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Edmundo Arrowsmith, Santo |
Presbítero y Mártir
Martirologio Romano: En Lancaster, Inglaterra, san Edmundo Arrowsmith,
presbítero de la Compañía de Jesús y mártir, oriundo del
mismo ducado, que, después de pasar muchos años entregado al
cuidado pastoral en su patria, por ser sacerdote y haber
llevado a muchos a la fe católica, con la oposición
de los mismos protestantes del lugar, murió en la horca
durante el reinado de Carlos I (1628).
Fecha de canonización: El
25 de octubre de 1970, el papa Pablo VI, en
Roma, canonizó solemnemente a cuarenta mártires de Inglaterra
y Gales. De ellos, diez pertenecen a la Compañía de
Jesús, veinticuatro al clero diocesano, tres laicos y tres son
mujeres. Entre los jesuitas, figura San Edmundo Arrowsmith.
Edmundo nace en Haydock, cerca de St. Helens,
en Inglaterra, el año 1585. En el bautismo católico recibe
el nombre de Brian.
A los 20 años, pasa al
continente y se inscribe en el célebre Colegio Inglés de
Douai, fundado por Sir William Allen para formar a los
sacerdotes que necesita Inglaterra.
En el día de la Confirmación, él
mismo agrega a su nombre bautismal el de Edmundo, en
honor y recuerdo de San Edmundo Campion, el primero de
los mártires ingleses de la Compañía de Jesús.
En el Colegio
de Douai, es un buen estudiante y recibe el grado
en Arte y Divinidad. Esto lo prepara para un mejor
trabajo sacerdotal en la patria. Es ordenado en la ciudad
de Arrás, Francia, en diciembre de 1612.
Al año siguiente,
es destinado a Inglaterra. Ejercita el ministerio apostólico en Lancaster
y en toda la zona ubicada en sus alrededores: Salmesbury,
Brindle, Clayton Green y Blackburn.
Usa el nombre de Rigby
como seudónimo. Sin embargo, por sospechas, es llevado a los
tribunales y sufre en la cárcel. Es obligado a tener
una discusión teológica con John Bridgeman, el obispo de Chester.
Con valentía y erudición, defiende la religión católica y la
autoridad de la Santa Sede. Logra ocultar, eso sí, su
sacerdocio.
Una vez en libertad, completa su discernimiento vocacional iniciado en
el continente. Ingresa a la Compañía de Jesús, en 1624.
Hace el noviciado en Clerkenwell, Inglaterra.
Después de la controversia
con el obispo de Chester, los superiores de la Compañía
de Jesús toman conciencia del peligro que puede presentarse. Es
cierto, su calidad de sacerdote no es conocida, pero deciden
que debe permanecer en un segundo y oculto plano. Su
apostolado es serio, pero debe ejercitarlo con extremada prudencia.
Prisión y
Muerte
¡Qué tonto soy!, se dijo el P. Edmundo, sentado en
su prisión. Confío demasiado en las personas. ¿Cuándo voy a
aprender a desconfiar?
Y apoyado en el marco de la ventana,
contempla el cielo de esa calurosa noche de agosto. Un
incidente muy desgraciado lo ha hecho caer en la cárcel.
Él iba a caballo con su pariente, Mr. Holden, el
ahora ministro anglicano. Había estado con él, unos días, como
su huésped en el castillo de Walton. Los dos se
conocían bien, desde los años en que Holden era católico.
Este le había consultado, como a sacerdote, acerca de su
proyectado matrimonio con su sobrina. Edmundo, por supuesto, le había
señalado los impedimentos canónicos de la Iglesia. Eso era todo.
Es cierto, Mr. Holden no había querido escuchar. Pero Edmundo
no creía haberse ganado un enemigo.
En el castillo de Walton,
la madre de Mr. Holden había sido descortés. Edmundo lo
atribuye ahora a que ella hizo causa común con su
hijo. Pero jamás pensó que ambos podrían denunciarlo al juez
de paz, pasando por encima de las normas ancestrales de
la hospitalidad y del parentesco.
Durante un buen rato, Edmundo permanece
inclinado apretando su frente en la ventana. Siente una profunda
pena por Mr. Holden. Después, se endereza y repasa, una
vez más, el momento de la detención.
Los dos iban
a caballo. El, con sus libros y ropa en las
alforjas y el bastón de paseo en la mano. Mr.
