martes, 8 de mayo de 2012

SAN PEDRO DE TARANTASIA, Obispo y Confesor



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8 de mayo

SAN PEDRO DE TARANTASIA,
Obispo y Confesor

 
   En el año de gracia de 1098 -el mismo en que los primeros cruzados de toda Europa respondían a los llamamientos del Papa Urbano II y a las prédicas de Pedro el Ermitaño, aprestándose a embarcar para la conquista de los Santos Lugares; el mismo también en que el anciano abad Roberto de Melesines tomaba posesión en tierras del ducado de Borgoña de un salvaje trozo de bosque pantanoso, sombrío y dramático, llamado Citeaux, para poner los cimientos del monasterio que tanta gloria daría a la Iglesia de Jesucristo por la admirable virtud de sus monjes, mantenida sin desmayo a través de los siglos- vio la suave luz de la Saboya, en el Bourg de Saint-Maurice, aldea cercana a la ciudad de Vienne, un niño, segundo hijo de un matrimonio de honrados labradores, que recibió con las aguas del bautismo el nombre del Príncipe de los Apóstoles, llevado por su progenitor.

   Crecido en un hogar cristiano y modesto, Pedro -por tradición y voluntad paterna- debía seguir apegado a los oficios campesinos con sus hermanos menores, mientras el mayor, Lamberto, cultivaba su intelecto en las escuelas y universidades del país con el fin de emprender, al llegar a la madurez, las altas misiones en las que se cosechan los laureles civiles o eclesiásticos. No obstante, los mejores dones del Espíritu Santo -lúcida inteligencia, memoria portentosa, férrea voluntad para el estudio- se revelaron tan precozmente en el pequeño Pedro, que su padre hubo de acceder a verle abandonar los viñedos del predio familiar para sentarse al lado del primogénito en los duros bancos escolares. La mano predestinada a cavar, escardar, podar y vendimiar aprendió velozmente a manejar el punzón de los doctos, y los ojuelos infantiles a leer en los venerables pergaminos conservados en las bibliotecas saboyanas, el griego y el latín de los poetas, los filósofos y los Padres de la Iglesia. El joven estudiante suscitaba el asombro de maestros y condiscípulos por la gravedad de su talante y la facilidad rayana en el prodigio con que asimilaba -como si las tuviese ya sabidas por inspiración divina antes de serle explicadas- las más arduas lecciones de Letras clásicas, la pomposa riqueza lírica de los salmos, los intrincados problemas de la filosofía y los hondos misterios teológicos. Y mayor aún era el pasmo con que las gentes admiraban la transparencia angélica de su alma adolescente, de nítida pureza y clarividente compenetración con las doctrinas de Nuestro Señor Jesucristo.

   Apenas cumplidos los veinte años y aprendido cuanto los sabios profesores pudieran enseñarle, el mancebo -sobre el que coincidían unánimes los felices augurios de elevados destinos mundanales- manifestó a su padre el propósito, albergado en su corazón desde la infancia, de apartarse de cualquier camino que condujera a la gloria terrena para emprender los del retiro y el silencio de la vida contemplativa. Tan firme era su voz al expresar ese anhelo, que el padre renunció a los hermosos sueños soñados para el hijo con ilusión y orgullo humanos y, sin vacilación alguna, entregó a Dios aquel deslumbrador diamante que el propio Dios habíase complacido en crear y pulir. Pedro ingresó como novicio en el recién fundado monasterio cisterciense de Boneval, enclavado en la comarca en que naciera. Desde que en la solemne ceremonia del Capítulo vistió la blanca librea de Nuestra Señora, el joven religioso se convirtió en vivísimo estímulo para las virtudes de sus hermanos más ancianos y austeros por los rigores penitenciales heroicamente aplicados a su cuerpo juvenil y por la obediencia, humildad, laboriosidad y mansedumbre puestas en el desempeño de los diferentes oficios monacales.

