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Pedro Fabro (o Favre), Beato |
Jesuita
Martirologio Romano: En Roma, beato Pedro Favre, presbítero. Fue el
primero entre los miembros de la Compañía de Jesús que
mantuvo duros trabajos en distintas regiones de Europa. Murió en
la ciudad de Roma, mientras se dirigía al Concilio Ecuménico
de Trento (1546).
Refiere el padre Diego Laínez que cuando, en
1535, San Ignacio salió de París para atender en España
a su salud quebrantada, dejó "al buen maestro Pedro Fabro
como hermano mayor de todos" los compañeros de un mismo
ideal, consagrado meses antes con voto en la colina de
Montmartre. Este era el Beato Fabro: el primer sacerdote de
la Compañía, ordenado tres semanas antes de aquel voto, y
el primer miembro de aquel grupo estable de hombres excepcionales
que, con San Ignacio a la cabeza, habían de fundar
una nueva Orden.
Oriundo del pueblecito de Villaret, parroquia de
San Juan de Sixt, situado en las faldas del Gran
Bornand en el ducado de Saboya, donde había visto la
luz primera durante las alegrías pascuales de 1506, aquel sencillo
y humilde pastorcito ya a los diez años había sentido
una atracción irresistible hacia el estudio. Sus padres, movidos por
las lágrimas del niño, se vieron obligados a modificar los
planes que sobre él tenían y ponerle a estudiar, primero
en el vecino pueblo de Thónes y a los dos
años en La Roche, bajo la dirección del piadoso sacerdote
Pedro Velliard, que le educó no menos en la doctrina
que en el temor de Dios.
Siete años permaneció en
aquella escuela, hasta que a los diecinueve de edad, en
1525, se dirigió a París para empezar el curso de
artes o filosofía en el colegio de Santa Bárbara. La
Providencia guiaba sus pasos para que, sin él preverlo ni
pretenderlo, se fuese encontrando con sus futuros compañeros. En aquel
colegio tuvo como maestro al español Juan de la Peña,
el cual, a su vez, cuando encontraba alguna dificultad en
la lectura de Aristóteles, se la consultaba a Pedro Fabro,
porque "era buen griego". Maestro y discípulo compartían una misma
habitación, en la que también por aquel mismo tiempo encontró
alojamiento un condiscípulo de Fabro y de su misma edad,
nacido solamente seis días antes que él: el navarro Francisco
Javier. Más adelante, en octubre de 1529, se les juntó
un tercer compañero, quince años mayor que ellos, destinado por
Dios a ejercer un influjo decisivo en su vida: era
Ignacio de Loyola. Esta convivencia y comunidad de estudios no
podía menos de acercar a estos tres nobles espíritus; pero
mientras Javier tardó todavía varios años en dejar sus planes
de mundo; el dulce saboyano se rindió más fácilmente al
ascendiente que sobre él ejercía Ignacio. Dios se valió de
un difícil período de escrúpulos y luchas interiores para que
Fabro se pusiese bajo la dirección de Ignacio, ya por
entonces hábil maestro de espíritus. Cuatro años duró esta íntima
comunicación, pero dos bastaron para que Fabro se decidiese a
seguir a su compañero en una vida de pobreza y
apostolado. Decisiva influencia ejercieron los ejercicios espirituales, que Fabro hizo
con tanto rigor que estuvo seis días sin comer ni
beber nada, y sin encender el fuego en el crudo
invierno de París. Más adelante, según el testimonio del mismo
San Ignacio, había de tener el primer lugar entre los
que mejor daban los ejercicios.
