20 de septiembre
( d.C.)
( d.C.)
|
A |
Simeón
Berneux nació en Château-du-Loir (Sarthe, Francia) el 14 de mayo de
1814 Fue ordenado sacerdote diocesano en 1837 y luego se formó en las Misiones
Extranjeras de París en 1839. El padre Berneux parte hacia el lejano oriente el
13 de enero de 1840. En Manila se entrevista con Monseñor Retord, vicario apostólico
de la región de Tonkín (Vietnam). Los dos misioneros simpatizan desde el
primer momento y ambos sienten la misma fogosidad por la salvación de las
almas.
El 17 de enero de 1841, Monseñor
Retord y los padres Berneux, Galy y Taillandier llegan a Tonkín. Tras algunas
peripecias, los misioneros se dispersan. El padre Berneux se asienta en Yen-Moi,
cerca de un pequeño convento de religiosas "Amantes de la Cruz",
donde estudia la lengua annamita. «A pesar de no poder dar más de seis pasos,
de no recibir la luz del sol más que por una pequeña abertura a quince centímetros
del suelo, y de tenerme que tumbar cuan largo soy sobre mi estera para escribir,
soy el más feliz de los hombres», escribe. Sin embargo, el peligro se cierne
sobre el joven misionero, que deberá pasar enseguida de un escondrijo a otro.
Esto conmueve a Monseñor Retord, quien pide a los padres Berneux y Galy que se
reúnan con el padre Masson en la provincia de Nghe An.
Había sido muy
prudente por parte del obispo poner relativamente a salvo a sus jóvenes
misioneros, pero era demasiado tarde, puesto que su presencia había sido ya
denunciada en Nam Dinh, residencia del mandarín. Durante la noche del Sábado
Santo, un destacamento de quinientos soldados rodea los retiros de ambos
misioneros. Durante la noche, el padre Berneux había escuchado algunas
confesiones: «Eran, nos dice, las primicias de mi apostolado en tierras
annamitas, y fueron también el final. Los designios de Dios son inescrutables,
pero siempre dignos de ser adorados».
Al despuntar el día de Pascua,
celebra la misa como de costumbre. Apenas ha terminado cuando los soldados
penetran en la cabaña y se apoderan de él. Lo conducen inmediatamente junto al
padre Galy, que también había sido capturado. Encerrados en jaulas, y cargados
con la tradicional cadena, son llevados hasta Nam Dinh, contentos de expresar su
fe en Jesucristo. Los paganos les dicen: «Aquí, cuando llevamos las cadenas
estamos tristes, pero vosotros, ¿por qué parecéis tan contentos?» Y el padre
Berneux responde: «Porque los que seguimos la verdadera Religión, que es la de
Jesús, poseemos un secreto que vosotros no conocéis. Ese secreto transforma la
pena en gozo. Y venimos a decíroslo porque os amamos». Ese "secreto"
evocado por el misionero es la luz de la fe, fuente de esperanza y de
gozo.
Muy pronto empiezan
los interrogatorios. El mandarín espera obtener denuncias, pero el padre
Berneux no traiciona a nadie de los que le han escondido. Hacen entrar a tres
jóvenes annamitas cristianos encarcelados y completamente magullados por los
golpes: «Estos hombres van a morir. Si les aconseja que abandonen su religión
durante un mes, podrán después practicarla de nuevo y los tres serán sanos
y salvos. - Mandarín, responde el padre Berneux, a ningún padre se le induce
a inmolar a sus hijos, ¿y pretende que un sacerdote de la religión de Jesús
aconseje la apostasía a sus cristianos?». Y volviéndose hacia sus queridos
neófitos les dijo: «Amigos, sólo os doy un consejo. Pensad que vuestros
sufrimientos tocan a su fin, mientras que la felicidad que os espera en el
Cielo es eterna. Sed dignos de ella mediante vuestra constancia. - Sí, padre,
prometen ellos. - ¿De qué otra vida les habla?, pregunta riendo
socarronamente el mandarín. ¿Acaso todos los cristianos tienen alma? - Sin
duda alguna, y los paganos también tienen. Y usted también tiene una, mandarín».
El 9 de
mayo de 1841. El padre Berneux es trasladado a la prisión de Hué, capital de
Annam. Al tener las piernas aprisionadas por unos cepos, sobrevive tumbado en
la desnuda tierra. Se reanudan los interrogatorios: «¡Pisotee esa cruz! -
Cuando llegue el momento de morir presentaré mi cabeza al verdugo, exclama.
Pero si me manda que reniegue de mi Dios, siempre resistiré. - Haré que le
golpeen hasta la muerte, amenaza el mandarín. - ¡Hacedlo si queréis!». El
13 de junio, el mandarín aprueba la ejecución: «¡Qué alegría poder
sufrir por nuestro Dios!», dirá el padre Berneux.
El 8 de octubre, los padres
Berneux y Galy se enteran con alegría de que son condenados a muerte. El 3 de
diciembre de 1842, la firma real sanciona la sentencia del tribunal. De
repente, se produce un cambio imprevisto: el 7 de marzo de 1843, al enterarse
un comandante de corbeta francés que cinco de sus compatriotas se pudren
desde hace dos años en los calabozos de Hué, reclama su liberación. El 12
de marzo, quiebran sus cadenas y son entregados al comandante. Aquella
libertad les priva del martirio que ya saboreaban, así como de la esperanza
de regresar a Annam, por respeto a la palabra que sobre aquel punto había
dado el oficial francés.
Pero
el padre Berneux no se detendrá por el camino, preparándose a partir hacia
otros horizontes. En octubre de 1843, el padre Berneux
es enviado a Manchuria, provincia del norte de la China, donde trabaja durante
diez años, a pesar de severas contrariedades de salud (fiebres tifoideas y cólera).
