miércoles, 12 de septiembre de 2012

La homilía

La predicación homilética es una forma de catequesis sistemática a partir de la Palabra de Dios proclamada en la celebración.
A la celebración de la Santa Misa acuden personas de la más variada condición social y económica, cultural e intelectual. Los hay muy formados, cierto, pero hay muchos otros (y me temo que son mayoría) que no tienen más formación que la que reciben en la celebración litúrgica dominical y, especialmente, en la homilía. Acabada la Santa Misa dominical muchos católicos no vuelven a escuchar o leer sobre la fe, la doctrina católica y lo que la Santa Madre Iglesia enseña hasta el domingo siguiente, nuevamente en la Misa dominical y, especialmente, en la homilía.
Por ello la homilía tiene una gran importancia, no por sí misma sino porque tiene como función favorecer una mejor comprensión de la Palabra de Dios y hacerla más eficaz en la vida del católico (Sacramentum Catitatis, 46; Verbum Domini, 59). Esto es, la predicación homilética busca fomentar la conversión de las personas a Jesucristo y mejorar la vida cristiana en todas sus exigencias, tanto de vida espiritual como testimonial y de responsabilidad social.
Tal es la importancia de la homilía que Juan Pablo II -en Catechesi Tradendae 48- la considera como uno de los momentos principales de la catequesis porque con ella se «vuelve a recorrer el itinerario de fe propuesto por la catequesis y la conduce a su perfeccionamiento natural», interviniendo como un importante elemento pedagógico de cara a la Celebración Eucarística.
Por lo tanto, como se insiste en Sacrosantum Concilium 24 y 52, la predicación homilética es una forma de catequesis sistemática a partir de la Palabra de Dios proclamada en la celebración. Debe estar centrada en los textos bíblicos y tiene el objetivo de facilitar el que los fieles se familiaricen con el conjunto de los misterios de la fe y de las normas de la vida cristiana. Esto hace de ella una forma litúrgica de educar en la fe y pertenece por entero a la misma dinámica de la presencia de la Palabra de Dios en la Santa Misa e incardinada en ella, en el propio culto litúrgico y en los signos sacramentales.
El Concilio Vaticano II en Dei Verbum, 12 y 24 señala los criterios para una interpretación de la Escritura conforme al Espíritu que la inspiró, los cuales están encaminados a que la homilía sirva para exhortar a orar, vivir, proclamar y celebrar la fe en íntima relación con el kerigma, con la exposición catequética y con el llamamiento a la perseverancia; todo ello en comunión con la presencia del Señor.
En consecuencia, la homilía como prolongación de la proclamación de Palabra (CIC 1154), ha de apuntar a la comprensión del Misterio que se celebra y ha de invitar a la misión, disponiendo a la asamblea a profesar la fe, a orar y a celebrar la Eucaristía. Esto es, la centralidad de la homilía es Cristo, Salvador y Salvación.
La homilía es, así, una «concentración cristológica». Es decir, la liturgia de la Palabra (con las lecturas, la homilía y la oración universal) y la liturgia eucarística (con la presentación del pan y del vino, la acción de gracias, la consagración y la comunión) forman una unidad (CIC 1346) y un solo acto de culto (Sacrosanctum Concilium 56). Es así que la mesa preparada para nosotros en la Eucaristía es a la vez la de la Palabra de Dios proclamada y prolongada en la Homilía y la del Cuerpo del Señor (Dei Verbum 21).
Por su parte el Código de Derecho Canónico 767 señala que: «Entre las formas de predicación destaca la homilía, que es parte de la misma liturgia y está reservada al sacerdote o al diácono; a lo largo del año litúrgico, expónganse en ella, partiendo del texto sagrado, los misterios de la fe y las normas de vida cristiana».
Me pregunto ¿qué tiene todo esto que ver con ciertas «homilías» (y nótese el entrecomillado) -a las que por desgracia tanto estamos acostumbrados- en las cuales el presbítero (desde su templo) o incluso el obispo diocesano (desde la mismísima catedral, sede de su cátedra) brindan al pueblo de Dios sus ideas históricas (para las cuales muchos no están preparados) o filosóficas e ideológicas.
Cuando esto se hace se está, sencillamente, prostituyendo la Homilía. Es decir, se está haciendo un uso inapropiado e incluso deshonroso de algo –la homilía- que en sí es inmensamente noble, utilizándola para lo que no está hecha ni constituida, ni es su objetivo ni su función.
Cuando esto ocurre un gran daño se está haciendo a la fe del pueblo de Dios y a las iglesias particulares y universal, en la cual aquellas están intrínsecamente incardinadas formando la Iglesia Católica, una y única.
Por lo tanto, cuán deseable es que diáconos, presbíteros y obispos cuiden y preparen exquisitamente la Homilía, en la cual se muestre y se ofrezca la doctrina cristiana católica partiendo de La Palabra proclamada, siendo una prolongación de la misma. La Homilía, así correctamente realizada, no sólo anuncia y expone y explica la Verdad Revelada; sino que hace muchísimo bien dado que sirve a los fieles para profundizar en la Verdad Revelada y avanzar en la constante conversión y mejora de la vida cristiana.


Sermón

Sermón de Martín Lutero en Wartburg
Se denomina sermón u homilía al género de la oratoria que consiste en un discurso de tema religioso, por lo general pronunciado durante el culto cristiano. El sermón se pronunciaba, en la primera liturgia cristiana, en latín, pero después, en vista de que el pueblo ya no entendía el latín culto, empezó a pronunciarse en lengua vernácula, mientras que el resto de la liturgia continuaba pronunciándose en latín. Algunos autores piensan que ese fue el origen de cierto transvase de voces, proverbios y cuentecillos cultos a la lengua vulgar, dando origen a buena parte de la literatura folclórica.
El sermón podría ser dogmático, místico, ascético o parenético. Era dogmático si trataba sobre de dogmas; los que explicaban los misterios, eran los sermones místicos; los que trataban sobre las prácticas religiosas, se denominaban ascéticos y los que versaban sobre cuestiones morales, parenéticos. Estos últimos se subdividían a su vez en homilías, pláticas y sermones propiamente dichos. También existe el fervorín (antes de comulgar), la oración fúnebre (glosando las virtudes de un difunto) y el panegírico (en honor de un santo).

La expresión del sermón

En la primitiva Iglesia sólo estaba permitida la predicación de los obispos. San Juan Crisóstomo fue, según la opinión de algunos autores, el primer presbítero que subió a la cátedra del evangelio en Antioquía. Orígenes y San Agustín predicaron igualmente no siendo más que simples sacerdotes, pero estos casos eran raros principalmente, en Occidente.
Los obispos miraban el ministerio de la predicación como muy propio de su dignidad y en su presencia no solía predicar ningún presbítero. Estos predicaban en ausencia del obispo en la iglesia metropolitana y comúnmente en las iglesias parroquiales. A veces, varios presbíteros uno después del otro, hacían su exhortación al pueblo después del canto del Evangelio en la misa y finalmente, el obispo. Si el presbítero por poca robustez no podía predicar, el diácono leía algún sermón u homilía de los Santos Padres. En casos extraordinarios podía el obispo permitir que algún clérigo de menores o algún seglar de singular fama, virtud y ciencia predicase públicamente en la iglesia con arreglo a lo dispuesto públicamente en el concilio IV de Cartago pero nunca a las mujeres por santas y doctas que fuesen.
El predicador solía al comenzar implorar brevemente el auxilio divino, saludar al pueblo y concluía con la alabanza o invocación a la Santísima Trinidad y con alguna oración. El predicador solía estar sentado aunque se levantase algunas veces. Los oyentes en algunas provincias estaban sentados y en otras, de pie. A veces, el auditorio interrumpía al orador con aclamaciones cuya costumbre deseaba abolir San Crisóstomo pues como decía San Jerónimo el llanto de los oyentes es elogio del orador sagrado.
Los predicadores solían llevar preparado lo que habían de decir mientras que los más ejercitados improvisaban. Algunos notarios copiaban muchas veces los sermones valiéndose para ello de notas o abreviaturas.1

Historia

El sermón de la montaña
El sermón de la montaña pronunciado por Jesucristo (San mateo, V, VI y VII) puede ser considerado como el sermón más antiguo. Las epístolas de los apóstoles, los escritos de los primeros Padres son por lo menos en cuanto a su objeto verdaderos sermones si bien hasta el siglo IV no nace este género particular de elocuencia que los griegos llamaban homilía.
Los protestantes citan entre sus sermones los de Calvino, Lutero, Melanchton, Schleiermacher, etc.1

Véase también

Referencias

  1. a b Diccionario enciclopédico popular ilustrado Salvat (1906-1914)

Homilía

 
 
Sacerdote católico leyendo la homilía.
(Del lat. homilía, y este del gr.). Se denomina homilía o "sermón" a la exhortación panegírica, en la cual el obispo, el sacerdote o el diácono se dirigen a los fieles tras la proclamación de las lecturas y del Evangelio propios de la eucaristía, o del sacramento que se esté desarrollando. La homilía, como parte integrante de la Liturgia de la Palabra viene ya descrita en el testimonio escrito en el año 155 de san Justino en el que explica al emperador Antonino Pío, cuáles son las prácticas de los cristianos. Ya entonces como ahora la homilía se situaba entre la lectura de la Palabra y la Oración de los fieles u Oración Universal.
La función de la homilía es la de realizar una exhortación sobre las lecturas y/o el sacramento que se realiza, con el fin de hacer más inteligibles los pasajes de la Biblia que se acaban de proclamar en la asamblea litúrgica. Para la confección de la homilía suelen elegirse varias fuentes privilegiadas como son los textos de los Padres de la Iglesia o de doctores y santos de la Iglesia católica.
Según las normas litúrgicas promulgadas por el Concilio Vaticano II en la Constitución sobre la Sagrada Litúrgia, Sacrosanctum Concilium dice: ("Se recomienda encarecidamente, como parte de la misma Liturgia (de la Palabra), la homilía, en la cual se exponen durante el ciclo del año litúrgico, a partir de los textos sagrados, los misterios de la fe y las normas de la vida cristiana. Más aún: en las Misas que se celebran los domingos y fiestas de precepto, con asistencia del pueblo, nunca se omita si no es por causa grave.")
Y en la Instrucción General del Misal Romano, aprobada por Juan Pablo II el Jueves Santo del 2000, la homilía, como parte integrante de la liturgia, debe ser un comentario vivo de la Palabra de Dios que ha ser comprendido como parte integral de la acción litúrgica. La homilía la debe hacer el sacerdote que preside, un sacerdote concelebrante o un diácono, pero nunca un laico. En casos particulares y con una razón legítima, la homilía la puede hacer un Obispo o un sacerdote que están presentes en la celebración pero que no pueden concelebrar. Los domingos y días de precepto ha de haber homilía y, solamente por un motivo muy grave, se puede eliminar de las Misas que se celebran con asistencia del pueblo. El sacerdote puede hacer la homilía de pie o bien desde la sede, o bien desde el ambón (o púlpito), o, cuando sea oportuno, desde otro lugar adecuado.
En cuanto a su finalidad, (como fue expresado por algunos de los primeros documentos litúrgicos posteriores al Vaticano II) es principalmente la de instrucción del Pueblo Santo de Dios, entonces sería lógico que quedara reservada al ‘teólogo experto’, pues la homilía es un "acto de interpretación", y el predicador debe ser un ministro ordenado, instruido y que comprenda las diversas experiencias de la asamblea a la cual se dirige y que pueda "interpretar la condición humana a través de las Escrituras".

Enlaces externos




 Codigo de Derecho Canonico.


1   2,   2,   386|         principalmente sobre la homilía y la enseñanza del catecismo,
2   2,   2,   528|          sobre todo mediante la homilía, que ha de hacerse los domingos
3   3,   0,   767|       de predicación destaca la homilía, que es parte de la misma
4   3,   0,   767| concurso del pueblo, debe haber homilía, y no se puede omitir sin
5   3,   0,   767|        concurso de pueblo, haya homilía también en las Misas que


Oratoria

Cicerón.
Por oratoria se entiende,1 en primer lugar, el arte de hablar con elocuencia. En segundo lugar, es también un género literario formado por el discurso, la disertación, el sermón, el panegírico, sin contar con otras.
En este segundo sentido más amplio, se aplica en todos los procesos comunicativos hablados, tales como conferencia, charla, exposiciones o narraciones. En todos los procesos se aplica la oratoria, y su finalidad, por lo general, es persuadir. Esta finalidad de lograr la persuasión del destinatario, es la que diferencia la oratoria de otros procesos comunicativos orales. Del mismo modo que la finalidad de la didáctica es enseñar y la de la poética deleitar, lo que pretende la oratoria es persuadir. La persuasión consiste en que con las razones que uno expresa oralmente, se induce, mueve u obliga a otro a creer o hacer una cosa. Ahora bien, no es su única finalidad. En la oratoria, como en cualquier forma de comunicación, concurren cinco elementos básicos, a menudo expresados como "quién dice qué a quién usando qué medio con qué efectos". El propósito de la oratoria pública puede ir desde, simplemente, transmitir información, a motivar a la gente para que actúe, a simplemente relatar una historia. Los buenos oradores deberían ser capaces de cambiar las emociones de sus oyentes, no sólo informarlos. La comunicación interpersonal y la oratoria tienen diversos componentes que abarcan cosas como el lenguaje motivacional, desarrollo personal/liderazgo, negocios, servicio al consumidor, comunicación ante grupos grandes y comunicación de masas. La oratoria puede ser una poderosa herramienta que se usa para propósitos tales como la motivación, influencia, persuasión, información, traducción o simple entretenimiento.

Dialéctica

Se puede usar tanto Político, Sagrado, Jurídico y Academico.[cita requerida]

Características

  • Frecuentes vocativos (llamadas de atención a quienes están escuchando el discurso: los jueces, el pueblo al que se llama «Quiritas» o ciudadanos, o bien a la misma persona a quien se acusa).
  • Abundante uso de preguntas retóricas.
  • Abundante uso de la segunda persona del singular.
  • Frecuentes cambios de tono, inflexiones en la voz del que está hablando, que en el texto se representan con las exclamaciones, las preguntas, los vocativos.
  • Subordinación abundante.

Consejos

  • Antes de plantear una intervención es preciso conocer el lugar donde se va a dar la conferencia, para no dejarse llevar por las influencias del mismo. Tanto comportamiento, como presentación, ademanes, trato, lenguaje, postura, deben variar en función del recinto donde nos encontremos.
  • La puntualidad y la asistencia de prisa son los aspectos más importantes tanto como el hecho de apagar el móvil ante los disertores, llevar clasificados y ordenados todos los documentos necesarios, no mirar nunca al reloj, cuidar el aliento y el perfume, mirar siempre a los ojos de una persona, y mantener las formas y el tono de la voz.
  • Comprobar la superficie de trabajo (atril, mesa). Evite excesivos desplazamientos y realice un guion si tiene que utilizar varios soportes a la vez.