Mientras se iba desarrollando esta
transformación en el interior de Fabro avanzaban también sus estudios
teológicos, hasta que el 22 de julio, fiesta de Santa
María Magdalena, celebró su primera misa. El 15 de agosto
siguiente, en la fiesta de la Asunción de María al
cielo, pudo celebrarla cuando, junto con Ignacio, Francisco Javier, Nicolás
de Bobadilla, Diego Laínez, Alonso Salmerón, Simón Rodrigues, hizo el
voto de vivir en pobreza y de peregrinar a Jerusalén,
y, en caso de resultar esto imposible en el espacio
de un año, ponerse en Roma a la disposición del
Papa; voto renovado en los dos años sucesivos, cuando, si
bien estuvo ausente San Ignacio, se asociaron a los anteriores
en 1535 el compatriota de Fabro Claudio Jayo y en
1536 los franceses Juan Coduri y Pascasio Broet.
Desde el
voto de Montmartre las vidas de Ignacio y de sus
compañeros se funden en una sola, aun cuando el curso
de los acontecimientos iba a conducir a unos y a
otros por caminos del todo distintos. En noviembre de 1536
Fabro y los demás se encaminaban a Venecia con intención
de poner en práctica su voto jerosolimitano. Allí se reúnen
con Ignacio, que les espera, según lo convenido. Mientras aguardan
el tiempo en que debía hacerse a la vela la
nave peregrina, se reparten por los hospitales de la ciudad
y se ejercitan en las obras de caridad y de
celo. Obtenido el necesario permiso de Roma, asisten con los
demás peregrinos a la procesión del Corpus el 31 de
mayo. En el mes de junio de aquel año 1537
reciben todos los que no eran sacerdotes las sagradas órdenes.
Todo estaba preparado para la partida cuando un hecho inesperado
se la impidió. Ante el peligro inminente de una guerra
entre Venecia y el Turco no salió ninguna nave para
Tierra Santa, hecho éste que no había ocurrido desde hacía
años y tardó mucho tiempo en volver a repetirse. Los
primitivos historiadores hacen constar esta circunstancia, haciendo ver en ella
la mano de la Providencia, que tenía otros designios sobre
aquel puñado de hombres dispuestos a las más grandes empresas.
Mientras los demás se repartieron por diversas ciudades en espera
de nuevos acontecimientos, Ignacio, Fabro y Laínez en el otoño
se encaminan a Roma. En el camino, poco antes de
entrar en la Ciudad Eterna, Ignacio recibió la célebre visión,
que, por el lugar donde ocurrió, suele ser llamada de
La Storta. En ella Dios le prometió para él y
los suyos una especial protección en Roma. Bien pronto el
papa Paulo III se sirvió de aquellos hombres que se
habían puesto a su servicio directo. A Fabro le confió
la enseñanza de la Sagrada Escritura en la universidad de
La Sapienza (noviembre de 1537 a mayo de 1539). A
partir de esta fecha comienza para Fabro la serie ininterrumpida
de sus misiones apostólicas, que le obligaron a recorrer en
un sentido u otro casi toda Europa, de Roma a
Colonia, de Ratisbona a Lisboa.
En la trama complicada de
sus viajes continuos hay dos hilos orientadores que señalan una
doble dirección. Ignacio quería que Fabro diese impulso a la
Compañía, sobre todo en Portugal y España. El Papa y
el mismo San Ignacio querían valerse de su poder de
atracción para salvar a las ovejas perdidas en las regiones
protestantes. Un breve recorrido sobre los hechos externos de su
vida nos presenta el siguiente cuadro de actividades: En octubre
de 1540 parte hacia Alemania como teólogo del doctor Ortiz,
consejero del emperador, acompañándole en los coloquios de Worms y
de Espira y en la Dieta de Ratisbona. Allí le
llega la orden de San Ignacio de encaminarse a España.
