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El «deber» de amar |
«Este es el mandamiento mío: que os améis los unos
a los otros como yo os he amado… Lo que
os mando es que os améis los unos a los
otros». Hechos 10, 25-27. 34-35. 44-48; I Juan 4, 7-10;
Juan 15, 9-17
El amor, ¿un mandamiento? ¿Se puede hacer
del amor un mandamiento sin destruirlo? ¿Qué relación puede haber
entre amor y deber, dado que uno representa la espontaneidad
y el otro la obligación?
Hay que saber que existen
dos tipos de mandamientos. Existe un mandamiento o una obligación
que viene del exterior, de una voluntad diferente a la
mía, y un mandamiento u obligación que viene de dentro
y que nace de la cosa misma. La piedra que
se lanza al aire, o la manzana que cae del
árbol, está «obligada» a caer, no puede hacer otra cosa;
no porque alguien se lo imponga, sino porque en ella
hay una fuerza interior de gravedad que la atrae hacia
el centro de la tierra.
De igual forma, hay
dos grandes modos según los cuales el hombre puede ser
inducido a hacer o no determinada cosa: por constricción o
por atracción. La ley y los mandamientos ordinarios le inducen
del primer modo: por constricción, con la amenaza del castigo;
el amor le induce del segundo modo: por atracción, por
un impulso interior. Cada uno, en efecto, es atraído por
lo que ama, sin que sufra constricción alguna desde el
exterior. Enseña a un niño un juguete y le verás
lanzarse para agarrarlo. ¿Qué le empuja? Nadie; es atraído por
el objeto de su deseo. Enseña un Bien a un
alma sedienta de verdad y se lanzará hacia él. ¿Quién
la empuja? Nadie; es atraída por su deseo.
Pero
si es así --esto es, somos atraídos espontáneamente por el
bien y por la verdad que es Dios--, ¿qué necesidad
había, se dirá, de hacer de este amor un mandamiento
y un deber? Es que, rodeados como estamos de otros
bienes, corremos peligro de errar el blanco, de tender a
falsos bienes y perder así el Sumo Bien. Como una
nave espacial dirigida hacia el sol debe seguir ciertas reglas
para no caer en la esfera de gravedad de algún
planeta o satélite intermedio, igual nosotros al tender hacia Dios.
Los mandamientos, empezando por el «primero y mayor de todos»
que es el de amar a Dios, sirven para esto.
Todo ello tiene un impacto directo en la vida
y en el amor también humano. Cada vez son más
numerosos los jóvenes que rechazan la institución del matrimonio y
eligen el llamado amor libre, o la simple convivencia. El
matrimonio es una institución; una vez contraído, liga, obliga a
ser fieles y a amar al compañero para toda la
vida. Pero ¿qué necesidad tiene el amor, que es instinto,
espontaneidad, impulso vital, de transformarse en un deber?
El filósofo
Kierkegaard da una respuesta convincente: «Sólo cuando existe el deber
de amar, sólo entonces el amor está garantizado para siempre
contra cualquier alteración; eternamente liberado en feliz independencia; asegurado en
eterna bienaventuranza contra cualquier desesperación». Quiere decir: el hombre que
ama verdaderamente, quiere amar para siempre. El amor necesita tener
como horizonte la eternidad; si no, no es más que
una broma, un «amable malentendido» o un «peligroso pasatiempo». Por
eso, cuanto más intensamente ama uno, más percibe con angustia
el peligro que corre su amor, peligro que no viene
de otros, sino de él mismo. Bien sabe que es
voluble, y que mañana, ¡ay!, podría cansarse y no amar
más. Y ya que, ahora que está en el amor,
ve con claridad la pérdida irreparable que esto comportaría, he
aquí que se previene «vinculándose» a amar para siempre. El
deber sustrae el amor de la volubilidad y lo ancla
a la eternidad. Quien ama es feliz de «deber» amar;
le parece el mandamiento más bello y liberador del mundo.
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