Formas

Según la cantidad de oradores, se clasifica en:

Oratoria individual

Porque hace uso de la palabra, sin la participación de otra u otras personas, se dice que esta utilizando la oratoria individual. Ésta es quizá una de las formas elocutivas de más arraigo en el ámbito social pues es de uso obligatorio en todas las medidas y esferas donde el hombre desenvuelve su vida física, afectiva y laboral.

Oratoria grupal

Se caracteriza por la presencia de dos o más personas en el estrado hablando.

Tipos de Conferencias

Una Simple Conferencia

Se puede denominar simplemente conferencia cuando los organizadores nos solicitan que hablemos de un tema determinado, haciendo una amplia exposición de éste y una vez expuesto se dé por finalizado el acto. En este caso no habrá posibilidad que el público formule algún tipo de preguntas. Por lo general se trata de intervenciones a tiempo fijado, por lo que se debe acordar con los organizadores cuánto tiempo se dispone para hablar.

Conferencia Con Ruegos y Preguntas

Por lo general los organizadores ya advierten que se debe ser más breve para dejar paso a la intervención del público que preguntará sobre el tema.Es importante en este tipo de conferencias la presencia de un moderador, alguien que ayude y ponga punto final a las preguntas o evite que las preguntas se conviertan en un diálogo entre el espectador y el conferenciante.

Conferencia - Entrevista

Se trata de una modalidad que últimamente se realiza mucho en algunos ámbitos, al margen de la radio y la televisión. En este caso el conferenciante expone el tema de una forma breve y seguidamente deja paso al presentador para que este formule preguntas a las que el conferenciante va respondiendo ampliamente y sin límite de tiempo.

Historia

La oratoria nació en Sicilia y se desarrolló fundamentalmente en Grecia, donde fue considerada un instrumento para alcanzar prestigio y poder político. Había unos profesionales llamados logógrafos que se encargaban de redactar discursos para los tribunales.
El más famoso de estos logógrafos fue Lisias. Sin embargo, Sócrates creó una famosa escuela de oratoria en Atenas que tenía un concepto más amplio y patriótico de la misión del orador, que debía ser un hombre instruido y movido por altos ideales éticos a fin de garantizar el progreso del estado. En este tipo de oratoria llegó a considerarse el mejor en su arte a Demóstenes.
De Grecia la oratoria pasó a la República Romana, donde Marco Tulio Cicerón lo perfeccionó. Sus discursos y tratados de oratoria nos han llegado casi completos. Durante el imperio Romano, sin embargo, la oratoria entró en crisis por cuenta de su poca utilidad política en un entorno dominado por el emperador, aunque todavía se encontraron grandes expertos en ese arte como Marco Fabio Quintiliano; los doce libros de su Instituto de Oratoria se consideran la cumbre en cuanto a la teoría del género. Sin embargo, como ha demostrado Ernest Robert Curtius en su Literatura europea y Edad Media latina, la Oratoria influyó poderosamente en el campo de la poesía y la literatura en general pasándole parte de sus recursos expresivos y retorizándola en exceso.

Géneros

Originalmente, la oratoria se dividía en varias partes. Anaxímenes de Lámpsaco propuso una clasificación tripartita que asumió después Aristóteles
  • Género judicial. Se ocupa de acciones pasadas y lo califica un juez o tribunal que establecerá conclusiones aceptando lo que el orador presenta como justo y rechazando lo que presenta como injusto.
  • Género deliberativo o político. Se ocupa de acciones futuras y lo califica el juicio de una asamblea política que acepta lo que el orador propone como útil o provechoso y rechaza lo que propone como dañino o perjudicial.
  • Género demostrativo o epidíctico,Se ocupa de hechos pasados y se dirige a un público que no tiene capacidad para influir sobre hechos, sino tan solo de asentir o disentir sobre la manera de presentarlos que tiene el orador, alabándolos o vituperándolos. Está centrado en lo bello y en su contrario, lo feo. Sus polos son, pues, el encomio y el denuesto o vituperio.

Debate

Es una forma de defensa de los puntos de vista de los participantes de una charla, por ello, es conveniente estar preparado antes de aceptar el reto , no se debe olvidar que el público, espera un debate que encarne en si mismo una lucha. En toda guerra existen alianzas, por ello, en un momento determinado, si se sabe llevar la conversación de forma correcta, se defenderán las posturas del otro contertulio.

Referencias

  1. Definición del DRAE.

Enlaces externos


 
Departamento de Liturgia del CELAM
Bogotá-Colombia
1981, 2º edición.

I. LA HOMILIA: ¿QUE ES, COMO SE PREPARA, COMO SE PRESENTA?

            La experiencia de varios seminarios prácticos sobre homilética en diversos ambientes, la dificultad de sacerdotes y seminaristas para preparar una homilía, la mediocridad (y el término es muy suave) de las homilías que se oyen en nuestras iglesias, me han convencido de la conveniencia de escribir algo sobre el tema que pueda ayudar a quienes se inician en el difícil arte de la predicación.
            Y para comenzar podríamos decir que, en nuestra formación pastoral, se ha dado casi siempre por supuesto lo que era el género homilético. O mejor, se lo ha confundido pura y simplemente con otros géneros de predicación (si es que en nuestras clases de oratoria sagrada se distinguían distintos tipos o formas de predicación).
            Por otro lado, sucede en esto de la predicación algo parecido a lo que sucedía en el terreno de la celebración litúrgica: en nuestros seminarios, casas religiosas y facultades existía un examen más o menos formalista sobre las rúbricas de la celebración de la eucaristía y de los sacramentos. Pero conocer y aún dominar las rúbricas no es ni mucho menos dominar las complejas y sutiles leyes y técnicas de una celebración litúrgica ni es, con mayor razón, ser un buen celebrante. De forma parecida, haber pasado en el seminario la «prue­ba» de uno o varios sermones, no significa ser un buen orador ni menos un buen homileta, con todo el bagaje que esto último presupone: conocimiento§ exegéticos, sentido litúrgico, adaptación a los distintos públicos, sentido pastoral, comunicación, etc..
            Estos conocimientos anteriores y otros, repercuten en nuestras homilías (¡y de qué manera!). Los fieles no suelen alabar nuestra predicación homilética, más bien parecen soportarla. Las veces que tengo que escucharla me llevo, por lo general, una impresión que no dudaría en calificar de deplorable (ya sea que la escuche desde el altar, ya sea que me entremezcle entre los fieles). Sobre todo las homilías de grandes fiestas u ocasiones, de catedrales y de aquellos que uno esperaría que sean insignes en el arte de hablar al Pueblo de Dios decepcionan (con honrosas excepciones) por su tono, por su falta de conexión con la Palabra y la liturgia, por su desconocimiento aparentemente total de las leyes exegéticas y homiléticas y porque queriendo decirlo todo divagan profusamente y no dan ningún mensaje concreto y preciso. Esto es grave, porque uno de los oficios primordiales de todo pastor es predicar la Palabra y aplicarla a la situación de los fieles.
            A lo anterior hay que añadir algunos hechos significativos que se repiten con frecuencia en nuestro mundo clerical y que en su conjunto son sintomáticos de un diagnóstico que no se ha hecho, pero que si se hiciera no sería nada halagador. Me permito citar algunos síntomas que nos pueden servir de examen y de reflexión: la desgana que sentimos por la preparación de la homilía dominical y otras; el individualismo con que se hace la preparación y su desconexión con las otras partes de la celebración y con los que en ella tendrán algún ministerio (por ejemplo, con el monitor); el recurso fácil al comentario de homilías más simples y cortas que cae en nuestras manos, siempre con la excusa de que no tenemos tiempo por causa de nuestras ocupaciones pastorales (¡?); la temeridad y osadía con que interpretamos y aplicamos la Palabra de Dios; la capacidad para divagar mientras pronunciamos la homilía sin comunicar el mensaje, sin decir nada serio, o repitiendo frases y conceptos muy serios, pero estereotipados y desgastados; la multiplicidad de veces que no nos dejamos entender por mala vocalización o por falta de acomodación a una sonorización defectuosa; la impasibilidad con que soportamos los rostros sufrientes, acusadores o distraídos de nuestro público forzado a escucharnos...
            La homilía refleja, a mi entender, la situación de la liturgia, así como la liturgia refleja muchas veces la situación de la pastoral en general.

II. QUE ES UNA HOMILIA

            La homilía es un tipo especial de predicación con características propias. Hay muchos tipos de predicación. Señalemos algunos de ellos: El panegírico, que tiende a resaltar las virtudes de un santo y a inculcar en los fieles su imitación. El sermón «cuaresmal» o «­misional», que suele tomar una verdad de la fe o una parábola bíblica para desarrollarla y sobre todo para sacar sus consecuencias morales ante un público generalmente heterogéneo y deseoso de ser sacudido por el «misionero». El comentario bíblico‑exegético, estilo muy especializado y casi científico de explicar la palabra de Dios a los fieles más instruidos y_deseosos de penetrar en la exégesis de los textos bíblicos.
            La homilía, en cambio, es aquel tipo de oratoria sagrada que conviene más a la celebración litúrgica de la eucaristía y de los sacramentos. O mejor, las celebraciones litúrgicas fueron creando, a partir de la más remota antigüedad, un género especial dentro de la oratoria ‑la homilía‑, especie de comentario de los textos de la celebración aplicado a los fieles, como participantes de la celebración y como cristianos que deben vivir lo que celebran.
            Etimológicamente hablando, homilía viene de la palabra griega «homilia» (reunión, conversación familiar) y ésta a su vez del verbo «homilein» (reunirse, conversar). Así pues, el grecismo homilía significa trato o conversación familiar.
            Retóricamente con la palabra homilía se designa aquel género de oratoria más sencillo y familiar por oposición al «discurso». Focio nos dice que una homilía se distingue de un sermón en que la primera se exponía familiarmente por los pastores y era una como conversación entre éstos y sus feligreses; el sermón, en cambio, se hacía desde el púlpito en forma más solemne. El sermón está compuesto según las reglas de la retórica y del arte oratorio, mientras que la homilía es la interpretación familiar de la Sagrada Escritura, hecha con un fin práctico y moral. La homilía, más que a mover y excitar los ánimos va encaminada a instruir y edificar a los fieles a propósito de los misterios de la fe.
            Litúrgicamente la homilía es una parte integrante de la liturgia de la Palabra (cf S.C. n. 52). Nótese que hasta antes de la reforma litúrgica conciliar se decía que, después del evangelio, la liturgia quedaba interrumpida para que 1 os fieles escucharan la homilía. Tan es así que en algunos sitios se superponía, como luego veremos, la homilía (o sermón) a la acción litúrgica (que pasaba a ser un drama de fondo). El hecho de que actualmente la homilía sea parte integrante de la liturgia, nos obliga a precisar mucho más su sentido y función.
            Técnicamente en la homilía se distinguen dos funciones litúrgicas importantes:
            a) la de ser aplicación del mensaje al hoy y aquí de nuestras vidas;
            b) la de ser puente entre la liturgia de la palabra y la liturgia eucarística o sacramental.
            En cuanto a la primera función (a) anticipemos que el mensaje de la Escritura tiene una actualidad (y no simplemente una aplicación moral) que ha sido puesta de relieve por la Constitución Sacrosanctum Concilum (cf nn. 33 y 7).
            En cuanto a la segunda función (b) se puede decir que la homilía es el gozne entre la «liturgia verbi» y la «liturgia sacramenti». Es lo que litúrgicamente se denomina «paso al rito». La homilía que nunca es un sermón aislado, sino que está dentro de una celebración debe conectar la Palabra oída con la celebración y mostrar su actualidad precisamente en la acción sacramental, como luego comentaremos más extensamente. Esto según la mejor tradición patrística y según la Constitución Sacrosanctum Concilium (n. 35, 2).
            Ambas funciones coinciden, pues, en el hecho de conectar la Palabra de Dios con el hoy y el aquí de nuestra celebración o de nuestra vida.
            La homilía se distingue, pues, claramente de otros géneros de oratoria sagrada, como el panegírico, el comentario bíblico­exegético, el clásico sermón piadoso, la oración fúnebre. Y con más razón se distingue de una clase de catequesis o de teología (aunque la homilía pueda y aun deba aplicar ciertos principios empleados en la catequesis).

III. ORIGENES E HISTORIA DE LA HOMILIA

            La homilía hunde sus raíces en el pueblo bíblico de Israel. Sabemos que mucho antes de Jesús y en tiempo de Jesús, terminada la lectura del texto bíblico en la sinagoga, se daba paso a la homilía que concluía con el qaddis, plegaria aramea de la que Jesús tomó, según parece, las dos primeras peticiones del padrenuestro. «Moisés ‑dice Santiago en Hechos 15,21‑ desde edades antiguas, tiene en cada ciudad sus predicadores y es leído cada sábado en las sinagogas». Lo mismo atestigua el historiador judío Flavio Josefo.
            El mismo evangelio nos ofrece un ejemplo elocuente por parte de Jesús de este comentario homilético de las Escrituras, en el pasaje de la sinagoga de Nazareth (Lc 4, 16‑30). Se trata en verdad de la primera homilía cristiana que se conserva en un resumen escrito y en la que Jesús mismo es el predicador y protagonista. Hay un claro comentario al texto de Isaías y una clara aplicación del, texto al momento presente, así como a la situación concreta de los que están reunidos en la sinagoga, incluido Jesús mismo (cf vv. 23s). Más aún. el texto de Lucas deja entrever que Jesús tenía la costumbre de acudir a la sinagoga en sábado y de hacer la lectura (v. 16) y también de enseñar en las sinagogas con alabanza de los asistentes (v. 15).
            También nos consta por Juan 6,59 que Jesús pronunció el discurso del pan de vida en la sinagoga de Cafarnaum, probablemente en la fiesta de Pascua (cf Jn 6,4), fiesta que aquel año Jesús pasó en Galilea ya que no podía andar por Judea (cf Jn 7, l). También en dicho pasaje hay un largo comentario de diversos textos del Antiguo Testamento sobre la pascua y su aplicación al momento presente de los oyentes (la presencia de Jesús entre ellos y la fe en su palabra) y a la situación coyuntural (la celebración de la pascua judía que anticipa la pascua cristiana).
            Tenemos otro ejemplo elocuente de otra homilía de Jesús, esta vez con dos de sus discípulos, en el pasaje de Emaús (Lc 24, 13‑35). Se trata de una homilía en el sentido más genuino de esta palabra: «conversación familiar». Jesús a lo largo de la ruta que conduce de Jerusalén a Emaús va interpretando el momento presente a la luz de los textos escriturísticos. Se trata de una verdadera «liturgia verbi» que prepara los corazones de los discípulos a la «liturgia sacramenti», al calor de la celebración, a la profundidad, del encuentro eucarístico con Jesús en la casita de Emáus. Las palabras de Jesús actualizan en verdad los textos bíblicos (cf v. 27) y preparan los corazones a la celebración eucarística (cf vv. 29 y 32).
            La recitación, o mejor, la proclamación de la Biblia y su interpretación en las sinagogas, no pudo menos de dejar honda huella en los judeocristianos asistentes a las reuniones sinagogales. Téngase presente que los primeros cristianos, antes de su conversión e incluso después de ella, estuvieron en contacto con el templo, y los sábados con la sinagoga.
            Recordemos también que algunos textos neotestamentarios parecen ser textos homiléticos (p. ej. algunos fragmentos de la primera carta de S. Pedro). Sabemos también que los apóstoles practicaban el comentario homilético (p. ej. la famosa «conversación» de Pablo en Tróada dentro de una reunión de claro signo litúrgico (Hch 20, 7‑12).
            Entre los escritos cristianos postbíblicos, el primer testimonio que hace referencia clara a la homilía como parte de la liturgia de la Eucaristía lo encontrarnos en Justino. Dice así en su la. Apología (escrita hacia el año 153) al explicar la Misa:

            «...Y el día llamado del sol se tiene una reunión en un mismo sitio de todos los que habitan en las ciudades o en los campos, y se leen los comentarios de los apóstoles o las escrituras de los profetas, mientras el tiempo lo permite. Luego, cuando el lector ha acabado, el que preside exhorta e incita de palabra a la imitación de estas cosas excelsas. Después nos, levantamos todos a una y recitamos oraciones» (n. 67)[1].

