miércoles, 5 de septiembre de 2012

EL VATICANO II, TUMBA DEL RÉGIMEN DE CRISTIANDAD

Me agrada sobremanera abordar este tema cuando han pasado 50 años de la celebración del Vaticano II. Y me agrada porque soy uno entre muchos de los que hicimos del Vaticano II motor y referencia de nuestro vivir en la Iglesia. Fuimos partícipes de un acontecimiento que conmovió a la Iglesia católica y la puso ante los ojos del mundo entero.

El acontecimiento duró tres años (1962-1965) pero fue tal su incidencia que resultó imposible encerrarlo en el espacio de un corto tiempo o neutralizarlo por tendencias opuestas.

El ya largo posconcilio ha revelado todo lo que de positivo y antagónico había en la Iglesia. Como ya sabíamos, la reacción había de llegar, pues no todos –lo hemos visto y sufrido– estaban dispuestos a dejarse convertir por el espíritu y doctrina conciliar. Eran siglos de visión distinta, de doctrina uniforme, de ritos establecidos, de prácticas estereotipadas, de normas precisas, de sumisión incondicional, que copaban palmo a palmo el territorio de nuestra alma. Y el Vaticano II decretaba un reordenamiento.
El drama era inevitable para la mayoría que estaba educada para seguir como sagrados los dictados de una autoridad indiscutible. Pero la renovación, fermentando, había entrado también en la conciencia eclesial y estalló en el aula conciliar. La Iglesia, por más murallas que se levantasen, percibía los cambios de la modernidad, los nobles propósitos de las revoluciones, los logros de la ciencia, la confrontación de la nueva hermenéutica con el Evangelio y su radical requerimiento a cambiar y mudarse.
Las aguas no se han sosegado afortunadamente, siguen vivas, aun cuando remeros y navegantes de alto grado pretendan conducirlas a recintos estancados o hacerlas discurrir por otros cauces. La Iglesia es más grande que la Jerarquía y no pierde el caminar de la historia ni el espíritu del Evangelio. Siempre fue así, y pese a todo, resulta indomable el mensaje del Evangelio y las aspiraciones de la dignidad de las personas y de los pueblos.
Reivindicamos, pues, algo que nos pertenece por ley y por historia, por derecho y por espíritu. Sería una claudicación retornar a algo que tuvo sentido pero que no volverá. El Vaticano II empalma con la Tradición, pero no es el concilio de Trento ni el Vaticano I.
Y hay quien no se guarda de ocultar sus reticencias y críticas desenfadadas al Vaticano II como si fuera el causante del desconcierto y males actuales de la Iglesia. Fue Joseph Ratzinger, entonces teólogo y cardenal, quien en 1985 afirmó que “los veinte años del posconcilio habían sido decididamente desfavorables para la Iglesia”. Le llovieron réplicas, entre otras, la del teólogo E. Schillebeeckx: “Ahora parece que sea sólo el cardenal Ratzinger el único autorizado para interpretar auténticamente el concilio. Esto va contra toda la tradición. En este sentido afirmo que se está traicionando el espíritu del concilio“ (Soy un teólogo feliz, p. 42).
Todo lo dicho me permite suscribir como propias las palabras del recordado y querido teólogo José Mª González Ruiz: “El Vaticano II es la tumba de la cristiandad”. Sentencia confirmada por el teólogo J. B. Metz: “Hoy, la Iglesia se encuentra ante un cambio que, a mi juicio, es el más profundo de su historia desde la época primitiva. De una Iglesia de Europa (y de Norteamérica) culturalmente más o menos unitaria y, por lo tanto, monocéntrica, la Iglesia está en camino hacia una Iglesia universal, con múltiples raíces culturales y, en este sentido, culturalmente policéntrica. El último concilio puede entenderse como expresión institucionalmente manifiesta de este paso” (Cfr. Concilium, Unidad y pluralidad: problemas y perspectivas de inculturación, nº 224, julio 1989, p. 91).
PARA COMPRENDER LO QUE ESTÁ PASANDO EN LA IGLESIA
No veo complicado explicar lo que en las últimas décadas está sucediendo en la Iglesia, si presentamos debidamente el escenario histórico de los hechos y logramos relacionar el desenvolvimiento actual con el pasado.
La historia de la Iglesia católica es bimilenaria. Venimos de una historia en que, hasta el Vaticano II, ha estado vigente el modelo eclesiológico tridentino. Dicho modelo ha estado sustentando el llamado “régimen de cristiandad” y, más cerca de nosotros, el “nacionalcatolicismo”. Siglos y siglos de historia dejan poso y configuran las estructuras, el sentir, el pensar y el actuar de la cristiandad.
Me limito a examinar un período de historia cercano a nosotros: el que va desde los años 50 hasta hoy, destacando tres hechos principales: 
El concilio Vaticano II. 
La restauración del papa Juan Pablo II. 
Y la transición democrática de nuestro país.


