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Casiano de Imola, Santo |
Maestro de escuela y Mártir
Martirologio Romano: En Foro Cornelio
(hoy Imola), en la provincia de Flaminia, san Casiano, mártir,
que, habiéndose negado a adorar a los ídolos, fue entregado
a manos de niños, a los que enseñaba como maestro,
para que le torturaran con sus punzones hasta la muerte
y así resultara tanto más duro el dolor de su
martirio, cuanto más débiles eran las manos que le torturaban
(c. 300).
Un día el poeta Aurelio Prudencio va a Roma.
Es en los primeros años del siglo V. En su
paso para la capital del Imperio se detiene en el
Foro Cornelio, hoy Imola. Lleva el corazón angustiado, porque de
la solución del negocio, motivo del viaje, depende tal vez
la seguridad de su porvenir y el de su familia.
Espíritu profundamente cristiano, se siente acuciado a encomendarse al Redentor
y entra a orar en una iglesia. Se postra ante
el sepulcro del mártir Casiano, cuyas reliquias se veneran allí,
y se abisma en profunda oración. Una oración que es
un contrito recuento de pecados y sufrimientos.
Cuando, entre lágrimas,
levanta los ojos al cielo, su vista queda prendida en
la contemplación de un cuadro pintado de vivos colores. Se
ve en él la imagen de un hombre semidesnudo, cubierto
de llagas y sangre, rasgada su piel por mil sitios.
A su derredor una turba de chiquillos exaltados esgrimen contra
él los instrumentos escolares y se afanan por clavarle en
las ya laceradas carnes los estiletes usados para escribir.
Conmovido
el poeta por esta trágica visión pictórica, en la que,
sin duda, ve un traslado de su propio desgarramiento interior,
pregunta al sacristán de la iglesia por su significado. Este,
tal vez con voz indiferente por la costumbre, le explica
que el cuadro representa el martirio de San Casiano, y
le cuenta la historia y pormenores de su muerte, acaecida
bastante anteriormente y testimoniada por documentos. Termina recordándole que se
acoja a sus súplicas si tiene alguna necesidad, pues el
mártir concede benignísimo las que considera dignas de ser escuchadas.
Prudencio lo hace así y comprueba la veracidad de las
palabras del sacristán, pues su negocio de Roma se resuelve
satisfactoriamente. Vuelto a España, compone en honor de San Casiano,
como exvoto de agradecimiento, un precioso himno, que es el
IX de su Peristephanon.
En él nos explica la historia
de este su viaje a Roma y pone en labios
del sacristán la narración del martirio del Santo. Es indudable
que las palabras del sacristán, a pesar del tono de
suficiencia que pudieron tener, debieron de ser más sencillas. Pero
Prudencio es poeta. Es el más excelso cantor de los
mártires cristianos. Su espíritu se deja arrebatar en alas de
su numen y de su entusiasmo. Y nos da una
espléndida versión poético-dramática.
Casiano era maestro de escuela. Un maestro
severo y eficiente, según esta interpretación. Enseña a sus niños
los rudimentos de la gramática, al mismo tiempo que un
arte especial: el de la taquigrafía, ese arte de condensar
en breves signos las palabras. Es acusado de cristiano. Y
los perseguidores tienen la maligna ocurrencia de ponerle en manos
de los mismos niños, sus discípulos, para que muera atormentado
por ellos, y que los instrumentos del martirio sean los
mismos de que antes se valían para aprender. Estas circunstancias,
con toda su carga dramática, son aprovechadas por el poeta
para resaltar la crudeza del martirio:
"Unos le arrojan las
frágiles tablillas y las rompen en su cabeza; la madera
salta, dejándole herida la frente. Le golpean las sangrientas mejillas
con las enceradas tabletas, y la pequeña página se humedece
en sangre con el golpe. Otros blanden sus punzones... Por
unas partes es taladrado el mártir de Jesucristo, por otras
es desgarrado; unos hincan hasta lo recóndito de las entrañas,
otros se entretienen en desgarrar la piel. Todos los miembros,
incluso las manos, recibieron mil pinchazos, y mil gotas de
sangre fluyen al momento de cada miembro. Más cruel era
el verduguito que se entretenía en surcar a flor de
carne que el que hincaba hasta el fondo de las
entrañas".
El lector se estremece, no tanto por los tormentos
en sí cuanto por verlos venir de quien vienen: de
niños y discípulos. Pero el poeta parece llevado en brazos
de un fuego trágico. Se complace en pintarnos el estado
de ánimo de los pequeños verdugos, imaginándolos llenos de una
horrenda malicia con aires de sarcasmo:
"¿Por qué lloras? —le
pregunta uno—; tú mismo, maestro, nos diste estos hierros y
nos armaste las manos. Mira, no hemos hecho más que
devolver los miles de letras que recibimos de pie y
llorando en tu escuela. No tienes razón para airarte porque
escribamos en tu cuerpo; tú mismo lo mandabas: que nunca
esté inactivo el estilete en la mano. Ya no te
pedimos, maestro tacaño, las vacaciones que siempre nos negabas. Ahora
nos gusta puntear con el estilo y trazar paralelos unos
surcos a otros, y trenzar en cadenita las rayas truncadas.
