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Te amo y me comprometo |
Al pronunciar las palabras "hasta que la muerte nos
separe", estamos comprometiéndonos a amar al esposo o a la
esposa de una manera radical. Con un compromiso total. Y
para conseguirlo, conviene de vez en cuando desempolvar y profundizar
las grandes exigencias que implica un verdadero matrimonio requiere. Como
en todo, lo primero que podemos hacer es tomar conciencia
de que hay que luchar por adquirir y vivir esas
exigencias. Luego, tratar de ser generosos para conquistarlas y hacerlas
realidad. El Papa Juan Pablo II nos dice en la Encíclica
Familiaris Consortio: "La familia, fundada y vivificada por
el amor, es una comunidad de personas: del hombre y
de la mujer como esposos, de los padres y de
los hijos, de los parientes. Su primer cometido es el
de vivir fielmente la realidad de la comunión con el
empeño constante de desarrollar una auténtica comunidad de personas. El principio
interior, la fuerza permanente y la meta última de tal
cometido es el amor: así como sin el amor la
familia no es una comunidad de personas, así también sin
el amor la familia no puede vivir, crecer y perfeccionarse
como comunidad de personas." Estas exigencias pueden resumirse en:
la
unidad
la fidelidad
la totalidad
la indisolubilidad
la fecundidad La necesaria unidad
En
un matrimonio, la unidad es necesaria y alcanzarla se convierte
en un deber. Hay que llegar a ella porque es
cuestión de vida o muerte en relación con su amor.
En realidad, un matrimonio no puede vivir ni sobrevivir si
no logra unirse sólidamente para hacer frente a los innumerables
obstáculos que surgen inevitablemente en el transcurso de toda existencia
humana.
También, es necesaria esta unión, puesto que en la vida
conyugal hay que tomar muchas decisiones. Si cada uno va
por su lado, ¿qué se espera del matrimonio?. La unidad
es condición de la paz; sin ella, el hogar se
convierte en un auténtico campo de batalla.
Se necesita unidad para
establecer juntos los parámetros que se persiguen en la educación
de los hijos. Ellos encontrarán su crecimiento, formación y
desarrollo cuando los padres están en la misma sintonía. Si
los padres, por el contrario, viven en contraposición uno con
el otro, los hijos sufrirán, e impedirán esa sana paz
familiar. La unión del hombre y de la mujer en
el matrimonio es una manera de imitar en la carne
la generosidad y la fecundidad del Creador: “El hombre deja
a su padre y a su madre y se une
a su mujer, y se hacen una sola carne” (Gén
2, 24). De esta unión proceden todas las generaciones humanas. El
mismo Papa Juan Pablo II nos comenta sobre la unidad
indivisible de la comunión conyugal:
"La comunión primera es la que
se instaura y se desarrolla entre los cónyuges; en
virtud del pacto de amor conyugal, el hombre y la
mujer ‘no son ya dos, sino una sola carne’ y
están llamados a crecer continuamente en su comunión a
través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de
la recíproca donación total." (FC, 19).
Esta comunión conyugal
tiene sus raíces en el complemento natural que existe entre
el hombre y la mujer y se alimenta mediante la
voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto
de vida, lo que tienen y lo que son.
Es, pues,
obligación de los esposos esforzarse día a día para lograr
esa unidad, base fundamental de la comunidad conyugal. Unión del
cuerpo, unión de las personalidades, de las inteligencias, de las
voluntades de ambos.
Dificultades en la unidad del matrimonio
La unidad en
el matrimonio tiene varias dificultades, que sólo el amor, la
generosidad y la responsabilidad podrán vencer.
El matrimonio está conformado por
dos personas diferentes, por lo tanto, son dos personalidades, dos
voluntades, dos inteligencias, dos sexos los que se encuentran. Es
grato ver a un matrimonio, a un hombre y
una mujer, que se esfuerzan mutuamente por conocer y aceptar
la personalidad del otro. Cuántas veces, por el contrario, el
hombre desea que la mujer piense como él, y viceversa.