I. LAS TRANSFORMACIONES BÁSICAS DEL VATICANO II
1. Modelo eclesiológico tridentino
Me refiero al momento de la Iglesia reformada de Gregorio VII y postridentina. Sus rasgos fundamentales serían:
1. La religión católica es la única verdadera: (Concilio de Florencia, 1542 , DS 1351). (Pío IX,Syllabus, Enchiridion Symbolorum, 1960) (1540).
2. La Iglesia es como un Estado, en cuya cumbre está el Papa, asistido por las congregaciones romanas y que justifica su hegemonía sobre los demás Estados (Colección de encíclicas y documentos pontificios, Madrid, 1955, pp. 1 ss.).
3. El estatuto constituyente de la Iglesia se caracteriza por la desigualdad, a base de dos géneros de cristianos: los clérigos y los laicos (Constitución sobre la Iglesia, Vaticano I, 1870).
La desigualdad se despliega de arriba abajo, en una visión piramidal y estamental: la pirámide tiene un vértice, el papa: de él deriva el poder de los obispos, la nobleza eclesiástica; y, más abajo, está el bajo clero, los llamados propiamente “sacerdotes”. Estos grados agotan el derecho y la autoridad. Finalmente, está el estamento laical, base inmensa de la pirámide: vasallos, siervos de la gleba, gente menuda (Pio X, Vehementer, 12.)
4. Esta estructura eclesiástica sería de derecho divino y, por lo tanto, inmutable. Como también el poder que ella tiene y de ella deriva.
5. Esta Iglesia realiza el Reino de Dios desde el “poder eclesiástico”, que desciende piramidalmente hasta los mismos fieles. El pueblo no tiene más que recibir y poner en práctica lo que reside en las altas esferas.
6. Para esta Iglesia el reino de Dios es cosa del “más allá”, “asunto de la otra vida”, no un proyecto histórico con exigencias de transformación para la sociedad presente, sino un símbolo de resignación histórica y de evasión de la historia: “La diferencia de clases en la sociedad civil tiene su origen en la naturaleza humana y, por consiguiente, debe atribuirse a la voluntad de Dios” (Pío IX, Syllabus, Enchiridion Symbolorum, 1960) (1540).
7. Esta Iglesia olvida la característica fundamental del Reino de Dios que anuncia Jesús: un Reino de los pobres y para su liberación. Es decir, mientras en las altas esferas se libran batallas por la dominación del mundo, la inmensa base eclesial no tiene más condición, y ésta querida por Dios, que someterse y no contar para nada.

2. Modelo eclesiológico del Vaticano II
El gran cambio operado por el Vaticano II aparece sobre todo en la “Lumen Gentium” y la “Gaudium et Spes”. Podemos concretarlo en los siguientes puntos:
1. El punto de gravitación en la Iglesia es, según el Vaticano II, la comunidad (pueblo de Dios) y no la jerarquía. “Pueblo de Dios” es para el concilio esa realidad englobante de la Iglesia, que remite a lo básico y común de nuestra condición eclesial, es decir, nuestra condición de creyentes. Y, en esa condición, estamos todos, sin excepción. La división de clérigos/laicos queda superada con un planteamiento nuevo: lo sustantivo en la Iglesia es la comunidad, la jerarquía lo relativo, que no tiene razón de ser en sí y para sí, sino en referencia y subordinación a la comunidad.
2. La función de la jerarquía es redefinida con relación a Jesús, siervo sufriente y no pantocrátor (señor de este mundo); solo desde un crucificado por los poderes de este mundo se puede fundar y justificar la autoridad de la Iglesia. La jerarquía es un ministerio (diakonia=servicio) que exige reducirse a la condición de siervo. Ocupar ese lugar (el de la debilidad e impotencia) es lo suyo, lo verdaderamente propio.
3. Desaparece la Iglesia como “sociedad de desiguales”: “No hay por consiguiente en Cristo y la Iglesia ninguna desigualdad” (LG, 12).
Ningún ministerio puede ser colocado por encima de esta dignidad común. La mayor dignidad está en la igualdad común. Los clérigos no son los “hombres de Dios” y los laicos “los hombres del mundo”. Esa dicotomía es falsa. Hablamos correctamente si, en lugar de clérigos y laicos, hablamos de comunidad y ministerios.
4. Todos los bautizados son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo (LG, 10). No sólo, por tanto, los curas son “sacerdotes” sino que, junto al ministerio de ellos, el sacerdocio es común. Este cambio en el concepto de sacerdocio es fundamental: “En Cristo se ha producido un cambio de sacerdocio” (Hb 7,12). En efecto, el primer rasgo del sacerdocio de Jesús es que “se hace en todo semejante a sus hermanos”.
Según esto, la Iglesia entera, pueblo de Dios, prosigue el sacerdocio de Jesús, sin perder la laicidad, en el ámbito de lo profano y de lo inmundo, de los “echados fuera”; sacerdocio no centrado en el culto sino en el mundo real. Este sacerdocio pertenece al plano sustantivo, el otro –el presbiteral– es un ministerio y no puede entenderse desentendiéndose del común. Y el sacerdocio común es superior y el presbiteral, como ordenado al común, es inferior.

