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Educar en la libertad |
Dios ha querido crear seres libres, con todas sus consecuencias.
Como un buen padre, nos ha dado la falsilla –la
ley moral– para que podamos utilizar correctamente la libertad, es
decir, de forma que revierta en nuestro propio bien. Junto
a esto, ha querido correr el riesgo de nuestra libertad (1).
De
algún modo, se puede decir que el Todopoderoso ha aceptado
someter sus propios designios a la aprobación del hombre; que
Dios condesciende con nuestra libertad, con nuestra imperfección, con nuestras
miserias (2), porque prefiere nuestro amor libremente entregado a la esclavitud
de un títere; prefiere el aparente fracaso de sus planes
a poner condiciones a nuestra respuesta.
San Josemaría cita en Camino
un “dicho” atribuido a Santa Teresa: «Teresa, yo quise... Pero
los hombres no han querido» (3). El sacrificio de Cristo en
la Cruz es la muestra más elocuente de hasta qué
punto Dios está dispuesto a respetar la libertad humana; y
si Él llega a esos extremos –pensará un padre cristiano–,
¿quién soy yo para no hacerlo?
Querer a los hijos es
querer su libertad. Pero eso también supone correr un riesgo,
exponerse a la libertad de los hijos. Únicamente así su
crecimiento es propiamente suyo: una operación vital, inmanente, y no
un automatismo o un reflejo condicionado por la coacción o
la manipulación.
Del mismo modo que la planta no crece porque
la estire el jardinero, sino porque hace suyo el alimento,
el ser humano progresa en humanidad en la medida en
que asume libremente el modelo que inicialmente recibe. Por eso,
los padres que aman de verdad, que buscan sinceramente el
bien de sus hijos, después de los consejos y las
consideraciones oportunas, han de retirarse con delicadeza para que nada
perjudique el gran bien de la libertad, que hace al
hombre capaz de amar y de servir a Dios. Deben
recordar que Dios mismo ha querido que se le ame
y se le sirva en libertad, y respeta siempre nuestras
decisiones personales (4).
Una libertad querida y requerida
Por eso, querer la libertad
de los hijos está muy lejos de una despreocupada indiferencia
sobre cómo la utilizan. La paternidad prolonga en la educación
lo que tuvo inicio en la generación. Por tanto, amar
la libertad de los hijos quiere decir también saber requerirla.
Como
hace Dios con el hombre, suaviter et fortiter, los padres
han de saber invitar a sus hijos a usar de
sus capacidades de modo que crezcan como personas de bien.
Quizá se presenta una buena ocasión cuando piden permiso para
determinados planes; entonces, puede ser oportuno responder que es él
quien ha de decidir tras ponderar todas las circunstancias del
caso, pero que ha de preguntarse si realmente le conviene
o no lo que pide, ayudándole a distinguir la necesidad
del capricho, a que entienda que no es justo derrochar
lo que muchos no se pueden permitir, etc.
Haciendo un
juego de palabras, podemos imaginar que “requerir” se refiere a
una especie de doble querer: querer y re-querer. No es
posible requerir la libertad humana si previamente no se quieren
sus consecuencias, si no se asumen y respetan. Por eso,
un auténtico respeto a la libertad ha de promover el
esfuerzo intelectual, y exigencias morales que ayuden a la persona
a vencerse, a superarse. Ésta es la forma de todo
humano crecimiento. Por ejemplo, los padres han de pretender de
sus hijos, según sus edades, que respeten ciertos límites. Algunas
veces puede resultar necesario el castigo, aplicándolo con prudencia y
moderación, dando las razones oportunas y, desde luego, sin violencia.
Ofrecer
confianza y animar, con paciencia, da los mejores resultados. Incluso
en el caso extremo, cuando el hijo toma una decisión
que los padres tienen buenos motivos para juzgar errada, e
incluso para preverla como origen de infelicidad, la solución no
está en la violencia, sino en comprender y –más de
una vez– en saber permanecer a su lado para ayudarle
a superar las dificultades y, si fuera necesario, a sacar
todo el bien posible de aquel mal (5).