Ya puedes enmendar los versos asoplados en larga tiramira, si
en algo erró la mano infiel. Ejerce tu autoridad; tienes
derecho a castigar la culpa si alguno de tus alumnos
ha sido remiso en trazar sus rasgos".
Cuesta trabajo imaginar
tal cantidad de perfidia en los tiernos corazones infantiles. Prudencio
parece haberlo presentido; por eso antes nos ha dado unas
explicaciones de esta actitud, como si quisiera justificarla o, al
menos, motivarla:
"Ya es sabido que el maestro es siempre
intolerable para el joven escolar, y que las asignaturas son
siempre insoportables para los niños... Gusta sobremanera a los niños
que el mismo severo maestro sea el escarnio de los
discípulos a quienes contuvo con dura disciplina.
Sin embargo, a
pesar de estos motivos, nuestro corazón sigue anonadado. Y es
que Prudencio canta, sobre todo, aquí, la horripilante crudeza del
martirio. Absorbido tal vez sólo por el impresionante verismo del
cuadro, y transportado en alas de su fuerza trágica, no
ha visto más que el montón de dolores que se
multiplicaban indefinidamente sobre el cuerpo del mártir. Y alrededor de
este eje ha construido, en círculos concéntricos, la mágica unidad
de su poema: los dolores adquieren magnitud porque vienen de
unos niños airados; los niños están exacerbados porque sienten un
negro placer en vengarse de la severidad del maestro.
No
hay duda que esta disposición íntima contribuye a la grandiosidad
del poema, y, consecuentemente, del mártir. Pero, ¿no se habrá
dejado llevar el poeta por el afán de la exageración?
En primer lugar, respecto de los niños. Es verdad que
hay en el corazón humano recónditos rencores que añoran en
ocasiones excepcionales. Es verdad que también pueden existir, que existen
indudablemente, en el corazón de los niños. La imagen de
la inocencia infantil no absorbe todos los repliegues de sombra.
Es verosímil, por tanto, que en las circunstancias de este
martirio las obscuras fuerzas represadas desbordasen todos los diques de
bondad. Añádase a esto la presión ejercida por la presencia
animadora y el enérgico mandato del juez perseguidor, y la
facilidad de contaminación del furor colectivo. Pero, aun así, uno
se resiste a la generalización. ¿Es posible que todos los
niños estuviesen poseídos de esa furia diabólica, que en ninguno
de ellos hubiese siquiera un destello de compasión, de resistencia,
de lágrimas?
En segundo lugar, respecto del mismo maestro. La
imagen que nos ofrece Prudencio de San Casiano como maestro,
¿no es excesivamente severa? Son unos rasgos acusadamente llenos de
aristas:
"Muchas veces los duros preceptos y el severo rostro
habían agitado con ira y miedo a sus alumnos impúberes”.
Naturalmente, en ocasiones habría tenido que hacer uso de la
seriedad y hasta del castigo. Pero ¿siempre? ¿Era solamente el
gigante enemigo, imponente ante la pequeñez e impericia de los
débiles niños? ¿No se diferenciaría precisamente, por su calidad de
cristiano con vocación de amor, por una suavidad mayor de
la corriente en las demás escuelas? Se habría excedido, sin
duda, alguna vez, arrastrado por la cólera o la impaciencia.
¿Quién no? ¡Y es tan fácil en los que mandan
este arrebato de suficiencia, que no soporta ser vencido por
la insolencia o la valía de los subordinados! Pero, sin
duda también, en los ratos de oración y de humilde
reconocimiento de pecados habría sacado impulso para un trato más
dulce, más paternal, más cariñoso.
Además de esto, y sobre
todo, echamos de ver, en el magnífico himno de Prudencio,
que nos falta algo: el alma de Casiano. La íntima
actitud de su espíritu en el trance doloroso del martirio.
El poeta, obsesionado por el cuerpo lacerado, por la sangre
bullendo a borbotones, por la piel rota en mil rasgaduras,
nos ha escamoteado la fuente. Ese rico venero escondido en
el fondo del ser, receptáculo de todas las impresiones y
manantial de toda la fuerza.
Sólo en una ocasión pone
en labios de San Casiano todas las impresiones y manantial
de toda la fuerza.
"Sed valientes, os ruego, y venced
los pocos años con vuestros esfuerzos; que supla la fiereza
lo que falta a la edad".