Dos
educaciones diferentes son las que conforman a un matrimonio. Es
importante que que en el matrimonio se pongan de acuerdo,
desde el inicio, para crear la propia educación específica del
nuevo matrimonio. Cada uno de los esposos trae una educación
propia, proveniente de su propia familia. Pero, se debe establecer
cuál será la educación que entre ambos desarrollarán en su
nuevo hogar. Necesidad de unión, de diálogo, para establecer la
propia, la nuestra,la que educará a los hijos de esta
familia.
La fidelidad protege al amor
El amor sólo
puede sobrevivir si se acepta la fidelidad. El amor es
una elección que compromete la libertad. Toda elección es exclusiva.
Si te escojo a ti como esposa, renuncio a todas
las demás mujeres que existen. El amor supone el compromiso
irrevocable de mi libertad.
Cuando se ama hasta el punto de
unirse en matrimonio, se ha elegido libremente decir sí al
amado. Amar es decir al otro tú eres el único,
mi único. Todos los que aman verdaderamente experimentan, como por
intuición, esta necesaria exclusividad. La fidelidad es la prueba del
amor. Cuando por amor nos volvemos dos en uno, el
único camino recto es el de la fidelidad. Si falta
la unidad, se destruye el amor.
Porque el amor es fecundo,
llegarán los hijos, quienes tienen derecho a un hogar, donde
crezcan como personas, que se les ame, que se le
eduque. Para lograrlo, es necesario que los esposos vivan su
amor con fidelidad.
Por ser fecundo, el amor aspira a la
fidelidad. De modo que el cónyuge infiel, además de contradecirse
a sí mismo, miente a su familia. Nadie tendrá jamás
derecho, bajo ningún pretexto, a ser infiel. La fidelidad
debe de iniciar por el corazón, por los sentimientos. Ser
fiel al cónyuge quiere decir, antes que nada, reservar el
corazón para él. Hay que ser fiel al propio amor.
Posiblemente no se llegue a la infidelidad carnal, pero el
corazón ya pertenece a otro.
Fidelidad de mente y cuerpo La fidelidad,
además, ha de ser de mente, de pensamientos. Guardar los
pensamientos para el cónyuge, con exclusividad. Ya lo dice Nuestro
Señor en el Evangelio según san Mateo: Aquel que mira
a una mujer con malos deseos ya es adúltero en
su corazón (Mt 5,28). Finalmente, la fidelidad ha de ser corporal.
Desde el momento de recibir el Sacrameto del Matrimonio, el
cuerpo es donado a la persona amada, al cónyuge.
Consulta el
tema controvertido: Infidelidad Conyugal ¿Se puede evitar?
La
totalidad es entrega completa
Antes de profundizar en la exigencia de
la totalidad, primero hay que entender a la virtud reina,
la caridad. Ella es como el alma de todas las
virtudes pues las ilumina y les da vida. Así, la
castidad, bajo el influjo de la caridad, se convierte en
una escuela de donación de la persona. El ser humano
al dominarse a sí mismo se regala, se entrega, se
dona totalmente a los demás. Piensa en los demás, ama
a los demás, puesto que ha roto con la esclavitud
del egoísmo. La persona casta es generosa, amable, desprendida de
sí misma, piensa en los demás.
Por lo mismo, el amor
conyugal exige totalidad: una entrega total, completa, de ambos cónyuges.
Cuerpo, sentimientos, inteligencia y voluntad. Una entrega de todo el
ser. Si fuese parcial, sería un egoísmo: “Te entrego sólo
parte de mi ser, de mi tiempo, de mis afectos,
porque el resto es para mí”.
En el amor intervienen dos
personas que esperan la entrega completa del otro. No puede
ser una entrega en partes. Para la estabilidad de la
familia se requiere que los esposos estén dedicados plenamente el
uno para el otro y, a su vez, entregados plenamente
a los hijos.
Juntos para siempre
En el matrimonio se
expresa un compromiso libremente adquirido por cada uno de los
cónyuges. Una totalidad en la entrega del don de sí.