3. El desafío central del concilio Vaticano II
Está claro que el desafío central, al que se enfrentaba el concilio, era el de someter a revisión el patrimonio cristiano heredado. Llevábamos cuatro siglos bajo la inspiración y dominio del concilio de Trento. La conciencia eclesial se había abierto camino en el mundo moderno y había madurado, en convivencia y diálogo con él, sus problemas, sus nuevas búsquedas y soluciones. De esa conciencia brotaban varias consecuencias:
1ª) La Iglesia no podía erigirse ya más como una realidad frente al mundo, como una “sociedad perfecta”, paralela, que proseguía su curso en autonomía, previniéndose y fortaleciendo sus muros contra los errores e influencia del mundo. Esa antítesis de siglos debía superarse.
2ª) El concilio se proponía aplicar la renovación al interior de la Iglesia misma, pues la Iglesia no era el Evangelio ni era seguidora perfecta del mismo, en ella vivían mujeres y hombres, los mismos que en todas las demás partes y desde su condición limitada y pecadora se habían establecido en ella muchas costumbres, leyes y estructuras que no respondían a la enseñanza y práctica de Jesús.
3ª) La misión de la Iglesia es la misma misión de Jesús, una misión universal. Y para entenderla y hacerla auténtica no tiene sino volver a Jesús.
Como universal que es, el Evangelio traspasa todo modelo cultural concreto, ninguno puede reivindicarlo en exclusiva. Este es el problema. El Evangelio ha sido anunciado y debía encarnarse en todo lugar y conyuntura histórica. Lo fue durante veinte siglos, pero en modelos occidentales y europeos. Y eso es lo que a nosotros nos llegó. Y, aun dentro de esa cultura, la llegada se quedó muy atrás, pues nos asentamos en el modelo judaicohelénico- romano y nos detuvimos en el patrístico medieval. Trento fue la meta y la medida. No logramos asimilar la posterior evolución moderna.
Con razón ha podido escribir el teólogo Hans Küng: “Se requiere un cambio de rumbo de parte de la Iglesia, y de la teología: abandonar decididamente la imagen del mundo medieval y aceptar consecuentemente la imagen moderna del mundo, lo que para la misma teología traerá como consecuencia el paso a un nuevo paradigma” (Küng, H., Ser cristiano, p. 173) *.

II. LA RESTAURACION DEL PAPA JUAN PABLO II
1. El Papa Wojtyla y el Vaticano II
Juan Pablo II ha tenido una forma muy personal de entender el Papado. Más de 26 años dando la vuelta al mundo acaban por dibujar un perfil de este insigne viajero y apóstol. Pero no sólo eso. Juan Pablo II representa un modo de entender el cristianismo tan fuerte y definido que uno se pregunta si la Iglesia va a poder emprender nuevos rumbos o va a sentirse esclava de este modo wojtyliano de anunciar el Evangelio. La Iglesia Institución, vista en su aparato clerical y organizativo, ha cobrado tanta relevancia y uniformidad con Juan Pablo II, que incita a reflexionar si esto no se ha hecho en base a desmedular la Iglesia de esa savia original, la más profunda y reveladora de su mensaje, que es el amor, la democracia y la libertad.
Muchos llegaron a creer en un principio que este Papa iba a ser la confirmación del Vaticano II, pero pronto se vio que los vientos iban por otros derroteros.

2. Wojtyla: involución contra renovación
Wojtyla traía otro modelo. Y a él iba a consagrar toda su energía. Esto auspiciaba una fuerte contradicción dentro de la Iglesia: se habían abierto caminos nuevos y, ahora, el pontificado de Juan Pablo II, comenzaba a marcar otra dirección. Grandes sectores de la cristiandad advertían la contraposición: involución contra renovación, autoritarismo contra democracia, clericalismo contra pueblo de Dios, clasismo contra igualdad, etcetera.

