19 de septiembre
(1852 d.C.)
(1852 d.C.)
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Si la Revolución Francesa hubiese sido solamente un movimiento político, habría
que buscar otro ambiente histórico para encuadrar la vida de esta Santa; pero a
nadie se le oculta que si lo político tuvo verdadera importancia, lo social,
económico y religioso no la tuvieron menor. Se derrocó, a costa de mucha
sangre, una monarquía y un sistema de gobierno absolutista para dar lugar a una
democracia que sería fuente e inspiración para muchísimos otros pueblos en
todos los continentes; pero se derrumbaron asimismo multitud de murallas que
separaban las distintas capas sociales de Francia. Subieron al poder los que
antes, eran súbditos. Socialmente se organizaron los estamentos de muy distinta
forma, pero en medio de todo hubo una subversión enorme de valores que
alcanzaron desde lo más elementalmente humano hasta lo substancialmente
sobrenatural. Para concretarlo de una forma que no deje lugar a dudas y
discusiones, bastará decir que si la corona de los reyes fue sustituida por un
gorro frigio en la cabeza de una mujer, esta misma mujer, en forma de razón,
sustituyó al mismo Dios en los altares. En el discurrir histórico de esta
revolución, la más completa que ha sufrido indudablemente el mundo civilizado,
tuvo que sufrir la Iglesia católica en todos sus organismos, jerarquías y
fieles una tremenda sacudida. Habrá podido haber revoluciones más sangrientas,
de más largas y complejas consecuencias, en la Edad Moderna, no.
Y
si la vida de la Santa no la hemos de circunscribir a los años de su vida física,
sino que debemos proyectarla en el desarrollo de su obra apostólica, es forzoso
dar Siquiera una idea del alcance que ha tenido la Revolución Francesa, aun
después de terminar su primer período de violencias sangrientas y turbulencias
callejeras.
Si históricamente, en un sentido más estricto, empezó con la
reunión de los Estados generales en 1789 y terminó diez años después, cuando
Bonaparte da el golpe de Estado ayudado por el partido de los moderados y se
apodera del poder, en su sentido de influencia ideológica y especialmente
antirreligiosa no podemos olvidar que fue en 1900 cuando empieza el gran y
definitivo ataque contra la religión con los decretos sectarios del Ministerio
Waldk-Rousseau, llevados por Combes hasta sus últimas consecuencias. Entre
estas dos fechas, sintetizando, se declaran los derechos del hombre, la supresión
de los derechos feudales y los diezmos eclesiásticos, se decreta la libertad de
cultos, la secularización de los bienes eclesiásticos, se suprimen, poco a
poco, todos los conventos religiosos, se prohiben los votos solemnes, se
extinguen gran número de parroquias y diócesis, se ponen en manos del gobierno
los nombramientos eclesiásticos, se obliga a todos a jurar la Constitución
Isica y sectaria, se prohibe el uso del hábito talar, son guillotinados, entre
miles y miles de ciudadanos, el rey y la reina, se inventa un calendario civil,
se prohibe el culto católico y se proclama la divinidad de la razón. En dos años
de terror, la guillotina no deja de funcionar diariamente, a la cual van a parar
también algunos de los que la inventaron. Setenta y cinco obispos sufren el
destierro. Después de un período de relativa calma, se reanuda la persecución,
siendo el mismo Napoleón quien más vejámenes, aunque no sangrientos, impone a
la Iglesia, atreviéndose incluso con la misma persona del Romano Pontífice,
obligándole a actos humillantes y poniendo sobre su persona su mano. Aunque en
su tiempo se llegó a un concordato, prácticamente no fue cumplido nunca.
Dentro
de este cuadro tan poco halagador y propicio para la santidad de los individuos
y la prosperidad de una obra apostólica, se desarrolló la vida de la Santa y
los primeros pasos de su congregación religiosa de la Sagrada Familia, con unas
cuantas casas en nuestra Patria, pero muchísimas en Francia, sus colonias y
otras en tierra de paganos e infieles, todas ellas con indudable prestigio, por
el espíritu que anima a sus asociadas y la formación humana y sobrenatural que
dan a sus alumnas, aparte del bien inmenso que realizan por sus fundaciones en
bien de los pobres, los ancianos, niñas extraviadas y presos.