Cuando un matrimonio se funda en el egoísmo, el paso
del tiempo hace insoportable la carga que conlleva. Cuando se
funda en el auténtico amor, el paso del tiempo se
convierte en una dulce carga, que pide y exige la
indisolubilidad. Nos dice el Papa Juan Pablo II:
"Es deber fundamental de
la Iglesia reafirmar con fuerza la doctrina de la indisolubilidad
del matrimonio; a cuantos, en nuestros días, consideran difícil o
incluso imposible vincularse a una persona por toda la vida
y a cuantos son arrastrados por una cultura que rechaza
la indisolubilidad matrimonial y que se mofa abiertamente del compromiso
de los esposos a la fidelidad, es necesario repetir el
buen anuncio de la perennidad del amor conyugal que tiene
en Cristo su fundamento y su fuerza." (FC, 20).
Y continúa:
"Enraizada
en la donación personal y total de los cónyuges y
exigida por el bien de los hijos, la indisolubilidad del
matrimonio halla su verdad última en el designio que Dios
ha manifestado en su Revelación: Él quiere y da la
indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor
absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el
Señor Jesús vive hacia su Iglesia." (FC, 20).
Cooperar con el
Creador
El Papa Juan Pablo II, cuando se refiere a la
fecundidad del amor conyugal, nos dice: "Dios, con la creación
del hombre y de la mujer a su imagen y
semejanza, corona y lleva a perfección la obra de sus
manos, los llama a una especial participación en su amor
y al mismo tiempo en su poder de Creador y
Padre, mediante su cooperación libre y responsable en la transmisión
del don de la vida humana: Y bendíjolos Dios y
le dijo: ‘Sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra
y sometedla. (Gén 1,28). Así el cometido fundamental de la familia
es el servicio a la vida, el realizar a lo
largo de la historia la bendición original del Creador, transmitiendo
en la generación la imagen divina del hombre al hombre. La
fecundidad es el fruto y el signo del amor conyugal,
el testimonio vivo de la entrega plena y recíproca de
los esposos: El cultivo auténtico del amor conyugal y toda
la estructura de la vida familiar que de él deriva,
sin dejar de lado los demás fines del matrimonio, tienden
a capacitar a los esposos para cooperar con fortaleza de
espíritu con el amor del Creador y del Salvador, quien
por medio de ellos aumenta y enriquece diariamente su propia
familia. La fecundidad del amor conyugal no se reduce, sin embargo,
a la sola procreación de los hijos, aunque sea entendida
en su dimensión específicamente humana: se amplía y se enriquece
con todos los frutos de vida moral, espiritual y sobrenatural
que el padre y la madre están llamados a dar
a los hijos y, por medio de ellos, a la
Iglesia y al mundo." (FC, 28). El don de la fecundidad La fecundidad es un don, un fin del matrimonio,
pues el amor conyugal tiende naturalmente a ser fecundo. El
niño no viene de fuera a añadirse al amor mutuo
de los esposos; brota del corazón mismo de una entrega
recíproca entre los esposos, del que es fruto y cumplimiento.
Por esto la Iglesia, que está en favor de la
vida, enseña que todo acto matrimonial debe quedar abierto a
la transmisión de la vida. ¿Por qué? Porque los fines
naturales del acto conyugal son dos: la unidad entre los
esposos, y la procreación de los hijos. Por ello, todo acto
conyugal debe de llevar siempre el sello de la responsabilidad
humana y cristiana. La Constitución pastoral Gaudium et
Spes, nos dice:
“En el deber de transmitir la vida humana
y educarla, que han de considerar como su misión propia,
los cónyuges saben que son cooperadores del amor de Dios
Creador y en cierta manera sus intérpretes. Por ello, cumplirán
su tarea con responsabilidad humana y cristiana” (GS, 50).
Regulación de
la natalidad Un aspecto particular de esta responsabilidad se refiere a
“la regulación de la natalidad”. Por razones justificadas, los esposos
pueden querer espaciar los nacimientos de sus hijos. En este
caso, deben cerciorarse de que su deseo no nace del
egoísmo, sino que es conforme a la justa generosidad de
una paternidad responsable.
Nos dice la Encíclica Familiaris Consortio, sobre la
misión de la familia cristiana en el mundo actual:
“La fecundidad
del amor conyugal no se reduce sin embargo a la
sola procreación de los hijos, aunque sea entendida en su
dimensión específicamente humana: se amplía y se enriquece con todos
los frutos de vida moral, espiritual y sobrenatural que el
padre y la madre están llamados a dar a los
hijos y, por medio de ellos, a la Iglesia y
al mundo” (n. 28).
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