La más bella palabra en labios de una persona es
la palabra madre, y la llamada más dulce: madre mía.
Khalil Gibran
Hace pocos días, ante la inesperada muerte de su
madre, el cantante Alejandro Sanz escribió en Twitter:
“No dejen que el tiempo decida. No dejen que les
gane. Llamen a sus madres ahora mismo para decirles que
son lo más importante de su vida”.
Y no sé cómo
ni sé qué motivo me llevó a ello recordé estas
palabras que nos dirigió Juan Pablo II: “El mes de
mayo nos estimula a pensar y a hablar de modo
particular de Ella… y a abrir nuestros corazones de manera
singular a María. La Iglesia con su antífona pascual “Regina
caeli”, habla a la Madre, a la que tuvo la
fortuna de llevar en su seno, bajo su corazón, y
después en sus brazos, al Hijo de Dios y Salvador
nuestro”. (Juan Pablo II, Audiencia General, 2 de mayo de
1979)
Tal vez porque entramos en el mes de mayo,
mes dedicado a María, estas palabras adquieren mayor relevancia
para las mujeres que somos madres: Honrar a María, Madre
de Dios, rezarla con gran confianza e imitar sus virtudes
se convierte en un gran privilegio a la vez que
en un gran reto diario. Si, han leído bien,
reto. “La maternidad es una relación entre persona y persona:
una madre no es madre sólo del cuerpo o de
la criatura física que sale de su seno, sino de
la persona que engendra. Por ello, María, al haber engendrado
según la naturaleza humana a la persona de Jesús, que
es persona divina, es Madre de Dios”. (María, Madre de
Dios. Catequesis de Juan Pablo II 27-XI-96)
Es más, pensar en
María como modelo de mujer, profundizar en su vida
y descubrir – como nos recordaba Juan
Pablo II -, que “la mujer se encuentra en
el corazón mismo del acontecimiento salvífico” no es algo baladí.
Ni
que decir tiene que María, Madre de Dios, es
el más sublime ejemplo de unión entre madre e
hijo, de dignidad, de feminidad y buen hacer ofrecido
por Dios a la humanidad y, especialmente, a las mujeres.
“La virgen María ha sido propuesta siempre por la iglesia
a la imitación de los fieles no precisamente por el
tipo de vida que ella llevó y, tanto menos, por
el ambiente socio-cultural en que se desarrolló, sino porque en
sus condiciones concretas de vida ella se adhirió total y
responsablemente a la voluntad de Dios; porque acogió la palabra
y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada
por la caridad y por el espíritu de servicio, es
decir, porque fue la primera y la más perfecta discípula
de Cristo: lo cual tiene valor universal y permanente" (Marialis
cultus 35).
A lo largo de la historia, la iconografía
de María Madre se ha convertido en una de
las más abundantes. En muchos casos se describe la ternura
de la Madre de Dios con el Niño. Las representaciones
en el pesebre de la cueva de Belén es ocasión
de mostrarla mirando al Niño, fajándolo, besándolo, abrazándolo o simplemente
mostrándolo. También son innumerables las representaciones con el Niño de
más edad, desde pocos meses en brazos, también haciendo
propio el elogio de una mujer cuando Jesús pasaba: “bienaventurado
el vientre que te llevó y los pechos que te
alimentaron”, unida a José y al Niño que juega o
trabaja etc. Otras hacen referencia a la realeza maternal de
María presentándola como un trono en el que se sienta
el Niño Rey con la bola del mundo en la
mano y el cetro real.
De hecho, si nos fijamos atentamente
en ellos, no solo captamos la luz que emite la
Maternidad divina de María, sino que vislumbraremos la imagen de
la mujer en su maternidad. ¡No ha existido una generosidad
más grande, una humildad tan fiel, una entrega tan confiada,
una solidaridad más humana,… que la que ha revelado
María por todos sus hijos!
Pero “la maternidad de María no
se limitó exclusivamente al proceso biológico de la generación, sino
que, al igual que sucede en el caso de cualquier
otra madre, también contribuyó de forma esencial al crecimiento y
desarrollo de su hijo.
No sólo es madre la mujer que
da a luz un niño, sino también la que lo
cría y lo educa; más aún, podemos muy bien decir
que la misión de educar es, según el plan divino,
una prolongación natural de la procreación.