3. El liderazgo de Juan Pablo II
La muerte de Juan Pablo II fue un hecho de primera magnitud. Juan Pablo II había hecho del planeta tierra su casa. Y su mensaje de amor a la humanidad, de condena de la guerra, de promover la justicia y atender a los más pobres, llegó a todos los rincones de la tierra.
Este liderazgo externo contrasta con otro más deslucido, al interior de la Iglesia, que ha provocado en amplios sectores de ella crítica y distanciamiento. Con Juan Pablo II, la minoría perdedora del Vaticano II sacó cabeza y programaba pasos y estrategias para reconquistar el espacio perdido.
Juan Pablo II venía de una formación tradicionalista, marcada además por un contexto sociopolítico antinazista, y también profundamente anticomunista y en cierto modo antieuropeo. Su patria había sufrido la humillación de diversos imperios y en todos sus hijos estaban abiertas las heridas, curadas en buena parte por la religión católica.
Todo esto le había hecho ver que Europa no caminaba en la dirección de su pasado cristiano, sino que avanzaba por las sendas de la secularización y del laicismo, del ateísmo y de un materialismo hedonista y consumista.
Su visión de la modernidad era negativa y la opción de Wojtyla iba a ser la de restaurar, recristianizar a Europa, reconducir todo al pasado. Los males presentes era preciso remediarlos reintroduciendo la imagen de una Iglesia preconciliar: una Iglesia centralizada, androcéntrica, clerical, compacta, bien uniformada y obediente, antimoderna.
No es de extrañar que el gran teólogo Schillebeeckx escribiera: “El concilio Vaticano II consagró los nuevos valores modernos de la democracia, de la tolerancia, de la libertad. Todas las grandes ideas de la revolución americana y francesa, combatidas por generaciones de papas; todos los valores democráticos fueron aceptados por el concilio... Existe ahora la tendencia a ponerse contra la modernidad, considerada como una especie de anticristo. El Papa actual parece negar la modernidad con su proyecto de reevangelizar Europa: es necesario –dice– retornar a la antigua Europa de Cirilo y Metodio, santos eslavos, y de san Benito. El retorno al catolicismo del primer milenio es, para Juan Pablo II, el gran reto. En el segundo milenio, Europa ha decaído y, con ella, ha decaído toda la cultura occidental. Para reevangelizar Europa es necesario superar la modernidad y todos los valores modernos y regresar al primer milenio... Es la cristiandad premoderna, agrícola, no crítica, la que, según el pensamiento del Papa, es el modelo de la cristiandad. Yo critico este retorno porque los valores modernos de la libertad de conciencia, de religión, de tolerancia, no son, desde luego, los valores del primer milenio” (Soy un teólogo feliz, pp. 73-74).

4. Alcance universal de la restauración
Pasado el primer año del Pontificado, la restauración era manifiesta pero se reforzaba con el nombramiento del cardenal Ratzinger, teólogo y, a partir de entonces, guardián doctrinal de la restauración. Fue en el 1985, cuando el cardenal, ya sin equívocos, afirmó que “los veinte años del posconcilio habían sido decididamente desfavorables para la Iglesia”.
La restauración alcanzó a la Iglesia universal en todos los niveles y estamentos: sínodos, conferencias episcopales, reuniones del episcopado latinoamericano, congregaciones religiosas, la CLAR (confederación de religiosos y religiosas latinoamericanos), obispos, teólogos, profesores, publicaciones, revistas, etc.
Para llevar a cabo la restauración había que volver a los instrumentos de poder y había que contar con movimientos fuertes e incondicionales. Tales fueron principalmente el Opus Dei, Comunión y Liberación, Neocatecumenales,Legionarios de Cristo, etc.
Este breve recuento de lo ocurrido nos hace ver la situación vivida –“larga noche invernal”, la llamó el gran teólogo K. Rahner– sembrando en muchos cansancio y en no pocos otros desencanto y alejamiento.
A este giro involutivo ha acompañado la pérdida de credibilidad en la Iglesia. Condiciones demasiado negativas impedían encontrar en la Iglesia estructuras de acogida que invitaran a la confianza, al respeto y al diálogo. 

III. LA IGLESIA EN LA TRANSICIÓN DEMOCRÁTICA ESPAÑOLA
1. La transición democrática de España: en España se esperaba un cambio
Sin duda son muchos los españoles que, en el momento actual, se han preguntado por el papel que está jugando en nuestra sociedad la jerarquía católica. Pienso que, con mayor o menor convicción, los españoles estábamos intuyendo o esperando un cambio. Y ese cambio se produjo siendo nosotros protagonistas: elaboramos y aprobamos una Constitución que plasmaba ese cambio y lo recogía en una nueva normativa constitucional, vinculante para todos. No era un cambio cualquiera. Pasábamos de una dictadura a una democracia; de un Estado confesional, políticamente hipotecado, a otros secular y aconfesional; de una situación que encubría la negación o discriminación de derechos fundamentales para muchos ciudadanos a otra en que se proclamaba la igualdad de todos con unos mismos derechos y obligaciones; de un régimen de nacionalcatolicismo en que, para ser buen español, se exigía ser católico, a otro en el que se declara que la persona humana, cualquiera que ella sea, tiene derecho a la libertad religiosa: a ser creyente, a serlo de una u otra manera, a no serlo de ninguna.
Estos y otros no eran cambios irrelevantes. Cambios que, por necesidad, iban a afectar a la Iglesia católica. En un primer tiempo, hay aceptación de la nueva situación democrática, y la Jerarquía se compromete a respetarla, sin inmiscuirse en la ideología e intereses particularistas de ningún partido. Seguramente muchos se sorprenderán al oír una cita como ésta, suscrita por la Conferencia Episcopal Española en el año 1973: “Los obispos pedimos encarecidamente a todos los católicos españoles que sean conscientes de su deber de ayudarnos, para que la Iglesia no sea instrumentalizada por ninguna tendencia política partidista, sea del signo que fuere. Queremos cumplir nuestro deber libres de presiones. Queremos ser promotores de unidad en el pueblo de Dios educando a nuestros hermanos en una fe comprometida con la vida, respetando siempre la justa libertad de conciencia en materias opinables” (Asamblea Plenaria [17ª], 1973).
Pero, progresivamente, va asomando un recelo, una crítica a la democracia, que se muestra en oposición cada vez más fuerte a leyes que se consideran hostiles y perjudiciales a la Iglesia.
En los últimos años sobre todo, ha sido notorio su giro hacia la derecha, propiciando la vinculación con los partidos de derecha, cuestionando abiertamente al Gobierno socialista, movilizando la calle, participando en las manifestaciones, proponiendo incluso la objeción frente a algunas leyes.
Todo esto ha ido acompañado con la divulgación de escritos y pronunciamientos que pretendían sustraer al Parlamento y al Estado el poder moral de legislar, siendo éste, como es, uno de los aspectos esenciales de todo Estado de Derecho.
En el fondo, era una manera de golpear y deslegitimar la democracia y reivindicar el poder hegemónico que la Iglesia había tenido en otros tiempos.

