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Radegunda, Santa |
Reina de Francia
Martirologio Romano: En Poitiers, de Aquitania, santa Radegunda,
reina de los francos. Cuando todavía vivía su esposo, el
rey Clotario, recibió el velo sagrado de religiosa, y en
el monasterio de la Santa Cruz de Poitiers, que ella
había mandado construir, sirvió a Cristo bajo la Regla de
san Cesáreo de Arlés (587).
Etimología: Radegunda = consejo de guerra.
Viene de la lengua alemana.
Es curioso: Santa Radegunda, que con
tan justo título tienen los franceses como una de sus
santas más insignes, fue, sin embargo, por nacimiento, la primera
de las santas alemanas. Parece cierto que nació en Erfurt.
Pertenecía a la Casa de Turingia, hija del rey Berthairo,
muerto a manos de su propio hermano Hermenefrido. El mismo
Hermenefrido, para verse libre de su otro hermano, llamó a
los reyes francos en su ayuda. Y, en efecto, también
Baderico, que así se llamaba, murió. Radegunda, niña aún, pasó
a vivir, con sus hermanos, en casa del verdugo de
su padre y de su tío. Pero los reyes francos
se quejaron de no haber recibido lo que se les
había prometido, y estalló la guerra. Los turingios fueron subyugados
y Radegunda y sus hermanos llevados cautivos.
Esto iba a
cambiar por completo la vida de Radegunda. La niña era
muy bella, y, después de disputársela ásperamente a su hermano
Thierry, Clotario la envió a su "villa" de Athies. Allí
recibió una sólida formación moral y una cierta cultura. Hasta
que, hacia el año 536, Clotario, viudo después de la
muerte de la reina Ingonda, decide contraer matrimonio con su
cautiva. Ella se resiste, y hoy nos parece lógico. Tenía
que resultarle duro convivir con el dominador de su propia
patria, mucho mayor en edad que ella, poco hecho a
la idea de una monogamia estricta. La joven princesa escapó,
pero fue encontrada y llevada con buena escolta a Soissons,
donde se celebró el matrimonio.
Se ha pretendido que Radegunda
consiguió guardar su virginidad después de casada. Difícil, prácticamente imposible,
resulta esto conociendo el temperamento brutal de Clotario. Lo que
sí es cierto es que la reina continuó en palacio
viviendo una intensa vida espiritual, rezando el oficio, pasando noches
enteras en la oración.
Un día la convivencia con el
rey se hizo muy difícil: su patria, la Turingia, se
había sublevado. El hermano de Radegunda, que vivía en la
corte de Clotario, fue ejecutado en represalias. Clotario, que toda
su vida demostró estar profundamente enamorado de Radegunda, supo, sin
embargo, hacerse cargo y la dejó marcharse. Resultaba duro a
la reina vivir con quien había ordenado la muerte de
su propio hermano.
Encontramos entonces a Radegunda en la hermosa
región del valle del Loira, que ya entonces iniciaba un
papel extraordinario en la historia de Francia, que habría de
continuar desarrollando a lo largo de siglos. La reina va
al encuentro de San Medardo, en Noyon, y le pide
que la consagre a Dios. El anciano duda, los señores
francos que están en la iglesia se oponen, pero la
reina consigue, con un apóstrofe de grandeza soberana, impresionar al
Santo, quien le impone las manos y la constituye en
religiosa.
Radegunda marcha entonces a Tours, donde venera la tumba
de San Martín, y se dirige a Saix. Saix era
por aquel tiempo una villa real, transformada hoy en un
pequeño pueblecillo atendido por el vecino cura de Roiffé. En
los confines de la Turena y del Poitou, en, una
naturaleza llena de extraordinaria belleza, aquel rincón se prestaba admirablemente
para la vida que la reina aspiraba a llevar. Y
así, religiosa en su propia casa, se dedica Radegunda a
las tareas propias de su estado: lectura espiritual, oración, ejercicio
de la caridad con los enfermos.
Todo parecía marchar bien
cuando llega la noticia de que Clotario quiere reclamarla otra
vez. Huye Radegunda a Poitiers y se refugia junto al
sepulcro de San Hilario. El Santo consigue un milagro moral:
Clotario construirá para ella un monasterio en Poitiers, con el
título de Nuestra Señora. Intenta, sin embargo, un nuevo asalto,
pero San Germán, el obispo venerado por todos, se interpone.
Clotario ya no volverá a insistir y terminará pacíficamente sus
días el año 562.
Las religiosas, atraídas por la fama
de santidad de Radegunda, afluyen al monasterio de Nuestra Señora.
Sólo la reina está a disgusto entre aquellas muestras de
veneración que recibe por parte de sus hijas espirituales. Por
eso un día consigue dejar el gobierno de la comunidad
en manos de Inés, su hija preferida. Ella se dedicará
únicamente a santificarse en los trabajos más humildes y costosos
del monasterio, y a trabajar discretamente al servicio de su
reino.
Hacia el año 567 un poeta originario de Italia
llega a Poitiers. Viene rodeado de una aureola de gloria,
después de una vida de trovador errante y devoto. Iba
a acabarse para él ese continuo peregrinar. Radegunda e Inés
iban a sujetarle con dulzura en Poitiers. Iniciado en la
vida espiritual, recibe la ordenación sacerdotal y queda como consejero
del monasterio. El mismo será quien, en una maravillosa Vida
de Santa Radegunda, nos contará con todo detalle cómo transcurría
la existencia de la antigua reina por aquellos días.