   A pesar de la espesa muralla de aislamiento que rodeaba a los monasterios contemplativos, el aire -lleno del nombre de Bernardo de Fontaines, joven abad de Claraval desde 1115- se filtraba por puertas y ventanas, proporcionando un constante incentivo de santidad a la devoción de los monjes. A imitación de Bernardo de Claraval, el joven Pedro de Boneval consiguió que toda su familia "alcanzase a Cristo". Primero el hermano mayor, Lamberto; luego el hermano y la hermanita pequeños; por último los padres, se desprendieron -como Tescelin de Fontaines y sus hijos- de la servidumbre de la tierra para alistarse en la del cielo: los varones, en la misma abadía de Boneval; las mujeres, en la recoleta clausura de un convento de religiosas.

   La semilla cisterciense se espigaba por toda Europa en nuevos monasterios. Una increíble proliferación de vocaciones y fundaciones parecía cubrir el Viejo Continente con la nieve de las cogullas de los monjes blancos. El abad de Boneval, falto de espacio en su abadía para acoger a tantos postulantes, estableció una nueva casa de Dios en la falda de los Alpes. Por hallarse situada en la confluencia de varias provincias la nueva abadía recibió el nombre simbólico de Estámedio. Para gobernarla fue designado fray Pedro, cuyas dotes de mando y religiosidad compensaban su juventud.

   La caridad -una inmensa caridad que inundaba todos los actos y todos los minutos de su existencia-, al sobresalir por encima de todas las demás virtudes cistercienses atesoradas por su alma, convirtió al abad de Estámedio en el hombre más famoso y admirado del ducado de Saboya y del contiguo Delfinado. Hasta el punto de que, al fallecer el arzobispo de Tarantasia -Tarentaise o Tarantaise, provincia saboyana que recibía su nombre de la ciudad así llamada, en cuya archidiócesis, establecida en el siglo V, se encontraba el monasterio-hospital de Estámedio-, el clamor popular exigió la elevación del abad Pedro a la silla archiepiscopal. La voz del pueblo atravesó los Alpes y llegó hasta Roma. El Santo Padre, conocedor de las excelsas cualidades del abad, no dudó en concederle la mitra.

   La noticia de su nombramiento sobrecogió al abad. Él quería servir a Dios en la soledad y el apartamiento de la estrecha observancia cisterciense, con la oración y la penitencia, con la humildad y la oscuridad, muy unido a sus monjes y lejos de las voces estridentes del mundo. Una y otra vez se negó suavemente a aceptar el cayado que se le ofrecía para guiar a la grey de los fieles tarantasianos. Siendo inútiles todos los ruegos para hacerle torcer aquella decisión negativa tenazmente sostenida, el clero y los seglares de la archidiócesis acudieron a la autoridad del Capítulo General del Cister, en donde la inefable dulzura persuasiva de San Bernardo consiguió vencer los mil reparos y escrúpulos de la modestia en que el abad Pedro se apoyaba, forzándole a sacrificar -por obediencia- la paz de su cenobio a la confusión del mundo y a convertirse en pastor de almas.

   La diócesis de Tarantasia -como otras muchas en aquellos tiempos- padecía todos los males morales de la época: la dureza y crueldad del régimen feudal, los fermentos heréticos, la simonía, las depredaciones y rapiñas de los despóticos barones, los abandonos y flaquezas, las codicias y las supersticiones, así como otros muchos pecados del espíritu o la carne. Pero el nuevo arzobispo supo empuñar el báculo con mano enérgica y extremar sus austeridades a fin de imponer respeto y dar ejemplo a los orgullosos señores, a los clérigos levantiscos, perezosos o en exceso aseglarados, y, en fin, a los fieles de fe entibiada por las circunstancias. Con el despliegue de su talento, su virtud y su firmeza el arzobispo Pedro no tardó mucho tiempo en devolver a su diócesis el orden y la sobriedad perdidos, para lo cual no vaciló en utilizar toda clase de arbitrios singulares y edificantes con los que excitaba la caridad hacía el prójimo y el celo por las cosas divinas.