            Se trata de una homilía dominical (Justino habla del «día llamado del sol» y no del «día del Señor» para ser comprendido de los lectores gentiles, a quienes dirigía su Apología). La homilía de esta reunión dominical se sitúa después de las lecturas y antes de la oración universal que precede a la presentación de las ofrendas para la Eucaristía. Se trata pues de una homilía eucarística tal y como se practica en nuestras iglesias hoy día.
            Son famosas las homilías de los Santos Padres (SS. II‑VIII) que en buena parte nos han sido transmitidas por escrito. Son el comentario viviente de la Biblia por parte de la Iglesia de los primeros siglos. Son también un testimonio de que la liturgia nos conserva la mejor vivencia de la fe bíblica y la mejor «summa theologica» de todos los tiempos.
            En siglos posteriores, cuando en Occidente la acción litúrgica se vuelve arcana y clerical y deja de ser una acción inteligible para el pueblo, la homilía de corte patrístico y escriturístico desaparece, al menos de forma general, y ya no figura en los libros litúrgicos. Sintomáticamente el Ordo Romanus I que describe las rúbricas papales (compilado quizá hacia los últimos años del s. VII) y que en el s. VIII influirá a través de los sacramentarios en la liturgia de todo el Occidente cristiano, no dice nada sobre la homilía, Entramos así en una era de ausencia de comentarios homiléticos que serán de alguna manera reemplazados (pero no suplidos convenientemente) por la predicación extralitúrgica y (para el clero) por los comentarios homiléticos escritos de la liturgia de las horas, tomados por lo general de los Santos Padres.
            Las Rúbricas generales del Misal de S. Pío V (1570) no hablan de la homilía: de la proclamación del evangelio se pasa al credo. Con todo, el Rito que se ha de guardar en la celebración de la Misa, supone la posibilidad de que haya predicación después del evangelio (cf. VI, 6).
            Recordemos también que en la administración de la mayoría de los sacramentos, de los siglos que nos preceden, no está prescrita ni prevista la lectura de la Palabra de Dios ni, consecuentemente, su comentario homilético. Un resto de la homilía podemos verlo en la catequesis del Pontifical Romano que el Obispo dirige a los ordenados. Cuando los sacramentos, sobre todo el Matrimonio, se celebran dentro de la Misa, cosa frecuente en las últimas décadas que nos preceden, suelen comportar un comentario homilético.
            En algunos países, todavía no muy lejos del Concilio Vaticano II, se dará la extraña superposición de una predicación a lo largo de la misa dominical, que se celebra en voz baja y en latín. Aunque chocante para nosotros, no lo es tanto en el ambiente de la época si consideramos que durante la misa se practicaba todo género de devociones. En el mejor de los casos esta predicación desarrollaba el tema del evangelio. He aquí lo que al respecto prescribieron las Rúbricas de 1960 promulgadas por Juan XXIII:

            «Después del evangelio, sobre todo los domingos y los días de fiesta de precepto, se dirigirá al pueblo, según las circunstancias, una breve homilía. Pero esta homilía, en el caso de que sea hecha por un sacerdote distinto del celebrante, no debe sobreponerse a la celebración de la misa, impidiendo la participación de los fieles: también entonces la celebración ha de ser interrumpida y no debe volver a continuar hasta que la homilía haya terminado»[2].

            El Concilio Vaticano II encuentra el terreno preparado para una rehabilitación de la homilía, gracias a la renovación litúrgica de las últimas décadas y concretamente, gracias al documento que acabo de citar. Insiste , : sobre el hecho de que la homilía debe partir del texto sagrado proclamado y establece que la homilía es parte de la misma liturgia. Después de señalar la importancia de la Palabra de Dios (cf S.C. nn. 24 y 51) dice en el n. 52 de Sacrosanctum Concilium:

            «Se recomienda encarecidamente, como parte de la misma liturgia, la homilía, en la cual se exponen durante el ciclo del año litúrgico, a partir dé los textos sagrados, los misterios de la fe y las normas de la vida cristiana. Más aún, en las misas que se celebran los domingos y fiestas de precepto con asistencia del pueblo, nunca se omita si no es por causa grave».

            Por otro lado, la Constitución Sacrosanctum Concilium al introducir la Palabra de Dios en todos los sacramentos, al desear vivamente que los sacramentos de la fe preparen realmente a recibir fructuosamente la gracia, al colocar de ordinario algunos sacramentos dentro de la misa, ha conseguido que la homilía acompañe de ordinario a todas las celebraciones de los sacramentos. Más aún, la Constitución señala como orientación general para la reforma de la sagrada liturgia lo siguiente:

            «Por ser el sermón parte de la acción litúrgica, se indicará también en las rúbricas el lugar más apto, en cuanto lo permite la naturaleza del rito; cúmplase con la mayor fidelidad y exactitud el ministerio de la predicación. Las fuentes principales de la predicación serán la Sagrada Escritura y la liturgia, ya que es una proclamación de las maravillas obradas por Dios en la historia de la salvación o misterio de Cristo, que está siempre presente y obra en nosotros, particularmente en la celebración de la liturgia « (S. C. n. 35 y 2).

            Estas consideraciones profundas y llenas de sentido pastoral del Concilio, se traducen en los nuevos libros litúrgicos promulgados después del Concilio. El Misal del Concilio Vaticano II prescribe la homilía para la misa dominical y festiva de precepto con asistencia del pueblo y la recomienda sobre todo en los días feriales de Adviento, Cuaresma y tiempo pascual; también en otras fiestas y ocasiones en que el pueblo acude numeroso a la Iglesia (cf. Ordenación General del Misal Romano, n. 42). Los rituales de los sacramentos la señalan para todos ellos en las celebraciones ordinarias y comuniarias.
            Para terminar este apartado de la historia de la homilía nada mejor que las palabras de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano reunido en Puebla (a. 1979). Ellas sintetizan en pocas palabras la importancia de la homilía:

            «La homilía ‑dicen los Obispos‑ como parte de la liturgia, es ocasión privilegiada para exponer el misterio de Cristo en el aquí y ahora de la comunidad, partiendo de los textos sagrados, relacionándolos con el sacramento y aplicándolos a la vida concreta. Su preparación debe ser esmerada y su duración proporcionada a las otras partes de la celebración «(Puebla, n. 930).

IV. ELEMENTOS DE QUE CONSTA UNA HOMILIA

            Aquí no nos referimos a las partes de que consta una homilía en cuanto pieza de oratoria, sino a los contenidos teológicos o temáticos que debe incluir. Por eso no hablo de partes, sino de elementos.
            Dado que la homilía es una ACTUALIZACIÓN de la Palabra de Dios en el hoy y en el aquí de la VIDA y de la CELEBRACIÓN, podemos deducir que una homilía bien preparada debe contener tres elementos que nunca faltarán:
            A) ELEMENTO EXEGÉTICO o interpretación del mensaje de la Sagrada Escritura proclamada en la liturgia de la palabra.
            B) ELEMENTO VITAL o aplicación del mensaje a la vida de la comunidad y de cada uno de los que la integran.
            C) ELEMENTO LITÚRGICO o aplicación del mensaje a la celebración litúrgica y a la asamblea que celebra.
            Pasemos a desarrollar detenidamente cada uno de estos elementos.

A) ELEMENTO EXEGÉTICO

            El género homilético no tiene por finalidad principal que los fieles lleguen a un conocimiento profundo y cuasi científico de los textos de la celebración, sino que celebren la Palabra de Dios y vivan a la luz de esta Palabra.
            Aun así, los conocimientos exegéticos son bien necesarios, especialmente en el que predica la homilía y, en un sentido más amplio de conocimiento del mensaje, también para todos los que la escuchan.
            En teología se entiende por exégesis el arte (y ciencia!) de encontrar y proponer el sentido verdadero de un texto escriturístico. El fin supremo de la exégesis es hacer brillar, a través de las palabras humanas, la plenitud de la luz y del pensamiento divino o plan histórico de salvación.
            En la preparación de la homilía el empleo de la exégesis es absolutamente indispensable. Cuando se la desconoce, cuando el sacerdote se detiene en la pura historia relatada o en el puro texto escrito (caso de los primeros capítulo del Génesis), no puede desgajar el mensaje que el texto inspirado encierra para todos los tiempos y, por tanto, para nuestra circunstancia.
            Por lo mismo, en la preparación de una homilía la primera cosa que uno debe hacer es preguntarse una vez leído el texto. ¿QUE QUIERE DECIR DIOS A TRAVÉS DE ESTE TEXTO? No es siempre fácil responder a esta pregunta... Para ello hay que tener presente una serie de normas y prestar atención a ellas:

1) Hay que entender bien el texto, las palabras y conceptos en él incluidos Y para ello estudiarlo detenidamente en una buena traducción, si no ya en el original; jamás en una paráfrasis popular, aunque después se use en la lectura. La fidelidad de la traducción es indispensable. En este momento de la preparación la ayuda de vocabularios y diccionarios bíblicos es importante. Pongamos un ejemplo para ilustrar lo que decimos. El pasaje de la pecadora perdonada (Lc 7, 36‑50) no se entiende o se entiende de muy diferente manera si se traduce el v. 47 así: «... le son perdonados sus muchos pecados, porque ha amado mucho». El sentido exigido por el contexto es, por el contrario: «... si muestra mucho amor, es porque se le han perdonado sus muchos pecados». En el primer caso la causa del perdón es el gran amor de la mujer. En el segundo caso la causa del perdón es el amor gratuito de Dios (cf v. 42). El amor de la mujer es un amor de agradecimiento. Una buena traducción de este texto no olvida que el hebreo, el arameo y el siríaco no tienen ningún vocablo para decir «dar gracias» y «agradecimiento» y que lo hacen indirectamente a través de otros vocablos. El contexto debe decidir. Y la traducción no puede olvidarlo:

2) Estudiar el contexto de la perícopa: texto circundante, circunstancias de un hecho, milagro, parábola; estudiar el estilo de un libro, los destinatarios y los textos paralelos, especialmente en los evangelios sinópticos. Este estudio es más necesario cuando el texto ofrece ciertas dificultades o ambigüedades. Un ejemplo gramatical lo tenemos en el ya mencionado y comentado pasaje de la pecadora perdonada. Otro ejemplo referente a la importancia de las circunstancias de una parábola lo tenemos en el hijo pródigo (Lc 15, 11‑32). La intención de Jesús si nos atenemos solamente a la parábola podría ser hasta cierto punto múltiple. Pero si nos fijamos en el contexto en que fue pronunciada (cf Lc 151 1‑2) no cabe la menor duda: la intención principal es manifestar que Dios siente una gran alegría de reencontrar al pecador y que Jesús es la encarnación de esta alegría. Otro ejemplo, esta vez referente a un libro: La carta a los Hebreos se aclara cuando se conocen los destinatarios (convertidos del Judaísmo, sacerdotes hebreos?, exiliados, perseguidos, tentados de dar marcha atrás, que sienten nostalgia del culto levítico). Toda una serie de temas de la carta se aclaran entonces (apostasía, peregrinación, Patria celestial, Cristo guía, superior a Moisés, Cristo sacerdote, etc.).

3) Es preciso distinguir entre texto literario y mensaje que contiene. Hacer exégesis no es sólo ni principalmente traducir lo que está escrito. Esto puede derivar peligrosamente hacia una interpretación fundamenta­lista de la Escritura. Cuando el género literario no es corriente o actual (alegoría, mito, parábola), el trabajo es doble. Un ejemplo ya clásico: Para captar el mensaje revelado contenido en el relato de la creación y caída del hombre (Gn 2, 4b‑3, 24) es absolutamente indis­pensable distinguir entre relato mítico y lo que Dios ha querido revelarnos a través de él. Hay que conocer bien el texto literario y los relatos míticos de la época; pero al mismo tiempo hay que saber leer en clave para no tomar por revelación de Dios lo que es presentación externa y ropaje cultural vehiculante.

4) Hay que tener presente que Dios, por medio del autor inspirado, quiso decir algo entonces y quiere decirnos algo ahora a través de la palabra (hablada o escrita) o a través del hecho narrado. Aunque la circunstancia quizá ya paso y quede muy alejada de nosotros, el mensaje o el acontecimiento siguen siendo actuales y ejemplares; el Señor me los dirige hoy a mí y a todos los hombres. De lo contrario, la Biblia sería una bella historia pasada, pero nada más. Todos los relatos históricos de Jesús dijeron algo en su tiempo y, aunque ya pasaron, pueden decir y dicen algo para nosotros, en pleno siglo XX. El nacimiento de Jesús, por ejemplo, tiene una gran resonancia cada año en la Navidad. Es equívoco, por no decir falso, decir que Jesús nace de nuevo. Jesús no nace de nuevo, El hecho histórico no se repite. Pero este nacimiento fue un acontecimiento histórico. Dijo algo entonces a los pastores (cf Lc 2, 10‑ 12.14). Y dice algo hoy: resuena de nuevo un mensaje de alegría para el pueblo; hoy el nacimiento del Mesías nos ayuda a superar todos los falsos mesianismos de nuestro tiempo.

5) Es importante una vez descubierto un mensaje más allá de lo que está escrito o más allá del puro hecho fáctico, ver cómo se conecta con el Mensaje general de la Biblia y con el Acontecimiento de la Salvación obrada por Dios en Cristo. No para reducir a generalidades el texto y el sermón, sino para comprobar que el mensaje hallado es válido. Un mensaje no puede estar en desacuerdo con el Acontecimiento salvífico. Mensaje y acontecimiento deben sintonizar y concordar con alguna de las fibras generales de la Historia salvífica y ser sensibles a ella. Pongamos un caso: Si leyendo la carta de Santiago llego a la consecuencia de que lo que justifica son las obras, he de comenzar a dudar de que haya entendido el mensaje de la carta, porque es evidente que la Biblia no pone la causa de la justificación en las obras. Y, al contrario, si leyendo a Pablo, llego a la consecuencia de que lo único que importa en la vida es la fe (sin que el cumplimiento de la ley influya en mi vida cristiana), puedo comenzar a sospechar que estoy entendiendo equivocadamente el mensaje. Aquí también hay desacuerdo con el Mensaje general de la Biblia.