Holden, con gallardía y fuerza, en un vigoroso animal. A
Edmundo le extrañó que nada hiciera cuando llegó el policía
armado. Nada hizo Mr. Holden. Él podía hacerlo, porque era
el señor del castillo y, además, un ministro de la
Iglesia protestante.
Mr. Holden aceptó que se acusara a Edmundo de
no querer pronunciar el Juramento de Supremacía y el Juramento
de Fidelidad. Nada dijo Mr. Holden cuando el policía afirmó
que el juez de paz de Lancaster tenía la sospecha
de que Edmundo era sacerdote y además jesuita. Edmundo decide
escribir una carta a sus amigos jesuitas. Es su obligación
y ha tenido mucho tiempo para orar.
Anota en paz
sus pensamientos: "Todo ha contribuido a mi aprehensión, y esto
me hace pensar y discernir que hay en ella algo
más que una ordinaria providencia del Señor".
Es cierto, lo ha
pensado muchas veces. El rey Carlos tiene aversión a
derramar sangre por causas religiosas. Pero sabe también que el
monarca es débil e incapaz de contener a sus ministros.
Edmundo no siente miedo y decide prepararse para la muerte.
En
la cárcel, Edmundo se entrega al trabajo que sabe hacer.
Con paciencia y caridad, recuerda a los presos los deberes
cristianos. Entre sus compañeros de prisión hay católicos y anglicanos.
Las palabras de Edmundo hacen amigos. Explica el Evangelio con
tanto fervor, que un prisionero se convierte. Más tarde lo
seguirá en la muerte.
Ante el tribunal
El 26 de agosto de
1628, Edmundo recibe la orden de comparecer ante el tribunal.
El Juez, Sir Henry Yelverton, ha llegado a la ciudad
de Lancaster y tiene prisa. Edmundo solamente dice: "Que se
haga la voluntad de Dios".
En los días anteriores Edmundo ha
pensado mucho. No se cree digno del martirio. Pero sabe
que el Señor quiere de él un testimonio muy valiente.
¿Será capaz de darlo? Ha pedido mucha fuerza para no
ser cobarde. No debe defraudar a los católicos que creen
en él. Pero debe ser inteligente. Sus respuestas serán sinceras.
No debe exponer a nadie. La prudencia, que tantas veces
le ha aconsejado la Compañía de Jesús, debe tenerla siempre
presente.
Ante el jurado, el Juez inicia el interrogatorio: ¿Es Ud.
sacerdote?
Edmundo hace el signo de la cruz y
contesta con extrema prudencia: "Yo quisiera que Dios me considerara
digno".
No está afirmando nada. No está mintiendo. Edmundo se
admira de haber sido prudente.
El Juez, molesto, nuevamente repite la
pregunta. Esta vez, Edmundo con voz más firme dice: "Yo
quisiera serlo".
El Juez, de inmediato, acota: "Sí, señor. Aunque
Ud. no lo afirme, está diciendo que desea ser un
traidor".
Edmundo se calla y piensa que ha hablado más
de la cuenta. Recuerda, una vez más, que la Compañía
de Jesús le ha pedido ser prudente.
El Juez, entonces, decide
cambiar de método. Le pregunta si es laico. Edmundo guarda
silencio, sorprendido por la astucia del magistrado. No contesta, porque
no quiere mentir.
Entonces el Juez, dejando a un lado
su papel neutral, se dirige al jurado: "Uds. pueden ver
fácilmente que el prisionero es sacerdote. Yo les aseguro que
él no podrá negar su condición, ante ningún tribunal de
Inglaterra".
Edmundo repasa, entonces, todas las instrucciones que ha recibido
de parte de la Iglesia y de la Compañía. En
la persecución, los sacerdotes jamás deben afirmar que han sido
ordenados. El guardar silencio no es mentir. Esto es necesario
porque existe el peligro de comprometer a los católicos que
los han protegido. Por lo demás, los sacerdotes no están
obligados a ser sus propios acusadores. Conforme a la ley,
el cargo debe ser probado por la justicia y no
debe ser tomada en cuenta la confesión propia. Si no
hay pruebas, la Justicia debe considerar al prisionero como inocente.
Pero
el derecho no se da en el juicio de Edmundo.
El señor Leigh, el clérigo que actúa en el doble
papel de pastor y Juez de paz, toma la palabra.