Nació
nuestra Santa el día 8 de septiembre de 1787 en la casa con aires de castillo
que su padre poseía en el Aveyron, Francia, cerca del pueblo de Drouelles. En
la fachada del edificio campea el escudo de los Rodat: de oro, encina plantada
de sínople, aljefe de azul cargado de tres ruedas de plata. No menos nobles
eran sus familiares maternos, los Pomairols, oriundos del Delfinado, con
residencias en Villafranca de Rouergue, señores del castillo de Ginals, situado
en un montecillo rodeado de bosques y muy cerca de aquella población, con
parientes a pocos kilómetros de distancia en distintos castillos repartidos por
el mismo valle de Aveyron. No eran menos virtuosos. "Soy de familia de
santos", pudo decir en verdad la Santa, en la autobiografía que escribió
por mandato de su confesor, ya que, con ella, algunos otros miembros de esta
familia murieron en olor de santidad. Si en algunas de estas nobles residencias
que la Santa tuvo necesidad de conocer y frecuentar encontró ocasiones que
pusieron en peligro su vocación religiosa, de nada de cuanto vio e hizo en
ellas tuvo que arrepentirse como de menos honesto. Si de algo se lamenta es
porque el tiempo allí pasado retrasó su total consagración a Dios y al
apostolado. Pero fueron precisamente su abuela materna y dos tías, aparte de
los ejemplos que en su propia casa pudo admirar, las que más le ayudaron en su
primera infancia y luego en su juventud a conocer las delicias de la vida de
piedad y los consuelos que reporta el cuidado de los pobres. Cuando se anunció
en su casa, siendo ella muy pequeña, el nacimiento de un nuevo hermano, la
abuela materna se la trajo a su castillo de Rouergue y a su casa de Villafranca,
constituyéndose por espacio de largo tiempo en su madre y maestra, misión que
realizó a la perfección desde todos los puntos de vista y que sólo interrumpió
cuando, crecida ya la niña y despierta a las influencias del mundo, comprendió
que era la propia madre quien debía asumir la responsabilidad en la decisión
final que para encauzar definitivamente su vida debiera tomar Emilia.
Los
trastornos de la Revolución Francesa, con la complejidad de sus consecuencias
de que hemos hablado al principio, llegaron con más o menos violencia a todas
partes, y especialmente a los hogares de los nobles. Aunque con menos violencia
que otros muchos, las dos familias ascendientes de la Santa sufrieron sus
zarpazos en forma de registros, deportaciones de varones, expoliación de
bienes, etcétera. Asimismo, las alternativas de orden político y social,
consecuencias lógicas de toda revolución, con sus intermitencias de paz,
turbulencias, intranquilidades y remansos, repercutían en el tono de vida que
se desarrollaba en aquellas mansiones señoriales. De una vida austera, de
recogimiento y de miedo, se pasaba de pronto a una excesiva confianza,
despreocupación y alegría. Todo ello, como es natural, debía influir en la
infancia y juventud de la Santa pasando de días de soledad y aislamiento a
fiestas, saraos y diversiones; de no ver casi a nadie, a contemplarse rodeada y
asediada de familiares y amigos de su abuela y tías. Así tuvo la fortuna de
tener para sí sola a un padre dominico refugiado en aquellos alrededores que la
pudo preparar a conciencia para recibir por primera vez la sagrada comunión;
pero, por la misma razón, también tuvo que asistir a presenciar escenas que la
abrieron los ojos a la vida mundana. Recibió las obsequiosas deferencias de jóvenes
de su clase y edad, que se sintieron atraídos por su porte señorial, por la
serenidad, velada, por una pincelada de tristeza de su rostro, la hermosura de
sus ojos, el color de sus cabellos y la predisposición de su corazón a todo lo
que era bueno y hermoso; pero Dios hizo que esos jóvenes, de la misma forma que
aparecieron, se esfumaran luego sin volver a aparecer jamás.