6) En caso de dificultad y aun siempre, ver lo que a mí me dice el texto en la fe, en la oración y en la meditación de la Palabra. A pesar de la distancia, yo estoy en una onda de fe semejante y cercana a la del autor.

7) Hay que pensar también en el oyente ordinario de la Palabra (a quien yo debo dirigir la homilía) y prever qué puede obviamente decirle el texto o, por oposición, qué debería decirle el texto y no le dirá porque desconoce algo o interpreta mal algo (importante! este algo que quizá yo pueda aclararle; esta clave que yo puedo darle y que después veré si es oportuno darle o simplemente mencionarle). Tenemos el caso de las bodas de Caná. Aclarar el significado de la contraposición agua‑vino es ‑fundamental para comenzar a entender algo del milagro y de lo que Juan quiere decirnos. El oyente ordinario desconoce la variante simbología del agua en la Biblia; pero bastará una simple insinuación para que en cada caso pueda captar el significado.

8) Para relativizar mis puntos de vista, para enriquecerlos y sistematizarlos conviene recurrir siempre a un comentario exegético (en la práctica a un buen libro de preparación homilética) una vez que yo he puesto mi parte, no antes. En exégesis y en homilética la originalidad y la creatividad son importantes y se adquieren a fuerza de ejercicio y de estudio personal.

9) También hay que distinguir en ciertos textos entre el mensaje principal y otros mensajes, submensajes o alusiones vitales insertos en la riqueza del texto y que pueden dar pie a distintas variantes homiléticas, pero que, al menos en principio, no van a constituir el centro de la homilía, pues no son el centro del mensaje. Por ejemplo, en el caso del hijo pródigo, la falsa libertad, la vida del pecador, los pasos de la conversión, el fariseísmo del hermano mayor, etc..

10) Por último hay que tener muy presente que, en definitiva, lo que interesa.no es la letra sino el espíritu, no la erudición y el aparato exegético sino el contenido de la exégesis, no la solución de tal o cual punto oscuro del texto (por más que no esté de más aclararlo) sino la interpretación del mensaje principal.
            Inútilmente tratará el predicador de hacer una homilía correcta mientras no sepa lo que quiere decir el texto o (aun a fuerza de hacernos pesados) qué nos quiere decir el Espíritu Santo a través del texto. Una vez lo sepa o, al menos, una vez el mensaje sea más claro para el predicador, puede ver la manera de aplicarlo a la vida de los oyentes (B) y a la celebración (C).

B) ELEMENTO VITAL

            Es otro elemento que se debe considerar. Otro, no el segundo necesariamente, pues el orden de los elementos (vida, liturgia) es secundario una vez conocido el elemento fundamental de la exégesis.
            El Decreto sobre el ministerio de los presbíteros del Concilio Vaticano II dice así a propósito de la predicación en el n. 4:

            «...La predicación sacerdotal, que en las circunstan­cias actuales del mundo resulta no raras veces difi­cilísima, para que mejor mueva las almas de los oyentes, no debe exponer la palabra de Dios sólo de modo general y abstracto, sino aplicar a las circunstancias concretas de la vida la verdad peren­ne del Evangelio». Ni más ni menos.

            La Biblia es luz de la vida, pero no en la forma en que lo entienden algunos predicadores: no es un mensaje abstracto y en las nubes para un público que por obra de encanto es abstraído por unos minutos de su vida ordinaria para vivir su «vida espiritual»; la Sagrada Escritura no es tampoco un manual de recetas morales ni políticas; más que normas concretas y originales lo que presenta la Biblia es una actitud frente a la vida. La ética cristiana se distingue no tanto por sus normas originales (son menos que las que imaginamos si profundizamos en la historia de las religiones), cuanto por su motivación. La ética cristiana es una ética de respuesta, de agradecimiento, de acción de gracias y de libertad; es la ética de los hijos de Dios, liberados del pecado y de la ley y por ello mismo esclavos del Espíritu...
            Todo esto debe hacer pensar al predicador antes de hacer aplicaciones prácticas. Sobre todo debe hacerle reflexionar para ver qué estilo emplea en sus aplicaciones morales (estilo moralizante, estilo fundamentalista, estilo casuístico, estilo politizado o bien estilo profético, estilo iluminador, estilo interrogante y de búsqueda).
            La Palabra, como espada de dos filos, sigue hoy interpelando, iluminando, juzgando, presentando actitudes evangélicas profundas (como el sermón de la montaña), diciéndonos lo que es ser hoy y aquí cristiano. Poco avanzamos presentando soluciones para todo, recetas para todo, puesto que el quid de la cuestión o del problema no es la solución o la receta, sino la luz y la fuerza necesaria para poner hoy en práctica el Evangelio. Poco .avanzamos (y Dios quiera que no retrocedamos) si no logramos presentar el Evangelio como moral de hijos y no como pura ley, si no logramos entusiasmar al público con la figura del Padre manifestada en y por Cristo.
            La Palabra debe resonar en las palabras del homileta con gozo y como juicio. Debe estar dirigida no sólo a la vida individual sino también a la vida social; no sólo a la vida social, sino también a la personal. Debe ser crítica no sólo frente a los males de la sociedad, sino también frente a los males de la Iglesia si no quiere predicar una conversión farisaica. Debe tener una dimensión política como la misma liturgia, pero sin hacer política y evitando siempre convertir el púlpito o el ambón en una palestra de demagogia. En definitiva debe relativizar todo hecho humano, del lado que sea, frente al proyecto de Dios que no es utopía ilusoria, sino promesa y esperanza que la liturgia ya nos permite celebrar y festejar.
            La amargura, el pesimismo, el grito histórico, el ataque despiadado no sólo son frutos del desconocimiento de la moral evangélica, sino que hunden a la asamblea que celebra la liberación definitiva en Cristo en un pesimismo ajeno a la liturgia que siempre, aun en las circunstancias políticas y sociales peores, celebra la liberación que viene de Dios.
            Pero, ¿cómo se conecta la exégesis con la vida? He aquí algunas indicaciones que pueden ayudar:

1) El que predica debe procurar conocer al máximo al auditorio (asamblea, comunidad), su estilo de vida, sus dificultades en la fe, su vivencia cristiana, su mundo político y social, sus esperanzas o ideales y su nivel cultural. El predicador que sin dificultad predica ante cualquier público por extraño y heterogéneo que sea, es un predicador que difícilmente llega al corazón de la asamblea y al fondo de los problemas. Cuando por necesidad uno ha de ‑predicar a unos fieles que no conoce, irremediablemente debe hablar en el terreno de lo general y aunque pueda impactar por la novedad, por la cercanía con que habla y por el aprecio con que se dirige a la asamblea, también ha de ser muy circunspecto en lo que dice y afirma.

2) El homileta debe tener como criterio central y podríamos decir único, la Palabra revelada, sin convertirla en una teoría y sin hacerle decir ni las ideas del predicador ni los gustos de la gente, aun cuando esto pudiera provocar la popularidad del orador. Así, una situación o solución política concreta no se debe deducir nunca de un pasaje bíblico. Es un abuso y un atropello a las legítimas divergencias dentro de la asamblea. Por ejemplo: Por más que el libro de los Hechos presente en los capítulos 2 y 4 una estructura eclesial fuertemente comunitaria y socializada, uno no puede aprovecharse del pasaje para inculcar el socialismo político, sobre todo en sus formas concretas que, evidentemente, distan mucho del modelo eclesial y casi estilizado que el autor de los Hechos, Lucas, quiere presentar. Sí puede, en cambio, recomendar un espíritu más comunitario y socializado y menos individualista en los oyentes. Pero si el predicador no puede deducir del texto bíblico una aplicación política demasiado concreta, sí
puede deducir del texto bíblico en muchas ocasiones una crítica concreta a un proyecto o situación política menos cristiana o antievangélica. La Biblia no ofrece modelos políticos, pero critica todo modelo político. De todo lo dicho no se debe deducir en manera alguna que el predicador no deba incursionar en el terreno político, y esto aun cuando comporte riesgos. El sermón apolítico, el silencio político del sermón hace de él un sermón político en el peor sentido de la palabra.

3) Hay que evitar el excesivo afán moralizante (ataque a las costumbres...) que nunca produjo grandes cambios, sobre todo si es detallista. A veces convendrá insistir más en las consecuencias que se derivan de la Escritura para la fe que en las consecuencias que se derivan para la moral. Así por ejemplo, tomar el martirio de Juan el Bautista (Mc 6, 17‑29) para hacer una crítica a los bailes de nuestros días, no suele producir grandes efectos (el predicador es por lo demás un mal experimentador y conocedor de los bailes actuales y pasados, por lo general ... ). Mejor haría en presentar la figura profética de Juan frente a la vanalidad y espíritu antievangélico de los mundanos.

4) Hay que iluminar situaciones generales, urgentes o graves a la luz del Evangelio; también actitudes concretas, pero suficientemente generales de la asamblea; sin bajar al caso demasiado concreto, sin señalar con el dedo a las personas, pero también sin diluir la predicación profética en vaguedades, componendas y compromisos. El predicador no puede, por ejemplo, olvidar que está hablando a un público con una circunstancia política concreta (p. ej., gobierno militarista, de fuerza, conculcador de los derechos humanos). Hay momentos (p. ej., en ocasiones de un golpe de estado o de una lucha fratricida entre grupos de derecha y de izquierda o de ataques‑ injustos a la Iglesia) en que hay que hablar. No será necesario decir nombres, no convendrá ironizar ni menos destilar hiel, pero hay que decir la palabra justa y sobre todo libre de ambigüedades.

5) Extraer deducciones para la vida de detalles insignificantes del texto escriturístico es un error. No se deben confundir los detalles de ciertas parábolas, el ambiente social de ciertos textos, etc., con los aspectos fundamentales del pasaje. Los detalles, aunque están dentro del texto inspirado, no tienen por qué ser parte del mensaje. Construir sobre minucias es construir sobre arena. Un predicador tomaba de la parábola del hijo pródigo el hecho de que el hijo pródigo no tenía madre; si hubiera tenido madre... y de allí pasaba a la importancia ‑de las mamás y de la Virgen María. Es simplemente un abuso del texto y un salirse pura y simplemente del comentario homilético y escriturístico. Si un predicador quiere hablar de las mamás o de la Virgen María, que lo haga en buena hora, pero que elija los textos adecuados para tales casos. Lo que sucede es que queremos que el texto escriturístico que nos corresponde comentar (pocas veces se elige) diga lo que nosotros queremos decir a la gente y no lo que Dios nos quiere decir.

6) Es completamente legítimo aprovechar el paralelismo entre las situaciones vitales que encontramos en la Biblia y las que nos ofrece la sociedad moderna y la Iglesia actual, por ejemplo, fariseísmo, culto vacío, actitud ante la pobreza y riqueza, peligrosidad del poder, desconección de culto y vida, legalismo, etc.. La legitimidad le viene por el hecho de que el hombre es siempre el mismo y porque el juicio de Dios es para todos los tiempos y no sólo para una determinada época. Un ejemplo: es un error de muchos predicadores hablar del fariseismo quedándose en una actitud de unos señores de hace dos mil años. Sí, se dio entonces; pero sigue dándose hoy (y de qué manera) en la sociedad y en la Iglesia. Textos como la crítica de Jesús a los escribas y fariseos (las siete maldiciones de Mt 23, 13‑32) deberían ser comentados con aplicaciones al día de hoy y con una autocrítica sincera, respetuosa y sana. Porque estos textos, si han sido escritos, han sido escritos para nosotros.

C) ELEMENTO LITÚRGICO

            A este tercer elemento (el orden de presentación es secundario) lo llamamos «litúrgico», pero también podríamos denominarlo «elemento celebracional». En efecto, la homilía está en un contexto de celebración o, mejor, en función y dentro de una celebración litúrgica. No se hace una homilía a propósito de una celebración o aprovechando que tenemos a los fieles reunidos
para la liturgia (aunque sea la única oportunidad en que los tenemos!), sino en vistas a la celebración y para dar un mayor sentido a la celebración litúrgica.
            Así pues, la homilía no está por encima de sino al servicio de la liturgia. La homilía es una «ancilla» de la celebración. Aquí podríamos detenernos a reflexionar sobre un punto sintomático: El predicador (ya que no el buen homileta) considera consciente o subconscientemente que su parte (la que le permite mayor creatividad personal en la liturgia) es la más importante dentro de la liturgia, y así no le importa ni le preocupa demasiado prolongarse en excesos y despachar el resto (especialmente la liturgia eucarística) a toda velocidad y de forma mecánica o más o menos prosaica.
            Otro punto: la única parte de la liturgia que el sacerdote suele preparar (si algo prepara) es la homilía; y por lo mismo al resto de la celebración no le da, en consecuencia, ningún realce, ninguna variedad, creatividad ni belleza (como podría ser la del santo apropiado, preparado y bien ejecutado). El sabe que los fieles tienen dificultad en penetrar en la liturgia de la palabra y en vivir con intensidad la acción sacramental; y soluciona el problema esquivándolo: relegando lo más importante de la liturgia a un segundo plano. Con ello sólo logra aumentar la dificultad y hacer que la misma homilía sea cada vez más inútil como homilía y que pase a ser un coloquio subjetivizado, racionalizado o cuando más una buena clase de catequesis alitúrgica.
            De esta manera los fieles pierden la riqueza de la celebración, se alejan cada vez más de los misterios litúrgicos y frecuentemente también del sermón. Así, si la actual liturgia peca quizá de un cierto exceso de cerebralismo, de falta de sentimiento, de simbolismo y de acción, el predicador acaba de llevar todo esto a sus últimas consecuencias.
            No, la homilía tiene una función mistagónica, es decir, debe conducir a los misterios de la fe (sacramentos, sacrificio eucarístico), desde la Palabra dada y acogida hasta la acción sacramental, signo y cumplimiento de dicha Palabra hoy y aquí en esta asamblea concreta.
            A esta función mistagónica se la denomina, como ya hemos indicado, «paso al rito», es decir, paso de la pala­bra al rito, paso de lo profetizado a lo cumplido en el sacramento o, según los casos, paso de lo acontecido a lo celebrado sacramentalmente. Palabra y rito no son dos cosas totalmente distintas ni menos contrapuestas, co­mo algunos superficialmente quisieran todavía hoy ha­cernos creer. Son dos momentos de un mismo acontecimiento salvífico. Lo que la palabra anuncia el rito lo realiza (además de que en un análisis profundo llegaría­mos a la conclusión de que también el rito es palabra y anuncio, y la palabra es acción).
            Pero ¿cómo hacer que la homilía sea GOZNE, QUICIO, ENTRONQUE? ¿Cómo lograr que cumpla dentro de la estructura litúrgica su función CONJUNTIVA? He aquí algunas indicaciones:

1) El que prepara o pronuncia la homilía ha de tener presente que su homilía no puede limitarse a explicar el texto o los textos proclamados anteriormente ni si­quiera a hacer un entronque con la vida, y ello porque la palabra se aplica a la celebración sacramental y esto como cumplimiento. Más aún, debe tener presente que la misma liturgia de la Palabra es ya celebración de la Alianza, mensaje actual y gozoso de Dios a su pueblo y respuesta de este pueblo a Dios por la fe, la aclamación y el canto (cf Neh 8, 1‑12). Pongamos un ejemplo sencillo. Estamos leyendo en el evangelio la parábola del banquete nupcial y de los invitados al banquete (Mt 22, 1‑14). Es aberrante comentar esta parábola olvidándose de conectarla con la celebración. Si exegé­ticamente hablando el banquete es figura de la felici­dad mesiánica y los que son llamados de los caminos son los pecadores y los paganos (nosotros!), la reunión eucarística es a la vez cumplimiento y anticipo de esta felicidad y de este llamado. ¿Cómo no van a sonar con acento eucarístico frases como «Miren, mi banquete está preparado» o «Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin traje de boda?». En otras palabras, Dios no sólo anuncia cosas, sino que las realiza y esta realización es ya realidad y promesa o prenda en el sacramento.

