“La conciencia moral de
la mujer
en el contexto de la
cultura contemporánea”
La
conciencia mística
Estas palabras de san Ambrosio nos
invitan a asomarnos a las profundidades de nosotros mismos para descubrir allí
una vida que permanece oculta a las miradas superficiales.
La cultura contemporánea lleva a los
hombres a vivir en un gran desconocimiento y aún en el rechazo de lo que san
Basilio llamó: “la chispa del amor divino que ha sido escondida en lo más
íntimo de nuestro ser”. Esta chispa no es otra cosa que la ley de Dios inscrita
en el corazón del hombre. Este es el primer nivel de la conciencia, donde el
hombre oye el eco de la voz del Creador diciéndole qué es lo bueno, para que lo
siga, y qué es lo malo, para que lo rechace.
Esta conciencia sobre el bien y el
mal pertenece a la lay natural y es cognoscible por la sola razón natural del
hombre.
Pero existe otra ley, la ley divina,
que solamente se puede conocer por revelación sobrenatural de Dios.
Este aspecto más profundo de la
conciencia supone el conocimiento natural, pero va mucho más allá, porque se
refiere a la vida sobrenatural. La llamaremos conciencia mística, porque se
refiere a aquello que permanece escondido para la luz natural de la razón pero
puede ser conocido si se recibe la luz sobrenatural de Dios, acogiendo la
gracia y dejándose modelar por ella.
Para entender en qué consiste, cómo
se alcanza y qué efectos tiene sobre la persona esta vida sobrenatural, nos
apoyaremos en los escritos de un místico español: Juan Arintero.
Según Arintero la vida sobrenatural
es la participación en la vida íntima de Dios.
Tenemos conciencia de lo místico
cuando percibimos y conocemos esta vida sobrenatural que transcurre en lo más
profundo de nosotros mismos; cuando esta vida mística, que es la vida de la
gracia se hace consciente y conocida
experimentalmente por la persona.
Para llegar a ser conscientes de
esta vida, para percibirla, es necesario transitar las vías del camino místico,
que no es un privilegio de unos pocos, sino aquello a lo que estamos llamados todos. Los hombres
carnales o simplemente racionales no pueden captar esta vida porque aún no
tienen desarrollado el sentido necesario para percibirlo.
Al comienzo esta vida divina se vive
inconscientemente y muchos nunca salen de esta fase de principiantes.
Esta vida comienza a ser percibida
cuando el alma ya afianzada en la virtud va conformando cada vez más su
voluntad con la de Dios. Se empiezan a sentir los impulsos divinos, y en la
medida que se los sigue, cada vez se hacen más claros, y así el alma comienza a
notar y reconocer la vida divina en sí.
Cuanto más dócilmente se siguen los
impulsos del Espíritu más claramente se sienten. Pero hasta que no se está muy
adelantado en la virtud y muy unidas la voluntad propia con la divina, no se
perciben estos impulsos como divinos.
Muchos nunca salen de esta etapa de
niñez espiritual y así nunca llegan a descubrir
la vida sobrenatural que fluye desde el centro de su propio ser. Así, no
descubren al Espíritu Santo que habita en el alma sustancialmente con el Padre
y el Hijo, vivificándonos, santificándonos y deificándonos.
Esta deificación es la vida
sobrenatural participada en nosotros. A medida que el alma se purifica y deja
de poner obstáculos a la acción deificadora de Dios, la imagen del Verbo se
hace más viva hasta quedar transformada en Él.
Pero estas experiencias no podemos
juzgarlas solo con nuestra razón natural. Dice Arintero: “La razón humana
desfallece ante tan incomprensibles misterios: pero los corazones iluminados sienten y experimentan, desde esta misma vida, esta realidad inefable que no
puede caber en palabras ni en conceptos, ni menos en sistemas humanos. Lo que
estas almas logran balbucear desconcierta nuestras débiles apreciaciones”[1]
Esta vida mística no puede ser
definida con precisión, porque de lo contrario dejaría de ser sobrenatural y
sería tan natural como nuestros pensamientos.
Hay que llegar a ser espirituales
para entender este lenguaje divino, porque sólo éstos tienen el sentido para
percibirlo y examinarlo, porque sólo creciendo espiritualmente se desarrollarán
las potencias cognoscitivas de la vida del espíritu.
Para poder entender un poco en qué
consiste esta vida divina en nosotros vamos a iluminarnos con la experiencia de una gran mística: Teresa de
Ávila.