Pero esto no es
más que un trozo de espíritu: la punta del ánimo
heroico que late en el pecho del mártir. Y está
empleado sólo como apoyatura para la exaltación de lo externo.
Tenía que haber más. El mártir no podía menos de
ver a los niños. Un enjambre de enfurecidas avispas pugnando
por hendir en la blandura de su carne la acerada
lanza de los aguijones. Un confuso griterío; un montón de
encrespadas cabelleras; un bosque de manos, tiernas manos, agitadas; un
llamear de ojos, miles de ojos multiplicándose en aquel baile
frenético. También algunas manos remisas, vacilantes, tímidamente escondidas, y algunos
ojos húmedos, temblorosos, asustados, dolientes... Y no podía menos de
ver en los niños a sus discípulos. Eran ellos, los
mismos a quienes estaba dedicando su paciencia, su saber, su
vida.
Todos allí. ¿Tendría vigor para recorrerlos uno a uno?
Ese, el de la tez bruna, que tan expresivamente recitaba
a Homero; ese otro, cuya manecita rebelde tantas veces hubo
el maestro de guiar sobre la encerada tablilla; y aquél,
que tanta paciencia le hizo gastar hasta que aprendió las
declinaciones griegas; y éste de más acá, el reconcentrado, que
ahora esgrimía el punzón medio a ocultas, pero con golpes
secos y profundos; y el otro, el travieso rubicundo, el
más castigado, aunque no el menos querido; y este pequeñito,
que participaba en la matanza como en un juego... Y
uno, y otro y otro. Todos pasarían en rápidas oleadas
por la imaginación del maestro, con sus rostros, sus almas,
sus nombres tan sabidos y tantas veces repetidos en mil
tonos diferentes. Tal vez los gemidos que se escapaban de
los labios del mártir no fuesen sino nombres de alumnos,
pronunciados silenciosamente con aire de asombro, de queja, con palpitaciones
de última agridulzura.
Y este vértigo de nombres y rostros,
en la prolongación de su agonía, tenía que ser para
el maestro martirizado como un espejo donde se reflejaba su
vida: esfuerzos, ilusiones, gozos, fallos. Días llenos de la más
rutinaria monotonía, momentos de desesperada sensación de inutilidad, ramalazos de
ira o impotencia, minutos rebosantes de nitidísima alegría, impaciencias, lágrimas,
voces imperiosas, palabras persuasivas, multiplicándose a lo largo de generaciones
de chiquillos, que pasaban por sus manos como masa informe
y salían de ellas con una luz encendida en la
frente. Todo para desembocar en este fracaso final: sentirse matar
lentamente por los mismos a los que él se había
afanado en educar para la rectitud y el amor.
Aunque
¿era esto, efectivamente, un fracaso? Humanamente, desde luego. Pero era
a través de este tormento como Casiano conseguía su verdadera
gloria. Porque el final no era esto, la muerte atroz
y desalentadora. El final estaba más allá de la frontera
de la muerte, en un campo que se abría con
claros horizontes de sosiego. El blanco al que se dirigía
esta flecha de carne dolorida era el mismo Dios. Solamente
Dios daba sentido a su muerte, como había dado sentido
a su vida. Por eso no podemos pensar que el
alma de Casiano estuviese ausente de Dios en estos terribles
momentos. Había de estar necesariamente anclada en Él. Cada latido
de sus venas, cada gemido de su garganta, cada pensamiento
de su mente serían una aspiración y una súplica al
Señor. El mismo transitar de su imaginación por caras, y
manos, y nombres, y días, tendría su eco en Dios.
No podía menos de resumir en apretada síntesis de gracias
y fervores, de pecados y contriciones, de sequedades y esfuerzos,
el caminar de su vida hacia la casa del Padre.
¿Y los dolores? Estos agudos dolores de ahora, que se
sucedían atropelladamente, sin dejar lugar al respiro, eran ya de
por sí una oración con fuerza de sangre. Y Casiano
los recibiría con sentido de holocausto. Y los ofrecería humildemente
al Redentor como reparación por ese reguero de sombras que,
entre destellos de luces, deja el hombre sobre la tierra.
Y se acordaría de Jesús muriendo en el Calvario. Esa
turba de chiquillos en danza loca buscando su cuerpo le
sugerirían aquella otra masa imponente de judíos vociferantes atronando con
insultos los oídos del Crucificado. Aquéllos eran el pueblo de
Dios. Estos eran la familia del maestro. Y, lo mismo
que Cristo rezaba al Padre por sus verdugos, Casiano pediría
por sus niños: que Dios los perdonase, que no sabían
lo que estaban haciendo, que él los quería de verdad,
que Dios limpiase sus almas de la honda grieta de
negrura abierta por este crimen, que los transformase, que él
entregaba su propia inmolación por ellos, que...