El 5 de agosto de 1854, Pío IX le nombra obispo de Corea. «¡Corea, escribe
el nuevo obispo, esa tierra de mártires, cómo negarse a entrar!». El 4 de
enero de 1856, acompañado de dos sacerdotes misioneros, Monseñor Berneux se
embarca en Shanghai en un junco chino. Hasta el 4 de marzo, se ven obligados a
vivir escondidos en una estrecha bodega. Llegan por fin a una pequeña isla,
donde esperan durante seis días la barca de los cristianos. Prosiguen
entonces su navegación y, después de una semana, llegan por fin, de noche, a
una residencia secreta que se encuentra a unos pocos kilómetros de la
capital, satisfechos de haber burlado la vigilancia de los guardacostas.
Efectivamente, pues los extranjeros tienen prohibido entrar en Corea bajo pena
de muerte.
El
obispo se pone enseguida manos a la obra, aprendiendo en primer lugar la
lengua coreana. A continuación visita a los cristianos, tanto en Seúl como
en el campo y en la montaña, y luego emprende la creación de un seminario,
la apertura de escuelas para muchachos, la instalación de una imprenta,
etc.
Monseñor Berneux atiende
igualmente el futuro de la misión, eligiendo como sucesor suyo, con el
acuerdo de la Santa Sede, a Monseñor Daveluy, que es ordenado obispo en Seúl
el 25 de marzo de 1857. A pesar de unas condiciones de apostolado durísimas
(clandestinidad, extrema pobreza, persecuciones locales periódicas...), bajo
el gobierno de Monseñor Berneux, el número de bautizados, que era de 16.700
en 1859, alcanza la cifra de 25.000 en 1862. La predicación del obispo
misionero estaba dando sus frutos.
Pero, en 1864, una revolución
palaciega y la amenaza de un ataque ruso a Corea (enero de 1866), interrumpen
la labor apostólica de los misioneros y despiertan el odio contra los
cristianos. El 23 de febrero de 1866, una tropa cerca la casa del obispo,
penetrando en ella cinco hombres. El obispo los recibe: «¿Es usted europeo?,
pregunta el jefe. - Sí, pero ¿a qué han venido? - Por orden del rey,
venimos a arrestar al europeo. - ¡Que así sea!». Y se lo llevan sin atarlo.
El día 27, Monseñor Berneux comparece ante el ministro del reino y dos
magistrados. Le preguntan cómo entró en Corea, en qué lugar y con quién.
«No le pregunten eso a un obispo, responde Monseñor Berneux. - Si no
respondes, podemos según la ley infligirte grandes tormentos. - Hagan lo que
quieran, que no tengo miedo».
Entre el 3 y el 7 de marzo,
Monseñor Berneux soporta cada día un interrogatorio en el patio de la Prisión
de los Nobles. Lo tienen atado a una elevada silla de madera, en el centro de
ese patio. El "Diario del Tribunal" menciona que a cada
interrogatorio se le inflige al obispo el "suplicio del tormento";
para él, «la tortura se detuvo bien al décimo o al undécimo golpe», lo
que significa que unas diez u once veces se le asestan con todas las fuerzas
golpes en las piernas por medio de un bastón de sección triangular del
grosor de la pata de una mesa. El obispo permanece en silencio, lanzando
solamente tras cada golpe un largo suspiro. Al no poder moverse solo, deben
llevarlo a la celda, donde, como único remedio, le cubren las piernas
descarnadas con un papel empapado en aceite.
Mientras tanto, han sido
arrestados los padres Just de Bretenières, Doric y Beaulieu, siendo sometidos
los tres a los interrogatorios y a las torturas. El 7 de marzo, el
"Diario del Tribunal" publica: «En lo referente a los cuatro
individuos europeos, que sean entregados a la autoridad militar para ser
decapitados, mediante suspensión de la cabeza, para que sirva de lección a
la multitud».
La
ejecución tiene lugar el 8 de marzo. Al salir de la prisión, el obispo
exclama: «Así que moriremos en Corea: ¡perfecto!». Al ver aquella
muchedumbre reunida, suspira: «Dios mío, ¡cuánta compasión merecen estas
pobres gentes!».
El obispo aprovecha cada alto
para hablar del Cielo a sus compañeros de suplicio. El lugar elegido para el
martirio es una extensa playa de arena, a lo largo del río Han. Unos
cuatrocientos soldados forman círculo y plantan un mástil en el centro. El
mandarín da la orden de que los condenados sean llevados a su presencia para
que los preparen. Se les desgarra la ropa; las orejas, dobladas en dos, son
perforadas por una flecha; el rostro es rociado con agua y luego con cal viva,
impidiéndoles ver. Después de aquello, se les introduce bajo los hombros,
entre los brazos atados y el torso, unos bastones cuyas extremidades reposan
en los hombros de un soldado.
La
llamada marcha del Hpal-Pang comienza alrededor del ruedo: en cabeza va el
obispo, seguido por los tres misioneros, que no profieren palabra alguna. Al
dar la señal, seis verdugos se precipitan gritando sobre los condenados: «¡Vamos,
matemos a estos miserables, exterminémoslos!». Atan a los cabellos del
obispo una cuerda sólida, de manera que su cabeza quede inclinada hacia
adelante. El verdugo golpea al obispo, pero la cabeza no cae hasta el segundo
golpe de sable. Todo el cielo está de fiesta para recibir en la infinita
felicidad de Dios el alma de aquel mártir. Según dijeron los testigos, el
obispo sonreía en el momento de la ejecución, conservando aquella sonrisa
después de muerto.
|
No hay comentarios:
Publicar un comentario