Sus
titubeos entre la piedad y el mundo, entre la vida religiosa y un posible
matrimonio, con alternativas en que los dos espíritus se apuntaban avances y
retrocesos, duraron hasta los dieciocho años, cuando, como hemos dicho antes,
su abuela decidió que la joven regresara a su hogar paterno. Fue allí, en una
especie de misión que tuvo lugar en su pueblo, y a la que nuestra Santa asistía,
más que por ganas de aprovechar, para no desentonar y dar un mal ejemplo,
cuando precisamente pasaba por un estado de pesimismo espiritual muy peligroso
que el Señor la llamó definitivamente para sí. Hizo una sincera y general
confesión; se comprometió con propósitos firmes; reanudó su vida piadosa y
vio la luz que debía iluminar para siempre toda su vida. Su vocación en favor
del prójimo necesitado se le presenta ya como un imperativo al que no puede
renunciar. Su vida debe transcurrir fuera de su propio hogar, pero ¿a dónde irá?
¿Al claustro?, ¿se dedicará a la enseñanza?, ¿cuidará de los pobres?, ¿ayudará
a las jóvenes descarriadas?, ¿ingresará en alguna de las congregaciones
religiosas existentes o creará una nueva?
Enterada
su abuela del cambio operado en su nieta, la quiere otra vez consigo, y así
como fue allí donde recibió por primera vez al Señor, también allí encontró
al que, dirigiendo su alma, la llevaría, por un camino recto, al conocimiento
de su santa voluntad. Frecuentaba el castillo el abate Marthy, hombre de
santidad e inteligencia superior; bajo su dirección, ordenó su vida, disipó
sus incertidumbres y fundó la congregación de la Sagrada Familia, que hermanaría
la clausura con el apostolado vario y hermoso de la enseñanza, de la caridad,
protección de jóvenes, cuidado de presos, etc.
Empezó
su apostolado entre las jóvenes de su edad, compañeras que la Providencia le
deparó, y entre las cuales echó las primeras simientes de su congregación;
practicó la enseñanza de las niñas pobres alrededor de alguna enferma a la
que iba a visitar; se compadeció de los sufrimientos y abandonos de los presos
e influyó para que mejoraran de vida algunas jóvenes que se habían
extraviado.
Mientras
ejercía todas estas obras de apostolado no sabía qué congregación escoger, o
si en definitiva debería ingresar en alguna Orden de clausura. Llamó a
diversas puertas, se relacionó con distintas superioras, hasta que, finalmente,
su director espiritual, viendo claro su camino, redactó los estatutos por los
cuales debería regirse en el futuro la congregación de la Sagrada Familia.
Fueron
treinta y tres años llenos de continuo caminar para fundar, abrir escuelas,
levantar casas, inyectar esperanzas, formar hijas y dejar el arbusto de los
primeros días convertido en frondoso árbol de raíces profundas y de
exuberante vida con ramaje majestuoso y tan amplio para dar sombra a todas las
necesidades y con fuerzas sobradas para resistir todos los ataques del infierno.
No
era nuestra Santa ni robusta ni sobrada de salud. Varias, incómodas y dolorosas
enfermedades la aquejaron durante esos treinta y tres años sin interrupción.
Acudió a los médicos cuando se lo mandaron, descansó sólo cuando se vio
necesariamente obligada a ello, pero nunca soñó con alargar un día más su
vida, aunque alguien le insinuara la contrariedad que supondría para la
congregación su ausencia. Sus dolencias de garganta y nariz le impedían a
veces respirar. Poco antes de morir quedó completa e incurablemente sorda; el
estómago, durante mucho tiempo, apenas le toleraba los más ligeros alimentos,
y la pérdida misteriosa de recetas que la aliviaban le imposibilitaba no raras
veces el consuelo.
Tampoco
se libró de las sequedades del espíritu tan frecuentes en los grandes santos,
pues cuando menos lo esperaba renacían en su alma los titubeos y las dudas,
acrecentadas especialmente por la división entre sus hijas de las dedicadas al
apostolado y a las de clausura. Un año largo le duró la noche obscura del
alma.
Hemos
aludido a un velo de tristeza que caracterizaba sus rasgos fisionómicos y que
era, desde luego, manifestación de la inclinación de su espíritu. Ya tuvo que
luchar contra ello su propia abuela, la cual, a veces, le cogía la barbilla y
la obligaba a mirarla de frente hasta que se sonriera. La experiencia debió
enseñarle cuán peligrosa es la tristeza para la vida religiosa y por ello,
insistía frecuentemente en sus casas de formación para que se educara a
novicias y a las niñas en la alegría espiritual. De haber sido abandonada,
hubiera sido un tantillo perezosa, vicio que expone al hombre a todos los demás.
