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Crispín de Viterbo, Santo |
Un santo alegre
Nací con el nombre de Pietro (Pedro) Fiorentti,
en Viterbo, Italia, el 13 de noviembre de 1668.
A pesar
de que me consideran un santo alegre, la impresión que
me queda de mi infancia es la muerte de mi
padre, Ubaldo. Menos mal que mi tío Francisco -su hermano-
me quería mucho y me envió, primero, a la escuela
de los Jesuitas para que aprendiera gramática y, después, me
acogió como aprendiz en su taller de zapatero, donde estuve
hasta los 25 años en que me fui a los
frailes.
Recuerdo que, de pequeño, me daba por ayudar misas y
ayunar; y como era de natural delgaducho y enfermizo, mi
tío solía decirle a mi madre: «Tú vales para criar
pollos, pero no hijos. ¿No ves que el niño no
crece porque no come?» Y en adelante él se encargaba
de hacerme comer; pero al ver que seguía igual de
pequeño y escuchimizado se dio por vencido y le dijo
a mi madre: «Déjalo que haga lo que quiera, porque
mejor será tener en casa un santo delgado que un
pecador gordo».
Capuchino como San Félix
La gota que colmó el vaso
para que me decidiera a hacerme Capuchino fue el ver
a un grupo de novicios que había bajado a la
iglesia con motivo de unas rogativas para pedir la lluvia;
pero en realidad ya lo había pensado mucho y había
leído y releído la Regla de San Francisco, por lo
que mi opción era madura. Además no quería ser sacerdote,
sino como San Félix de Cantalicio, hermano laico.
Inmediatamente me fui
a hablar con el Provincial, quien me admitió en la
Orden, pensando que ya estaba todo superado, pero no fue
así. Los primeros que se opusieron fueron mis familiares, empezando
por mi madre. La pobre ya era mayor y con
una hija soltera a su cargo; además, no comprendía que,
habiendo hecho los estudios con los Jesuitas, no quisiera ser
sacerdote sino laico. Sin embargo, la decisión estaba tomada. Procuré
que las atendieran unas personas del pueblo y me marché
al noviciado.
Cual no sería mi sorpresa al comprobar que, a
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Crispín de Viterbo, Santo |
pesar de haberme admitido ya el Provincial, el maestro de
novicios se negaba a recibirme. Ante mi insistencia me contestó:
«Bueno, si al Provincial le compete el recibir a los
novicios, a mí me toca probarlos».
Y bien que me probó.
Lo primero que hizo fue darme una azada y enviarme
al huerto a cavar mañana y tarde. En vista de
que resistía, me mandó como ayudante del limosnero para que
cargara con la alforja, a ver si aguantaba las caminatas
bajo el sol y la lluvia. Y las aguanté. Por
último, no se le ocurrió otra cosa que nombrarme enfermero
para que atendiera a un fraile tuberculoso. Parece que no
lo hice del todo mal, pues tanto el enfermo como
el maestro de novicios se ufanaban, cuando ya eran viejos,
de haberme tenido como enfermero y como novicio.
Una vez profesé
me enviaron por distintos conventos, hasta que recalé en Orvieto.
Allí estuve durante cuarenta años de limosnero; es decir, toda
mi vida, pues sólo me llevaron a Roma para morir.
Durante
los cincuenta años que estuve con los frailes hice de
todo menos de zapatero, que era mi profesión. Fui cocinero,
enfermero, hortelano y limosnero; y es que yo no era
una bestia para estar en la sombra, sino al fuego
y al sol; es decir, que debía estar o en
la cocina o en la huerta. Sin embargo la mayoría
de mi vida se quemó buscando comida para los frailes
y atendiendo las necesidades de la gente.
Pidiendo pan y dando
cariño
Lo primero que hacía antes de salir del convento era
cantar el Ave, maris stella; después, rosario en mano, me
dirigía a la limosna, que, de ordinario, solía hacer pronto.
Para ahorrar tiempo le pedía antes al cocinero qué necesitaba,
y así me limitaba a pedir solamente lo necesario.
Como había
muchos pobres, procuraba dirigir las limosnas que sobraban a una
casa del pueblo para que desde allí se redistribuyeran; así
satisfacía la solidaridad de los pudientes y la necesidad de
los pobres.
Tan convencido estaba de que gran parte de la
miseria proviene de la injusticia, que no me podía contener
ante los abusos de los patronos para con los trabajadores.
Cuando alguno tenía que venir al convento procuraba que lo
trataran bien, porque al trabajo hay que ir de buena
gana.
Una vez que un defraudador me pidió que rogara por
su salud, le contesté que cuando pagase lo que debía
a sus acreedores y a su servidumbre entonces pediría a
la Virgen que lo curara. Y es que me gustaba
visitar a los enfermos y encarcelados; no sólo para darles
buenos consejos sino para remediarles, en la medida de mis
posibilidades, sus necesidades.
No sé por qué, la gente acudía a
mí en busca de remedios y se iba con la
sensación de que hacía milagros. Incluso me cortaban trozos del
manto para hacerse reliquias; hasta que no pude más y
les grité: «Pero ¿qué hacéis? Cuánto mejor sería que le
cortaseis la cola a un perro.. . ¿Estáis locos? ¡Tanto
alboroto por un asno que pasa!»
Sin embargo no todo era
pedir limosna y atender a la gente. Esto era la
consecuencia. Mi opción había sido seguir a Jesús y eso
conlleva mucho tiempo de estar con él y aprender sus
actitudes. Mi devoción a la Virgen me ayudó mucho. Me
gustaba exteriorizar mis sentimientos para con ella adornando sus altares.
Cuando estuve trabajando de hortelano coloqué una imagen de María
en una pequeña cabaña. Delante de ella esparcía restos de
semillas y migajas de pan para que se acercasen los
pájaros, se alimentasen y cantasen, ya que hubiera querido que
todas las criaturas del universo se juntasen para alabar en
todo momento a la madre de Dios.
El reuma y la
gota acabaron conmigo. Ya no podía casi andar y tuve
que retirarme a la enfermería de Roma. Pero allí también
la gente venía a buscarme. ¿Por qué la gente acudía
a mí si no era ni santo ni profeta?
En el
mes de mayo la enfermedad fue a más. Para no
estropear la fiesta de San Félix le aseguré al enfermero
que no me moriría ni el 17 ni el 18.
Y, efectivamente, el Señor me escuchó y me llevó en
su compañía el 19 de mayo de 1750.
Tengo el singular
honor de ser el primer santo canonizado por el Papa
Juan Pablo II, acto que se realizó el 20 de
junio de 1982.
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