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Nuestra Señora de Fátima |
La Santísima Virgen María se manifestó a tres niños campesinos
En 1917,
en el momento de las apariciones, Fátima era una ciudad
desconocida de 2.500 habitantes, situada a 800 metros de altura
y a 130 kilómetros al norte de Lisboa, casi en
el centro de Portugal. Hoy Fátima es famosa en todo
el mundo y su santuario lo visitan innumerables devotos.
Allí,
la Virgen se manifestó a niños de corta edad: Lucía,
de diez años, Francisco, su primo, de nueve años, un
jovencito tranquilo y reflexivo, y Jacinta, hermana menor de Francisco,
muy vivaz y afectuosa. Tres niños campesinos muy normales, que
no sabían ni leer ni escribir, acostumbrados a llevar a
pastar a las ovejas todos los días. Niños buenos, equilibrados,
serenos, valientes, con familias atentas y premurosas.
Los tres habían recibido
en casa una primera instrucción religiosa, pero sólo Lucía había
hecho ya la primera comunión.
Las apariciones estuvieron precedidas por un
"preludio angélico": un episodio amable, ciertamente destinado a preparar a
los pequeños para lo que vendría.
Lucía misma, en el libro
Lucia racconta Fátima (Editrice Queriniana, Brescia 1977 y 1987) relató
el orden de los hechos, que al comienzo sólo la
tuvieron a ella como testigo. Era la primavera de 1915,
dos años antes de las apariciones, y Lucía estaba en
el campo junto a tres amigas. Y esta fue la
primera manifestación del ángel:
Sería más o menos mediodía, cuando estábamos
tomando la merienda. Luego, invité a mis compañeras a recitar
conmigo el rosario, cosa que aceptaron gustosas. Habíamos apenas comenzado,
cuando vimos ante nosotros, como suspendida en el aire, sobre
el bosque, una figura, como una estatua de nieve, que
los rayos del sol hacían un poco transparente. "¿Qué es
eso?", preguntaron mis compañeras, un poco atemorizadas. "No lo sé".
Continuamos nuestra oración, siempre con los ojos fijos en aquella
figura, que desapareció justo cuando terminábamos (ibíd., p. 45).
El hecho
se repitió tres veces, siempre, más o menos, en los
mismos términos, entre 1915 y 1916.
Llegó 1917, y Francisco y
Jacinta obtuvieron de sus padres el permiso de llevar también
ellos ovejas a pastar; así cada mañana los tres primos
se encontraban con su pequeño rebaño y pasaban el día
juntos en campo abierto. Una mañana fueron sorprendidos por una
ligera lluvia, y para no mojarse se refugiaron en una
gruta que se encontraba en medio de un olivar. Allí
comieron, recitaron el rosario y se quedaron a jugar hasta
que salió de nuevo el sol. Con las palabras de
Lucía, los hechos sucedieron así:
... Entonces un viento fuerte sacudió
los árboles y nos hizo levantar los ojos... Vimos entonces
que sobre el olivar venía hacia nosotros aquella figura de
la que ya he hablado. Jacinta y Francisco no la
habían visto nunca y yo no les había hablado de
ella. A medida que se acercaba, podíamos ver sus rasgos:
era un joven de catorce o quince años, más blanco
que si fuera de nieve, el sol lo hacía transparente
como de cristal, y era de una gran belleza. Al
llegar junto a nosotros dijo: "No tengan miedo. Soy el
ángel de la paz. Oren conmigo". Y arrodillado en la
tierra, inclinó la cabeza hasta el suelo y nos
hizo repetir tres veces estas palabras: "Dios mío, yo creo,
adoro, espero y te amo. Te pido perdón por los
que no creen, no adoran, no esperan y no te
aman". Luego, levantándose, dijo: "Oren así. Los corazones de Jesús
y María están atentos a la voz de sus súplicas".
Sus palabras se grabaron de tal manera en nuestro espíritu,
que jamás las olvidamos y, desde entonces, pasábamos largos períodos
de tiempo prosternados, repitiéndolas hasta el cansancio (ibíd, p. 47).
En
el prefacio al libro de Lucía, el padre Antonio María
Martins anota con mucha razón que la oración del ángel
"es de una densidad teológica tal" que no pudo haber
sido inventada por unos niños carentes de instrucción. "Ha sido
ciertamente enseñada por un mensajero del Altísimo", continúa el estudioso.
