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Teodora Guérin, Santa |
«¡Qué fortaleza adquiere el alma en la plegaria! En medio
de la tormenta, ¡qué dulce es la calma que la
plegaria halla en el corazón de Jesús! Pero... ¿qué consuelo
queda para aquéllos que no rezan? ». Estas palabras, escritas
por la Madre Teodora Guerin tras sobrevivir una violenta tormenta
en alta mar, quizás sean las que mejor ejemplifiquen su
vida y su ministerio. Por cierto, la Madre Teodora obtuvo
fuerzas en la oración, en su diálogo con Dios, con
Jesús y con la Sagrada Virgen María. A lo largo
de su vida, la Madre Teodora difundió la oración compartiendo
su amor a Dios con gentes de todas partes.
La Madre
Teodora, Ana Teresa Guérin, nació el 2 de octubre
de 1798 en la aldea de Etables, Francia. Su devoción
a Dios y a la Iglesia Católica Romana se manifestó
siendo aún niña. Se le permitió tomar la primera Comunión
con apenas diez años de edad y, en esa ocasión,
expresó al párroco su intención de algún día tomar los
hábitos de monja.
La pequeña Ana Teresa a menudo buscaba la
soledad de las costas rocosas próximas a su hogar, lugar
donde dedicaba muchas horas a la meditación, la reflexión y
la oración. Fue educada por su madre, Isabel Guerin, que
centralizó su enseñanza en la religión y las Escrituras, inspirando
así el amor de la niña hacia Dios. Laurencio, padre
de Ana Teresa, prestaba servicios en la Armada de Napoleón
y a menudo debía permanecer lejos de su hogar por
períodos de varios años. Cuando Ana Teresa tenía 15 años
de edad, su padre fue asesinado por bandidos mientras retornaba
a su hogar para visitar a su familia. La pérdida
de su esposo casi abrumó a Isabel y, durante muchos
años, la responsabilidad de cuidar de su madre y de
su pequeña hermana recayó sobre Ana Teresa, quien además debía
atender el hogar y la huerta de la familia.
A
lo largo de esos años de penurias y sacrificios —en
realidad, durante toda su vida—, la fe en Dios de
la Madre Teodora nunca vaciló, jamás titubeó. En lo más
profundo de su alma, sabía que Dios estaba con ella,
que siempre estaría con ella, como una compañía constante.
Ana
Teresa tenía casi 25 años de edad cuando ingresó a
las Hermanas de la Providencia de Ruillé-sur-Loire, una joven comunidad
de religiosas que servían a Dios brindando oportunidades para la
educación de los niños y cuidando a pobres, enfermos y
moribundos.
Mientras enseñaba y cuidaba enfermos en Francia, la Madre Teodora,
conocida en aquel entonces como Hermana Santa Teodora, fue requerida
para encabezar un pequeño grupo misionero de Hermanas de la
Providencia en los Estados Unidos. El propósito consistía en establecer
un convento, fundar escuelas y compartir el amor a Dios
con los pioneros de la Diócesis de Vincennes, en el
Estado de Indiana. Piadosa y propensa a la humildad, la
Madre Teodora jamás imaginó que era la persona más apropiada
para la misión. Su salud era frágil. Durante su noviciado
con las Hermanas de la Providencia, había enfermado gravemente. Las
medicinas habían aplacado la enfermedad, pero también habían dañado gravemente
su sistema digestivo, al punto que durante el resto de
su vida sólo pudo consumir alimentos y líquidos suaves y
blandos. Su mala condición física se sumaba a sus dudas
sobre si aceptar o rechazar la misión. Sin embargo, tras
muchas horas de oración y prolongadas consultas con sus superioras,
aceptó la misión, temiendo que si no lo hacía, ninguna
otra religiosa se atrevería a aventurarse a una región tan
agreste para difundir el amor a Dios.
Equipada con poco
más que su resuelto deseo de servir a Dios, la
Madre Teodora y otras cinco Hermanas de la Providencia arribaron
a la sede de su misión en Saint Mary-of-the-Woods, Indiana,
la tarde del 22 de octubre de 1840. Inmediatamente apresuraron
el paso a lo largo de la angosta y fangosa
senda que conducía hacia la pequeña cabaña de troncos que
hacía las veces de capilla. Allí, las hermanas se postraron
en oración frente al Sagrado Sacramento, para agradecer a Dios
el haber culminado su viaje sanas y salvas, y rogarle
la bendición de la nueva misión.