Se dirige al tribunal y da comienzo a un discurso
lleno de injurias.
Edmundo se sorprende, porque apenas ha visto
alguna vez al señor Leigh. Este afirma que Edmundo es
un seductor y, si no se tiene buen cuidado de
él, bien podría hacer papista a media ciudad de Lancaster.
Entretanto, Edmundo piensa su respuesta. Le gustaría ser tan buen
sacerdote como dice el señor Leigh.
Con modestia, Edmundo insinúa que
se le podría dar permiso para defender su fe en
una discusión. Él indica que, con la gracia de Dios,
podría vencer a su oponente. El Juez rechaza la petición.
Entonces Edmundo parece perder la prudencia, tantas veces meditada. Con
vigor, afirma que él es capaz de defender su fe,
no sólo con la palabra sino también sellarla con su
sangre.
El Juez se enfurece. Pierde toda compostura y grita
con todas sus fuerzas: "Sí, señor, Ud. la sellará con
su propia sangre".
Y fuera de control, el Juez jura,
por todo lo que considera más sagrado, que no se
irá de Lancaster antes de la ejecución de Edmundo y
sin ver, con sus propios ojos, que sus huesos sean
quemados. De una manera furiosa, repite su amenaza varias veces:
"Sí, Ud. va a morir".
Apenas puede, Edmundo contesta, esta
vez con más calma: "Sí, mi Lord, pero Ud. también
va a morir algún día".
Con verdadera exasperación, el Juez
ordena a Edmundo que conteste directamente cómo puede justificar el
que haya podido ir al continente y recibir la ordenación
sacerdotal en desobediencia a las leyes del reino.
A esto, Edmundo,
con toda paz, da su respuesta: "Si alguien quiere legalmente
acusarme, estoy pronto a contestar". Él sabe que el Juez
está consciente de que no hay pruebas suficientes. El tribunal
tiene indicios, pero no evidencias.
Al fin, el Juez declara, con
firmeza, que Edmundo es sacerdote y jesuita. Así lo dice
al jurado que escucha atentamente. La evidencia estaría en la
carta de Mr. Holden y su madre, quienes lo acusan
de ser un hombre religioso convencido.
El Juez señala los
crímenes: haber celebrado misa y estar consagrado con votos religiosos.
Y como testigo, hace comparecer a un muchacho de doce
años, hijo del juez de paz de Lancaster que detuvo
a Edmundo.
Sin pronunciar el juramento prescrito, el niño afirma
que Edmundo quiso convertirlo a la fe católica. El detenido
habría dicho que la fe actual de Inglaterra es herejía
y que tuvo comienzos en los tiempos de Lutero. Todo
esto lo habría dicho Edmundo, contra los deseos expresos del
muchacho.
La defensa de Edmundo
Cuando Edmundo oye la acusación, solicita ser
escuchado. Es su derecho. El Juez le permite hablar.
"Mi Lord,
yo estaba en el camino, cuando un hombre me atacó
desde la ladera y me amenazó con una espada. Él
estaba armado y montado en su caballo. Yo hice lo
que pude por defenderme, pero siendo débil y enfermo, él
me hizo caer a tierra. Dejé mi caballo y huí
con toda la prisa que pude. No me sirvió de
mucho, porque yo iba vestido con ropas pesadas y portaba
libros y otras cosas. Al fin él me alcanzó junto
a una zanja sucia. Se arrojó sobre mí. Yo no
tenía cómo defenderme. Solamente llevaba mi pequeño bastón y una
espada que no saqué de la vaina. De un tirón
él arrancó el bastón que estaba atado a mi muñeca
y me hizo una herida. Yo entonces le pregunté si
su propósito era tomar mi bolsa o mi vida. Él
me contestó con evasivas.
De nuevo huí, pero muy pronto
fui detenido. Entonces llegaron este hombre, el juez de paz,
el que ha ofrecido dar evidencias en contra mía, y
también otros que lo ayudaron. Me trataron muy mal y
me llevaron primero a una posada. Tocaron mi cuerpo y
me ofrecieron hacer cosas indignas que el pudor me impide
relatar. Yo resistí con todas mis fuerzas. Después ellos fueron
a beber. Gastaron, en una hora, nueve chelines de mi
dinero. Me dijeron que la Justicia, con cuya autorización yo
había sido apresado, eran ellos. Pero yo fui incapaz de
creerles.