"Expresa actos de fe, adoración, esperanza y amor a Dios
Uno y Trino".
Durante el verano el ángel se presentó una
vez más a los niños, invitándolos a ofrecer sacrificios al
Señor por la conversión de los pecadores y explicándoles que
era el ángel custodio de su patria, Portugal.
Pasó el tiempo
y los tres niños fueron de nuevo a orar a
la gruta donde por primera vez habían visto al ángel.
De rodillas, con la cara hacia la tierra, los pequeños
repiten la oración que se les enseñó, cuando sucede algo
que llama su atención: una luz desconocida brilla sobre ellos.
Lucía lo cuenta así:
Nos levantamos para ver qué sucedía, y
vimos al ángel, que tenía en la mano izquierda un
cáliz, sobre el que estaba suspendida la hostia, de la
que caían algunas gotas de sangre adentro del cáliz.
El ángel
dejó suspendido el cáliz en el aire, se acercó a
nosotros y nos hizo repetir tres veces: "Santísima Trinidad, Padre,
Hijo y Espíritu Santo, yo te ofrezco el preciosísimo cuerpo,
sangre, alma y divinidad de Jesucristo...". Luego se levantó, tomó
en sus manos el cáliz y la hostia; me dio
la hostia santa y el cáliz lo repartió entre Jacinta
y Francisco... (ibíd., p. 48).
El ángel no volvió más: su
tarea había sido evidentemente la de preparar a los niños
para los hechos grandiosos que les esperaban y que tuvieron
inicio en la primavera de 1917, cuarto año de la
guerra, que vio también la revolución bolchevique.
El 13 de mayo
era domingo anterior a la Ascensión. Lucía, Jacinta y Francisco
habían ido con sus padres a misa, luego habían reunido
sus ovejas y se habían dirigido a Cova da Iria,
un pequeño valle a casi tres kilómetros de Fátima, donde
los padres de Lucía tenían un cortijo con algunas encinas
y olivos.
Aquí, mientras jugaban, fueron asustados por un rayo que
surcó el cielo azul: temiendo que estallara un temporal, decidieron
volver, pero en el camino de regreso, otro rayo los
sorprendió, aún más fulgurante que el primero. Dijo Lucía:
A los
pocos pasos, vimos sobre una encina a una Señora, toda
vestida de blanco, más brillante que el sol, que irradiaba
una luz más clara e intensa que la de un
vaso de cristal lleno de agua cristalina, atravesada por los
rayos del sol más ardiente. Sorprendidos por la aparición, nos
detuvimos. Estábamos tan cerca que nos vimos dentro de la
luz que la rodeaba o que ella difundía. Tal vez
a un metro o medio de distancia, más o menos...
(ibíd., p. 118).
La Señora habló con voz amable y pidió
a los niños que no tuvieran miedo, porque no les
haría ningún daño. Luego los invitó a venir al mismo
sitio durante seis meses consecutivos, el día 13 a la
misma hora, y antes de desaparecer elevándose hacia Oriente añadió:
"Reciten la corona todos los días para obtener la paz
del mundo y el fin de la guerra".
Los tres habían
visto a la Señora, pero sólo Lucía había hablado con
ella; Jacinta había escuchado todo, pero Francisco había oído sólo
la voz de Lucía.
Lucía precisó después que las apariciones de
la Virgen no infundían miedo o temor, sino sólo "sorpresa":
se habían asustado más con la visión del ángel.
En casa,
naturalmente, no les creyeron y, al contrario, fueron tomados por
mentirosos; así que prefirieron no hablar más de lo que
habían visto y esperaron con ansia, pero con el corazón
lleno de alegría, que llegara el 13 de junio.
Ese día
los pequeños llegaron a la encina acompañados de una cincuentena
de curiosos. La aparición se repitió y la Señora renovó
la invitación a volver al mes siguiente y a orar
mucho. Les anunció que se llevaría pronto al cielo a
Jacinta y Francisco, mientras Lucía se quedaría para hacer conocer
y amar su Corazón Inmaculado. A Lucía, que le preguntaba
si de verdad se quedaría sola, la Virgen respondió: "No
te desanimes. Yo nunca te dejaré. Mi Corazón Inmaculado será
tu refugio y el camino que te conducirá hasta Dios".
