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Un día sin aparatos |
Muchas familias viven esclavizadas. Padres e hijos dependen de la
televisión, del móvil, del teléfono, de internet, de la radio,
de juguetes electrónicos, de mil aparatos nacidos con la moderna
tecnología.
¿Podemos imaginar qué puede hacer una familia que “apaga” todo?
¿Somos capaces de dejar de lado maravillas de la técnica
que nos han llenado de entretenimientos y que muchas veces
nos han vaciado de contenidos profundos y de relaciones humanas
enriquecedoras?
Imaginemos por un momento una familia que acepta este reto.
En el comedor, los padres lanzan la propuesta. Los hijos
la escuchan sorprendidos. Alguno estará descontento, protestará. Pero al final,
después de un rato de diálogo, llega el sí definitivo.
La
televisión queda muda y tranquila. Por un día no lanzará
imágenes, ni suscitará emociones, ni gritará canciones, ni angustiará con
noticias de atentados y de robos. La radio también guarda
silencio. Lo mismo ocurre con el dvd, el iPod, las
computadoras, el Nintendo...
Lo más difícil es desconectar el teléfono y
apagar los móviles. Es que todos esperan una llamada, o
tienen miedo de que alguien les busque y encuentre la
línea con un sonido extraño de “ocupado”... Pero la decisión
está hecha, y hay que lanzarse a la aventura.
La tecnología,
con sus mil posibilidades, queda entre paréntesis. La familia se
descubre, por unas horas, simplemente como eso, como familia. Entre
cuatro paredes, con cosas que decirse o que escuchar, con
silencios extraños, sin posibilidades de fuga.
Apagar esos aparatos que se
han convertido en “imprescindibles” pone a la familia a corazón
abierto. Quizá el esposo se dará cuenta de que vive
casi drogado por las noticias en internet. O la esposa
reconocerá que ya casi no puede vivir sin una telenovela.
O el hijo descubrirá que está siempre pendiente de las
últimas novedades de su chat favorito. O la hija notará
la angustia al ver que ni manda ni recibe mensajes
por sms a sus amigas. Más de uno notará hasta
qué punto “necesita” ese jueguito electrónico con el que pasar
las horas de modo tan emocionante...
La técnica esconde este peligro:
poco a poco nos encierra en pequeños mundos, aislados de
los demás, obsesionados por los propios deseos. O ha hecho
que todos juntos seamos esclavos de un programa televisivo que
parece unir a la familia, cuando en realidad disminuye los
tiempos para el diálogo profundo y para la ayuda a
quien necesita un rato de desahogo.
El experimento no sólo nos
permite ver hasta qué punto vivimos atados a la técnica.
De un modo positivo, lleva a la familia a disponer
de un tiempo magnífico para que todos miren hacia dentro
y hacia afuera.
¿Qué riquezas tengo y ofrezco a quienes viven
bajo el mismo techo durante tantas horas del día? ¿Qué
recibo de los míos, de los que están a mi
lado? ¿Qué digo, qué hago, qué tengo para que la
familia empiece a vivir de modo nuevo?
Muchos notarán que en
casa viven como se viviría en un hotel: entre las
mismas paredes, pero cada quien con sus propios planes personales.
Otros, en cambio, notarán una especie de liberación profunda: por
fin tienen tiempo para dedicarse a fondo a los demás.
Entonces,
¿qué hacemos ahora con este tiempo? Podemos preguntar qué tal
le va al pequeño en los estudios. O cómo se
siente el chico con su novia. O qué piensa la
hija mayor sobre su posible trabajo profesional. O cómo el
padre o la madre notan que los años pasan y
los hijos crecen en edad y en decisiones, cómo avanzan
hacia el día doloroso pero bello de “volar del nido”.
Al
hacernos estas y otras preguntas nacerá un deseo profundo de
dialogar. Ahora hay tiempo, en grupos pequeños o todos juntos.
Así es posible abrirse, descubrir sueños no realizados, esperanzas maravillosas,
desilusiones amargas, alegrías y éxitos en la vida académica o
en el trabajo.
Dialogar en familia, si hay cariño, hace que
el tiempo sin aparatos sea no sólo un momento de
sacrificio, sino una ocasión magnífica, deseada intensamente, para dedicarse a
aquellos temas magníficos que cada quien esconde en su corazón.
El
“día sin aparatos” nos permite, además, darnos cuenta de tantos
detalles por mejorar en casa. Una pared que hay que
arreglar, un cuadro que necesita un nuevo marco, unos calcetines
que piden un lavado más intenso, unos libros que se
ahogan entre el polvo del olvido.
Unos libros... También el día
sin aparatos nos ofrece tiempo para acceder a tantos medios
que ayudan a trabajar en la propia cultura. La lectura
de un buen libro (hay que dejar de lado aquellos
que no valen nada o que dañan) enriquece al lector
y permite luego, en familia, aportar ideas y reflexiones. ¿Recordamos
todavía a la abuela o a los propios padres cuando
nos contaban cuentos e historias apasionantes, cuando nos enseñaban lo
que ellos antes habían aprendido gracias a lecturas muy valiosas?
Un
día sin aparatos también nos permite mirar hacia fuera del
hogar. A la naturaleza, con sus maravillas, con su vida,
con sus ciclos, con su misterio de nacimiento y de
muerte. A los hombres y mujeres del mismo barrio, muchos
de ellos necesitados de un rostro que les mire y
les escuche con cariño. ¿No es hermoso ver a familias
que visitan un asilo de ancianos o que dedican parte
de su día a ayudar en tantas posibles tareas de
voluntariado social?
Abiertos a la naturaleza y a los demás, nos
abrimos también a Dios. Existimos porque nos ama. Podemos disfrutar
de alimentos, paredes y electricidad porque vela por cada uno
de sus hijos. Sería triste que los aparatos, fruto del
ingenio que Dios nos otorga como seres racionales, nos hayan
apartado de Aquel hacia el cual caminamos cada día.
Para muchos
imaginar una jornada sin aparatos es casi como suspirar por
un sueño inalcanzable. Pero al menos podemos tener la sana
osadía de hacer el experimento, aunque sea por unas horas.
Vale la pena si nos ayuda a sacar lo bueno
que existe en nosotros, si permitimos curar lo malo que
también nos acompaña en los mil caminos de la vida,
si acogemos y nos dejamos acoger por tantas personas que
nos quieren de veras bajo los mismos muros de una
casa.
Un día sin aparatos: ahí queda el reto. Un reto
que vale la pena si reconocemos que lo más hermoso
de una familia es esa convivencia que une corazones y
que permite acoger y dar lo que tenemos y lo
que somos para que la vida de los demás entre
en la nuestra, y para que la nuestra se convierta
en un esfuerzo continuo por hacer felices a los que
viven a nuestro lado.
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