2. ¿Añoranza y regreso al régimen de cristiandad?
No deja de ser paradójico que, en una situación democrática donde existen condiciones de libertad como no las hubo nunca, vienen algunos obispos a denunciar que la “Iglesia” con este Gobierno se siente acosada y perseguida: “Se da una crítica y manipulación de los hechos de la Iglesia, un cerco inflexible y permanente por medio de los medios de comunicación. Somos una Iglesia, crecientemente marginada. No nos dejemos engañar. Lo que hoy está en juego no es un rechazo del integrismo o del fundamentalismo religioso, no son unas determinadas cuestiones morales discutibles. Lo que estamos viviendo, quizás sin darnos cuenta de ello, es un rechazo de la religión en cuanto tal, y más en concreto de la Iglesia católica y del mismo cristianismo” (Mons. Fernando Sebastián, Situación actual de la Iglesia: algunas orientaciones prácticas, Madrid, ITVR, 29–III- 2007).
Seguramente es verdad lo que un buen sociólogo me decía: la jerarquía no es creíble porque vive en otro mundo, añoran hábitos hegemónicos de poder y dominio de otra época, no están dispuestos a despojarse -dejarse morir- para iniciar una adaptación que les haga valorar la nueva situación.
Las cosas son así. Ha habido en los últimos siglos una positiva evolución de la conciencia social y eclesial. El concilio Vaticano II lo entendió perfectamente y, por primera vez, hubo una reconciliación oficial con el mundo moderno, con la democracia, la igualdad, el pluralismo y la libertad. Pero eso no es lo que se daba antes. Y, cuando el cambio de todo esto ocurre, no se lo quiere reconocer como un bien y progreso, se dirige la vista a otra parte y se inventa un falso enemigo a quien culpar de todo. Lo que es una situación objetiva irreversible –hemos pasado de una época teocrática e imperialista a otra humanocéntrica y democrática– se la interpreta como un cúmulo de males, provocados por un partido y por un gobierno.
Ahí está, creo yo, una de las claves para entender lo que está pasando en la Iglesia.
Por tanto, los desasosiegos y premoniciones negativas de la Jerarquía se deben a que sufren una descolocación en el tiempo en que vivimos. Vivir en democracia es algo que le ocurre por primera vez. Y los hábitos democráticos no se improvisan, hay que aprenderlos, cultivarlos, amarlos.
Todo parece indicar que la Iglesia de Benedicto XVI con los vientos a favor camina hacia el preconcilio, hacia un régimen de cristiandad periclitado: da trato de favor a los neoconservadores, pone en entredicho el diálogo ecuménico, se sitúa de espaldas a la legítima autonomía de la cultura y de las ciencias, pospone, frente a problemas internos que han sido ya replanteados, las grandes causas de la humanidad que, por ser primeras y prioritarias, deben unirnos a todos.
Ese modelo de Iglesia autoritaria y neoconservadora, no servidora y anunciante de un Reino de hermanos y hermanas, en igualdad, libertad y amor, es el que dicta el regreso al pasado y el miedo a una auténtica inserción en el presente.
 
 

“El Viento Sopla Donde Quiere”. El Concilio Vaticano II

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Bernard Haring, eminente moralista Redentorista y factor clave del Concilio dice: El primero y más decisivo fue el discurso de Juan XXIII en la apertura del Concilio Vaticano II...

Juan XXIII, que fue un hombre libre, quiso hacer honor a “la libertad de los hijos de Dios” aportando un aire de renovación a toda la Iglesia, invitándola a vivir una nueva primavera por medio de la convocación de un Concilio Ecuménico. Ayúdanos a comprender y ahondar en este maravilloso evento del Espíritu Santo.
 