En esa ocasión, mis Lores, yo consideré falsas la
conducta y la violencia de este hombre. Yo le supliqué
por el amor de Jesucristo que ordenara su vida, pues
bebiendo y hablando disolutamente, ofendía al Dios todopoderoso. Sobre mi
palabra y sobre mi vida, esto es todo lo que
yo le dije. Déjenlo venir aquí y que en mi
presencia me contradiga si es capaz de hacerlo. En cuanto
al niño, yo no niego que haya hablado con él.
Le manifesté mi esperanza de que en sus años adultos
él pudiera mirar en su interior y llegar a ser
un buen católico, pues esto solamente puede salvar el alma.
A mis palabras, él no dio respuesta. Yo estoy seguro,
mis Lores, de que ellos, y cualquier otro, no pueden
probar algo torcido en mi contra".
Después de oír la declaración
de Edmundo, el Juez de la Corte da comienzo a
una amarga invectiva. Trata al detenido como a peligroso seductor
y formalmente declara que no se le hará ningún favor.
Por el contrario, afirma que si el tribunal concediera en
este caso la libertad, la Justicia temería más bien estar
haciendo un verdadero daño al acusado. Ante estas increíbles palabras,
Edmundo no puede hacer otra cosa que sonreír.
El Juez
continúa: "Nosotros tenemos el cometido de mirar por los prisioneros
y protegerlos con el alcance que permite la ley. Pero
reprobamos a este descarado, pues él no conoce otra mejor
manera de comportarse sino la de despreciar y reírse de
los que estamos aquí en lugar del rey".
El P.
Edmundo, sin mucha prudencia, le suplica que no cambie esa
opinión sobre él. Pero de inmediato, se arrodilla y eleva
una oración pidiendo por el rey, por el tribunal y
por todos sus miembros. Ruega para que Dios, en su
misericordia, aleje la herejía y los haga a todos vivir
en la misma fe.
"Miren Uds., señores del jurado", dice
el Juez de la Corte. "Este hombre desea que Dios
nos confunda y arranque la herejía. Con esto se está
refiriendo a nuestra religión".
El veredicto y la sentencia
El jurado se
retira entonces a deliberar, y el prisionero es nuevamente enviado
a la cárcel en espera de la sentencia.
Impresionado por
el Juez, el jurado logra muy pronto un acuerdo y
solicita que Edmundo regrese para oír su veredicto. Cuando el
jurado pronuncia la declaración de culpabilidad, el Juez se sienta
muy tranquilo en la cátedra.
Según la costumbre, éste pregunta al
prisionero si tiene algo que decir en su defensa y
cuál podría ser el argumento que lo excluyera de morir
conforme a la ley. Esta vez, Edmundo no contesta la
pregunta.
Entonces el Juez, después de deliberar con su colega, pronuncia
la sentencia.
"Ud. irá, desde aquí, a la cárcel de
donde vino. Desde ahí Ud. será conducido al sitio de
la ejecución, en una rastra de cañas. Allí será colgado
por el cuello hasta que esté medio muerto. Sus miembros
serán cortados ante sus ojos y echados al fuego, donde
también serán quemadas sus entrañas. Su cabeza será cortada y
colocada en una estaca. Su cuerpo será dividido en cuatro
partes y cada cuarto quedará expuesto en cada una de
las esquinas del castillo. Y Dios tenga piedad de Ud.".
Edmundo,
lejos de conmoverse por la atroz injusticia de la sentencia,
inclina la cabeza. Reza un momento, adorando a Dios, y
pide con toda el alma la bendición del Señor.
Después
de la oración, Edmundo muestra una cara alegre y en
voz alta dice: "Deo gratias". Inmediatamente traduce las palabras latinas
al inglés: "A Dios le doy las gracias".
En espera de
ejecutar la sentencia, el Juez agrega una crueldad adicional. El
carcelero recibe, de él, órdenes especiales.
Edmundo debe permanecer encadenado.
Además, el Juez exige que el prisionero quede en un
calabozo sin luz. Cuando el carcelero indica que un lugar
así no existe en la prisión, el magistrado ordena que
Edmundo sea colocado en el peor sitio disponible.
Después de ser
encadenado, Edmundo recita, con una voz bastante fuerte, el salmo
Miserere, ofreciéndose a Dios y rogando ser recibido en el
número de los elegidos. Fue confinado en un pequeño lugar
y de poca luz. Allí él no puede tenderse. Solamente
puede sentarse en un pequeño piso que el carcelero tiene
la amabilidad de entregarle, porque lo ve muy débil.