Y luego, también
como Jesús, pondría su espíritu en manos del Padre. Un
aliento interminable que nacía del fondo y le arrastraba hasta
el seno de Dios. No es que quisiese romper con
la vida, con este su final de fracaso, como quien
tira a la cuneta del camino los desperdicios o lo
desagradable, la desgarradura del vestido. No. El mismo fracaso —lo
que su martirio tenía de fracaso humano— era lo que
él quería asumir, como el último sorbo del cáliz amargo,
y, con él en la misma punta de los labios,
subir hasta Dios, hasta esa gloria que él veía inviolable:
el mismo corazón del Padre.
Y de esa manera entregaría
su alma. Prudencio nos lo dice con estas bellísimas, ingenuas
palabras:
"Por fin, compadecido Cristo del mártir desde el cielo,
manda desatar los lazos del pecho, y corta las dolorosas
tardanzas y los vínculos de la vida, dejando expeditos todos
sus escondites. La sangre, siguiendo los caminos abiertos de las
venas desde su más íntima fuente, deja el corazón, y
el alma anhelante salió por todos los agujeros de las
fibras del acribillado cuerpo".
¿Queda así ya completa la imagen
de San Casiano? El poeta Prudencio nos ha descrito con
magistral sentido realista y dramático los tormentos físicos del mártir
y la embravecida animosidad infantil. Nosotros hemos intentado acercarnos a
su alma. Es un osado atrevimiento, aunque pocas veces tan
justificadamente verosímil como aquí.
En realidad, lo que sabemos de
San Casiano puede reducirse a unas simples afirmaciones: que era
maestro de escuela, perito en taquigrafía, que murió a manos
de sus discípulos, y que seguramente sucedió el martirio bajo
la persecución de Diocleciano (303-304). Pero siempre es lícita al
hombre la aventura de comprender al hombre. Más aún: es
humana. Y cuando se hace con respeto y justicia, a
pesar de todos los riesgos, llega al fondo de la
realidad con una precisión mayor tal vez que una multiplicación
de datos escuetos.
De la narración de la historia y
martirio de San Casiano Prudencio ha sacado también una conclusión.
Una conclusión muy sencilla, pero deliciosamente confortadora: la de que
el mártir escucha benignísimo las súplicas del corazón angustiado de
los hombres. A nosotros, después de eso, nos bastaría con
habernos adentrado —bien tímidamente, desde luego— en el lago interior
de esta alma humana, y en unos momentos de tan
profundas resonancias, cuando las aguas del ser están todas conmovidas
por un estremecimiento de íntegra decisión. Nos bastaría con ello,
porque esto conmueve, ahonda y purifica nuestro propio ser.
Y,
si no nos conformamos con esta purificación esencial, aún podemos
deducir una lección de prolongada estela práctica. San Casiano no
fue atormentado por haber cumplido mal su misión de magisterio,
ni la rebeldía de los niños y su encarnizado afán
homicida fue una explosión directa, sino provocada por un fuego
atizado desde fuera. Sin embargo, la realidad de su muerte
representó para él la herida en el punto más doloroso.
En su martirio no hubo nada que supiese a satisfacción
humana. Lo que a otros mártires les da cierta aureola
de triunfadores terrenos —la heroicidad, la altivez con que soportan,
el mismo reto erguido frente a los jueces o verdugos...—
está aquí ensombrecido. Porque Casiano, después de negarse a sacrificar
a los ídolos, ya no tiene delante un tirano a
quien increpar, frente a quien afirmarse, sino a sus niños,
a sus queridos alumnos, a sus frágiles niños. ¿Contra qué
fuerza oponer su fuerza? No le queda más que dejarse
llevar, vencer, destrozar, hundirse.
Y aquí está la lección. El
libro abierto de este martirio nos enseña cómo puede Dios,
para subirnos hasta El, herirnos en lo más querido, barrer
de un soplo nuestras más acariciadas ilusiones, hundirnos en la
apariencia de la inutilidad, izar en nuestra persona la bandera
del fracaso. Y todo eso tal vez sin sangre, en
la más pura vulgaridad del anonimato. Aunque ello no sería
excusa para el desaliento, sino motivo para una total decisión
de lucha, al mismo tiempo que para una activa y
vital oblación. Y eso hasta el final. Ese final que
sólo está en manos de Dios y que siempre lo
ejecutan las manos de Dios.
Las reliquias de San Casiano
se veneran en la catedral de la ciudad italiana de
Imola, que se enorgullece con su patrocinio. Honradas primeramente en
una basílica, fueron trasladadas a la catedral, recientemente construida, en
el siglo XIII, y luego encerradas en una caja de
plomo y colocadas bajo la cripta, en el centro del
presbiterio, al restaurarse la catedral en 1704.
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