Pienso sobretodo en tres acontecimientos que se produjeron inmediatamente al comienzo de la primera sesión del Concilio.
 
El primero y más decisivo fue el discurso de Juan XXIII en la apertura del Concilio. En las conversaciones con mis amigos hablaba de la importancia fundamental de este discurso. No me sorprendía que hubiera muchos que pensaran como yo. El cardenal L. E. Duval me pidió enseguida que diera algunas conferencias en francés sobre los puntos decisivos de este discurso. Lo hice. Los obispos insistieron en que publicara cuanto antes aquellas conferencias. Así fue como apareció en muchas leguas: El Concilio en el signo de la Unidad. El Papa Juan fue el primer lector entusiasta. Se sintió comprendido.
 
El segundo acontecimiento fue la composición de las listas para la elección de los miembros de las diversas comisiones del Concilio. La vieja gurdia había preparado listas completas, similares a la composición de las comisiones preparatorias. El día fijado para las elecciones no había prevista ninguna discusión, pero el cardenal A. Liénart y el cardenal J. Frings se levantaron y dijeron secamente que hacía falta tiempo para proponer listas preparadas de manera colegial- El aplauso fue inmenso. Monseñor Capotilla me dijo enseguida que el Papa Juan XXIII exultó de gozo por aquel acontecimiento. En los días en que se preparaban las listas supe que el episcopado italiano estaba bastante dividido. Se estaban formando tres listas distintas. Transmití al cardenal Frings mi preocupación de que, de este modo, no saliera elegido ningún obispo italiano.
 
Por eso, en la lista preparada por los episcopados de Europa central, juntamente con los episcopados americanos, etc. Se incluyeron también nombres de valiosos obispos italianos. Fueron elegidos en justa proporción.
 
El tercer acontecimiento, en verdad notable, fue la primera reunión de la comisión para la doctrina y la moral. Los tres hombres con más poder, nombrados por el Papa, los cardenales Ottaviani, Parente y Tromp, estuvieron una hora tratando de convencer a los miembros de la comisión de que aprobara los documentos elaborados por las comisiones preparatorias con pequeñas correcciones, apelando a una supuesta “obligación de conciencia”.
 
En este clima, el cardenal Léger se levantó y dijo en voz alta: “Si las cosas están así, yo me voy”. Era evidente que muchos estaban de acuerdo con él. Entonces los tres potentes cardenales llamaron al cardenal Léger asegurándole que se garantizaría la libertad de la comisión. Se había roto el hielo.
 
Tareas de Haring en el Concilio
 
Desde el principio fui nombrado consultor de la comisión doctrinal, junto a H. de Lubac, Y. Congar y, afortunadamente también Karl Rahner. Aprendí mucho de estas asambleas y comisiones. Aquí fue donde ví el rostro de la Iglesia, y ya nada ha podido después enturbiar este rostro atractivo de una Iglesia que humilde y valientemente quiere profundizar en la fe, con mirada atenta a los signos de los tiempos.
 
Modestamente colaboré con la redacción de varios textos. Entre otras cosas se me confió la última redacción del capítulo 4 “sobre los laicos”, de la Lumen gentium. Trabajé mucho en texto del capítulo de la Lumen gentium, sobre “la vocación de todos a la santidad”. Por lo que respecta a su último capítulo, es decir el de “la santísima Virgen María, madre de Dios”, se discutieron dos opciones: o la elaboración de un documento independiente, o la adición precisamente de un último capítulo dentro de la misma Lumen Pentium. Mis preferencias se inclinaban a esta segunda posibilidad. La víspera de la votación fui invitado por el grupo d e obispos Redentoristas. Tras mi discurso y una larga discusión, se pusieron de acuerdo para votar a favor del capítulo final de la Lumen gentium. La votación en el Concilio resultó favorable por muy poso a esta segunda opción. Puede que el voto unánime de los obispos Redentoristas tuviera un peso decisivo. Más tarde, cuando aprobada toda la constitución Lumen gentium el cardenal Ottaviani, en privado, me dijo: “En este punto tenías razón. Ahora veo que era la mejor solución”.
 
Constitución Pastoral Gaudium et spes
 
Comúnmente este documento es considerado el más importante del Concilio, pero no pueden infravalorarse los otros textos que tratan de la libertad religiosa y del ecumenismo. Estamos ante una trilogía que hay que leer en su conjunto para comprender el espíritu del Vaticano II cuando habla de la Iglesia en el mundo contemporáneo viéndola no como un organismo autosuficiente, sino como una realidad que vive en simbiosis, en diálogo con todos los hombres de nuestro tiempo.
 