La
noticia de la condenación conmueve a todos los compañeros de
prisión, entre los cuales hay muchos malhechores. Reprueban la crueldad
del Juez, convencidos de la inocencia de Edmundo. Este es
vigilado día y noche por tres o cuatro hombres. A
nadie le está permitido tener acceso a él, según las
órdenes de Juez.
La ejecución
La conducta de los ciudadanos de
Lancaster es admirable. Para demostrar que se detesta el crimen,
nadie se deja convencer para ejercer el papel de verdugo.
Un carnicero obliga a su ayudante a reemplazarlo por cinco
libras esterlinas. El sirviente, cuando conoce el contrato que ha
hecho su patrón, huye y no se sabe más de
él. Ningún prisionero de la cárcel quiere salvar la propia
vida a cambio de ese acto injusto.
Finalmente un desertor,
que tiene pena de muerte, se ofrece para ejecutar la
sentencia, por cuarenta chelines, la ropa del prisionero y su
propia libertad. Este es rechazado por la buena gente de
Lancaster, de tal manera que nadie presta a ese verdugo
el hacha que necesita.
Es necesario anotar que este pobre hombre,
después de ejecutar la sentencia, fue llevado nuevamente a la
cárcel, a pesar de que se le había prometido la
libertad. Allí los prisioneros quisieron cobrar venganza contra él. Tuvo
que ser protegido de una manera muy especial. Algún tiempo
después, fue dejado en libertad con las ropas del mártir:
el premio de su servicio.
El día jueves 28 de agosto,
se comunicó a Edmundo que debía morir dentro de cuatro
horas.
Edmundo recibe la noticia con mucha calma y solamente
dice: "Suplico a mi Redentor que me haga digno".
El Juez desea, entonces, frustrar al pueblo, que podría edificarse
con la vista del martirio. Propone ejecutar a Edmundo en
las primeras horas de la mañana. Pero se atrasan las
cosas necesarias para la ejecución. Entonces el Juez decide que
se haga a la hora del almuerzo, con la esperanza
de que la gente esté en sus casas.
La curiosidad
del pueblo, o la confianza que tienen los católicos en
su virtud, o tal vez la esperanza de los protestantes
de verlo vacilar, hacen que una inmensa multitud se congregue
en el lugar de la ejecución.
En la plaza de
Lancaster hay gente de toda edad, sexo o religión, que
espera la última escena de esa tremenda tragedia.
Cuando el P.
Edmundo Arrowsmith es conducido a través del patio de la
prisión, el venerable y digno sacerdote John Southworth
lo acompaña desde la ventana de su celda. También él
ha sido condenado, por su sacerdocio, y espera la ejecución.
Será canonizado el mismo día que Edmundo.
El P. Arrowsmith
lo divisa, le hace señas, con el gesto acordado para
pedir la absolución. El P. John Southworth lo absuelve a
la vista de todo el pueblo, y Edmundo se siente
feliz. Un joven católico que es testigo no puede
contenerse. Se abre paso, abraza fuertemente a Edmundo y besa
sus manos con verdadera devoción. El capitán da orden de
separar, por la fuerza, a ese católico.
Edmundo es entonces atado
en la rastra de cañas, con la cabeza dirigida a
la cola de los caballos como signo de mayor afrenta.
Es arrastrado a través de las calles hacia el patíbulo
ubicado a unos quinientos metros de la cárcel. A ninguno
de sus amigos le es permitido acercarse. Todos son mantenidos
alejados por los hombres del capitán y sus lanceros.
El
verdugo va delante de los caballos y la rastra, con
un estandarte negro en la mano; mientras que Edmundo, atado,
tiene dos papeles en los que, con el título de
"Las dos llaves que abren el cielo", ha escrito
un acto de amor a Dios y otro de contrición.
Hasta en el camino hacia la muerte desea predicar la
fe.
Cuando llegan al lugar de la ejecución, Mr. Leigh,
el clérigo cojo y también juez de paz, le muestra
a Arrowsmith el caldero hirviente y el enorme fuego, y
le dice:
"Mira lo que se ha preparado para tu
muerte. ¿Te resignarás a ella, o te dejarás llevar por
la misericordia del rey?