Luego escribió Lucía en su libro:
En el instante en que
dijo estas últimas palabras, abrió las manos y nos comunicó
el reflejo de aquella luz inmensa. En ella nos veíamos
como inmersos en Dios. Jacinta y Francisco parecían estar en
la parte de la luz que se elevaba al cielo
y yo en la que se difundía sobre la tierra.
En la palma de la mano derecha de la Virgen
había un corazón rodeado de espinas, que parecían clavarse en
él. Comprendimos que era el Corazón Inmaculado de María, ultrajado
por los pecados de la humanidad, y que pedía reparación
(ibíd., p. 121).
Cuando la Virgen desapareció hacia Oriente, todos los
presentes notaron que las hojas de las encinas se habían
doblado en esa dirección; también habían visto el reflejo de
la luz que irradiaba la Virgen sobre el rostro de
los videntes y cómo los transfiguraba.
El hecho no pudo ser
ignorado: en el pueblo no se hablaba de otra cosa,
naturalmente, con una mezcla de maravilla e incredulidad.
La mañana del
13 de julio, cuando los tres niños llegaron a Cova
da Iria, encontraron que los esperaban al menos dos mil
personas. La Virgen se apareció a mediodía y repitió su
invitación a la penitencia y a la oración. Solicitada por
sus padres, Lucía tuvo el valor de preguntarle a la
Señora quién era; y se atrevió a pedirle que hiciera
un milagro que todos pudieran ver. Y la Señora prometió
que en octubre diría quién era y lo que quería
y añadió que haría un milagro que todos pudieran ver
y que los haría creer.
Antes de alejarse, la Virgen mostró
a los niños los horrores del infierno (esto, sin embargo,
se supo muchos años después, en 1941, cuando Lucía, por
orden de sus superiores escribió las memorias recogidas en el
libro ya citado. En ese momento, Lucía y sus primos
no hablaron de esta visión en cuanto hacía parte de
los secretos confiados a ellos por la Virgen, cuya tercera
parte aún se ignora) y dijo que la guerra estaba
por terminar, pero que si los hombres no llegaban a
ofender a Dios, bajo el pontificado de Pío XII estallaría
una peor.
Cuando vean una noche iluminada por una luz desconocida,
sabrán que es el gran signo que Dios les da
de que está por castigar al mundo a causa de
sus crímenes, por medio de la guerra, del hambre y
de la persecución a la Iglesia y al Santo Padre.
Para impedirla, quiero pedirles la consagración de Rusia a mi
Corazón Inmaculado y la comunión reparadora los primeros sábados. Si
cumplen mi petición, Rusia se convertirá y vendrá la paz.
Si no, se difundirán en el mundo sus horrores, provocando
guerras y persecuciones a la Iglesia... Al final, mi Corazón
Inmaculado triunfará. El Santo Padre me consagrará Rusia, que se
convertirá, y se le concederá al mundo un período de
paz... (ibíd., p. 122).
Después de esta aparición, Lucía fue interrogada
de modo muy severo por el alcalde, pero no reveló
a ninguno los secretos confiados por la Virgen.
El 13 de
agosto, la multitud en Cova era innumerable: los niños, sin
embargo, no llegaron. A mediodía en punto, sobre la encina,
todos pudieron ver el relámpago y la pequeña nube luminosa.
¡La Virgen no había faltado a su cita! ¿Qué había
sucedido? Los tres pastorcitos habían sido retenidos lejos del lugar
de las apariciones por el alcalde, que con el pretexto
de acercarlos en auto, los había llevado a otro lado,
a la casa comunal, y los había amenazado con tenerlos
prisioneros si no le revelaban el secreto. Ellos callaron, y
permanecieron encerrados. Al día siguiente hubo un interrogatorio con todas
las de la ley, y con otras amenazas, pero todo
fue inútil, los niños no abandonaron su silencio.
Finalmente liberados, los
tres pequeños fueron con sus ovejas a Cova da Iria
el 19 de agosto, cuando, de repente, la luz del
día disminuyó, oyeron el relámpago y la Virgen apareció: pidió
a los niños que recitaran el rosario y se sacrificaran
para redimir a los pecadores. Pidió también que se construyera
una capilla en el lugar.
Los tres pequeños videntes, profundamente golpeados
por la aparición de la Virgen, cambiaron gradualmente de carácter:
no más juegos, sino oración y ayuno. Además, para ofrecer
un sacrificio al Señor se prepararon con un cordel tres
cilicios rudimentarios, que llevaban debajo de los vestidos y los
hacían sufrir mucho. Pero estaban felices, porque ofrecían sus sufrimientos
por la conversión de los pecadores.