   Cuando era necesario para el mayor esplendor del culto, Pedro de Boneval se revestía con los ricos ropajes de su jerarquía, sin abandonar por ello la túnica y escapulario cistercienses, bajo los que llevaba, pegado a la carne, un áspero cilicio. Desterrada implacablemente de su mesa la tremenda gula medieval, imponía la rigurosa dieta del refectorio monástico -pan y legumbres hervidas sin condimentar- que compartía con cuantos mendigos se acercaban a sus puertas -abiertas siempre de par en par para los pobres- suplicando por el amor de Dios una limosna. Ni un solo día abandonó el horario de preces del Cister. Se levantaba para los maitines a las dos de la mañana y no volvíase a acostar en todo el día. Recorría continuamente su diócesis -a pie casi siempre-, llevando el consuelo de su ministerio, de su presencia y de su palabra a los menesterosos, a los enfermos, a los pecadores más empedernidos, a quienes prodigaba las mieles y caricias de Jesucristo. Los hagiógrafos refieren que muchas veces, por no tener otra cosa que dar a los pobres, se despojaba en, pleno invierno de sus vestiduras, e incluso llegaba a sustraer para los más necesitados los parcos alimentos de sus familiares y servidores. En dos de los abruptos pasos alpinos fundó refugios en donde acoger a caminantes y peregrinos, encomendando su custodia a los monjes de Estámedio.

   El bienestar extendido por la archidiócesis de Tarantasia gracias a la bondadosa sabiduría y a la enérgica prudencia de su prelado suscitaba en sus feligreses una oleada de amor y reverencia que envolvía todos sus pasos. Las conversiones y hechos milagrosos, al sucederse sin interrupción, ensanchaban de tal forma su popularidad que, temeroso ante aquella inmensa aureola de santidad de la que se juzgaba indigno y, sobre todo, sospechando que pudiera ser una añagaza del enemigo para empañar de vanagloria el limpio cristal de su sencillez, decidió huir de Tarantasia y buscar refugio en Alemania, país en donde no era conocido. Hízolo así en secreto, y, una vez en tierras germánicas, solicitó su admisión como simple hermano converso en una abadía de la Orden. Por ser frecuentes sus viajes, sus familiares y feligreses tardaron algún tiempo en darse cuenta de su desaparición. Cuando el rebaño comprendió que se había quedado sin pastor, su angustia y su zozobra fueron infinitas. Como todas las pesquisas realizadas resultaran inútiles, se le consideró muerto, si bien una remota esperanza, palpitante en todos los corazones, aconsejó dejar vacante la sede.

   Mientras las gentes lloraban doloridas la pérdida de su arzobispo, Pedro, escondido para Dios en el monasterio alemán, se ocupaba en los trabajos más rudos y penosos, como si fuese un gañán ignorante y no uno de los más sabios y santos jerarcas de la Iglesia de Cristo. Mas he aquí que un mozo saboyano, educado desde la niñez como paje del arzobispo de Tarantasia, hallándose de viaje en Alemania, acertó a pasar ante el monasterio. Llamó a la puerta para pedir alojamiento en la hospedería, siendo recibido por el hospedero con todos los honores establecidos en la Regla de San Benito para acoger a los huéspedes. Cuando, después de dar descanso a su persona y a su corcel, se disponía a proseguir su jornada, el caminante vio salir a la Comunidad formada en larga hilera silenciosa para dirigirse a sus labores campesinas. Con asombrado gozo el viajero reconoció en uno de los conversos de hábito pardo y largas barbas grises a su venerado arzobispo, cargadas las espaldas con los aperos de labranza. Sin poder dominar su alegría, y violando las normas que el huésped de un monasterio cisterciense está obligado a guardar, corrió a postrarse a los pies de su prelado, proclamando a gritos su nombre. Pedro de Tarantasia, sin poder conservar ya el incógnito, recibió allí mismo el filial homenaje de la Comunidad germana, que por boca de su abad se excusaba de no haber sido capaz de reconocer en la incomparable santidad del abnegado hermano la del famoso arzobispo de Tarantasia, misteriosamente desaparecido de su diócesis, cuya historia llevaban y traían por toda Europa los juglares, los mercaderes, los soldados y los demás trotacaminos. En la inesperada llegada de su antiguo paje Pedro adivinó una orden providencial y emprendió con él el regreso a su diócesis. Inútil decir las vehementes explosiones de júbilo que acogieron su presencia.

   Durante el año que estuvo ausente habían renacido en Tarantasia muchas malas hierbas y descarriádose numerosas ovejas. El arzobispo reanudó sus tareas pastorales con el mismo celo de antaño, acompañado, como siempre, del éxito y la gloria.

