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Miguel Garicoits, Santo |
Fundador de los Padres auxiliares del Sagrado Corazón de Jesús
La educación
ejerce habitualmente una influencia decisiva en la orientación de la
vida de las personas, como lo demuestra la historia de
un santo del País Vasco francés. «Desde su más tierna
infancia, san Miguel Garicoits supo escuchar la llamada del Señor
por el sacerdocio. La maduración de su vocación y la
disponibilidad de que dio prueba tuvieron mucho que ver con
el cuidado que le prodigaron sus padres, con su amor
por la educación moral y religiosa que recibió y, especialmente,
con las esmeradas atenciones de su madre. Así pues, su
familia ocupó un lugar muy importante en su comportamiento espiritual...
Gracias a ella, el joven Miguel aprendió a dirigir su
mirada hacia el Señor y a ser fiel a Jesucristo
y a su Iglesia. En nuestra época, en que los
valores conyugales y familiares son puestos a menudo en entredicho,
la familia Garicoits es un ejemplo para las parejas y
para los educadores, que tienen la responsabilidad de transmitir el
significado de la vida y de poner de manifiesto la
grandeza del amor humano, así como de crear el deseo
de encontrar y de seguir a Jesucristo» (Juan Pablo II,
5 de julio de 1997).
¿Malvado o santo?
Miguel, primogénito de los
seis hijos de Arnaldo Garicoits y Graciana Echeverry, nace en
Ibarra, un pueblecito de la diócesis de Bayona, el 15
de abril de 1797. La fe de esa familia pobre
se ve fortalecida por las tribulaciones de la Revolución, ya
que muchos sacerdotes acosados por los revolucionarios se han refugiado
en el hogar de los Garicoits, antes de ser trasladados
en secreto por Arnaldo a España. Miguel no fue santo
de nacimiento, pues el pecado original nos alcanza a todos.
Más adelante confesará: «Si no hubiera sido por mi madre,
me habría convertido en un malvado». De temperamento impetuoso y
con una fuerza física superior a la media, suele comportarse
de manera combativa y violenta. Apenas tiene cuatro años cuando
entra en la casa de un vecino y arroja una
piedra a una mujer de quien sospecha que ha causado
daño a su madre, huyendo después a toda prisa. A
la edad de cinco años, roba un paquete de agujas
a un vendedor ambulante: «Cuando mi madre vio que lo
tenia yo, me dio una buena reprimenda» —confesará. Su madre
tuvo que intervenir también en otras ocasiones para que devolviera
objetos robados, según nos sigue contando: «Apenas tenía siete años
cuando le arrebaté una manzana a mi hermano, que era
dos años menor que yo; creía de verdad que con
ello no hacía ningún daño, pero tras la reflexión «¿Te
gustaría que hicieran lo mismo contigo?» me mordí la lengua,
y la idea de que no hay que hacer lo
que no nos gustaría que nos hicieran me impresionó de
tal modo que aquel hecho y sus circunstancias jamás se
han borrado de mi memoria».
Para corregir el difícil temperamento de
su hijo, Graciana no lo abruma con largos discursos, sino
que, de forma muy sencilla, lo va guiando, a partir
del mundo visible, hacia el mundo invisible. Ante las llamas
que crepitan en el fogón de la cocina, ella le
dice: «¿Ves este fuego, Miguel? Pues los niños que cometen
pecado mortal van a parar a un fuego mucho peor
que éste». El niño se pone a temblar, pero aprende
una lección muy útil sobre el más allá, además de
adquirir un profundo horror por el pecado. Sin embargo, y
más a menudo que el infierno, es el Cielo lo
que resalta su madre en sus reflexiones. Un buen día,
deseoso de subir al Cielo cuanto antes, Miguel se imagina
que conseguirá alcanzarlo fácilmente desde lo alto de la colina
donde pace su rebaño. Después de una fatigosa ascensión, se
da cuenta de que el cielo sigue estando igual de
alto, pero que parece tocar otra cima, más elevada, por
lo que se dirige enseguida hacia aquella colina más alejada.
Y de ese modo, de colina en colina, llega a
perderse, debiendo pasar la noche al raso. Al día siguiente,
encuentra el camino, consigue reunir el rebaño y regresa al
hogar paterno. Nadie le reprocha aquella escapada infantil, pero él
guarda en lo más hondo de su corazón el deseo
de alcanzar el Cielo.