El día de su coronación, Pablo VI abordó estos temas, concediéndoles gran importancia. Ya el 4 de diciembre de 1962 el cardenal Suenens, en un discurso que tuvo mucha resonancia, había propuesto un documento específico sobre la Iglesia ad extra, encontrando un amplio consenso. El primer texto sobre la materia se elaboró entre febrero y marzo de 1963 por una comisión mixta, compuesta por la comisión teológica y la del apostolado de los laicos. El 11 de abril de 1963 apareció además la encíclica Pacim in terris, que puso en movimiento muchas cosas. Entre abril y mayo de 1963 se preparó un nuevo texto actualizado (el esquela XIII). Entre tanto, se había iniciado en relación con este tema una consulta ecuménica específica, que no habría de interrumpirse en lo sucesivo. El 6 de septiembre de 1963 el cardenal Suenens reunió en Malinas a un pequeño grupo de teólogos de gran valor, entre los que se contaban Congar y Rahner. De estos encuentros surgió el llamado texto de Malinas.
 
El 29 de noviembre de 1963 ambos documentos se discutieron en una larga sesión de la comisión mixta plenaria y yo tomé parte activa en el debate. Rechacé por completo el primer esquema, mientras elogiaba muchas cosas del Texto de Malinas, criticando sin embargo su carácter abstracto. Le faltaba cercanía a la vida concreta de los hombres y el tono de la Pacim in terris. Poco después de la finalización de los trabajos, recibí una llamada telefónica de la comisión diciéndome: “Se ha escogido un comité reducido para la elaboración de un nuevo texto. Usted ha sido elegido en calidad de secretario.
A este comité reducido pertenecían los obispos A.J. Ancel (un obispo obrero), A. McGrath, J. Schroffer, E. Guano, F. Hengsbach y J. E. Manager. Más tarde entraron a formar parte de él también los obispos J. Wrigth y J. Blomjous. Fue elegido como presidente del comité de redacción, es decir, como superior mío, monseñor Guano, obispo de Livorno, hombre bastante culto, sencillo y abierto. No hubiera podido imaginar nadie mejor que él, aunque todos los demás obispos designados eran también personas eminentes. Fueron nombrados luego como peritos el P. Roberto Tucci y el P. A.R. Simona, mientars que monseñor A. Glorieux representaba en el comité a la comisión conciliar para el Apostolado de los Laicos. A lo largo de enero de 1964 tomó forma la primera redacción, que comenzaba con las palabras Gaudium et spes: “Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias”. Desde entonces estas palabras serían el título de la constitución pastoral. El texto, en su versión francesa se tomó como base para el encuentro de trabajo de Zurich del 1 al 3 de febrero de 1964. El título rezaba del siguiente modo: La participation active de l’Eglise a la construction du monde.
 
La originalidad de mi aportación, si se puede hablar así, estuvo en el hecho de subrayar la necesidad de que el estudio fuera cercano a la vida de los hombres y a los “signos de los tiempos”. Cada una de sus partes debía comenzar con una descripción de los signos de los tiempos, hecha a partir de un análisis atento de la sociedad contemporánea. En principio, mi propuesta fue bien acogida. Más tarde, sin embargo surgieron objeciones, y se dejo de lado la expresión “signos de los tiempos”, aunque la sustancia de la misma no se perdió. La expresión volvió de nuevo en cuanto Pablo VI mostró no perder ocasión para hablar con insistencia precisamente de los signos de los tiempos.
 
A mí me tocó en concreto elaborar los “capítulos añejos” sobre el matrimonio, la cultura, la política, la justicia y la paz. Para las primeras discusiones en el Concilio, estos capítulos de candente actualidad se imprimieron y añadieron como anexa. En la  discusión que tuvo lugar en el Aula del 10 de octubre al 5 de noviembre de 1964, el cardenal J.C. Heenan (de Inglaterra) lanzó un fuerte ataque contra mí. No mencionó mi nombre, pero todos sabían que se refería a mi cuando dijo: “Timeo expertos annexa ferentes”. La causa fue una imprudencia mía. El arzobispo Robertson, inglés, obispo de Bombay, se había manifestado públicamente contra la encíclica Casti cannubii, es decir, contra una condena severa de los métodos anticonceptivos. Un periodista del Manchester Guardian me llamó por teléfono pidiéndome mi parecer. Mi respuesta había sido breve, en el sentido de que una atención concreta a los problemas de la gente y en particular al problema mencionado por el obispo, es decir, la superpoblación de la India, me parecía una solución más adecuada. A partir de esta brevísima declaración, el Manchester Guardian elaboró una “entrevista” falsa, con un título sensacionalista y en primera página: “El padre Haring en contra de los obispos ingleses”.
 