2) El que prepara la homilía debe tener presente que el texto es de por sí algunas veces (más de las que a primera vista parece) litúrgico‑sacramental‑alegorizante. Por ejemplo, muchos de los textos del Evangelio de San Juan tienen una estructura tríptica de profecía, acontecimiento y sacramento. En otras palabras, algunos acontecimientos, discursos y milagros han sido escritos también desde una reflexión sacramental (sin dejar por ello de ser históricos). Un ejemplo: El relato del discurso de los panes (Jn 6, 22‑71) se puede leer desde tres perspectivas: como anuncio de la eucaristía, como acontecimiento histórico de la presencia de Jesús pan de vida (recuérdese el relato de la multiplicación de los panes) y como reflexión sacramental hecha por Juan desde la Iglesia (tomando las palabras de Jesús). Lo mismo se diga de‑ la curación del ciego de nacimiento, en donde hay una reflexión eclesial sobre el bautismo.

3) Los textos bíblicos pueden resonar de diversa manera según la celebración litúrgica, fiesta o tiempo del año litúrgico. El texto contiene en muchos casos distintas virtualidades ya que aparte de su riqueza, no es sólo texto escrito sino Palabra viva, acontecimiento siempre nuevo. Así, un texto como el de las Bodas de Caná permite distintas aplicaciones litúrgicas según que se lo lea en un domingo ordinario, en Pascua, en un matrimonio o en una festividad de la Virgen María. Lo mismo se diga de la parábola del Hijo Pródigo según se lea y comente en una celebración eucarística o en una celebración de la penitencia. En cada caso el acento variará y las aplicaciones litúrgicas (y vitales) tendrán un colorido y matiz diferentes.

4) Conviene estar atentos a la posible conexión entre el texto leído y las actitudes, los gestos y las palabras de la misma celebración litúrgica (p. ej. esperanza y aclamación «Ven, Señor Jesús»; actitud de alabanza y prefacio eucarístico; reconciliación y abrazo de paz; generosidad y ofrenda eucarística, etc.). Esta conexión puede aplicarse especialmente cuando hay dificultad de encontrar una relación más propia; tiene la cualidad de dar novedad y sentido a elementos litúrgicos poco explicados, así como de librar a la asamblea litúrgica de un cierto mecanismo o rutina imposibles de decantar de una vez por todas. Cuando la homilía emplee este recurso, una monición en su lugar adecuado podrá recordar que dicho gesto u oración litúrgica está conectado con la Palabra de Dios.
            Pongamos por caso que en Adviento se lee un texto referido a la escatología y, por lo que sea, al que prepara la homilía se le hace difícil encontrar la aplicación a la liturgia. Todavía es posible que detecte en la lectura una palabra o frase de esperanza (p. ej. «vigilen, que el Señor viene»). Una mirada atenta al ordinario de la misma le recordará que cada día decimos en la aclamación eucarística «Ven, señor Jesús»; que en la comunión viene Jesús; una mirada atenta le recordará que el presidente siempre saluda con un deseo: «El Señor esté con Uds.». Se podrá resaltar en esta homilía si esperamos al Señor; si al recibirlo suspiramos por contemplarlo en la gloria; si nos preocupa estar con el Señor o si creemos que lo poseemos, que lo controlamos, que lo podemos dominar... En dicha misa habrá que resaltar el texto o acción que habremos escogido y comentado en la homilía.

5) Es relativamente fácil o al menos no tan difícil encontrar conexiones entre la Escritura proclamada y la celebración litúrgica en las homilías de sacramentos: Los textos, escogidos en tales casos suelen tener una relación más o menos explícita y directa con el sacramento. Más difícil es, por lo general, encontrar estas conexiones en el caso de la Eucaristía: Los textos bíblicos del leccionario de la misma no pueden cada vez estar relacionados explícita y directamente con la Eucaristía en su sentido restringido (ni tienen por qué estarlo). Pero están relacionados con la historia de salvación de la que la Eucaristía es el núcleo central y el centro sacramental.
            Para ello (para encontrar esta relación) es necesario ensanchar y refrescar nuestra comprensión bíblico‑dogmática de la Eucaristía, a fin de encontrar la conexión. La Eucaristía no tiene una sola dimensión. Hace referencia, por ejemplo, al éxodo pascual, a la tierra prometida, a la liberación, a la alianza, a la patria, a la autodonación de Cristo, al sacrificio por el pecado, al perdón de los pecados, a la transformación del cosmos, a la acción del Espíritu Santo que une, transforma y santifica; la Eucaristía es alabanza perfecta, acción de gracias por las «mirabilia Dei», memorial de Cristo y de su pascua, comida sacramental, banquete de los pecadores redimidos, presencia del Resucitado en la comunidad
eclesial, unidad del Cuerpo de Cristo, viático, prenda y anticipo del Banquete del Reino, confesión de fe en el Señor, anuncio y denuncia ante el mundo, etc..
            ¿Son los textos los que no tienen relación con la Eucaristía o somos nosotros los que no descubrimos la relación ... ?

6) Cuando a pesar de todo lo dicho nos parezca innecesaria esta conexión de los textos escriturísticos con la celebración eucarística, hagámonos la siguiente reflexión: ¿Qué diríamos de un predicador que después de las lecturas propias de una celebración sacramental (p. ej., bautismo, confirmación, matrimonio) omitiera en la homilía toda referencia al sacramento que se va a celebrar? Sin duda lo veríamos mal y consideraríamos que hay un menosprecio de la acción sacramental. Pues lo mismo sucede en la Eucaristía, aunque seamos incapaces de percibir la omisión por la rutina.

V. COMO SE PREPARA LA HOMILIA

            Una buena homilía y a fortiori la predicación homilética de cada domingo no se improvisa. Se podría lógicamente hablar de una preparación gradual: general, remota y próxima.
            La preparación general no puede ser otra que el estudio y profundización de la Sagrada Escritura, de la Sagrada Liturgia, de los Santos Padres, de la teología, de los documentos de la Iglesia, de los problemas sociales, etc.. El no estar al día es un obstáculo serio a la hora de predicar. Hay quien predica con un bagaje cultural y teológico que huele a rancio y los fieles, aun los de cultura sencilla, son los primeros que lo detectan.
            La preparación remota se debería hacer unos días antes. El buen homileta no espera a última hora para preparar su homilía. La va rumiando. La consulta con la almohada. Esta preparación difusa, a lo largo de la semana, abarca varios puntos: la lectura del texto o de los textos escriturísticos, la meditación de los mismos en los ratos de oración, el bosquejo general de los elementos exegéticos, litúrgicos y vitales, la consulta de ciertas dudas o dificultades en diccionarios bíblicos, como de paso y entre ocupación y ocupación. ‑Esta preparación es más importante de lo que parece y tiene la ventaja de que apenas ocupa tiempo. Se puede hacer en los momentos libres.
            La preparación próxima (tiempo dedicado a preparar la homilía) incluye varios puntos que, aunque varían de persona a persona, podrían resumirse así:

1) Concretar bien los puntos o ideas sobresalientes que han ido surgiendo en exégesis, liturgia y vida, independientemente de que se aprovechará de todo ello al final e independientemente de cómo se expondrá. Preocuparse primordialmente de cómo se propondrá una homilía, de la forma, etc., sin tener claras las ideas es un grave error, muy típico de principiantes, El que tiene algo que decir, lo dice. El que no tiene nada que comunicar, aburre por más que use bellas palabras. Ello no quiere decir que no se deba preparar la forma, como luego diremos.

2) Escoger una de las tres lecturas como núcleo referencial de la predicación. No querer comentar las tres (aunque se puede y conviene hacer alusión a las tres). Generalmente se deberá comentar el Evangelio o ‑por qué no‑ la lectura del Apóstol. Convendría tener un plan para varios domingos, sobre todo si se comenta la segunda lectura, la del Apóstol. Es de gran fruto, pero supone una asamblea relativamente estable y por supuesto un mismo predicador. El que escoge siempre lo más fácil (con la excusa de la falta de tiempo o de la simplicidad de sus oyentes) es el que no dice nunca nada nuevo y aburre a sus oyentes. El pueblo es más capaz de lo que pensamos, con tal de que le preparemos bien el manjar, sin provocarle indigestiones.

3) De los varios mensajes, ideas o temas encontrados en la exégesis conviene escoger UNO Y SOLO UNO. No debe salirse uno de este punto escogido, pero debe desarrollarlo. El público no soporta más de un punto y además querer dar varios puntos complica la homilía y la prolonga indebidamente.

4) Una vez escogido y desarrollado un punto exegético, se busca UNA aplicación a la vida y UNA aplicación a la liturgia. El predicador ha de poder sintetizar esto en tres frases (p. ej., en las bodas de Caná comentadas para el sacramento del matrimonio los tres puntos podrían ser los siguientes: Cristo estuvo presente en una fiesta; ahora lo estará también aquí; y lo estará también aquí; y lo estará a lo largo de su vida. Con esto tenemos el esqueleto de la homilía; habrá que revestirlo de carne; pero el esqueleto es lo que da consistencia.
            Yo conozco predicadores que en lugar de tener un esquema claro de lo que van a decir, van divagando de tal manera que más que una exposición, su homilía se asemeja a un ejercicio de asociación de ideas (de Jesús se pasa a María, de María al mes del rosario, y del mes de octubre al mes de noviembre en el que se inicia un plan de pastoral, del plan de pastoral se pasa a una crítica de los sacerdotes que no lo pondrán en práctica; se continúa hablando de la obediencia y de la obediencia se pasa a los teólogos desobedientes; esto último da pie para hablar de lo pequeña que es la inteligencia humana frente a la inmensidad del universo y la grandeza de las estrellas ... ). Es algo deplorable que condena una homilía y una celebración al tedio y al rechazo de los oyentes.

5) En principio es mejor que no sobresalga el esquema tripartita de exégesis, liturgia y vida; en todo caso el público no debe notarlo. Ya hemos visto que se trata de elementos y no de partes de la homilía. Seguir siempre este esquema quitaría originalidad y convertiría la homilía en una pieza oratoria excesivamente racional y fría. La homilía, no lo olvidemos, es mistagónigica y es sencilla en cuanto a su construcción y exposición.

6) En cuanto a la forma de presentación lo más importante es encontrar un punto sugerente, estructurante y aglutinador que centre la exposición. Se lo puede encontrar en:
            ‑ una palabra clave (la «totalidad» en la ofrenda a Dios, en el evangelio de la limosna de la viuda: no lo mucho ni lo poco, sino el todo, frente a la parte, frente a lo que sobra, etc.)
            ‑ una frase («no tienen vino»; «sólo entre los suyos es despreciado un profeta»; «queremos ver a Jesús», etc.).
            ‑ un ejemplo actual (insensibilidad de muchos conductores y transeúntes ante una persona atropellada, en el caso del Buen Samaritano).
            ‑una pregunta hecha a los oyentes («¿qué pretendía Zaqueo al subirse al árbol?», especialmente en el. caso de un grupo infantil).
            ‑ una actitud de vida (fe, desconfianza, agradecimiento, conversión).
            ‑ un interrogante (¿somos cristianos de nombre? ¿qué es ser cristiano hoy? ¿somos quizá enemigos de la cruz de Cristo? Nótese que este interrogante no tiene por qué ser respondido y que se puede repetir a modo de leitmotiv a lo largo de la homilía).
            ‑ una preocupación del pastor (real, pero sin caer en subjetivismo: «Muchas veces me he preguntado y nos podríamos preguntar...»).
            Estos son algunos ejemplos. A lo largo de la homilía hay que ser coherente con este punto central, sin salirnos de él.

7) Perfilar los pasos temporales de la homilía viendo en qué momento, en qué orden y en qué forma se expondrá el contenido (exégesis, liturgia y vida). Por ejemplo: referencia a la actualidad ‑iluminación bíblica- aplicación a la vida y a la celebración.

8) Ayuda a algunos una ficha escrita con el esquema general de lo que se va a decir. Es una ayuda para la memoria. Debe ser simple y legible a, primera mirada. Llevar un sermón escrito a largos párrafos si no se va a leer la homilía ‑cosa desaconsejable en la mayoría de los ambientes‑ no suele ser práctico ni eficaz en el terreno real. La experiencia indica que sólo lo escrito en forma esquemática y por uno mismo sirve realmente en el momento de la predicación.

VI. COMO SE EXPONE UNA HOMILIA

            Aunque la manera de predicar una homilía sólo se aprende en la práctica oratoria, algunas indicaciones pueden ayudar.

1) Por tratarse de una conversación familiar, espiritual comentativa y exhortativa, deben primar la sencillez, la sinceridad, la claridad la comunicación y una cierta unción. Hoy día difícilmente se acepta al predicador que dice cosas esotéricas a la masa o en un lenguaje rebuscado o en un tono grandilocuente. El predicador ha de buscar y encontrar un estilo más pastoral y funcional dentro de su manera de ser y de expresarse. Por lo mismo también debe colocarse cerca de la gente y procurar que el empleo del micro (o en su ausencia la elevación de la voz) no rompan el estilo sencillo y coloquial.

2) Hay que tratar de predicar no a un público, sino a sí mismo dentro de un público, o mejor, dentro de una asamblea de la que uno forma también parte. Hay que hablar con la gente y no frente a la gente. No basta la «sim‑patía», sino que es necesaria la «em-patía». El tono que se adopta es de gran importancia; debe ser moderado, íntimo. Nadie se dice a sí mismo las cosas chillando ni autoritariamente. Cuando por los motivos que sea hay que gritar, es difícil dar la sensación de empatía. El micro bien usado es de gran ayuda. Se debe evitar el tonillo clerical, doctoral y lograr un tono del discípulo (discípulo de la Palabra), de amigo, de hermano (aunque uno ocupe un alto rango eclesiástico o quizá porque lo ocupa).

