el testimonio de un sufrimiento asumido en el
abandono a Dios y la paciencia.
Las personas mayores encuentran ocasión
de completar, en sus carnes y en su corazón, lo
que le falta a la Pasión de Cristo (cf. Col
1, 24), ofreciendo la prueba de la enfermedad y del
sufrimiento –que es su destino común– a la intención de
la Iglesia y del mundo. Pero, para poder realizar dicha
misión, necesitan sentirse amadas y respetadas, pues no resulta fácil
aceptar el sufrimiento con humildad. Por eso, las personas que
padecen grandes sufrimientos son tentadas en ocasiones por la exasperación
y la desesperanza. Entonces, las personas allegadas pueden sentirse inclinadas,
debido a una compasión mal entendida, a considerar razonable la
provocación directa de la muerte (la eutanasia). Pero, «a pesar
de las intenciones y de las circunstancias, la eutanasia sigue
siendo un acto intrínsecamente malo, una violación de la ley
de Dios y una ofensa a la dignidad de la
persona humana» (Juan Pablo II, Carta a las personas mayores,
9; cf. encíclica Evangelium vitae, 65). Solamente Dios determina el
principio y el fin de la vida humana, según su
designio de Creador, y llama a cada persona a ser
su hijo mediante la participación en su propia vida divina.
Esa dignidad incomparable procede de Cristo, quien, en la Encarnación,
«se unió en cierto modo a todo hombre» (Vaticano II,
Gaudium et Spes, 22); por lo tanto debe ser respetada.
Es la razón principal de la consagración de las Hermanitas
de los pobres a los ancianos, en quienes Juana Jugan
les enseñó a ver a Jesucristo.
«Se la cedo de buen
grado»
Después de haber servido a Cristo con sus colectas, la
beata acabará sus días en el silencio. En efecto, durante
el transcurso del año 1852, el párroco Le Pailleur le
ordena que se retire a la casa madre. En adelante
ya no mantendrá relaciones regulares con los bienhechores, ni funciones
destacadas en la congregación. Aún vivirá veintisiete años, oculta a
los ojos de los hombres, ocupada en humildes tareas domésticas
y sin ninguna reivindicación. Con gran lucidez sobre esa situación,
su corazón sigue siendo lo suficientemente libre como para decirle
de broma al padre Le Pailleur: «Me ha robado usted
mi obra; pero se la cedo de buen grado». En
la primavera de 1856, la casa madre de las Hermanitas
se traslada a una extensa propiedad que han comprado a
treinta y cinco kilómetros de Rennes: la Tour Saint-Joseph, donde
Juana prodiga consejos espirituales a las novicias. En las horas
difíciles les dice: «Cuando os encontréis al límite de vuestra
paciencia y de vuestras fuerzas, cuando os sintáis solas e
impotentes, id al encuentro de Jesús; Él os espera en
la capilla. Decidle esto: «Sabes muy bien lo que ocurre,
Jesús mío, sólo tú lo sabes todo. Ven en mi
ayuda». Luego os marcháis, y no os preocupéis por cómo
tengáis que actuar; basta con que se lo hayáis dicho
al Señor; él tiene buena memoria».
Insiste a las novicias para
que no multipliquen demasiado las oraciones: «Cansaréis a los ancianos,
se aburrirán y se irán a fumar... incluso durante el
Rosario». Con las jóvenes comparte sus experiencias: «Hay que estar
siempre de buen humor; a nuestros ancianitos no les gustan
las caras tristes... No hay que tener miedo a cocinar,
ni tampoco a curarlos cuando están enfermos. Hay que ser
como una madre para quienes saben darnos las gracias y
también para quienes no saben reconocer todo lo que hacéis
por ellos. Repetíos a vosotras mismas: «¡Por ti lo hago,
Jesús mío!»». Y además: «Antes de actuar hay que rezar
y reflexionar. Es lo que he hecho durante toda la
vida: sopesaba todas mis palabras».
En los últimos años de su
vida, Juana habla con frecuencia, aunque con serenidad, de su
muerte. Pero, antes de partir, tendrá una última alegría. El
1 de marzo de 1879, León XIII aprueba definitivamente las
constituciones de las Hermanitas de los pobres. En aquel momento,
la congregación cuenta aproximadamente con 2.400 hermanas y 177 casas
de acogida. El 29 de agosto siguiente, Juana se extingue
dulcemente después de decir: «¡Oh, María, madre mía, ven conmigo.
Sabes que te amo y que tengo ganas de verte!».
Una vida de tanta humildad tenía que producir muchos frutos.
En el umbral del tercer milenio, 3.460 Hermanitas dan vida
a 221 casas, repartidas por los 5 continentes. Por una
maravillosa consideración de la Providencia, siguen viviendo principalmente de las
dádivas que reciben.
Con motivo de la beatificación de Juana Jugan
(Octubre 3 / 1982), el Papa Juan Pablo II decía:
«La Iglesia entera y la propia sociedad no pueden sino
admirar y aplaudir el maravilloso crecimiento de la pequeña semilla
depositada en tierra bretona por esta humilde joven de Cancale,
tan pobre de bienes pero tan rica de fe... Et
exaltavit humiles (Ensalza a los humildes). Esta frase tan conocida
del Magnificat colma mi espíritu y mi corazón de gozo
y de emoción... La atenta lectura de las biografías dedicadas
a Juana Jugan y a su epopeya de caridad evangélica,
me inducen a decir que Dios no podía dejar de
glorificar a tan humilde servidora... Al recomendar a menudo a
las Hermanitas con frases como «¡Sed pequeñas, muy pequeñas! ¡Conservad
ese espíritu de humildad y de sencillez! Si llegáramos a
creernos que somos algo, la congregación dejaría de bendecir a
Dios y nos desmoronaríamos», Juana estaba revelando en realidad su
propia experiencia espiritual... En nuestro tiempo, el orgullo, la búsqueda
de la eficacia, la tentación de los medios de poder,
están ganando actualidad en el mundo, y también a veces,
por desgracia, en la Iglesia. Son un obstáculo para el
advenimiento del reino de Dios. Por eso la fisonomía espiritual
de Juana Jugan es capaz de atraer a los discípulos
de Cristo y de llenar sus corazones de esperanza y
de alegría evangélica, tomadas de Dios y del olvido de
sí mismo».
Fue canonizada el 11 de octubre de 2009.
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