Hay,
sin embargo, un episodio de la vida del monasterio que
iba a tener repercusión en la liturgia universal. Santa Radegunda
era, como lo somos todos, hija de su propio tiempo.
Por eso compartía con su época la pasión por las
reliquias. La recomendación del rey Sigeberto, su hijo político, y
el apoyo de los príncipes de Turingia, sus primos, refugiados
en Constantinopla, le consiguieron del emperador Justino II un fragmento
considerable de la verdadera cruz. Era el año, 569.
Al
acercarse la sagrada reliquia Poitiers vibra de entusiasmo. Y al
entrar en el monasterio la cruz se cantan por vez
primera los dos célebres himnos compuestos por Venancio Fortunato: Pange
lingua gloriosi y Vexilla Regis prodeunt.
Tres afanes iban
a centrar la vida de Santa Radegunda. El primero, consolidar
su fundación. Ya con ocasión de la entrada de la
verdadera cruz el obispo había mostrado su desdén hacia el
monasterio, marchándose ostensiblemente de la ciudad, sin querer intervenir en
la ceremonia. Apuntaba, por consiguiente, un peligro al que Radegunda
quiso poner remedio oportunamente. No vaciló para ello en abandonar
su convento, que había tomado el nombre de Santa Cruz
después de la llegada de la reliquia, y hacer un
viaje a Arlés, para estudiar sobre el terreno la regla
que cincuenta años antes había escrito San Cesáreo,
para las religiosas de San Juan, agrupadas en torno a
su hermana mayor Cesárea. La abadesa las recibió, pues iba
acompañada de Inés, la superiora de Santa Cruz, con encantadora
caridad y les proporcionó todos los datos que querían. A
la vuelta a Poitiers Radegunda puso por obra su plan:
sustraer el monasterio a la autoridad del obispo diocesano, colocándole
bajo otro que fuese superior.
Y, en efecto, sometió las
reglas del monasterio a la firma de siete obispos, de
los que cinco de ellos pertenecían a la provincia de
Tours. Basándose en el valor personal que entonces solían tener
las leyes, y teniendo en cuenta que cada uno de
estos obispos tenía religiosas que eran, en cierto modo, súbditas
suyas en el monasterio, la regla aparecía como obligatoria para
cada una de ellas en virtud del mandato de su
propio obispo. Como, por otra parte, esa regla era la
de San Cesáreo de Arlés, e Inés había recibido la
bendición de San Germán, obispo de París, nadie podía alegar
una jurisdicción exclusiva sobre el monasterio y éste podía considerarse
lo que hoy llamaríamos exento.
Quedaba un segundo afán: consolidar
la vida interna del monasterio. Los testimonios contemporáneos son elocuentes.
Santa Cruz reunía entonces dentro de sus muros doscientas monjas
que llevaban una vida ejemplar y santa: salmodia, trabajo de
la lana, copia de manuscritos, lectura, meditación, etc. Radegunda miraba
aquel cuadro complacida. Según una de sus religiosas solía decirles
ya al final de su vida: "Yo os he escogido,
hijas mías, y vosotras sois mi luz, mi vida, mi
reposo, toda mi felicidad. Vosotras sois mi planta predilecta". Bien
es verdad que esto no se logró únicamente con leyes,
sino muy principalmente con la ejemplaridad de su vida. Venancio
Fortunato nos ha apuntado, con el realismo de aquella época
de sencillez, la humildad con que la Santa se dedicaba
a las tareas más repugnantes del monasterio, las horas que
pasaba en la cocina, el rigor con que observaba la
clausura,
Faltaba el cuidado de una tercera tarea. Esa estaba
fuera del monasterio, y pertenece más bien a la historia
general de Francia. Señalemos, sin embargo, que la reina viuda
no se desentendió de la suerte de su pueblo. Conservó
siempre una influencia grande en las familias entonces reinantes. "La
paz entre los reyes, ésa es mi victoria", declaraba ella
con sencillez. Y, acaso sin darse cuenta de toda la
trascendencia que iba a tener su tarea, empujaba fuerte y
suavemente hacia la fusión a los diversos reinos francos.
Murió
el 13 de agosto del 587. Poseemos una descripción de
sus funerales, que constituye una de las páginas más emocionantes
de la literatura de aquellos tiempos. La escribió San Gregorio
de Tours, el mismo que actuó en los funerales. El
nos cuenta cómo, al salir del monasterio el cuerpo para
ser llevado a la sepultura, las religiosas se apretujaban en
las ventanas y en las saeteras de la muralla, rindiendo
su último homenaje a su madre con sus gritos, sus
lamentaciones y sus sollozos. Los mismos clérigos encargados del canto
apenas conseguían sobreponerse a su propia pena, y les era
difícil cantar oprimidos por las lágrimas. Fue un día inolvidable.
"Poitiers —escribía en 1932 el padre Monsabert— le ha permanecido
fiel. Ningún nombre es más popular que el suyo; se
lleva a los niños a su tumba, su recuerdo flota
sobre el país; su obra, su comunidad, subsisten aún: es
la abadía pronto catorce veces centenaria de Santa Cruz."
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