3) Hablar con el público no significa necesariamente introducir un diálogo o intervenciones que en ciertos ambientes, especialmente grandes y masivos o de gente no habituada a ello, pueden incluso parecer forzados. Cierto, ha de haber comunicación, pero no necesariamente por palabras de ambos lados (aunque no se excluya del todo esta reciprocidad, como luego diremos). La comunicación se logra cuando no se da la impresión de hablar «ex cathedra» sino coloquialmente con unos hermanos y amigos. En términos de comunicación se podría expresar así: «hay que hablar en el público, desde el público y como formando parte del público y de su mundo».

4) No se debe renunciar, a pesar de lo dicho anteriormente, a ser original, nuevo, atrayente, impactante, cuestionador e interrogativo. Estas cualidades oratorias pueden lograr que nuestras aburridas homilías comiencen a cobrar interés para la gente. Y por lo mismo el predicador debe cultivarlas, sin hacer de ellas el centro, pues lo central es lo que se comunica. No es fácil la originalidad y la novedad. Parecemos cansados al predicar y predicamos un mensaje viejo, por más que prediquemos la Buena Noticia y la Novedad radical que es Cristo. Saber encontrar la novedad del fondo nos ayudará a encontrar la originalidad en la forma.

5) Hay que hacerse oír y entender (¿es necesario decirlo? Parece que sí). Un porcentaje elevado de predicadores no se dejan entender. Sus palabras se pierden en el ruido de una mala sonorización, por el mal uso del micro, por una mala vocalización, por la afluencia de niños de corta edad o por el ruido de la calle (las puertas no tienen por qué estar abiertas sino antes y después de la celebración litúrgica). Todo esto hay que tenerlo presente a la hora de predicar, no sea que prediquemos en vano. Por otro lado, el lugar de la predicación será aquél desde donde a uno se le ve y se le oye mejor. Pero hay que procurar que la sede de la palabra, el ambón, tenga estas características.

6) La homilía no debe ser larga. No debe cansar al auditorio y por lo mismo no debería nunca pasar de diez minutos aproximadamente, aunque si es más corta, mientras sea sustanciosa, los fieles lo agradecen incluso. Claro está que en esto la norma no puede ser tajante: mientras un predicador cansa al minuto de hablar, otro puede tener a la asamblea atenta durante un buen cuarto de hora. Pero aun así hay que recordar que la homilía es parte de un todo y que es mejor dejar tiempo abundante para la liturgia de la palabra y la liturgia eucarística (ambas exigen tiempo para los cantos, las moniciones, la oración y los silencios). En la práctica vemos que la introducción del principio de la misa (en donde se acumulan demasiados cantos) y la homilía se llevan una porción excesiva de tiempo en desmedro de las dos partes principales de la celebración.

7) Una manera de comprobar la atención de los fieles es darse cuenta si durante las pausas de la predicación hay silencio en la Iglesia. Para ello hay que pasear también la vista por todo el auditorio y no predicar sólo a los que tengo en primera fila, a los de un lado o con la mirada en blanco. Si no hay silencio es probablemente señal de que el sermón no interesa... hay que corregir rápidamente el rumbo y no persistir en la forma comenzada. Si el sermón ha sido de interés para la asamblea, ésta es capaz de guardar unos minutos de silencio reflexivo después de la homilía. En nuestra liturgia de la palabra y en nuestra liturgia eucarística faltan momentos de silencio, no porque no, estén indicados en las rúbricas, sino porque no se observan en la práctica.

8) Uno debe producir el sermón a medida que habla: lo modifica, lo construye, reflexiona con el auditorio, hace como si fuera uno de ellos, inquiere como pastor, comprende, amonesta, se pone en' la piel del extraño (el de la calle, el no creyente), se cuestiona como un cristiano más. Evita hablar «tamquam auctoritatem habens» por más que la tenga... Todo esto exige una actitud especial, indecible, que sólo puede crear la presencia del auditorio y la compenetración con el mismo.

9) El estilo de la predicación debería ser de tal tipo que permitiera la intervención de un oyente (aunque sólo fuera hipotéticamente) como pregunta o como discrepancia. Es de gran impacto encajar bien la intervención inesperada (si es esperada es muy fácil) con serenidad, con una invitación a reformular la pregunta desde el micro o repitiéndola y explicitándola el mismo predicador para el resto del auditorio. Jamás debe uno sentirse herido, molesto, ponerse nervioso o ironizar, aunque se trate de una zancadilla. Repito que esto en ciertos ambientes no suele pasar, pero debería poder pasar si nuestras homilías fueran esto: homilías, conversaciones en familia. En la homilética de los Santos Padres los fieles a veces intervenían, y fundamentalmente conformaban el mismo tipo de asamblea que las de hoy. Hay muchas maneras de responder a la posible interpelación de un oyente: aceptar la corrección si se trata de una discrepancia y es justa, contestar con una explicación, invitar a una conversación privada en otro momento, permitir que el interpelante exponga su punto de vista, su experiencia, etc..

10) El principio y sobre todo el final de la homilía deben estar bien preparados. Hay que evitar los principios demasiado trillados (frases de arranque estereotipadas, el santiguarse cada vez: ¿por qué hay que santiguarse si se ha hecho al principio de la misa? ¿No da la impresión de que va a comenzar un sermón clásico misional de estos que no tenían otro arranque por ser el principio de la reunión?). En cuanto al final, un aterrizaje seguro, sin andar divagando o, para seguir la metáfora, sin andar planeando durante minutos en busca de pista (cosa muy desagradable para todos) es de gran impacto . A veces un interrogante sin respuesta, una pregunta que invite a la reflexión es mejor que unas frases demasiado redondeadas.

VII. HOMILIA Y LECCIONARIO

            El que predica la homilía debe tener un buen conocimiento de los leccionarios. Esto vale especialmente para los leccionarios de la misa; pero también para los leccionarios de los sacramentos: Un cierto conocimiento de cómo han sido compuestos y de cómo se desarrollan a lo largo del año o de los años y, en el caso de los sacramentos, dentro de cada sacramento y de cada celebración, es necesario para la predicación homilética.
            No es mi función hacer aquí una presentación de los leccionarios. Nos baste recordar lo siguiente:
            Hay un leccionario de los sacramentos y un leccionario del misal.
            Para los sacramentos: Cada sacramento presenta una serie de lecturas, con sus aclamaciones y salmos, que pueden ser combinados por el que preside la celebración (en número de tres, dos o incluso una). Esta combinación y disposición queda, salvados los grandes principios litúrgicos, a la discreción del que preside la celebración. Es evidente que no cualquier combinación es correcta y acertada. Habrá que procurar que aparezcan un mismo mensaje en diferentes formas, así como su anuncio en el Antiguo Testamento, su cumplimiento en Cristo y su realización en la Iglesia. Los cantos interleccionales tienen también su importancia para las lecturas y para la homilía.
            Para el misal: El leccionario del misal comprende dos partes distintas, casi independientes: el leccionario de los domingos y fiestas y el leccionario ferial. El motivo de esta división es sobre todo pastoral. En efecto, la mayoría de los fieles participa en la Eucaristía únicamente los domingos y fiestas de precepto y por ello se ha procurado seleccionar lo mejor de la Biblia en el leccionario de domingos y días festivos.
            Los domingos, fiestas del Señor y las solemnidades, comportan tres lecturas. Por regla general la primera es del Antiguo Testamento, la segunda del Apóstol ‑Epístolas, Hechos, Apocalipsis‑ y la tercera es siempre evangélica. Con este orden de lecturas aumenta la fuerza catequética de la Palabra de Dios, ya que así puede ponerse de relieve la unidad interna de los dos Testamentos y de la historia de salvación, cuyo centro es Cristo en su misterio pascual. En las fiestas y solemnidades y en los domingos de Adviento, Navidad, Cuaresma y Pascua las tres lecturas suelen tener una relación bastante estrecha. No así en los domingos ordinarios.
            No basta, por otro lado, poner atención a las tres lecturas de un día. Hay que poner atención muy espe­cialmente también a la continuidad de un autor a través de los domingos. De hecho en lo domingos del tiempo ordinario el evangelio y la segunda lectura (del Após­tol) en los tres ciclos son semicontinuos; la primera lectura está seleccionada o escogida en relación con el evangelio. Lo que quiere decir que no hay que buscar fáciles concordismos entre las tres lecturas. Dado que la segunda lectura (del Apóstol) es semicontinua y suele ir tomando los mejores pasajes de las cartas paulinas y otras, hay allí una cantera insospechada de profundización bíblica.
            Pero si se comenta la epístola, hágase en general durante un período de tiempo largo (no un solo domingo) e incluso durante todo un cielo anual del tiempo ordinario. Esto puede tener razón de ser sobre todo en ambientes preparados, por ejemplo, en una co­munidad religiosa. Supone una asamblea estable y, por supuesto, un mismo predicador (o varios, con tal de que se hayan puesto de acuerdo).
            El cielo ferial del leccionario es de dos años para la primera lectura (semicontinua). El evangelio es igual para los dos años. Esto quiere decir que la primera lectura (muy variada y completa a lo largo de los dos años), puede dar pie a una sencilla homilía o comentario homilético que vaya explicando a lo largo de los días los diversos libros de la Biblia a los fieles que asisten cada día a la misa. Tampoco en este caso habrá que buscar síntesis artificiosas entre la primera lectura y el evangelio. En los tiempos fuertes hay a veces una mayor un¡dad.
            Podríamos sintetizar lo que se debe tener presente a propósito del leccionario, diciendo lo siguiente:
            ‑ Se debe escoger sólo una de las tres lecturas como núcleo referencial de la predicación homilética. No querer comentar las tres (aunque se puede y conviene hacer alusión a las tres).
            ‑ No se deben aceptar fáciles concordismos ni síntesis artificiosas entre las lecturas, sobre todo cuando el leccionario no ha pretendido una unidad estrecha. Esto vale sobre todo para los domingos ordinarios y para los días feriales del tiempo ordinario. Para las grandes' fiestas y para los domingos principales del año litúrgico la unidad en muchos casos está pretendida y es más patente.
            ‑ Se debe conocer y examinar el leccionario no sólo «verticalmente» (las lecturas de un día), sino también «longitudinalmente» (el ciclo, la lectura semicontinua
            • incluso continua de un libro durante varios domingos
            • varias semanas).
            El salmo responsorial y los cantos interleccionales pueden en ocasiones servir de clave de interpretación y aun de comprensión de los textos de un día incluso pueden ser tema nuclear de la predicación. Ciertas frases poéticas o profundamente humanas de los salmos pueden sintetizar la riqueza bíblica de toda una misa.
            ‑ La falta de atención a la estructura interna del leccionario, la falta de atención al evangelista que se lee en cada ciclo o a los autores y sus cartas, en una palabra, al texto bíblico, puede ser causa de que en lugar de interpretar correctamente los mensajes en su contexto bíblico (p. ej., la serie de parábolas del Reino del cap. 13 de Mateo) se interpreten en clave moralizante e individualista (al perder la perspectiva bíblica de que se trata de parábolas del Reino, en el caso aludido). Con ello, el estilo de predicación de corte moralista que parecía superado, es recuperado de nuevo a pesar de la riqueza temática que ofrece el leccionario.
            ‑ Antes de comenzar la lectura de un autor durante una serie de días o domingos se podría presentar el autor (o el libro), por lo menos en ambientes estables y deseosos de progresar en el conocimiento de la Biblia.

VIII. OTRAS CONSIDERACIONES SOBRE LA HOMILIA

            Tal como hemos indicado más arriba, la homilía debe hacerse todos los domingos y fiestas de precepto; es una parte de la celebración eucarística que sólo por motivos graves puede ser omitida en tales días, desde el Concilio Vaticano II. Debe también figurar de ordinario en las celebraciones de los sacramentos. Es lógico que así sea por tres motivos: a) porque la Palabra de Dios si no es aplicada al hoy de nuestras vidas, se queda como a medio camino; b) porque la celebración (el rito) no cobra todas sus potencialidades si no es por medio de la palabra de la fe y de su interpretación homilética que dispone para el gesto sacramental; c) porque en los días festivos y en las celebraciones sacramentales está la comunidad eclesial reunida y con razón espera de sus jefes una palabra de orientación y de aliento.
            Decir que los domingos y días de precepto debe haber homilía en la misa no es, por supuesto, decir que no ha de haberla en las otras celebraciones eucarísticas. Muy al contrario. La Constitución sobre Sagrada Liturgia y la Ordenación General del Misal Romano la recomiendan para todos los días. Sin atenerse a todas las características de una homilía dominical, un breve comentario homilético, familiar, profundo y sencillo a la vez, gusta mucho a los fieles que asisten diariamente a misa, a los que acuden con motivo de un funeral (cuánto bien se puede hacer en tales momentos!), a los que ocasionalmente se acercan a nuestras iglesias, a los grupos de juventud, etc.. Es una magnífica ocasión para instruir, para catequizar, para evangelizar, para llegar al corazón de los fieles. Unas sencillas palabras durante dos o tres minutos son suficientes en es‑tos casos.
            La homilía corresponde al sacerdote (excepcionalmente y en su ausencia al diácono) y más concretamente al que preside la celebración. Por esto no es aconsejable que la tenga un concelebrante u otro sacerdote distinto del, que preside la celebración en una eucaristía ordinaria o en una administración de algún sacramento. Si leer el evangelio no es un oficio presidencial, la homilía, en cambio, es tarea presidencial. Y es lógico que así sea, porque resume toda la liturgia de la palabra y el mensaje de Dios a una asamblea, y porque ilumina con luz nueva la celebración del rito.
            Este principio, que hay que respetar, admite acomodaciones. Así, en las misas para niños, sobre todo las que se celebran entre semana para ellos, está permitido según el directorio para este tipo de misas, que la homilía sea presentada a los niños por otra persona distinta del que preside si éste no se considera capaz de hablar a los niños de forma acomodada a ellos. Es evidente que se trata de un caso más bien raro. Aun entonces, convendrá que el sacerdote que preside la eucaristía inicie y concluya la predicación.
            Es también normal que en el caso de los niños haya un verdadero diálogo en el que intervengan ellos. Lo importante en todos estos casos es que los niños lleguen a entender y captar el significado de los textos bíblicos. Y sabemos que los niños son capaces de escuchar con tal de poder intervenir con preguntas y respuestas.
            En ambientes sobre todo pequeños, de gente sencilla y poco preparada para escuchar una homilía, convendrá acomodarse a las circunstancias. Convendrá algunas veces hacer preguntas y escuchar las respuestas; será necesario ir creando un clima de calor humano y de intercomunicación familiar. Recuérdese lo que ya hemos dicho anteriormente: que los Santos Padres, maestros en el arte de predicar, permitían en sus homilías, de vez en cuando, intervenciones y preguntas de los fieles. Eso no, es contrario al principio de que la homilía la ha de hacer el que preside o al menos un sacerdote. Sí es contrario a este principio dejar la homilía en manos de los fieles y, en consecuencia, no ser el autor y perder el control de la misma.