En 1806, Miguel ingresa en la escuela
del pueblo; gracias a su inteligencia despierta y a su
infalible memoria, alcanza enseguida el primer puesto. Pero a partir
de 1809, su padre lo coloca como sirviente en una
granja, a fin de conseguir algún dinero. Cuando sale con
el rebaño, Miguel lleva siempre consigo un libro para instruirse,
aprendiendo de ese modo la gramática y el catecismo. Dos
años más tarde, su alma se ve invadida por una
gran inquietud, pues todavía no ha hecho la primera comunión.
Al cabo de unos meses, consigue permiso para recibir a
Jesús. En adelante, la sed de la Eucaristía habitará en
su alma; siendo ya sacerdote, escribirá: «Es el Dios fuerte:
sin Él, mi alma desfallece, tiene sed... Es el Dios
vivo: sin Él, muero... Lloro noche y día cuando me
siento alejado de mi Dios...» (cf. Sal 41, 4).
Miguel considera
la posibilidad de la vocación y, poco a poco, va
acariciando la idea de hacerse sacerdote. En 1813, de regreso
con sus padres, les confiesa su decisión. Pero topa con
su rechazo, puesto que la familia es pobre y no
puede pagar los gastos de esos estudios. El joven recurre
entonces a su abuela, quien, después de convencer a los
padres, recorre a pie los veinte kilómetros que la separan
de Saint-Palais para hablar con un sacerdote conocido suyo, consiguiendo
de éste que admita a Miguel en su casa para
que pueda seguir estudios en el colegio. En el presbiterio,
la vida del joven estudiante es dura, pues debe cumplir
numerosas tareas domésticas sin por ello descuidar los estudios. Pero,
con la obstinación heroica que es propia de su carácter,
a fuerza de estudiar sin parar, ya sea mientras camina
o mientras come, o incluso sacando tiempo de una parte
de sus noches, consigue excelentes resultados. Se hace amigo de
un joven piadoso que iba a morir prematuramente, llamado Evaristo.
A propósito de ello dirá más tarde: «Dios le otorgaba
una sabiduría superior a toda la ciencia de los teólogos,
y alcanzaba un admirable grado de recogimiento y de unión
íntima con Él, con las maneras más amables y los
procedimientos más caritativos para con el prójimo». Después de tres
años viviendo en Saint-Palais, Miguel es enviado a Bayona, donde
permanecerá al servicio del obispado y seguirá sólidos estudios en
la escuela Saint-Léon. Los esfuerzos que realiza para superar su
temperamento y dedicarse al prójimo obran en él una notable
transformación. Él mismo nos cuenta un rasgo de su conducta:
«En el obispado, tenía que soportar a menudo el mal
humor de la cocinera, y yo me vengaba limpiando alegremente
la ollas y las cazuelas; ella acabó ocupando su tiempo
libre en coser mis pañuelos y en lavarme la ropa».
De
reacción lenta pero profundo
En 1818, Miguel ingresa en el seminario
menor de Aire-sur-l´Adour, y más tarde, el año siguiente, en
el seminario mayor de Dax. En un principio sus profesores
piensan que es de reacción lenta, pero enseguida se percatan
de que procura llegar al fondo de todas las cuestiones
y de que responde siempre de manera pertinente. En aquel
tiempo, la diócesis de Bayona tenía costumbre de enviar a
París, al seminario de Saint-Sulpice, a sus estudiantes más destacados
para darles una formación más esmerada. Miguel es designado unánimemente
para recibir ese favor, pero, en el último momento, temiendo
con razón el obispo perderlo para la diócesis, lo retiene
en Dax. En 1821, se le encarga la responsabilidad de
profesor en el seminario menor de Larressore, donde, durante el
tiempo libre que le permiten las clases, prosigue los estudios
de teología. Finalmente, el 20 de diciembre de 1823, es
ordenado sacerdote.
A principios del año 1824, Miguel es nombrado vicario
en Cambo. El cura de la parroquia, de avanzada edad
y paralítico, deja en manos del joven vicario toda la
carga del ministerio. Éste dirá sonriendo: «Si me han elegido
para este puesto es sin duda porque tengo unos hombros
fuertes». El Padre Garicoits consigue ganarse en poco tiempo el
corazón de sus feligreses. Sus sermones transparentes y al alcance
de todos, animados por el amor de Dios y del
prójimo, atraen a la iglesia a más de uno de
sus compatriotas que había olvidado el camino. Su reputación se
difunde por todo el País Vasco, pasando días enteros en
el confesionario, a costa incluso de quedarse sin comer. Se
encarga personalmente del catecismo de los niños, convencido de que
es misión de todo sacerdote enseñar los fundamentos de la
doctrina cristiana, y de que, para mucha gente, un buen
catecismo acaba siendo el principal recuerdo cristiano en la hora
de la muerte. Su carácter vigoroso le permite entregarse a
numerosas penitencias; los días festivos, no obstante, se integra en
el alborozo de la población y asiste a las partidas
de pelota vasca. Después se retira a la iglesia para
rezar durante largo rato ante el Santísimo Sacramento.