En cualquier caso, la
tarea formativa consiste en procurar que las personas quieran; en
definitiva, en suministrar los instrumentos intelectuales y morales para que
cada uno sea capaz de hacer el bien por propio
convencimiento.
Saber corregir
Respetar a la persona y su libertad no significa
dar por válido todo lo que una persona piense o
haga. Los padres han de dialogar con sus hijos sobre
lo bueno y lo mejor y, en alguna circunstancia, inevitablemente
deberán tener el valor de corregir con la necesaria energía.
Ellos, que no sólo respetan a sus hijos sino que
los aman, no toleran cualquier comportamiento.
El amor es lo menos
tolerante, permisivo o condescendiente que encontramos en las relaciones humanas:
porque, si bien es posible querer a una persona con
sus defectos, no lo es quererla por sus defectos. El
amor desea el bien de la persona, que ésta dé
lo mejor de sí, que alcance la felicidad; y por
eso quien ama pretende que el otro luche contra sus
deficiencias, y sueña con ayudarle a corregirlas.
Siempre son más los
elementos positivos de una persona –al menos potencialmente– que sus
defectos, y esas buenas cualidades son las que la hacen
amable; pero no se aman las cualidades positivas sino a
las personas que las poseen, y que las poseen conjuntamente
con otras que quizá no lo son tanto. Una conducta
correcta suele ser resultado de muchas correcciones, y éstas serán
más eficaces si se administran con sentido positivo, poniendo sobre
todo de relieve lo que se puede mejorar en el
futuro.
A la luz de lo anterior, se advierte que toda
forma de educar apela a la libertad de las personas.
En eso se distingue, precisamente, educar de amaestrar o instruir.
“Educar en libertad” es un pleonasmo: no se dice ni
más ni menos que “educar”.
El valor educativo de la confianza
Sin
embargo, la expresión “educar en libertad” permite hacer hincapié en
la necesidad de formar en un clima de confianza. Como
ha sido puesto de relieve, las expectativas de los demás
en relación a nuestro comportamiento funcionan como motivos morales de
nuestras acciones.
La confianza que se nos muestra nos mueve a
obrar; y nos paraliza, en cambio, sentir que desconfían de
nosotros. Esto resulta patente en el caso de las personas
más jóvenes o de los adolescentes, que aún están modelando
su carácter y valoran mucho el juicio de los demás.
Confiar significa tener fe, dar crédito a alguien, considerarle capaz
de verdad: de manifestarla o de guardarla, según los casos,
pero también de vivirla. La confianza que se da al
otro suele provocar un doble efecto: de manera inmediata, un
sentimiento de gratitud, porque se sabe beneficiado por un don;
además, la confianza favorece el sentido de responsabilidad.
Quien me pide
algo importante espera que se lo dé, porque ya confía
en que puedo dárselo: tiene de mí un concepto elevado.
Si esa persona se fía de mí, me siento movido
a satisfacer sus expectativas, a responder de mis actos. Confiar
en alguien es un modo muy profundo de encomendarle algo.
Gran parte de lo que pueden hacer los educadores depende
de cuánto han sabido suscitar esta actitud en las personas.
En particular los padres han de ganarse la confianza de
sus hijos, dándosela ellos primero. A ciertas edades tempranas, conviene
estimular el uso de su libertad; por ejemplo, han de
pedirles cosas, y dar explicaciones sobre lo bueno y lo
malo. Pero esto carecería de significado si faltara la confianza,
ese mutuo sentimiento que ayuda a la persona a abrir
su intimidad, sin el cual es difícil proponer metas y
tareas que contribuyan al crecimiento personal.
La confianza se da, se
logra, se genera; no se puede imponer, ni exigir. Uno
se hace digno de confianza por su ejemplo de integridad,
yendo por delante en dar lo que pide a los
otros. Así se adquiere la autoridad moral necesaria para requerir
a los demás; y se advierte que educar en libertad
hace posible educar la libertad.
Educar la libertad
La educación bien puede
entenderse como una habilitación de la libertad en orden a
percibir la llamada de lo valioso –de lo que enriquece
e invita a crecer–, y a afrontar sus requerimientos prácticos.