IX. CONCLUSION

            Antes de terminar esta exposición debe quedar claro que la homilía es parte de un todo y de un todo litúrgico. No es ni lo único ni lo principal en la celebración litúrgica. El culmen debe darse en la eucarística o en el sacramento. La liturgia de la Palabra debe precederla, prepararla y celebrarse adecuadamente: con una introducción ágil, segura, dando importancia a las lecturas, en especial al Evangelio, y dando también importancia a las respuestas por parte de los fieles (silencios de meditación, cantos interleccionales, aclamaciones, etc.). En otras palabras, la celebración tiene un RITMO y la homilía no debe romperlo. En resumen, la primera parte de la celebración debe conducir a la homilía y ésta debe ser de tal tipo que provoque un CRESCENDO en la intensidad de la celebración durante la acción eucarística o sacramental, que no debe decaer ni ser despachada atropellada o precipitadamente.
            Hasta aquí he intentado presentar todo aquello que me parece necesario para preparar una homilía y para presentarla convenientemente a los fieles.‑ Faltaría la práctica. Echándose al agua se aprende a nadar. Preparando homilías, ensayándolas y predicándolas se aprende a ser un buen homileta.
            Una última consideración: con razón se dice hoy que lo único del presbítero no es presidir la celebración de los ritos sagrados. Juntamente con ésta, una de sus principales funciones, es de predicar la Palabra de Dios Dicha predicación lo asemeja a los profetas; mejor dicho, lo hace continuador y ministro de Cristo Profeta. Predicar la Buena Noticia, hablar a los hombres las palabras de Dios, iluminar las situaciones vitales a la luz de Cristo, es algo que ha dado sentido al profetismo de todos los tiempos y es algo que ha de dar sentido al presbítero en su misión profética.


    [1]JESUS SOLANO, Textos Eucarísticos Primitivos, BAC, Madrid 1952, t. 1, p. 63.
    [2]Nuevo Código de Rúbricas del Breviario y del Misal, n. 474.


Las fuentes de la homilía I (Introducción)

Hablo como laico. Nunca, por tanto, he predicado una homilía. No tengo ese munus docendi y soy consciente de lo fácil que es hablar viendo 'los toros desde la barrera'. Tampoco quiero hacer crítica fácil, como de lambida.
En la exhortación apostólica postsinodal Sacramentum caritatis, el Santo Padre Benedicto XVI, recordando la Propositio 19, decía:
En particular, por lo que se refiere a la relación entre el ars celebrandi y la actuosa participatio se ha de afirmar ante todo que «la mejor catequesis sobre la Eucaristía es la Eucaristía misma bien celebrada». En efecto, por su propia naturaleza, la liturgia tiene una eficacia propia para introducir a los fieles en el conocimiento del misterio celebrado.
Aunque no se menciona explícitamente, como se puede deducir de estas palabras, la misma homilía no es ella, en sí misma, catequesis. Pero sucede que a veces, bien por una excesiva duración, bien porque no se centra en el núcleo de las lecturas y la eucología, la homilía más bien puede entorpecer el desarrollo de esa 'catequesis' especialísima que es la Eucaristía misma bien celebrada. Aquí nos proponemos dar unas pistas claras y concisas de cuáles han de ser las fuentes principales de la predicación en el momento que para ella se ha reservado durante el transcurso de la Misa. Agradezco de antemano la reflexión de estas pistas a mi querido profesor Don Félix María Arocena, a quien, de un modo más sucinto, se las escuché en una de sus clases sobre la asignatura Teología de la bendición y de la súplica, en la Universidad San Dámaso de Madrid. Las fuentes de la homilía I (Introducción)
Púlpito de la Catedral de Pisa,


Las fuentes de la homilía II

Cómo preparar las homilías

La homilía como liturgia

El ministerio de la homilía, como ministerio en sí mismo, es diakonía. Esto debe quedar claro, como también debe quedar clara la naturaleza litúrgica de la predicación expresada en toda homilía. Ella es, por tanto, diakonía y leitourgía: servicio cultual. Para exponer todo esto adecuadamente publicaré por partes el artículo que presenté a Don Germán Martínez para el tema Palabra de Dios en la celebración eclesial. Ordo lectionum missae (OLM). Lo veremos en esta y en las próximas entregas.


1 - ¿Es la homilía ‘liturgia’? Planteamiento del problema y análisis de su repercusión eclesial


San Jaime de la Marca,
o san Jaime de Monteprandone
(c. 1394-1476)
El encabezado que preside estas líneas introductorias, formulando una pregunta así, simplemente pretende suscitar interés, remover, introducir a la reflexión, inculcar, en fin, que el ministerio de la predicación es de capital importancia en la vida de la Iglesia. Pero, para dar comienzo a nuestra exposición, será mejor que acudamos al testimonio de un gran santo predicador, san Jaime de la Marca [1]:
«¡Oh regalada y augusta Palabra de Dios! Tú iluminas los corazones de los fieles; tú consuelas a los tristes; tú colmas de bondad a las almas y desarrollas en ellas todas las virtudes; tú arrebatas de las fauces del enemigo a los pecadores, justificas a los impíos, y a los mundanos los haces santos. ¿Dónde te sientes llamado a ser santo? En la predicación. ¿Cuándo te dispones a llorar tus pecados? Acudiendo a la predicación. ¿Cómo te mueves a perdonar las injurias? Con la predicación. ¿En qué instante refuerzas tu voluntad? Al escuchar la predicación. ¿Por qué te hiciste paciente y ganaste tu alma, que se precipitaba hacia el mal? Por acercarte a la predicación. ¿Cómo adquiriste el conocimiento de Dios? Por la predicación. ¿Por qué se mantiene la fe en el pueblo? Por la predicación. ¿Qué extermina la herejía y destierra el error? La predicación. ¿A qué envió Cristo a los Apóstoles? A predicar. ¿Quién siembra la gracia y la virtud en las almas? La predicación. ¡Oh celestial palabra de Dios, más preciosa que el oro! Tú eres el sol que alumbra a toda la tierra».
Más allá de la fuerza retórica con la que vienen cargadas estas palabras, se contiene en ellas una gran verdad. Desgraciadamente, si las llevásemos siempre con nosotros anotadas en un papel, con el fin de releerlas una y otra vez después de cada ocasión en la que escuchásemos una homilía, notaríamos con demasiada frecuencia cierto desánimo, quizá decepción, al comprobar la falta de correspondencia entre lo que acabamos de oír y lo contenido en esta pequeña cita.


Ciertamente, en lo que se refiere a la misma Palabra de Dios contenida en la Escritura, ella posee por sí sola una dynamis que es la acción del Espíritu. Esto significa que estamos ante Dios mismo. Se trata de algo insuperable. Puede decirse que ella –la Escritura proclamada en la liturgia– actúa también ex opere operato. Lo comprobamos con frecuencia: una monición a la lectura de la Palabra, una homilía, una catequesis, siempre se habrán de medir con la Palabra. Ha de estar a su servicio, pues toda predicación es diakonía: está al servicio de Cristo [2], también presente en la Escritura (según la conocida cita de Sacrosanctum concilium 7 sobre los distintos modos de presencia de Cristo en la Iglesia y en su liturgia). Así, toda predicación atiende a las necesidades del pueblo de Dios que escucha. En esto, las palabras de Jaime de la Marca no fallan.


Mas en lo que atañe a la predicación, ¡qué rematadamente mal se lleva a cabo tantas y tantas veces! El desconocimiento de los Padres, de los mínimos rudimentos filosóficos y aún teológicos, la exposición zafia de teorías meramente personales, carentes de toda falta de contraste, la divagación sin objeto, la ignorancia de la teología litúrgica, la esquizofrenia entre ‘lo que se vive’ y ‘lo oficialmente establecido’, la grave y completa desconexión entre lo que se predica y la eucología del día, etcétera. Es más, muchas veces la homilía parece ser la única 'vía de escape' que encuentran algunos para expresar lo que a su individualismo le parece, casi como si por todos los demás flancos uno se sintiera constreñido, asediado y obligado a seguir ‘el patrón de la rúbrica’. Esto, cuando no ya se termina capitulando, para pasar entonces a componer las propias oraciones, a retocar la plegaria eucarística, a sacar la carpeta personal de nuestras redaccioncitas inspiradas en el tiempo libre, e, incluso, a sustituir la lectura de la Palabra de Dios por otros textos, los cuales, para más inri, encima son de baja estofa y literariamente pésimos. No exagero: estos ojos lo han visto y estos oídos –los del que esto escribe– lo han oído: en este Madrid, no hace diez ni quince ni veinte años: en los últimos meses, antesdeayer, podría decirse. ¿Quién controla esto? Si el pueblo fiel estuviera instruido, se dirigiría al sacerdote para hablar con él de lo que acaba de suceder, pero al concluir tales celebraciones, puede ser que nadie haya notado nada extraño. Digo ‘puede ser’ porque en muchos otros sitios sí sucede que alguien se acerca para tan fecundo diálogo. Todos podríamos contar algún caso similar, con anécdotas que se moverían dentro del arco que va desde la simple ocurrencia hasta la falta grave e insostenible. Es curioso que un caldo de cultivo tristemente fecundo lo constituye la celebración de bodas bautizos y comuniones. En esto, las palabras de Jaime de la Marca constituyen un acicate de denuncia y esclarecen un dilema sobre el que pensar nuestra predicación de hoy.


En el fondo, la clave del texto con el que comenzamos está en que la predicación ha de tener siempre el referente objetivo de la Palabra de Dios, desplegada en la Escritura y la Tradición. No por casualidad, en las palabras de san Jaime se observa un nexo esencial: que la predicación siempre ha de estar referida al acontecimiento-Cristo Jesús, el Hijo, Palabra eterna del Padre, y, así, ha de estar inserida en el contexto de la historia salutis. Todo lo demás no es que sea predicación más o menos mala, sino que no es predicación, sencilla y llanamente, en el sentido recto de la palabra.


Esto no elimina la posibilidad de gradación en la calidad de una homilía o de una catequesis. De la monición breve más sencilla a la altura mistagógica de las catequesis de san Cirilo de Jerusalén, hay una distancia, como es evidente. Lo importante es que esa distancia no consista en el error. Dicho de otro modo: siempre tendrá que haber homilías mejores que otras, pero todas habrían de ser buenas. La mejor reflexión teológica, el más elevado discurso catequético, siempre quedarán enanos ante la majestad de la grandeza de Dios. El propio santo Tomás de Aquino, según cuenta la tradición, pretendía quemar todos sus escritos tras la visión mística que vivió el día de la fiesta de san Nicolás –6 de diciembre– del año 1273 [3].


Además, por otra parte, la crítica no puede centrase en lo que nos gusta o conecta mejor con nuestros intereses. Escuchar a otro supone siempre salir de uno mismo, abandonar el criterio personal a la virtud de la magnanimidad, es decir, no ser estrecho de miras. Escuchar es también, en fin, una metanoia. No siempre todo ha de agradarnos ni seguir el dictado de nuestra complacencia, sencillamente porque no puede, como tampoco nuestro interés puede salvarnos. Conviene fijar la mirada en lo absoluto, para no perder el norte. San Juan de la Cruz lo expresa muy bien en sus Cautelas, cuando advierte:
«[…] Aunque vivas entre ángeles te parecerán muchas cosas no bien, por no entender tú la substancia dellas. […] Aunque vivas entre demonios, quiere Dios que de tal manera vivas entre ellos, que ni vuelvas la cabeza del pensamiento a sus cosas, sino que las dejes totalmente, procurando tú traer tu alma pura y entera en Dios, sin que un pensamiento de eso ni de esotro te lo estorbe» [4].
Planteada entonces la cuestión con la que abríamos este artículo, acerca de si la homilía es o no 'liturgia', veremos en el próximo post algunas orientaciones magisteriales que aclararán con creces cualquier duda.

NOTAS
[1] San Jaime de la Marca (c. 1394-1476). La Iglesia celebra su memoria el 28 de noviembre. Sus restos reposan y se veneran en la iglesia de Santa María Nova, en Nápoles.
[2] Cf. CIC cc. 528 § 1; 767 § 2; son referencias expresas, pero ver también el tenor de los cánones 762-764).
[3] Respecto a lo de pretender ‘quemar’ sus escritos no hay claridad, lo que sí es cierto es que tras ese día le fue imposible seguir escribiendo: «Después de lo que el Señor se digno revelarme el día de san Nicolás, me parece paja todo cuanto he escrito en mi vida, y por eso no puedo escribir ya nada más». Murió tres meses después. Como apunta Frederick Copleston: «Aunque no permitiera su devoción y amor que se manifestaran en las páginas de sus escritos académicos, sus éxtasis y su unión mística con Dios en sus últimos años testimonian el hecho de que las verdades sobre las cuales escribió fueron las realidades por las cuales vivió». Frederick Copleston s. i., Historia de la Filosofía, vol. II: De san Agustín a Escoto, Ariel, Barcelona 21974, p. 300.
[4] San Juan de la Cruz, Cautelas, § 9. El santo carmelita dejó escritas nueve cautelas, tres por cada uno de los enemigos del alma; pertenece la que citamos a la tercera cautela contra el mundo. En Id.Obras completas, edición crítica de Lucinio Ruano de la Iglesia o. c. d., BAC, Madrid 2002, p. 183.

Las fuentes de la homilía III



Seguimos con la serie de artículos Las Fuentes de la Homilía


Algunas orientaciones magisteriales

Resituadas en el contexto de nuestro debate, las Cautelas sanjuanistas que citábamos en la anterior entrada serán, seguro, de muy buen provecho para el que desee ser buen oyente. Pero, ¿puede dejarse el ministerio de la homilía al arbitrio de la improvisación? Peor aún, ¿puede serlo a merced de la opinión personal? ¿Qué significa que la homilía constituya un ‘ministerio’? ¿Forma parte de la liturgia? Todo ministerio indica un servicio, una diakonía. La homilía sirve, junto con la acción catequética de la Iglesia, para anunciar la Palabra de Dios en toda su integridad y riqueza, y para adoctrinar en las verdades de la fe [1]. Si acudimos al texto de Sacrosanctum concilium 52 leemos una ‘noción’ de homilía muy iluminadora [2]. La reproducimos a continuación en su integridad:
«Se recomienda encarecidamente la homilía como parte de la misma liturgia; en ella, durante el curso del año litúrgico, a partir del texto sagrado, se exponen los misterios de la fe y las normas de vida cristiana; más aún, no debe omitirse, a no ser por una causa grave, en las misas que se celebran los domingos y fiestas de precepto con asistencia del pueblo».
Cuatro cosas pueden advertirse de estas palabras: 1-la recomendación encarecida de la homilía, que pasa a ser deber grave en el caso del domingo y las fiestas de precepto [3]; 2- la situación de la homilía como parte de la liturgia; 3- la doble referencia al ciclo del año y a la Escritura; -4- y finalmente la definición de este último doble marco como clave de referencia dogmático y moral («los misterios de la fe y las normas de vida cristiana») [4]. Podría decirse que estos cuatro parámetros son irreductibles e irrenunciables. El despliegue de una reflexión en torno a ellos daría, qué duda cabe, materia más que suficiente para una tesina. Pero lo que nos interesa es reseñar que, en torno a ellos, la homilía queda situada en su justa y adecuada naturaleza. Por tanto, concediendo que no es lo más importante de la celebración eucarística [5], la homilía es la forma de predicación más destacada [6].