A finales de
1825, Miguel Garicoits es nombrado profesor de filosofía en el
seminario mayor de Bétharram, de donde llega a ser también
ecónomo. El estado del seminario, tanto en el aspecto material
como espiritual, es del todo mediocre. Los edificios, adosados a
una colina, son muy húmedos. La disciplina, el fervor religioso
y el funcionamiento de los estudios dejan mucho que desear,
ya que el superior, casi octogenario, carece de la fuerza
necesaria para gobernar la casa. Así pues, el Padre Garicoits
es destinado a Bétharram para intentar implantar una reforma que
ya se ha hecho necesaria y urgente. La tarea no
resulta fácil, pero sus cualidades morales son garantía de una
audiencia importante entre los seminaristas, permitiéndole realizar poco a poco
una saludable reforma. En 1831, el superior del seminario entrega
su alma a Dios, por lo que el Padre Garicoits
es nombrado en su lugar. Sin embargo, ese mismo año,
el obispo toma la decisión de trasladar el seminario a
Bayona, donde envía en primer lugar a los estudiantes de
filosofía. En poco tiempo, el nuevo superior de Bétharram se
encuentra solo en medio de aquellos grandes edificios vacíos, pero
la alegría y el humor no lo abandonan...
Hacer el bien
y esperar
Los edificios del seminario de Bétharram están adosados a
un santuario consagrado a la Santísima Virgen desde el siglo
xvi, donde se han producido muchos milagros. Allí acuden para
honrar a la Madre de Dios multitud de gentes de
toda la comarca, pero también peregrinos de regiones alejadas. El
Padre Garicoits aprovecha su disponibilidad para dedicarse a un apostolado
abundante y fecundo mediante la confesión y la dirección espiritual.
Su disponibilidad se hace extensiva a las religiosas del convento
de Igon, que visita varias veces a la semana. El
convento se encuentra a cuatro kilómetros de Bétharram y acoge
a una comunidad de Hijas de la Cruz, miembros de
una congregación dedicada al apostolado en medio popular, fundada recientemente
por santa Isabel Bichier des Ages. Los contactos del Padre
Garicoits con las hermanas le permiten apreciar las ventajas espirituales
de la vida religiosa y su fuerza apostólica. La gran
admiración que siente por san Ignacio de Loyola y sus
Ejercicios Espirituales le mueven a querer ser jesuita. En 1832,
realiza en Toulouse un retiro espiritual con los Padres jesuitas,
tras el cual el Padre que lo dirige le asegura:
«Dios quiere que sea algo más que jesuita... Siga su
primera inspiración, porque considero que procede del Cielo, y llegará
a ser el padre de una familia religiosa que será
hermana nuestra. Mientras tanto, Dios quiere que permanezca en Bétharram,
siguiendo con los ministerios que tiene encomendados. Haga el bien
y espere.
Así pues, el Padre Garicoits retoma su trabajo habitual,
aunque sin abandonar la idea de formar una comunidad religiosa
dedicada sobre todo a la enseñanza, a la educación y
a la formación religiosa del pueblo obrero y del campesinado,
pero también a toda suerte de misiones. Para conseguir ese
objetivo, solicita tres sacerdotes ayudantes. El obispo concede a esa
pequeña comunidad los privilegios de los misioneros diocesanos, existentes ya
en Hasparren, en el otro extremo de la diócesis. La
comunidad va creciendo poco a poco con la incorporación de
novicios destinados al sacerdocio y de hermanos coadjutores. En Bétharram,
el Padre Garicoits crea una «misión» perpetua para asegurar el
servicio del santuario, recibir y confesar a los peregrinos y
dirigir retiros espirituales. En el transcurso de esos retiros entrega
a los asistentes el libro de los «Ejercicios Espirituales» de
san Ignacio. Inspirándose en el «Principio y Fundamento» formulado por
san Ignacio, según el cual «El hombre ha sido creado
para alabar, honrar y servir a Dios Nuestro Señor, y
salvar así su alma», él afirma que «Poseer a Dios
eternamente es el bien supremo del hombre, y su mal
supremo es la condenación eterna. He ahí dos eternidades. La
vida presente es como un camino por el que podemos
llegar a una o a otra de esas dos eternidades».
