15 de septiembre
(1386 d. C.)
(1386 d. C.)
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Un día en que practicaba la
cetrería en el bosque de Borgo Santo Domnino, en Italia, la marquesa Antonia
Pallavicini, descubrió a un anciano tendido en el suelo y con apariencia cadavérica.
Era un ermitaño llamado Rolande de Medici, que había llegado al país vestido
de luto, veintiséis años antes. Como la ropa se le había roto y caído a
pedazos, la había reemplazado por una piel de cabra. En verano se alimentaba de
hierbas y frutas, en invierno mendigaba algo para no morir de hambre. Nadie le
había oído decir nada, pero repetidas veces se la había visto inmóvil sobre
un pie, con los brazos extendidos y fijos los ojos en el cielo. La marquesa
ofreció al moribundo transportarlo a su castillo de Borgo, pero el ermitaño se
negó por señas. Sin embargo, Antonia le convenció de que no debía morir sin
confesión, añadiendo además que ella se ofrecía a facilitarle los servicios
de su confesor, el padre Doménico. Entonces Rolando hizo un signo de aceptación.
Fue transportado a la iglesia vecina, donde el sacerdote le administró el
sacramento y le interrogó largamente. Tendido sobre la paja bajo el sol, el
ermitaño declaró que había guardado silencio y huido de la compañía de los
hombres para evitar el pecado, y que a los muchos consuelos con que Dios le había
colmado debían atribuirse sus éxtasis y las aparentes rarezas de su conducta.
Recibió los últimos sacramentos, tomó el caldo de gallina que la marquesa le
había preparado y vivió todavía cuatro semanas más. En el momento de su
muerte, vio llevar a san Miguel con una multitud de ángeles para conducirlo al
paraíso.
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