Y eso se logra proponiendo usos de la libertad, planteando
tareas llenas de sentido.
Cada edad de la vida tiene sus
aspectos positivos. Uno de los más nobles que tiene la
juventud es la facilidad para confiar y responder positivamente a
la exigencia amable. En un tiempo relativamente corto pueden apreciarse
cambios notables en jóvenes a quienes se han confiado encargos
que podían asumir, y que apreciaban como importantes: ayudar a
una persona, colaborar con los padres en alguna función educativa...
Por
el contrario, esa nobleza se manifiesta, en forma pervertida y
a menudo violenta, contra quienes se limitan a halagar sus
caprichos. A primera vista, esta actitud es más cómoda, pero
a la larga los costes son mucho más gravosos y,
sobre todo, no ayuda a madurar, pues no les prepara
para la vida.
Quien se acostumbra desde pequeño a pensar que
todo se resuelve de forma automática, sin ningún esfuerzo o
abnegación, probablemente no sazonará a su tiempo. Y cuando la
vida hiera –cosa que inevitablemente hará–, quizá no tenga arreglo.
El hombre debe modelar su carácter, aprender a esperar los
resultados de un esfuerzo largo y continuado, a superar la
esclavitud de lo inmediato.
Ciertamente, el ambiente hedonista y consumista que
hoy respiran muchas familias en el llamado “primer mundo” –y
también en otros muchos ambientes de países menos desarrollados–, no
facilita captar el valor de la virtud o la importancia
de retrasar una satisfacción para obtener un bien mayor.
Pero frente
a esta circunstancia adversa, el sentido común pone de manifiesto
la importancia del esfuerzo: por ejemplo, en nuestros días cuenta
con especial vigor la referencia a la cultura deportiva, en
la que se advierte que quien desea ganar una medalla
ha de estar dispuesto a sufrir entrenamientos prolongados y arduos.
En
general, la persona que es capaz de orientarse libremente hacia
bienes que realmente “merecen la pena” ha de estar preparada
para afrontar tareas de gran envergadura (aggredi),y para resistir con
tenacidad en el empeño cuando llega el desaliento y aparecen
las dificultades (sustinere). Estas dos dimensiones de la fortaleza suministran
la energía moral para no conformarnos con lo ya logrado
y seguir creciendo, llegar a ser más. Hoy es especialmente
importante mostrar con elocuencia que una persona que dispone de
esa energía moral es más libre que quien no dispone
de ella.
Todos estamos llamados a lograr esa libertad moral, que
sólo puede obtenerse con un uso –no cualquier uso– moralmente
bueno de la libertad de albedrío. Constituye un reto para
los educadores, y en particular para los padres, mostrar de
modo convincente que el uso auténticamente humano de la libertad
no consiste tanto en hacer lo que nos dé la
gana, como en hacer el bien porque nos da la
ganaque, como solía decir San Josemaría, es la razón más
sobrenatural (6).
Es ese el camino para librarse del clima asfixiante de
la sospecha y de la coacción moral, que impiden buscar
pacíficamente la verdad y el bien y adherirse cordialmente a
ellos. No hay ceguera mayor que la de quien se
deja llevar por las pasiones, por las “ganas” (o por
su falta). Quien sólo puede aspirar a lo que le
apetece es menos libre que quien puede perseguir, no sólo
en teoría sino con obras, un bien arduo.
No hay desgracia
mayor que la de quien, ambicionando un bien, se descubre
sin fuerzas para llevarlo a cabo. Porque la libertad encuentra
todo su sentido cuando se ejercita en servicio de la
verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor
infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres (7).
------------------------------ 1.
San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 113. 2. Ibid. 3. Cfr.
San Josemaría, Camino, n. 761. 4. San Josemaría, Conversaciones con Mons.
Escrivá de Balaguer, n. 104. 5. Ibid. 6. San Josemaría, Es Cristo
que pasa, n. 17. 7. San Josemaría, Amigos de Dios, n.
27.
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