Parte el 21 de julio de 1541, y, atravesando Baviera,
el Tirol, su tierra saboyana, en la que se detiene
diez días de intenso trabajo apostólico, por Francia entra en
España. Cuatro meses han sido necesarios para este viaje de
Ratisbona a Madrid. Apenas han pasado cinco meses, y le
llega la orden de regresar nuevamente en compañía del cardenal
Morone a Alemania. Seis meses se detiene en Espira. El
cardenal Alberto de Brandeburgo le invita a Maguncia y allí
conquista para la Compañía a Pedro Canisio, joven entonces de
veintidós años y futuro apóstol de Alemania. En agosto y
septiembre de 1543 le encontramos en Colonia. Pero no podía
permanecer mucho tiempo en un mismo sitio. Esta vez le
llega la orden de partir para Portugal; pero, cuando se
dispone a emprender el viaje, pierde la ocasión de embarcarse
en Amberes. En Lovaina cae enfermo. El nuncio en Renania,
Juan Poggi, recibe la autorización para retenerle en Colonia, y
en esta ciudad permanece seis meses, parte trabajando para desarraigar
la herejía, parte dedicando su apostolado a los católicos y
en íntimo trato con los cartujos colonienses. Por todo ello
se aficiona a la ciudad del Rhin más que a
ninguna otra. Pero Portugal sigue reclamándole, y en agosto de
1544 llega por mar a Lisboa, de donde pasa a
Evora y a Coimbra. En mayo de 1545 se traslada
por segunda vez a España, visitando Salamanca, Valladolid, Madrid, Toledo
y otras ciudades de Castilla. Por entonces su salud empieza
a debilitarse y se ve forzado a guardar cama en
Madrid. Una nueva llamada parte desde Roma el 17 de
febrero de 1546, la última de todas. Es menester que
se ponga en camino para ir a Trento y juntarse
con los padres Laínez y Salmerón, que trabajan en el
concilio. Esta vez hace el viaje pasando por el reino
de Valencia, llegando hasta Gandía, donde puso la primera piedra
del colegio de la Compañía fundado por el duque Francisco
de Borja. En Barcelona vuelve a sentirse enfermo y se
ve forzado a detenerse tres semanas. Pero era necesario obedecer
a la orden del Papa. Se embarca y llega a
Roma cuando los calores son más intensos. A los pocos
días sus fuerzas sucumben, y el 1º de agosto de
1546, fiesta de las cadenas de San Pedro, ve romperse
las que a él le tenían atado a la tierra.
Contaba entonces cuarenta años y cuatro meses de edad, y
expiraba exactamente diez años antes que San Ignacio.
Pero en
el Beato Fabro, más que la sucesión de los hechos
externos, cautiva el encanto que emana de toda su persona.
Los testigos del proceso de 1596 nos lo presentan como
de mediana estatura, rubio de cabello, de aspecto franco y
devoto, dulce y maravillosamente gracioso. Ejercía sobre todos los que
le trataban un extraordinario poder de captación. A esto se
añadía un talento, que era una especie de carisma, en
el arte de conversar. Más que en los púlpitos le
vemos actuar en el trato penetrante y espiritual con las
más variadas personas, desde los grandes de la tierra y
los dignatarios eclesiásticos hasta la gente sencilla, que le recordaba
su origen montañés. Por su hablar y su obrar parece
un precursor de su compatriota San Francisco de Sales, que
tanto le estimó, y que dejó de él un hermoso
elogio en su Introducción a la vida devota. Por su
mansedumbre y caridad ha sido también comparado con San Bernardo.
"¿Es un hombre, o no es más bien un ángel
del cielo?", dirá de él San Pedro Canisio.
No todo
en él era efecto de un natural excepcionalmente dotado. Por
encima de sus cualidades descuella una virtud aparentemente sencilla, pero
en la que es fácil encontrar rasgos de verdadero heroísmo.
Su alma de niño no excluyó durante la infancia y
juventud las luchas de la pasión. De ahí más adelante
la angustia en que le sumergieron los escrúpulos. Su misma
atracción hacia los ideales más elevados no excluye que sintiese
la inclinación hacia una carrera seglar en el mundo. Pero
él resistió a todo. Ya a los doce años consagró
a Dios, con voto, su castidad. Más adelante hizo aquel
otro tan revelador de su fina sensibilidad: el de no
acercar jamás su rostro al de ningún niño; que eso
pudiese ocurrirle con personas mayores, ni pensarlo siquiera. No es
de maravillar que un alma tan pura sintiese como nadie
el atractivo de la oración.
