«Mis primeros recuerdos emergen de una sensación
acariciante y melodiosa.... La voz entrañable de mi madre orientaba mis
pensamientos....»1
Así comienza su autobiografía titulada Ulises criollo
el eminente escritor y estadista mexicano José Vasconcelos. Junto a su
padre, ya casi terminado el siglo XIX, la madre del pequeño José había
habitado el inhóspito desierto de Sonora como pionera, entregando
cuerpo, alma y espíritu por el bien de su familia.
«Gira el rollo deteriorado de las células de mi
memoria —continúa Vasconcelos—; pasan zonas ya invisibles y, de pronto,
una visión imborrable. Mi madre retiene sobre las rodillas el tomo de
Historia Sagrada. Comenta la lectura y cómo el Señor hizo el mundo de la
nada, creando primero la luz, en seguida la tierra con los peces, las
aves y el hombre. Un solo Dios... y la primera pareja en el Paraíso.
Después, la caída, el largo destierro y la salvación por obra de
Jesucristo; reconocer al Cristo, alabarlo; he allí el propósito del
hombre sobre la tierra. Dar a conocer su doctrina entre los gentiles,
los salvajes; tal es la suprema misión.»2
«Si vienen los apaches y te llevan consigo, tú nada
temas —le decía ella—: vive con ellos y sírveles; aprende su lengua y
háblales de Nuestro Señor Jesucristo, que murió por nosotros y por
ellos, por todos los hombres. Lo importante es que no olvides: hay un
Dios todopoderoso, y Jesucristo es su único hijo. Lo demás se irá
arreglando solo. Cuando crezcas un poco más y aprendas a reconocer los
caminos, toma hacia el sur, llega hasta México, pregunta allí por tu
abuelo... Esteban Calderón de Oaxaca; en México lo conocen; te
presentas, le dará gusto verte; le cuentas cómo escapaste cuando nos
mataron a nosotros... Ahora bien, si no puedes escapar o pasan los años y
prefieres quedarte con los indios, puedes hacerlo; únicamente no
olvides que hay un solo Dios padre y Jesucristo su único hijo; eso mismo
dirás entre los indios...»3
Llega el día en que se invierten los papeles, y las
lágrimas con que se cortó el discurso de la madre aquel día ya no las
derrama la madre sino el hijo, que acaba de recibir un telegrama:
«Avisen Carmita grave, no hay esperanzas.» Y antes de poder siquiera
responder, le comunican otro mensaje: «Resígnate.... Te acompañamos en
tu pena.»4
«“No ames lo que se ha de morir —había dicho ella
tantas veces—; sólo al Dios eterno has de amar.” ... En ese momento, sin
embargo, por primera vez —confiesa Vasconcelos—, vaciló mi fe y no
sabía si creer o no creer en el más allá de las almas.... Y martillaba
mi mente la evidencia brutal de que jamás volvería a contemplar el
rostro amado.»
A pesar de reflexiones como éstas que lo desgarran,
Vasconcelos resuelve sus dudas respecto al más allá, en el que halla
consuelo, pues concluye: «Mi madre había cumplido su tarea y se iba al
cielo.»5
------------------------------1 José Vasconcelos, Textos: Una antología general (México: SEP/UNAM, 1982), p. 9.
2 Ibíd., p. 11.
3 Ibíd., pp. 11,12.
4 Ibíd., p. 34.
5 Ibíd., pp. 35,36.
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