Es muy a tener en cuenta, además, lo que indica la instrucción Inter œcumenici en su número 54:
«Bajo el nombre de homilía, que ha de hacerse sobre un texto sagrado, se entiende la explicación, bien sea de las lecciones de la Sagrada Escritura, bien sea de otro texto tomado del ordinario o del propio de la misa del día, teniendo en cuenta tanto el misterio que se celebra como las necesidades peculiares de los oyentes» [7].
Queda claro que la homilía puede hacerse sobre un texto sagrado, entendiendo dentro de esta nomenclatura tanto la Sagrada Escritura –especialmente el Evangelio del día sobre el que se va a predicar, tal y como es más habitual– como algún otro texto del ordinario o del propio de la misa. Esto es de gran interés para hacer llegar al pueblo cristiano la inteligencia del rico patrimonio eucológico de la Iglesia, la explicación de los gestos y el sentido mistagógico de todo ello. La homilía puede entonces seguir también el fecundo camino del principio que discurre en sus análisis según la expresión per ritus et preces.

Finalmente, otro texto paradigmático es el de la Instrucción Ecclesiæ de mysterio en su número 3 [8]. En él se indica una distinción entre homilía dentro de la misa y homilía fuera de la misa, basándose en la disposición del c. 766 del CIC, donde se afirma que «los laicos pueden ser admitidos a predicar en una iglesia u oratorio […]». En la edición del Código preparada por la Universidad de Navarra el comentario de este canon dice así:
«Para apreciar mejor el carácter excepcional de la predicación que este canon contempla debe tenerse en cuenta la estrecha relación existente entre la predicación y la eucaristía: «La eucaristía aparece como la fuente y la culminación de la predicación evangélica» (Presbyterorum ordinis 5). De ahí que sean los ministros de la eucaristía quienes, en principio, tienen derecho o están facultados para predicar (cf. cc. 762-765)» [9].
Así, dentro de la celebración eucarística, y como parte por tanto de la liturgia, el ministerio de la homilía corresponde sólo a los ministros ordenados; pero fuera de ella es posible, por parte de los fieles no ordenados, la predicación dentro de una iglesia u oratorio.

NOTAS
[1] Cf. Código de Derecho Canónico (=CIC) c. 528 § 1.
[2] Ésta, más tarde fue elevada al status de ‘definición’ por la Instrucción Inter œcumenici en su número 54, de 26-XI-1964 (AAS 56 [1964] 877-900): «Bajo el nombre de homilía, que ha de hacerse sobre un texto sagrado, se entiende la explicación, bien sea de las lecciones de la Sagrada Escritura, bien sea de otro texto tomado del ordinario o del propio de la misa del día, teniendo en cuenta tanto el misterio que se celebra como las necesidades peculiares de los oyentes».
[3] Cf. CIC cc. 528 § 1; 767 § 2; como referencias expresas, pero ver también el tenor de los cc. 762-764.
[4] Cf. DV 7, donde se afirma que Cristo «mandó a los Apóstoles predicar el Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta» (la cursiva es nuestra). Este texto conciliar remite a su vez a Mt 28, 19-20; Mc 16, 15; y al Concilio de Trento: Decreto De canonicis Scripturis: DENZ. 783 (1501).
[5] Este tema me lo sugieren las sabias palabras de un amigo, presbítero. Él advertía con naturalidad del riesgo que hay en exagerar la importancia de la homilía, dado que, por ser un servicio, es menos que la Palabra de la Escritura proclamada, que los textos eucológicos orados y, por supuesto, que la presencia real de Jesús en la Eucaristía.
[6] Cf. CIC c. 767 § 1; las ideas que hemos señalado de SC 52 son recogidas, una a una, por el presente canon.
[7] Vid. nota 2.
[8] Instrucción Ecclesiæ de mysterio, de 15-VIII-1997 (AAS 89 [1997] 867ss.).
[9] INSTITUTO MARTÍN DE AZPILCUETA (ed.), Código de Derecho Canónico, Eunsa, Navarra 62001. El comentario es del Dr. Eloy Tejero, profesor ordinario de Historia del Derecho Canónico de la Universidad de Navarra.
 
 
 

Las fuentes de la homilía IV (final)

Cerramos esta serie dedicada a la homilía con una propuesta:
Por una praxis metódica en la preparación homilética: la scrutatio Scripturæ
Dada «la inseparable unidad entre predicación, Biblia y liturgia» [1], la preparación de la homilía debe buscar su cerne en estos polos. Nuestra propuesta seguirá esta línea. Así, las fuentes de la predicación han de ser –tomando como centro el domingo–: La Palabra de Dios (lecturas del día, con el Responsorial) La oración colecta El versículo del Aleluya Oración ‘super oblata’ El prefacio Oración ‘postcommunio’ Las antífonas dominicales de los cánticos evangélicos Benedictus y Magnificat El resto del antifonario del Oficio del día y las lecturas del Oficio de lectura Las fuentes de la homilía IV (final)
Scrutatio Scripturæ: fuente de oración eclesial


De este modo se aúnan en una sola visión todos los elementos que componen la celebración. A su vez, todo ello se contempla dentro del marco que constituye lo que llamamos Ciclo del año, que es el mejor plan pastoral que toda parroquia puede tener. En él se ofrece el curso de lo que la Iglesia universal siente y está celebrando, en él somos insertados como en la corriente del ‘río celebrativo’ que fluye constantemente, y del cual somos partícipes. Particularmente, conviene preparar la lectura de la Escritura con detenimiento y meditada oración. Por sí sola, la tarea se centrará en los textos propuestos por el Ordo lectionum Missæ [2], tal y como se presentan a lo largo de los domingos y demás días del año; pero a la vez esta misma tarea se realiza a la luz del resto de elementos arriba detallados. No es una contemplación de las lecturas como si éstas constituyeran un monolito aislado o fuesen en sí mismas un absoluto desligado del hoy. En este aspecto, el de la Palabra viva para todo hombre de todo tiempo, precisamente, se entienden las palabras del patriarca ecuménico Bartolomé I pronunciadas el pasado octubre de 2008 en el Sínodo de los Obispos dedicado a la Palabra de Dios (octubre de 2008) [3]:
«Por lo tanto, en el contexto de la fe viviente la Escritura es el testimonio vivo de la historia vivida respecto a la relación del Dios viviente con un pueblo viviente. La Palabra que habló a través de los profetas (Credo Niceno-Constantinopolitano), habló para ser escuchado y tener efecto. Es primordialmente una comunicación oral y directa diseñada para beneficio de los seres humanos. El texto escriturístico es, por lo tanto, derivado y secundario [4]; sirve siempre a la palabra hablada. No se transmite mecánicamente, sino que se comunica de generación en generación como una palabra viva. A través del profeta Isaías, el Señor promete: “Como descienden la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra… Así será mi palabra, la que salga de mi boca […] y allá cumplido aquello a que la envié” (Is 55, 10-11)».
Pueden complementarse así dos polos: el del acercamiento de la Palabra proclamada al ‘hoy’ de los oyentes; pero también la comprensión por parte de éstos del contexto en el que los textos sagrados fueron acuñados, las motivaciones y sentimientos del hagiógrafo, y el hoy de los que entonces también fueron oyentes. Ambos polos adquieren su sentido y significación precisamente por su inserción en la realidad siempre presente de Dios: su Hodie salvífico [5]. La preparación de la lectura orada de la Palabra de Dios que va a ser celebrada ha de realizarse en el contexto de la lectio divina. Las lecturas serán abordadas gracias al manejo de una edición crítica de la Biblia [6] que proporcione los adecuados instrumentos y claves de exégesis, especialmente los así llamados paralelos. Así, según se van leyendo, pueden irse anotando los textos relacionados con las lecturas propuestas para ese domingo o feria en un cuaderno, en el cual vayan recogiéndose los paralelos de nuestras lecturas. De este modo, un posterior vistazo a esas notas ofrecerá rápidamente un panorama sucinto del contexto escriturístico de las perícopas cuyos paralelos hemos estudiado. A esta forma de escrutar las Escrituras le corresponde la mirada a los Padres –si es posible también copiando alguna de sus ideas– recogiendo así el testigo de la Tradición, tal y como pide la Dei Verbum. El contexto general quedará completo con el posterior acercamiento al fondo eucológico del día en el que se ve a predicar la homilía. Huelga decir que, sin desdeñar el planteamiento científico que supone esta dinámica, ella no sería nada sin espíritu de oración. La realización de esta tarea en un aula en la que se disponga de la presencia eucarística es particularmente fértil. Escrutar la Escritura delante de la presencia real del Señor en las especies eucarísticas nos acerca también a aquello que debieron experimentar los discípulos de Emaús, cuando el Señor Jesús les expuso pródigamente las Escrituras, se las ‘abrió’ y les descubrió cómo se referían todas ellas a su persona. El pilar cristológico ha de ser una de las claves de esta espiritualidad oracional de la lectura escriturística. Y después ¿qué? Una vez se ha realizado este proceso, se habrá descubierto que la Escritura está viva, y que su contemplación supone el asombro contenido ante la multiplicidad de su enseñanza. Como un diamante que posee múltiples caras, una misma perícopa, un versículo, un pasaje más largo, la Escritura se nos ofrece en una integridad siempre nueva y enriquecedora. No es ahora el objeto de este trabajo, pero ya muchos otros han hablado de qué manera la Scriptura cum legente crescit [7]: desconocer esta máxima, o, mejor dicho, no haberla experimentado personal y vitalmente (aunque se desconociese su formulación exacta, tal y como la reproducimos aquí), es otra forma de decir con Jerónimo que ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo [8]. Este crecimiento en la inteligencia de la fe supone, por tanto, crecimiento del legente, según la Escritura va creciendo en él mismo por su meditación y por la profundización desarrollada en el espacio de la oración. Y esto es lo que la homilía tiene que dar a la asamblea de oyentes. El ministro, que se ha encargado de rumiar la Palabra, de contemplarla en el silencio y en el asombro, de crecer con ella, se dirige luego como de la fuente a los que piden agua, para dársela, para transmitir el humus de su propia oración, que ha de ser la oración de la Iglesia. La vida del predicador se convierte así en profunda diakonía: no estudia la Palabra por prurito academicista, no se hace amigo de los Padres para destacar en la medida rasa de la mera sabiduría humana. No, su existencia se convierte en pro-existencia, su acudir asiduo al tesoro de la Tradición y de la Escritura, hacen de él un lector con los ojos del Espíritu Santo: Él es el verdadero intérprete de la Escritura [9]. El principio de autoridad para mover a la fe que tiene el ministro de la homilía le viene de aquí: es la autoridad de la Iglesia, esposa de Cristo, la que mueve a creer, como dice Agustín:
«Ego vero Evangelio non crederem, nisi me catholica Ecclesiæ commoveret authoritas» [10].
Precisamente la predicación es de institución divina, es mandato expreso del Señor: Id y predicad… id y bautizad, van unidos (cf. Mt 28, 19; también Mc 16, 15 y Lc 24, 47-49). La predicación es ciertamente una tarea sagrada, y la asistencia del Espíritu la salvaguarda, pero hay que reconocer también que este estatus de la predicación ha de movernos a tomar en serio la gravedad de su importancia. Cuando la Escritura se lee es Cristo quien habla, como señala SC 7, y la predicación, que ha de beber de la Palabra, ha de ser consciente de esta realidad. Su predicar supone ‘prestar la voz a Cristo’, su preparación y desenvolvimiento no pueden abandonarse a la suerte de la inspiración infusa. Recorrer la historia salutis y, sobre todo, actualizar el misterio de Cristo, que es el objeto central de la predicación, son tareas graves de la misma. Esperamos haber podido contribuir a iluminar todo esto a través de estas pocas líneas. NOTAS [1] CIPRIANO VAGAGGINI O. S. B., El sentido teológico de la liturgia. Ensayo de liturgia teológica general, BAC, Madrid 1965. p. 804. allí se citan, a su vez, las palabras de Inter œcumenici 7: «Hay que procurar diligentemente que toda la pastoral esté debidamente relacionada con la sagrada liturgia y que, a su vez, la pastoral litúrgica no se desarrolle de una manera independiente y aislada, sino en íntima unión con las demás obras pastorales. Es particularmente necesario que reine una estrecha unión entre la liturgia y la catequesis, la instrucción religiosa y la predicación». [2] La lectura de las disposiciones de este Ordo es indispensable, y leerlo una sola vez es insuficiente. Lo encontramos al inicio del Leccionario, pues constituye sus prenotandos. [3] Sínodo sobre la Palabra de Dios, Roma, 5-26 de octubre de 2008. El patriarca Bartolomé I fue invitado expresamente, como representante de la Iglesia Ortodoxa, a pronunciar su alocución al término de las I Vísperas del Domingo XXIX del tiempo ordinario, el 18 de octubre de 2008, en la Capilla Sixtina. Sus palabras llevaban el título: La Sagrada Escritura en la tradición ortodoxa. [4] Esta audaz afirmación puede sorprender, pero léase a la luz también del conocido adagio de los Padres: Sacra Scriptura principalius est in corde Ecclesiæ quam in materialibus instrumentis scripta. Es este adagio reflejo de la necesidad de leer la Escritura en la Tradición viva de toda la Iglesia: cf. DV 12 § 3 y Catecismo de la Iglesia Católica (=CEC) 113. [5] Se trata del Hodie (cf. CEC 2659) en el que se hace presente el Señor a lo largo de toda la historia humana. [6] V. gr. la ‘Biblia de Jerusalén’ u otra edición crítica. [7] SAN GREGORIO MAGNO, Homilía VII sobre el libro de Ezequiel, libro I, PL 76, 843D: «[…] quia divina eloquia cum legente crescunt»; es citado por el Catecismo 94. Anteriormente, ya el monje Casiano († c. 432) había enseñado esta misma idea (CASIANO, Collationes, 14, 11, en Sources chrétiennes 54, 197: «Scripturarum facies cum proficiente proficiet»). [8] SAN JERÓNIMO, Commentariorum in Isaiam libro XVIII, prol., PL 24, 17B. [9] Cf. CEC 109-119, números estos que despliegan la enseñanza de DV 12. [10] SAN AGUSTÍN, Contra epistulam Manichoei quam vocant fundamenti, 5, 6, PL 42, 176. Cf. CEC 119.  Vid. VAGGAGINI, op. cit., p. 808s.
 
 

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