Para combatirlo llenó todos los momentos del día en alguna ocupación. Era de
natural fogoso y muy susceptible, pero los principios que vio en torno suyo y la
experiencia de los desgraciados días de la revolución fueron suficientes para
desterrar por completo todo lo que pudo parecer empaque y sentido de
superioridad.
La
oración y, en concreto, el ejercicio de la meditación, según ella misma
confiesa, se apoderaron desde niña de las facultades de su alma, y para ello,
sin la menor dificultad, se dio a tal ejercicio diariamente por espacio de media
o de una hora. Tuvo también una especie de instinto en buscarse pronto amigas
dotadas de espíritu parecido, de tal forma que dirá de aquellos días:
"Tiempo bendito, tú fuiste para mi alma uno de los grandes beneficios de
mi vida".
Entre
sus devociones preferidas, junto con la oración de que hemos hablado,
sobresalen en su juventud la práctica de la misa diaria y del Viacrucis.
"Tan penetrada estaba de Dios, decía, que siempre me hubiera quedado con
Él, máxime en la iglesia; allí su presencia me absorbía hasta el punto que
nada veía y oía en torno mío". De esa práctica de pasar casi todo el día
del domingo en la iglesia, junto con una de sus piadosas amigas, deriva el
consejo y casi obligación que da a sus religiosas, para que dediquen el domingo
por completo a la oración y a los intereses del alma. Combate el espíritu
jansenista que prohibía frecuentar los sacramentos bajo capa de una estúpida
humildad. "El demonio, decía, comienza por hacernos descuidar una cosa,
luego otra, y poco a poco haría que lo dejáramos todo si le escucháramos. Sólo
Dios basta." Aunque prefería seguir los impulsos de la gracia, no ignoró
nunca la utilidad de un director y rezó ininterrumpidamente hasta encontrar al
abate Marthy. Llamaba a la Virgen la Divina Pastora, y, bajo esta advocación,
dirigió especialmente toda una sencilla y completa teoría pedagógica para
conquistarse la confianza de sus hijas.
Se
sintió madre, y como tal, ni la desanimaban los defectos de las postulantes y
novicias ni toleraba que se tomaran como indicios de falta de vocación. Enseñaba
el catecismo por medio de ejemplos y grabados y hacía prácticas las visitas a
los pobres, uniendo a la limosna y entrega de trapillos y enseres los consejos
de orden espiritual. "Pertenecer a Dios, no tener más preocupación que
agradarle, es la cosa mejor que se puede hacer; Dios es celoso; pero con celo
amable, y así consuela a quienes mira, y con Él no se teme la
inconstancia." Las contradicciones y las enfermedades no la abatieron
nunca, y solía decir: "Atravesaré hasta por lo imposible, ya que la
contradicción es el sello más autentico de las obras de Dios".
A
las que criticaban la falta de la imagen del Crucificado en la cruz que
distingue su hábito, contestaba que "ahora eran ellas las que debían
estar crucificadas".
Cuando
se creyó que la enfermedad de la nariz y de la garganta podían degenerar en cáncer,
dijo: "Aun cuando tuviera diez cánceres, no sería tanto como tener un
solo pecado mortal". "Cuando se padece una enfermedad, hay que estar
dispuesto uno a sufrir sus humillaciones." Era humana y no carecía del
sentido del humor. La primera noche pasada en la primera fundación, dice ella:
"La pasamos alegres, aun cuando con penuria de cosas terrenas, lo que no
impidió que cenáramos con excelente apetito". Su noche obscura fue tan
terrible que llegó a comprender, decía, "el suplicio del alma réproba,
separada de Dios". Sin embargo, nunca le asediaron pensamientos impuros ni
animosidad contra nadie.
"Para
alcanzar la gracia de conocer a Jesús pobre y humillado, practicaremos la
pobreza y la humildad y nunca seremos verdaderas hijas de este Divino Corazón
si no nos ponemos en estado de víctimas."