Su Memorial, o diario espiritual,
en el que durante los últimos cuatro años de su
vida dejó un reflejo de su alma, nos descubre con
una ingenuidad espontánea su intensa vida de oración. Todo le
sirve para elevarse a Dios, En todas las partes por
donde pasa encuentra objetos de culto. Venera con singular devoción
las reliquias de los santos —y esto es en él
característico— venera con singular devoción a los ángeles de los
poblados por donde pasa y de las personas con quien
trata. A todos encomienda a Dios en sus oraciones, y
la oración, junto con su trato exquisito, se convierte en
su principal arma de apostolado. Oraba especialmente por ocho personas,
y esta oración es significativa porque nos revela hacia dónde
convergían los anhelos de su alma apostólica: el Sumo Pontífice,
el emperador, el rey de Francia, el rey de Inglaterra,
Lutero, el sultán de Turquía, Bucero y Melanchton. A estos
dos últimos herejes había tenido ocasión de combatirlos en Colonia.
Como, entre todas, le atraían especialmente las almas más necesitadas,
de ahí sus ansias por la salvación de Alemania, su
voto de ofrecer todas sus energías por aquel país: punto
éste que le acerca a su hijo espiritual San Pedro
Canisio.
En un alma tan privilegiada no podía faltar la
característica del sufrimiento. En el Beato Fabro la ocasión de
su dolor radicaba en su temperamento, extremadamente sensible. Era una
lira que vibraba al menor roce, y las impresiones le
llegaban hasta lo más hondo del alma. En un sujeto
así pueden imaginarse las luchas interiores que tuvo que sostener.
En su juventud fueron las intranquilidades de conciencia y los
estímulos de la pasión. Más adelante fue la oscilación constante
entre los planes que soñaba y el abatimiento al ver
que no podía realizarlos. Versátil, de humor desigual, creyendo a
veces haberlo conseguido todo, otras teniéndolo todo por irremisiblemente perdido.
Tremendamente irresoluto, sufrió el tormento de la indecisión. Reconocía en
sí mismo el defecto de querer abrazar demasiado, no sabiendo
aferrar las cosas y las situaciones conforme aconsejaba la razón.
De ahí un complejo de pusilanimidad, matizado de melancolía. Pero
el Beato no se dejó arrastrar por sus tendencias temperamentales.
Procuró combatir la desconfianza con el recurso constante a Dios.
San Pedro Canisio nos dirá que luchó contra el espíritu
de temor y desconfianza que le atormentaba. Meta suprema para
él, la estabilidad del corazón, estorbada tanto por la tristeza
infundada como por la vana alegría. La sensación de insuficiencia
quedó en él transformada por la gracia en una maravillosa
humildad, y esta virtud, a su vez, animó los demás
aspectos de su espiritualidad: su caridad, su celo de las
almas, pero, sobre todo, su oración. Además del recurso a
Dios, su salvación fue la obediencia a sus superiores. La
carta ignaciana de la obediencia se hizo letra viva en
el Beato Fabro.
Obediencia la suya que llegó al heroísmo.
Cuentan que, al salir de Barcelona con el cuerpo enfermo,
a quien le disuadía de emprender semejante viaje le respondió:
“No es necesario que yo viva, pero es necesario que
obedezca". Y por obediencia murió, a semejanza de Jesucristo.
Años
después San Francisco de Sales se mostró maravillado de que
su compatriota no hubiese sido honrado como otros. Pero tampoco
al Beato Fabro le faltó este tributo de la veneración
y aun del culto; culto que, aunque muy tarde, reconoció
finalmente la suprema autoridad del papa Pío IX el 5
de septiembre de 1872.
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