María es Theotókos, Madre de
Dios, no sólo porque engendró y dio a luz al
Hijo de Dios, sino también porque lo acompañó en su
crecimiento humano (…) Su experiencia educadora constituye un punto de
referencia seguro para los padres cristianos, que están llamados, en
condiciones cada vez más complejas y difíciles, a ponerse al
servicio del desarrollo integral de la persona de sus hijos,
para que lleven una vida digna del hombre y que
corresponda al proyecto de Dios”. (María, educadora del Hijo de
Dios, Catequesis de Juan Pablo II 4-XII-96)
La maternidad de María
es una auténtica maternidad biológica, humana y natural, y, al
mismo tiempo, esa maternidad es sobrenatural, tanto en la forma
porque fue una maternidad virginal, como en la causa
de la concepción, porque lo fue por obra del Espíritu
Santo. En todo lo demás es una maternidad enteramente humana,
porque el cuerpo humano de Jesús creció y se desarrolló
realmente durante nueve meses en el seno virginal de María.
La Virgen Madre aportó a la humanidad de Cristo todo
lo que las otras madres aportan a la formación y
crecimiento de sus hijos.
El concilio de Éfeso (a. 431) aclaró
la cuestión suscitada por Nestorio en torno a la palabra
Theotokos. Santa María es llamada Madre de Dios, no
por engendrar a la naturaleza divina de Jesús, sino por
haber engendrado su naturaleza humana, la cual está unida al
Verbo en unidad de persona. No es la madre de
la divinidad, pero es Madre de Dios porque la maternidad
es una relación con la persona de Jesús, que es
la del Verbo.
“No nació primeramente de la Virgen
un hombre vulgar al quien después descendió el Verbo; sino
que el Verbo de Dios unido desde el seno materno
de la Virgen, se sometió a un nacimiento carnal, haciendo
suyo el nacimiento de su carne (…) Se le llama
a la Santa Virgen Madre de Dios, no porque haya
engendrado la naturaleza del Verbo y su divinidad, sino porque
de ella el Verbo se dice engendrado según la carne”.
( Segunda Carta de San Cirilo a Nestorio).
Es más, conviene
recordar que el Espíritu Santo procede el Amor del Padre
engendrando al Hijo. Ese Amor también se lo da eternamente
al Hijo en lo que humanamente llamaríamos un vaciamiento total,
da el ser al Hijo y le da su Amor,
que es el Espíritu santo, el Don de Dios a
Dios. El Hijo también vive ese amor recibido del Padre
y espira ese Amor. También se lo da al Padre.
El Espíritu Santo es el Vínculo entre el Padre y
el Hijo. Cada persona vive en los otros Tres en
una unión espiritual plena.
Por tanto, El enriquecimiento de María
por su maternidad es grande, es más, podríamos decir con
audacia, que infinito. María se introduce en la corriente trinitaria
de amor. Como Hija sabe mejor qué es el amor
filial de recibir la vida del Padre. Cumple la Voluntad
del Padre como Amada. Como Esposa aprende a dar
siendo su vida un don al Hijo engendrado. Como Madre
sabe lo que es dar ser y darse con el
cuidado y la originalidad de ser para el Hijo.
De ahí que profundizar en la vida de María,
Madre de Dios y madre nuestra, sea un motivo más
para apreciar la dignidad de la mujer. La maternidad ha
sido elevada en María a la mayor dignidad posible pues
se coloca a un nivel divino, sin dejar de ser
humana.
La maternidad no es algo negativo como hoy en
día se cree. La maternidad de María trae la Luz
en un mundo que rechaza la maternidad. Aunque para ser
sincera sigo sin comprender y no deja de sorprenderme
el fenómeno de “querer” y “ir a por el niño/a”
para satisfacer las propias necesidades, más que como una donación
generosa.
La maternidad de la mujer se enriquece al contemplar
la Maternidad de María. Ya no será algo centrado en
el propio yo que se realiza en el hijo. Puede
dar ser, darse y dar el propio amor. La madre
es para el hijo, no el hijo para la madre.
El dar se manifiesta en un gozo generoso que el
egoísmo nunca puede dar. Esta es una buena base para
solucionar problemas que sólo con las ciencias humanas parecen insolubles.
“Ella
es la flor más bonita florecida en la creación. La
´rosa´ aparecida en la plenitud del tiempo, cuando Dios, mandando
su Hijo, ha regalado al mundo una nueva primavera”. (Benedicto
XVI, 10 de mayo, 2010)
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