Tenía unos cachorros que necesitaba vender, así que
hizo un aviso en el que anunciaba la venta de los perritos, y se dispuso
a fijarlo a un poste de la cerca del frente de la casa.
No bien había acabado de clavar la última puntilla en el poste cuando escuchó la tímida voz de un niño.
—Señor, yo quisiera comprar uno de sus perritos.
—Señor, yo quisiera comprar uno de sus perritos.
—Bueno —respondió el hombre mientras se limpiaba el sudor de la nuca— estos cachorros son de pura raza y cuestan mucho dinero.
El niño, cabizbajo, metió la mano en el bolsillo. De ahí sacó un puñado de monedas y se las mostró al hombre.
—No tengo más que esto. ¿Puedo verlos?
—Claro que sí —le aseguró el hombre.
Y llamó con un silbido a la madre de los cachorros.
Ésta salió corriendo de la casa, seguida de cuatro encantadores
perritos. El niño no podía disimular el placer que sentía al verlos.
Mientras los cachorros se acercaban a la cerca de
alambre, el niño se dio cuenta de que otro perrito se había asomado a la
puerta. Éste salió lentamente, sin poder ocultar lo pequeño que era
comparado con los demás. Se esforzó al máximo por alcanzar a sus
hermanitos, pero le costó mucho trabajo porque cojeaba de una pata.
—Yo quiero ese —dijo el niño, señalando al perrito lisiado.
El hombre se arrodilló al lado del niño y le aconsejó:
—Hijo, ese cachorro no te conviene. Él jamás podrá correr y jugar contigo como otros perros.
Ante eso el niño dio un paso atrás, se inclinó y
comenzó a remangarse el pantalón mostrando una pierna. Al hacerlo reveló
un aparato ortopédico que lo ayudaba a caminar, sujetado con tornillos a
un zapato especial.
Mirando de nuevo al hombre, le explicó:
—Como puede ver, Señor, yo tampoco corro muy bien, y él va a necesitar a alguien que comprenda eso.
¡Qué bello corazón el de aquel niño! A muy temprana
edad la vida le había enseñado a ser comprensivo. ¿Pero de veras sería
la vida la que le había enseñado esto? ¿Acaso no hay otros como él que
se han amargado por lo mismo? Desde luego, ya que todo tiene que ver con
la actitud que se nos ha enseñado a mostrar.
El mundo está lleno de personas que necesitan que
alguien las comprenda. Esto siempre lo ha sabido Dios nuestro Creador,
pues así nos hizo. Por eso nos envió a su Hijo Jesucristo para que se
hiciera hombre y así se identificara con nosotros en nuestras
limitaciones humanas.1 Y por si eso fuera poco, permitió que su cuerpo
fuera maltratado y clavado en una cruz para que todos algún día podamos
disfrutar de un cuerpo glorificado, completamente sano. Con razón dice
una consigna cristiana: «¡Nadie comprende¼ como Cristo!»
1.- Jn 1, 14; Fil 2, 5‑9
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