Allí, en esa tierra
montañosa cortada por barrancos y densamente arbolada, la Madre Teodora
establecería un convento, una escuela y un legado de amor,
misericordia y justicia que perdura hasta el presente.
A través de
años de padecimiento y años de paz, la Madre Teodora
confió en la Providencia de Dios y en su propia
franqueza y su fe para obtener consejo y guía, urgiendo
a las Hermanas de la Providencia a «entregarse por entero
a las manos de la Providencia ». En sus cartas
a Francia, decía: «Pero nuestra esperanza reside en la Providencia
de Dios, que nos ha protegido hasta el presente y
que, de una u otra manera, proveerá para nuestras necesidades
futuras».
En el otoño de 1840, la misión de Saint Mary-of-the-Woods
consistía apenas en una capilla —una diminuta cabaña de troncos
que también oficiaba de alojamiento para un sacerdote— y una
granja de pequeña estructura donde residían la Madre Teodora, las
hermanas francesas y varias postulantes. Al llegar el primer invierno,
soplaron fuertes vientos del norte que sacudieron la pequeña granja.
Las hermanas a menudo sentían frío y frecuentemente padecían hambre.
Pronto convirtieron la galería en una capilla y, en ese
humilde convento, hallaron sosiego en la presencia del Sagrado Sacramento.
La Madre Teodora solía decir: «Con Jesús, ¿qué podemos temer»?
Durante sus primeros años en Saint Mary-of-the-Woods, la Madre Teodora
debió soportar numerosas peripecias: el prejuicio hacia los católicos, especialmente
hacia las religiosas; traiciones; malentendidos; la ruptura de las Congregaciones
de Indiana y de Ruillé; un devastador incendio que destruyó
una cosecha completa, dejando a las hermanas desprovistas y hambrientas;
frecuentes enfermedades mortales. Empero, la hermana perseveró, manifestando que «
en todas las cosas y en todo lugar se debe
cumplir el deseo de Dios ». En cartas a sus
amistades, la Madre Teodora reconocía sus tribulaciones: «Si alguna vez
esta pobre y pequeña comunidad logra asentarse definitivamente, lo hará
sobre la Cruz; eso me infunde confianza y me brinda
esperanza, aún frente al desamparo».
Menos de un año después
de su llegada a Saint Mary-of-t he- Woods, la Madre
Teodora fundó la primera Academia de la Congregación y, en
1842, estableció escuelas en Jasper, Indiana y St. Francisville, Illinois.
Al momento de su muerte, el 14 de mayo de
1856, la Madre Teodora ya había abierto escuelas en varias
ciudades de toda Indiana y la Congregación de las Hermanas
de la Providencia era un institución sólida, viable y respetada.
La Madre Teodora siempre atribuyó el crecimiento y el éxito
de las Hermanas de la Providencia a Dios y a
María, la Madre de Jesús, a quienes dedicó el ministerio
de Saint Mary-of-the-Woods.
La beatitud de la Madre Teodora fue evidente
para quienes la conocieron, la cual muchos describieron simplemente como
« santidad ». Tenía la rara habilidad de hacer florecer
las mejores virtudes en las personas, para permitirles ir más
allá de lo que aparentemente era posible. El amor de
la Madre Teodora fue una de sus grandes virtudes. Amaba
a Dios, al pueblo de Dios, a las Hermanas de
la Providencia, a la Iglesia Católica Romana y a las
personas a quienes servía. Jamás excluyó a ninguna persona de
sus ministerios y oraciones, pues dedicó su vida a ayudar
a todos a conocer a Dios y a vivir una
vida mejor.
La Madre Teodora sabía que, por sí sola,
nada podía hacer, pero confiaba en que con Dios, todo
era posible. Aceptó en su vida numerosos contratiempos, problemas y
ocasiones en las que fue tratada injustamente. En medio de
la adversidad, la Madre Teodora fue siempre una verdadera mujer
de Dios.
La Madre Teodora falleció dieciséis años después de
su llegada a Saint Mary-of-the-Woods, (el 14 de mayo de
1856). Durante esos años fugaces, acarició una innumerable cantidad de
vidas —y aún hoy continúa haciéndolo. El legado que entrega
a las generaciones que la suceden, es su vida: un
modelo de beatitud, virtud, amor y fe.
Fue canonizada
el 15 de Octubre de 2006 por S.S. Benedicto XVI.
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