El libro que utilizaremos será “Las
moradas”, donde ella describe el alma del justo como un castillo de diamantes o
de un muy claro cristal donde hay muchos
aposentos.[2]
Sobre la necesidad de conocer
nuestro interior nos dice: “¿No es pequeña lástima y confusión que por nuestra
culpa no entendamos a nosotros mismos ni sepamos quién somos? ¿No sería gran
ignorancia, hijas mías, que preguntasen a uno quién es y no se conociese ni
supiese quien fue su padre ni su madre ni de qué tierra? Pues si esto sería
gran bestialidad, sin comparación es mayor la que hay en nosotros cuando no
procuramos saber qué cosa somos, sino que nos detenemos en nuestros cuerpos y
así a bulto, porque lo hemos oído y nos lo dice la fe, sabemos que tenemos
almas. Más qué bienes puede haber esta alma o quien está dentro de esta alma o
el gran valor de ella, pocas veces lo consideramos; y así se tiene en tan poco
procurar con todo cuidado conservar su hermosura”[3]
En las primeras moradas la vida espiritual
está casi apagada y aunque Dios permanece resplandeciente en el fondo del alma
– la séptima morada – no hay ninguna manifestación de Él, ya que por estar aún
demasiado ocupada el alma en las cosas del mundo, no percibe la irradiación de
la luz Divina.
En las segundas moradas el alma, que
se esfuerza por adelantar en la virtud, no oye la voz de Dios que la llama
desde la séptima morada, sino a través de las voces de otras personas, o de
libros o enfermedades.
En las terceras moradas, luego de
que el alma ha librado el combate contra todo lo que la aparta de Dios, vive ya
vida de piedad, evita el pecado y practica la oración con facilidad.
En las cuartas moradas Dios comienza
a intervenir en el alma por los dones del Espíritu Santo y éste invade el alma
hasta la transformación de amor. Entonces el alma se entrega a Él con humildad
y paciencia y favorece su acción.
En las quintas moradas se da la
unión de voluntades; en las sextas Dios purifica y enriquece el alma son sus
toques y en las séptimas se da la unión transformante. Aquí Dios invade
totalmente el alma.
La santa describe el camino
progresivo que realiza el alma desde la indiferencia a la acción de Dios en el
centro del alma, que permanece siempre allí, aun cuando nosotros no tengamos
conciencia de ello, pasando por las etapas de purificación hasta las moradas
séptimas donde el alma ha sido completamente invadida por Dios y se ha dado la
unión transformante.
Es necesario conocer la estructura
del mundo interior para ir descubriendo que en el fondo del alma – la séptima
morada – hay verdaderamente un Cielo, porque allí vive la Santísima Trinidad.
Santa Teresa se lamentaba mucho de
haber pasado mucho tiempo sin haber tenido el conocimiento del tesoro que
llevaba en sí misma y por tanto tener tan descuidada esta morada más profunda
del alma. A través de la acción de Dios en su alma Teresa descubre la
estructura de su mundo interior. Es Dios quien le descubre lo que ella es.[4]
Sólo a la luz de Dios el alma puede
alcanzar el conocimiento de sí y no analizándose directamente.
Cuando comenzamos a adentrarnos en
nosotros mismos, la luz que procede de lo más profundo de nuestra alma nos
ilumina gradualmente, llevándonos desde la visión más tenue hasta la más clara.
Es bajo los resplandores del Rey que
puso su morada en lo más íntimo de nosotros mismos que vamos descubriendo
quienes somos.
Cuanto más nos aproximamos a esta
morada, al mostrarnos Dios su infinita grandeza, nos revela al mismo tiempo
nuestra infinita pequeñez.
Hablemos ahora de la importancia de
este conocimiento de sí, de la vida sobrenatural y de las consecuencias que
esto tiene en la vida de la mujer.
Esta profundización en su
interioridad, realizada a la luz de Dios, debe llevarla a descubrirse llamada a
ser: “Hija del Padre, Esposa de Cristo y Templo del Espíritu Santo”
Esta es la sublime misión y vocación
de la mujer, y sólo desde ese conocimiento, desde esta conciencia sobrenatural
puede configurar su vida acorde a tan alta meta. Las decisiones profundas no
pueden tomarse sino desde esta perspectiva. Escuchemos lo que Edith Stein nos
dice sobre esto: “Decisiones libres de menor importancia podrán, en cierto
modo, ser tomadas desde un punto situado “mucho más al exterior”; pero serán
decisiones “superficiales”, será pura “casualidad” el que una decisión así sea
la adecuada, porque únicamente partiendo desde el centro más profundo se tiene
la posibilidad de medir todo con la regla última”[5]
El que esté llamada a ser “Hija del
Padre, Esposa de Cristo y Templo del Espíritu Santo” no significa que llegue a
serlo sin su voluntad, sino que una vez que se ha tomado conciencia de ello hay
que poner los medios para alcanzar este fin.
Como nos dice Edith Stein, para
medir todo con la regla última hay que partir desde el centro más profundo de
uno mismo. Dios mismo quien revela a la mujer su designio para ella. A medida
que se acerca más a la última morada, la luz que procede del gran Rey que allí
mora le muestra quién es ella y lo que puede llegar a ser si se deja modelar
por la gracia.