¡Menudo
empleo!
San Miguel Garicoits creía, como toda la Iglesia, en la
existencia del infierno. Según nos recuerda el Catecismo de la
Iglesia Católica, La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia
del infierno y su eternidad. Las almas de los que
mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos
inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas
del infierno, «el fuego eterno» (CEC 1035). En el Evangelio,
Jesús nos pone en guardia muy a menudo contra el
infierno. En el momento del juicio final, se dirigirá a
quienes estén a su izquierda y les dirá: «Apartaos de
mí, malvados, al fuego eterno preparado para el Diablo y
sus ángeles»... E irán éstos a un castigo eterno, y
los justos a una vida eterna (Mt 25, 41-46). Esas
palabras de Verdad no pueden engañarnos; así pues, ese día
habrá réprobos, perdidos para siempre a causa de su propio
pecado. De ahí que el entusiasmo del Padre Garicoits por
la salvación de las almas le inspirara palabras inflamadas de
amor, según dice a sus sacerdotes: «Nuestro principio consiste en
trabajar por la salvación y la perfección propias, así como
por la salvación y la perfección del prójimo. Esforzarnos en
ello por entero, por nosotros, es vivir; esforzarnos descuidadamente es
languidecer, y no esforzarnos es la muerte. Trabajar para evitar
el infierno, para ganar el cielo, para salvar almas que
tanto han costado a Nuestro Señor y que el demonio
intenta continuamente que se pierdan, ¡menudo empleo! ¿Acaso no nos
pide toda nuestra dedicación? ¿Tememos hacer demasiado? ¿Haremos lo suficiente?
Nunca podremos hacer tanto como hacen el demonio y el
mundo para perderlas».
Sin embargo, el «santo de Bétharram» no olvida
ningún detalle de la Verdad revelada. Conoce la inmensidad de
la misericordia de Dios para quienes consienten en recibirla. Durante
la visita a un condenado a muerte, le asegura de
golpe: «Amigo, está usted en buena situación; arrójese en el
seno de la misericordia de Dios con entera confianza. Diga
«¡Dios mío, ten piedad de mí!» y se salvará». Y
en otra ocasión dijo: «Si un buen día, de camino
entre Bétharram e Igon, me encontrara en peligro de muerte
y me viera cargado de pecados mortales, sin auxilio y
sin confesor, me arrojaría en brazos de la misericordia de
Dios y me sentiría en muy buena situación».
Ternura por todas
partes
Uno de sus religiosos escribe lo siguiente acerca de él:
«Estaba tan seguro y convencido de la bondad de Dios
como de la miseria del hombre, y para él era
menos comprensible el sentimiento de desconfianza hacia Dios que la
presencia de orgullo en el corazón del hombre». Miguel Garicoits
obtenía su dulzura de la contemplación de Jesús: «¿Qué nos
predica Nuestro Señor? Siempre ternura: en la Encarnación, en la
Santa Infancia, en la Pasión, en el Sagrado Corazón, en
toda su persona interior y exterior, en sus palabras, en
sus miradas... ¿Cuál debe ser el principal carácter de nuestra
vida espiritual? La ternura cristiana. Sin esa ternura, nunca llegaremos
a poseer ese espíritu generoso con el que debemos servir
a Dios. La ternura es igualmente necesaria en nuestra vida
interior y en nuestras relaciones con Dios como en nuestra
vida exterior y en nuestras relaciones con los hombres. Y,
¿cuál es el don del Espíritu Santo cuya finalidad específica
es proporcionar esa ternura? El don de la piedad».
Durante el
siglo xix, en el mundo católico francés, tomaba consistencia la
idea de que para recristianizar Francia, después de la Revolución,
era necesario recristianizar la escuela. Convencido de ello, en noviembre
de 1837 el Padre Garicoits abre una escuela primaria en
Bétharram, no sin la oposición de algunos miembros de su
comunidad, que desean reservar las fuerzas disponibles para las misiones.
Sin embargo, el éxito es inmediato: pronto se alcanza la
cifra de doscientos alumnos. Para nuestro santo, educar es «formar
al hombre y prepararlo para que sea capaz de seguir
una carrera útil y honorable según su condición, y preparar
de ese modo la vida eterna, educando la vida presente...