El día siguiente a la intervención del cardenal Heenan, le envíe dentro del aula una carta en la que le pedía disculpas y denunciaba el método seguido por el diario inglés. A los pocos días, yendo por Vía Della Conciliazione, que conduce a San Pedro, me di cuenta de que el cardenal venía detrás de mí, en dirección también al aula conciliar. Al llegar a la entrada de la Plaza de San Pedro me volví para esperar al cardenal. Me presenté. Con tono tranquilo, el cardenal me respondió: “No tiene necesidad de presentarse. Todo el mundo lo conoce”; y me dijo también: “He recibido su carta. Ahora lo entiendo todo. No debí atacarlo de aquel modo”. Luego me abrazó a la vista de muchos obispos que se dirigían al aula conciliar, y me dijo: “Me alegro de que todos puedan ver que no somos enemigos; más aún, que somos amigos”.
 
La intensa y amistosa colaboración del obispo Guano me dio oportunidad también para introducir algunas innovaciones. El cardenal Bea hizo en el aula una observación bastante justificada sobre las contradicciones del texto sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo. El documento había sido elaborado casi exclusivamente por obispos y teólogos del “primer” mundo. Pero no se oía por ningún lado el eco del segundo y tercer mundo.
 
Inmediatamente empezamos a elaborar una lista de obispos del tercer y del segundo mundo, en la que se encontraban entre otros Karol Wojtyla, de Cracovia, un obispo de Camerún y otro de Japón. Pablo VI dio enseguida su aprobación. Le dije entonces a monseñor Guano: “Estamos todavía lejos de representar al mundo real. Más de la mitad del mundo católico no está representada: me refiero a las mujeres, que constituyen casi el 55% de los católicos practicantes”. El obispo Guano se mostró de acuerdo. Le presenté una lista de mujeres altamente cualificadas, a la que él añadió otros nombres bien escogidos.
 
Monseñor Guano probablemente suponía que yo iría con la lista al Papa y que este, según mi opinión, se mostraría totalmente de acuerdo. Pero tuve que percatarme con dolor de que, por la oposición de un cardenal, no fue posible conseguir ni siquiera una presencia mínima de mujeres en la Comisión para los Religiosos, a pesar de que más de dos terceras partes de los religiosos eran mujeres…
 
Había resistencias. El cardenal Ottaviani no dejaba de repetir: “Hay que partir siempre de la Iglesia, de la Iglesia, de la Iglesia…Es decir, del Papa” Y de vez en cuando -no sé si con mucho éxito- algún cardenal se esforzaba por hacerle entender que la Iglesia somos “todos”, que la Iglesia no es el Papa…
 
Los textos del Concilio nacieron de la libertad interior y apelan a la libertad de conciencia de los fieles, llamados a ser creativos, como hijos de Dios. En virtud de esta creatividad, de nada sirve que fijemos los detalles del camino que cada creyente tiene que recorrer para honrar el don de su propia libertad.
 
Valoración a 30 años del Concilio
 
En estos treinta años el mundo ha sido azotado por varias “tempestades” que no han sido fruto del Concilio, el cual ha de compararse más bien con un sereno Pentecostés. Durante estos años hemos corrido riesgos y peligros que no tienen parangón en los siglos pasados. En medio de estas tempestades, muchos en la nave de Pedro están angustiados y claman por los cambios, están escandalizados de cómo van las cosas, vuelven a invocar la ley. Y este deseo de fijación de fórmulas y doctrinas en las que creer, de leyes a las que someterse solo porque así está mandado, es extremadamente contraproducente. Es absolutamente contrario al espíritu del Concilio y no responde a los signos de los tiempos.
 
A veces nos comportamos como discípulos asustados en el mar durante la tormenta, mientras Jesús duerme plácidamente. “¡Señor, Señor, sálvanos!”. Pero el Señor se despierta y nos dice que sigamos remando, confiados en la certeza de que él está en medio de nosotros. Y si El está en la barca, es que hemos llegado ya al destino de nuestro viaje.
 
El cambio del paradigma de la obediencia ciega al de la responsabilidad y de la corresponsabilidad debe ser irreversible. Si las iglesias hubieran formado cristianos maduros, responsables y fieles al acontecimiento pentecostal, el Fuherer (fuherer-seductor), Hitler, no habría podido encontrar un rebaño de cristianos que le obedeciera ciegamente. Los mismo se puede decir (aunque en dimensiones más reducidas) de la obediencia otorgada a Mussolini. ¿Por qué los obispos no levantaron la voz cuando Hitler invadió Polonia, o cuando Mussolini invadió Abisinia? Los obispos, los sacerdotes y la gran mayoría de los cristianos estaban paralizados por el paradigma de la obediencia acrítica, cómoda. La causa principal de la crisis actual de la Iglesia católica la veo en la recaída de un sistema de obediencia controlable y controlado. La crisis puede ser una crisis de crecimiento si vence en toda la Iglesia la responsabilidad creativa, que se expresa, en otras cosas, en una obediencia responsable y en un sentido constructivo de la crítica. No puede haber cristianos dotados de sentido profético en el mundo si hay una preocupación excesiva porque los católicos sean siempre obedientes a la autoridad eclesiástica. El Concilio nos da esta lección, que no todos han entendido todavía.
 

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