El 13 de septiembre, Cova
estaba atestada de personas arrodilladas en oración: más de veinte
mil. A mediodía el sol se veló y la Virgen
se apareció acompañada de un globo luminoso: invitó a los
niños a orar, a no dormir con los cilicios, y
repitió que en octubre se daría un milagro. Todos vieron
que una nube cándida cubría a la encina y a
los videntes. Luego reapareció el globo y la Virgen desapareció
hacia Oriente, acompañada de una lluvia, vista por todos, de
pétalos blancos que se desvanecieron antes de tocar tierra. En
medio de la enorme emoción general, nadie dudaba que la
Virgen en verdad se había aparecido.
El 13 de octubre es
el día del anunciado milagro. En el momento de la
aparición se llega a un clima de gran tensión. Llueve
desde la tarde anterior. Cova da Iria es un enorme
charco, pero no obstante miles de personas pernoctan en el
campo abierto para asegurar un buen puesto.
Justo al mediodía, la
Virgen aparece y pide una vez más una capilla y
predice que la guerra terminará pronto. Luego alza las manos,
y Lucía siente el impulso de gritar que todos miren
al sol. Todos vieron entonces que la lluvia cesó de
golpe, las nubes se abrieron y el sol se vio
girar vertiginosamente sobre sí mismo proyectando haces de luz de
todos los colores y en todas direcciones: una maravillosa danza
de luz que se repitió tres veces.
La impresión general, acompañada
de enorme estupor y preocupación, era que el sol se
había desprendido del cielo y se precipitaba a la tierra.
Pero todo vuelve a la normalidad y la gente se
da cuenta de que los vestidos, poco antes empapados por
el agua, ahora están perfectamente secos. Mientras tanto la Virgen
sube lentamente al cielo en la luz solar, y junto
a ella los tres pequeños videntes ven a san José
con el Niño.
Sigue un enorme entusiasmo: las 60.000 personas presentes
en Cova da Iria tienen un ánimo delirante, muchos se
quedan a orar hasta bien entrada la noche.
Las apariciones se
concluyen y los niños retoman su vida de siempre, a
pesar de que son asediados por la curiosidad y el
interés de un número siempre mayor de personas: la fama
de Fátima se difunde por el mundo.
Entre tanto las predicciones
de la Virgen se cumplen: al final de 1918 una
epidemia golpea a Fátima y mina el organismo de Francisco
y Jacinta. Francisco muere santamente en abril del año siguiente
como consecuencia del mal, y Jacinta en 1920, después de
muchos sufrimientos y de una dolorosísima operación.
En 1921, Lucía entra
en un convento y en 1928 pronuncia los votos. Será
sor María Lucía de Jesús.
Se sabe que, luego de concluir
el ciclo de Fátima, Lucía tuvo otras apariciones de la
Virgen (en 1923, 1925 y 1929), que le pidió la
devoción de los primeros sábados y la consagración de Rusia.
En
Fátima las peticiones de la Virgen han sido atendidas: ya
en 1919 fue erigida por el pueblo una primera modesta
capilla. En 1922 se abrió el proceso canónico de las
apariciones y el 13 de octubre de 1930 se hizo
pública la sentencia de los juicios encargados de valorar los
hechos: "Las manifestaciones ocurridas en Cova da Iria son dignas
de fe y, en consecuencia, se permite el culto público
a la Virgen de Fátima".
También los papas, de Pío XII
a Juan Pablo II, estimaron mucho a Fátima y su
mensaje. Movido por una carta de sor Lucía, Pío XII
consagraba el mundo al Corazón Inmaculado de María el 31
de octubre de 1942. Pablo VI hizo referencia explícita a
Fátima con ocasión de la clausura de la tercera sesión
del Concilio Vaticano II. Juan Pablo II fue personalmente a
Fátima el 12 de mayo de 1982: en su discurso
agradeció a la Madre de Dios por su protección justamente
un año antes, cuando se atentó contra su vida en
la plaza de San Pedro.
Con el tiempo, se han construido
en Fátima una grandiosa basílica, un hospital y una casa
para ejercicios espirituales. Junto a Lourdes, Fátima es uno de
los santuarios marianos más importantes y visitados del mundo.
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