La
Sagrada Familia, bajo cuya advocación puso su Congregación, es una trinidad en
la tierra, imagen viva de la Trinidad del cielo. El alimento de sus hijas tiene
que ser abundante y substancioso, pero no exquisito, sin embargo, quería en la
práctica de la pobreza gran amplitud de espíritu, para no caer en otros vicios
tan peligrosos como el afán de poseer. Muy aficionada a la mortificación
interna, no impuso penitencia alguna corporal, pero las religiosas están
facultadas para darse a ellas con los permisos de su confesor y superiora. No
hay en el horario que prescribe a sus religiosas nada extraordinario, más bien
un sentido de santa libertad, facilidad de ejercicios, seguridad de devociones y
petición del patrocinio a muchísimos santos. "Hay que estudiar, decía,
las ciencias profanas, como lo piden las necesidades de los fieles, pero después
de haberse asimilado la religión. Es indispensable el conocimiento del Antiguo
y Nuevo Testamento." No era celosa, ni de que se abrieran casas de otras
congregaciones religiosas ni de nuevas devociones que iban surgiendo en Francia.
Amaba a su Patria, por la cual lloraba y rezaba. Respetaba la libertad
individual, por lo que ordenaba que no se hablara sino raras veces a las jóvenes
de la vocación religiosa. Más que reprender, observaba. Era indulgente, hacía
caso omiso de las diabluras sin consecuencias y prohibía a las religiosas que
colaboraran con los trabajos de las alumnas, para que sus padres no las creyeran
más instruidas de lo que en realidad fueran. Era, en suma, una perfecta
pedagoga. Antes de despedir a una alumna, decía a la religiosa: "Bien, yo
la autorizo, con tal, empero, de que me asegure que no se va a perder en el
mundo". Su finalidad suprema era evitar las ofensas a Dios, llevarle almas
o preservarlas de las emboscadas. Cuidó a los presos y alivió a los ancianos.
Se enamoró de la obra de la Santa Infancia, de la cual. decía: "Quisiera
que no hubiera nadie en el mundo que amara a la Santa Infancia más de lo que yo
la amo".
A
las novicias las formaba examinando primero con gran cuidado tales vocaciones,
sin consideración alguna al talento, nacimiento o fortuna. Comprendía de tal
forma a los corazones, que a una novicia desanimada y triste la obligó, hasta
que todo pasara, a traerle diariamente flores a su celda, animándola cada día
con su sonrisa.
Entre
las virtudes humanas y divinas de sus religiosas destacan la sencillez,
franqueza de corazón, obediencia, paz, puntualidad, devoción a los santos,
frecuencia de sacramentos, oración por los sacerdotes, especialmente en tiempo
de ordenaciones, prohibición de juzgarlos, poco locutorio, amor al trabajo,
renuncia de los deseos de la naturaleza, no mirar nunca atrás, afición a los
cantos sagrados, benignidad con las enfermas, desprecio por ciertas tentaciones,
una flor diaria a la Virgen Santísima, amor a la vida oculta de San José,
peregrinaciones espirituales a los santuarios principales de Francia y del
mundo, conocimiento y amor de la liturgia, etc.
Entre
enseñanzas y prácticas, santificarse y trabajar, de forma tan ejemplar, es
natural que entre ella y su Divino Esposo se estableciera una corriente mutua de
atracción, que culminó en sus últimos instantes. Agotada por sus
enfermedades, pero gigante de espíritu, el tránsito la encontró completamente
despejada y en perfectas condiciones para pensar y amar. Cantaban sus religiosas
la Salve Regina en la capilla de su
casa matriz y ella besaba el crucifijo de su rosario. La sombra de tristeza de
su rostro se convirtió en sonrisa de paz celestial. Cuando, en vida, la
obligaron a posar para que un artista le hiciera su retrato, al intentar sonreír
como se le aconsejaba, salieron de sus ojos abundantes lágrimas. Ahora, a la
vista de su Esposo, sonrió sin esfuerzo. Era la primera hora de la tarde del 18
de septiembre de 1852.
Fue
beatificada por Pío XII el 9 de junio de 1940 y canonizada por el mismo Papa el
23 de abril de 1950.
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