   Una virtud, inédita hasta entonces, florecía ahora en el alma del santo arzobispo: la de "componer discordias y desterrar el rencor de los ánimos enemistados", de que habla uno de sus biógrafos. Su palabra, de cálida elocuencia, era capaz de apaciguar en un instante cualquier antigua y erizada rencilla, de tipo personal o político, hermanando en un abrazo de paz y de fraternidad a los más irreconciliables enemigos, Y de apagar la sed de venganza para convertirla en hambre de amor. Con esa virtud, después de aplacar las rivalidades ancestrales de muchos grandes señores de Saboya y el Delfinado, de unir matrimonios deshechos y de cortar instintos fratricidas; fue llamado a mediar -con diplomacia que sólo hubiera podido superar San Bernardo- en las diferencias surgidas entre los monarcas de Francia e Inglaterra, divididos por sus ambiciones personales y por el cisma provocado por el emperador Federico de Alemania a la muerte del pontífice Adriano IV, al empeñarse en sostener en el trono de San Pedro al antipapa Víctor, frente a los legítimos derechos de Alejandro III, elegido por veintiuno de los veintitrés cardenales que entonces componían el Sacro Colegio.

   La actitud del emperador Federico venía a continuar la vieja polémica de las Investiduras surgida entre su antecesor Enrique IV y el papa Gregorio VII. Los titulares del Sacro Imperio Romano se creían con derecho "divino" a ejercer su autoridad sobre todos los hombres y todas las tierras, mientras los pontífices sostenían que la Iglesia debía estar fuera de la autoridad del Estado, Incluso algunos papas, llevando a sus últimas consecuencias las teorías de San Agustín sobre el reinado de Dios en la tierra, pretendían ejercer una soberanía temporal sobre todas las naciones. La lucha entre las dos potestades había de prolongarse durante toda la Edad Media e influir sobre muchos acontecimientos de la Edad Moderna.

   La oposición de Pedro de Tarantasia al capricho del emperador -que había logrado atraer a su partido a numerosos caballeros, obispos y prelados- fue tan firme que provocó la cólera de Federico. El emperador desterró de sus Estados a los cistercienses, si bien no se atrevía a esgrimir su poderío contra el arzobispo, a quien temía y respetaba a pesar de los terribles anatemas que Pedro fulminaba contra él y de las excitaciones de sus cortesanos.

   Más adelante, el Papa Alejandro envió a Pedro de Tarantasia en varias ocasiones como su legado, para desempeñar delicadas misiones de la política de Dios en Francia, Saboya, Lorena e Italia, realizadas siempre con exquisito tacto. Al regresar de una de ellas el anciano arzobispo, fatigado de treinta y tres años de gobierno de su diócesis, debilitado el cuerpo por el rigor de tantas penitencias y trabajos, que no extinguieron los fuegos de su espíritu, enfermó de gravedad en una aldea cercana al monasterio cisterciense de Bellvaux, al que fue trasladado para esperar a la muerte, como quieren los usos de la Orden, sobre una cruz de paja y de ceniza extendidas en el suelo. Su muerte, acaecida, al parecer, el 14 de septiembre de 1174, tuvo la dulce serenidad, la santa tranquilidad que hace sublime el tránsito de los bienaventurados. Murió entre los rezos de los monjes blancos que le rodeaban extáticos. Una muchedumbre acongojada llegó desde todos los confines de la comarca para contemplar sus despojos, expuestos durante tres días a la veneración de los fieles. Su cuerpo recibió sepultura ante el altar de Nuestra Señora en la iglesia del monasterio. Pocos años después, en 1191, el arzobispo de Tarantasia fue canonizado por el papa Celestino III, Jacinto Robo, que había subido al trono de San Pedro el año antes, a los ochenta y cinco de edad. Celestino III, contemporáneo del gran arzobispo y conocedor de sus méritos para figurar entre los elegidos en la gloria del Señor, decretó su santificación y que la Iglesia católica conmemorara su festividad el día 8 de mayo, que en todos los monasterios cistercienses de la estricta observancia del mundo se celebra con solemnidad de doble, o sea de dos misas y lecciones propias.

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