La educación intelectual, moral y religiosa es la mayor obra
humana que pueda hacerse, y es la continuación de la
obra divina en su aspecto más noble y más elevado,
la creación de las almas... La educación imprime belleza, nobleza,
urbanidad y grandeza. Es una inspiración de vida, de gracia
y de luz». Animado por la maravillosa transformación que constata
en los alumnos, el fundador abre o restaura, a lo
largo de los años, varias escuelas en la región.
Sensible a
los ataques de los enemigos de la religión, y deseoso
de defenderla, Miguel Garicoits se esfuerza en iluminar a las
almas mediante una seria formación doctrinal; sobre todo, se aplica
con asiduidad a la apologética, exposición de las verdades que
apuntalan nuestra fe. «La fe en un Dios que se
revela se basa en los razonamientos de nuestra inteligencia. Cuando
reflexionamos, constatamos que las pruebas de la existencia de Dios
no nos faltan. Son pruebas que han sido elaboradas en
forma de demostraciones filosóficas según el encadenamiento de una lógica
rigurosa. Pero pueden también manifestarse de una forma más sencilla
y, como tales, resultan accesibles a toda persona que intente
comprender el significado del mundo que le rodea» (Juan Pablo
II, 10 de julio de 1985). El «Directorio para el
catecismo», publicado por la Congregación del clero en 1997, afirma:
«Actualmente resulta indispensable una fe apologética, que favorezca el diálogo
entre la fe y la cultura».
En 1838, el Padre Garicoits
solicita a su obispo que le permita seguir, junto con
sus compañeros, las Constituciones de los jesuitas. Monseñor Lacroix acepta
provisionalmente, remitiéndoles posteriormente a los Padres, que en adelante recibirán
el nombre de «Padres auxiliares del Sagrado Corazón de Jesús»,
una nueva Regla que ha elaborado para ellos. Pero el
texto resulta muy deficiente; así por ejemplo, los votos no
se reconocen con toda su fuerza, el obispo se reserva
funciones que deberían corresponder al superior, etc. En su profunda
humildad y obediencia, el Padre Garicoits se somete, a pesar
de ello, sin la menor reserva. No obstante, algunas disposiciones
defectuosas de la nueva Regla causan en la comunidad ciertas
disensiones que el fundador deberá sufrir hasta el final de
su vida. Este último explica numerosas veces a su obispo
la incoherencia de esa situación, pero resulta infructuoso. Un buen
día, tras regresar de una entrevista con Mons. Lacroix, confiesa
conmocionado: «¡Cuán laborioso resulta el alumbramiento de una congregación!». Habrá
que esperar a la muerte del fundador y a los
años 1870 para que la nueva Congregación consiga establecerse según
las perspectivas del Padre Garicoits.
«¡Adelante! ¡Hasta el Cielo!»
Con motivo de
sus viajes a Bayona para hablar con el obispo, el
Padre Garicoits se dirige a veces a casa de sus
padres. Llega al anochecer, cena y pasa casi toda la
noche charlando con su padre, demostrándole la mayor de las
ternuras y llegando incluso a fumar usando una de las
pipas del anciano. Después recobra su desbordante actividad, repartiendo su
tiempo entre su Congregación, las hermanas de Igon, las escuelas,
las misiones y la dirección de las almas. Hacia 1853,
aquella salud tan robusta empieza a desfallecer, y un ataque
de parálisis lo detiene momentáneamente. En 1859, sufre un nuevo
ataque, pero se recupera milagrosamente y tranquiliza de este modo
a los suyos: «Estad tranquilos, seguiremos mientras lo quiera el
Señor». Durante la cuaresma de 1863, una crisis especialmente grave
hace presagiar su próximo final. Sin perder su entusiasmo, exclama
ante las hermanas de Igon: «¡Vamos! ¡Adelante! ¡Hasta el Cielo!
¡Hay que ir al paraíso!». El 14 de mayo de
ese mismo año, festividad de la Ascensión, se apaga murmurado:
«Ten piedad de mí, Señor, en tu inmensa misericordia».
«¡Padre, aquí
estoy!» Ése es el grito que desbordaba del corazón de
san Miguel Garicoits: «Dios es Padre – decía –, hay
que entregarse por completo a su amor, hay que contestarle:
«¡Aquí estoy!», y Él levantará al momento a su hijo
de la cuna de la miseria y le prodigará todos
sus abrazos». Ésa es la gracia que pedimos a san
José y a san Miguel Garicoits para usted y para
todos sus seres queridos.
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