Edmundo sonríe al tentador y
le dice: "Buen señor, no se moleste en tentarme. La
misericordia que yo espero está en el cielo por la
pasión y la muerte de Jesucristo. Yo humildemente a Él
le suplico me haga digno de esta muerte".
Oración ante
la muerte
Entonces, es arrastrado al pie de la escalera. Cuando
lo desatan, él se arrodilla y reza por un largo
cuarto de hora.
"Yo, con libertad y aceptación, te ofrezco,
dulce Jesús, mi muerte en satisfacción de mis ofensas. Deseo
que esta pobre sangre mía sea un sacrificio por mis
pecados".
Aquí lo interrumpe un clérigo protestante afirmando que Edmundo
dice blasfemias. Este lo refuta con muy pocas palabras y
con gran paciencia.
Después continúa: "Jesús, mi vida y mi
gloria, alegremente te devuelvo la vida que recibí. Es una
gracia tuya el que yo pueda devolverla. Yo siempre he
deseado, Señor, entregarte mi vida. La pérdida de ella, por
tu causa, es ganancia; el conservarla, sin Ti, es mi
ruina.
Yo muero por tu amor, por nuestra Fe. Muero
por sostener la autoridad de tu Vicario en la tierra,
el sucesor de Pedro, cabeza verdadera de la Iglesia que
Tú fundaste y estableciste. Mis pecados, Señor, fueron la causa
de tu muerte. En la mía, yo sólo te deseo
a Ti, que eres verdadera vida. Permíteme, Jesús, por tu
misericordia, que yo me libre de estar sin Ti. La
vida no sirve para nada si Tú no estás. Dame,
Jesús, constancia en el último momento. No me dejes vivir
un instante sin Ti; pues ya que eres la verdadera
vida, yo no puedo vivir a no ser que Tú
vivas en mí. Cuando pienso que te he ofendido, sufro
por haber perdido la vida. Oh Vida, te he ofendido
tanto. Sin embargo, con verdadero dolor me entrego a Ti.
Te pido, con todo el corazón, que olvides mis pecados.
Dame la oportunidad de entregarme en tus manos".
Varias veces lo
interrumpen. Pero él continúa, inconmovible. Al fin, el capitán le
ordena terminar.
Edmundo obedece. Se levanta y dice: "Que se haga
lo que Dios quiera". Besa la escalera y empieza a
caminar con valor y envidiable firmeza. Al subir los escalones,
suplica a los católicos que unan sus oraciones para que
él pueda tener la gracia necesaria en el último momento.
Mr. Leigh, clérigo y juez de paz, le indica, falsamente,
que no hay católicos presentes, pero que él dirá las
oraciones. Edmundo le contesta: "Señor, no busco sus plegarias y
tampoco debo rezar con Ud. Yo no puedo participar con
su fe. Si es verdad, como Ud. dice, que aquí
no hay católicos, yo deseo morir muchas muertes para que
todos lo sean".
Terminado este diálogo, Edmundo reza por Inglaterra y
por el rey. Perdona a sus perseguidores y, humildemente, les
pide perdón por si en algo los hubiere ofendido.
Entonces
el verdugo le pone la soga al cuello. Edmundo está
preparado. Sin embargo, en ese supremo momento, Mr. Leigh, clérigo
y juez, se atreve a decir: "Le suplico, señor. Acepte
la merced del rey. Preste el juramento de supremacía. Buen
señor, acepte su vida. Yo deseo que Ud. viva. Aquí
ha venido un emisario de parte del Rey, que ha
venido para ofrecer este favor. Ud. puede vivir, señor, si
acepta la religión protestante".
Edmundo suavemente mueve su cabeza. Con firmeza
responde: Oh señor, estoy muy lejos de todo eso. Por
favor, no continúe. Soy un moribundo. Yo no haré lo
que Ud. me propone, en ningún caso y bajo ninguna
condición. Llegará un día en el que, lejos de arrepentirse
por el retorno a la Iglesia católica, Uds. se sentirán
felices de haber ganado la paz".
Entonces, un grupo de clérigos
protestantes comienza a gritar: "Basta. No más sermones. Terminen con
él".
Edmundo se recoge un instante. Cierra los ojos, sus
labios pronuncian el nombre de Jesús. Retiran la escalera, y
Edmundo queda suspendido en el aire.
El resto de la cruel
sentencia es ejecutado inmediatamente.
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