20 de septiembre
(1875 d.C.)
(1875 d.C.)
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A |
Maximino Giraud murió 28 años después de la Aparición, el 1
de marzo de 1875. Fue toda su vida un testigo fiel de María y cubrió con su
generosidad y confianza en Dios, su liviandad y los defectos que la Virgen le
había dejado. Paciente, abnegado y valiente, tuvo que serlo especialmente en
los primeros años que siguieron la Aparición. Tuvo que contestar a las
comisiones episcopales que multiplica las investigaciones y sobre todo a los
miles de peregrinos, quien uno tras otro le pidieron el relato. Le ocurrió de
caerse dormido en el suelo, al pie de sus interlocutores, al mínimo momento de
descanso. Tan joven, tan impetuoso, tan atolondrado, siempre listo para jugar,
cuántos sacrificios y constancia habrá exigido su función de testigo.
Con las mejores
intenciones posible, le forzaron en vías quien no eran suyas. Le hicieron
estudiar y fue un alumno mediocre, aunque inteligente. Le hicieron seminarista y
pasó de un seminario al otro sin encontrar o dar satisfacción, a pesar de su
piedad siempre viva. Por fin, se fue a París; desconocido, si experiencia, se
encontró en pobreza extrema. Sin embargo, jamás su conducta fue descarriada:
se quedó un jovencito puro. Un poco más sensato por la experiencia, estudió
dos años en el Colegio de Tonnerre, volvió a París a estudiar medicina.
Habiendo sido suspendido en sus exámenes, se enrolló como zuavo pontifical. En
todo eso, guardó una gran sencillez y fue un cristiano sin miedo, feliz de
vivir, sin farisaísmo.
En 1870, de vuelta
en su país natal, calumniado por un periódico de París, le acusaron de ser el
primero en no creer en la Aparición de La
Salette, contestó Maximino con la
publicación de un folleto titulado "Mi profesión de Fe". Con
una elocuencia salida del corazón, él afirmaba su amor por la verdad y su
piedad para con la Virgen.
"...estoy
listo a derramar mi sangre para sostener y defender la verdad de ese
acontecimiento. Confío que con la gracia de Dios y el socorro de la Santísima
Virgen María, no seré cobarde."
De veras, nunca fue
cobarde, ni tan avaro, o capacitado a hacer fortuna. Hasta su muerte, la pobreza
fue su inseparable compañera. Y la aceptó sin quejarse. Nunca quiso casarse.
Sufrió mucho de las calumnias y groseras maledicencias. Esto fue el punto
característico de su santidad: la aceptación del desprecio, y lo aceptó de
buena gana con resignación y sin amargura. Su consuelo fue de rezar su Rosario
cada día y de comulgar frecuentemente.
El último año de
su vida, ya muy enfermo, y recibía en su cuarto los peregrinos: y contándoles
la Aparición, agotado, se transfiguraba su cara. El día de su muerte,
recibiendo los Últimos Sacramentos, contestó él mismo a las oraciones del
sacerdote y, para poder consumir al santo Viático, pidió agua de La Salette.
Expiró invocando a la Hermosa Virgen, quien le había, con tanto amor maternal,
elegido a él por la cruz y por la gloria.
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