Ella debe llegar a ser “Hija del
Padre, Esposa de Cristo y Templo del Espíritu Santo”; esto es: debe reconocerse
como criatura y recibir de Él el ser divino. Descubrir y aceptar que Otro la
pensó y la creó y por esto debe buscar humildemente en la oración silenciosa
que el Padre le revele su designio sobre ella y responder: “fiat”, como lo hizo
Aquella que por ser la más perfecta de todas las mujeres es su modelo: María.
Como Ella debe acoger en sí – aun cuando no las comprenda - las palabras que provienen del Padre y
obedecerlas con amor filial.
Debe llegar a ser Templo del
Espíritu Santo. Siendo dócil a la acción del Divino Huésped del alma, éste
morará en ella y le comunicará su propia vida divina, lo que se manifestará
interior y exteriormente. Interiormente, escuchando las divinas inspiraciones
que la llevarán a reflejar
exteriormente, en sus acciones, el modo de obrar conforme a la voluntad de Dios.
Y debe llegar a ser Esposa de
Cristo, el Verbo Eterno, que encarnándose nos configura a Él. Llegar a esto es
llegar al más alto grado de amor, el del amor puro, que no desea nada más.
Edith Stein nos dice qué es ser
Esposa de Cristo: “ «Sponsa Christi» no es sólo la virgen consagrada a Dios,
sino también toda la Iglesia y toda alma cristiana. Ser esposa de Cristo
significa pertenecer al Señor y no anteponer nada al amor de Cristo. Poner el
amor de Cristo por encima de todo, no
sólo en la convicción teórica, sino en la profundidad del corazón y en la
praxis de la vida”[6]
Cuando la mujer toma conciencia de
esta vida sobrenatural que hay en ella y se reconoce llamada a ser “Hija del
Padre, Esposa de Cristo y Templo del Espíritu Santo” ha encontrado el mapa de
ruta para encaminar su vida a la Patria Celestial.
Obedeciendo su conciencia natural solamente no se ha
asegurado aun que en la tarde de la vida, cuando comparezcamos ante el soberano
Juez, sea digna de ser admitida a la Vida Eterna. Es necesario que la
conciencia vaya más allá y descubriendo la vida de la gracia, viva según ella.
En la cultura contemporánea es mucho más difícil para la
mujer descubrir en sí este mundo interior, porque ella se haya dividida. El
episodio que nos narra el Génesis sobre el pecado original parece reproducirse
hoy cotidianamente. La ruptura de la unidad que se dio con la introducción del
pecado se ve hoy muy patente en la vida de la mujer.
Con el pecado – como señala Juan Pablo II en Mulieris
Dignitatem – el hombre rechaza la plenitud del bien, querida por Dios desde el
principio, y que brota de la vida sobrenatural.
Si la mujer vive apartada de Cristo, persiste en ella esta
división, y no puede sanarse de la herida del pecado. El pecado original ha
afectado de manera diferente al varón y
a la mujer. En la mujer, como dice Edith
Stein, esta herida hace que pase de ser compañera a ser una molestia que en vez
de ocupar el lugar del servicio alegre se convierte en dominadora.
Esta voluntad de dominio es la que la lleva a rechazar
aquella misión que está en su misma naturaleza: la de ser compañera del varón y
se transforma en su contendiente, en su enemiga, teniendo como consecuencia la
degradación de la familia y de la cultura.
A la mujer le fue confiado de una forma especial, desde su
creación, gestar, cuidar y acompañar el desarrollo del ser humano, tanto en el
aspecto físico como en el espiritual. Dios la dotó especialmente para ello.
El que tentó a la primer mujer sabe que Dios confió gran
parte de su obra a ella – una parte esencial – y que de su desobediencia al
plan creador depende en gran medida que el “Non serviam” se renueve en cada
generación.
Es necesario que la mujer descubra nuevamente toda su
dignidad de “Hija del Padre, Esposa de Cristo y Templo del Espíritu Santo”.
Debe seguir el ejemplo de las mujeres santas, que son quienes encarnan el ideal
femenino. Debe emprender el camino hacia su interioridad, hacia el Sagrario
interior donde habita la Trinidad.
“…sólo a
partir de la última profundidad del alma -
nos dice Edith Stein – punto céntrico del Creador, puede recabarse una
imagen realmente adecuada de la Creación; sólo desde ahí es posible “un trato
correcto con el mundo; sólo desde ahí puede hallar el sitio que en el mundo le
corresponde”[7]
Si vive sumergida en lo más profundo de su alma, en una
relación profunda e íntima con el Rey que habita en la morada más interior; si
su vida es una vida Eucarística, si ésta es el centro de su vida, su corazón
comenzará a latir al unísono con el de Cristo, y al ser deificada, con sólo su
presencia llevará a Cristo donde quiera que vaya.
También ella, como María, hará de su vida un continuo “Fiat”
a la voluntad el Padre, viviendo así el perfecto ideal femenino.
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