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Juana de Aza, Beata |
Madre de Santo Domingo de Guzmán
Martirologio Romano: En Caleruega, población
igualmente de Castilla, conmemoración de la beata Juana, madre de
santo Domingo, que, llena de fe, hizo grandes obras de
misericordia en favor de los pobres y necesitados (s. XIII
inc.).
De Juana de Aza la
verdad es que no se saben muchas cosas. Y las
que se saben pueden reducirse prácticamente a dos: primera, que
fue la madre de Santo Domingo de Guzmán, y segunda,
que fue una mujer compasiva que en cierta ocasión, estando
fuera su marido, repartió entre los pobres una cuba de
vino generoso.
Esto no quiere decir que no se tengan
de ella otros datos que éstos. Como saberse, se sabe
el nombre de su padre, que fue don García Garcés,
señor del condado de Aza, mayordomo mayor, ayo, tutor y
curador del rey don Alfonso IX, y el de su
madre, doña Sancha Bermúdez de Trastamara. Juana de Aza nació,
pues, en el seno de una familia noble, enlazada varias
veces con la casa real de Castilla.
Tampoco se ignora
el nombre de su marido. Hacia los veinte años Juana
de Aza se casó con don Félix Ruiz de Guzmán,
señor de la villa de Caleruega. En esa villa vivieron
ellos y allí nacieron sus tres hijos. El mayor, don
Antonio, fue sacerdote y consagró su vida a los peregrinos
y enfermos que acudían al sepulcro de Santo Domingo de
Silos, cerca, de Caleruega. El segundo, don Manés, o Mamerto,
siguió a su hermano menor y se hizo dominico. Santo
Domingo fue el tercero de los hermanos, y parece que
se llamó Domingo por un sueño que tuvo su madre
en los meses que precedieron al nacimiento. Soñó Juana que
llevaba en el vientre un cachorrillo (algunos dicen: un cachorrillo
blanco y negro) que tenía en la boca una antorcha
y que salía y encendía el mundo. Juana se asustó
y se fue a rezar a Santo Domingo de Silos,
que había muerto cien años atrás. Le hizo una novena
y parece que prometió que el hijo que iba a
nacer llevaría el mismo nombre que el Santo. Lo que
no podía prever es que, en el santoral, el hijo
que Juana llevaba en las entrañas había de eclipsar al
buen Santo Domingo de Silos, bajo cuya protección nacía. Pero
claro es que los santos, en el cielo, no se
preocupan por estas cosas, y Domingo de Silos veló por
el nacimiento de Domingo de Guzmán y consoló a la
buena Juana de Aza, que estaba allá, junto al sepulcro
de Silos, rezando ardientemente.
El nacimiento del futuro santo ocurrió
el 24 de junio, día de San Juan Bautista, el
precursor, el que clamaba en el desierto y preparaba los
caminos del Señor. También Domingo había de ser una voz
que enderezara caminos: para eso fundaría con el tiempo su
Orden de Hermanos Predicadores. Del nacimiento y sus circunstancias cuentan
las leyendas varios prodigios. El más gracioso es la equivocación
que por tres veces sufrió el celebrante que decía la
misa de acción de gracias. Al volverse para decir ”Dominus
vobiscum”, le salía en vez de esto un extraño anuncio:
"Ecce reformator EccIesiae". En vez de anunciarles a los fieles
que el Señor estaba con ellos, les decía que allí
estaba el reformador de la Iglesia. El reformador de la
Iglesia era el tercer hijo de Juana de Aza, aquel
niño al que habían puesto por nombre Domingo. El cachorrillo,
en efecto, prendería fuego al mundo, pero su fuego no
vendría a destruir, sino a purificar: sería calor y luz
que encendería los espíritus, calor de amorosa pobreza, luz de
traspasada verdad.
Domingo no viviría muchos años con sus padres.
A los siete, su madre le confió a un hermano
que tenía ella, párroco de Gumiel de Izán. El se
encargaría de la primera instrucción del pequeño Domingo y de
su primera educación. No había entonces escuela en los pueblos,
claro está, y el pequeño Domingo tenía que empezar pronto
a aprender todo lo que luego le había de hacer
buena falta, pues tendría que habérselas con los herejes y
convencerles con la pacífica arma de la palabra. Pero si
pronto dejó la casa de sus padres no dejó sus
costumbres, que eran buenas. De su madre aprendería, sin duda,
en los tiernos años, la suprema virtud de la compasión,
que es lo que nos hace hombres o mujeres, es
decir, seres humanos. Domingo, estudiante de catorce años, vio un
día a la gente agobiada por una pertinaz sequía. Domingo
vio que la gente pasaba esto tan sencillo y terrible
que llamamos hambre. Y vendió todos sus libros, todos sus
pergaminos. Y dijo: "No quiero pieles muertas cuando veo perecer
las vivas".
Por eso imagino yo que la grandeza de
Juana de Aza, como madre de Santo Domingo, radica menos
en haberle dado a luz que en haberle dado luz:
ella, sus cosas, sus gestos, fue la luz que alumbró
la infancia de Domingo de Guzmán. En ella aprendió a
vivir y a ser bueno: infantil, puerilmente bueno, bueno como
niño, que es lo que era. ¿Y hay manera mejor
de ser bueno que la de serlo como niño? La
beata o santa —qué importa— Juana de Aza, madre de
familia, era una gran maestra en esa suprema asignatura sobre
la que precisamente se nos pasará el examen final, el
de fin de curso, el del fin del mundo. ¿No
se nos ha dicho que seriamos juzgados sobre el amor?
¿No está previsto el Juicio Final como un repaso a
nuestra conducta con los que tienen hambre, y sed, y
frío, o están enfermos, o encarcelados, o sin techo? En
aquél día sabremos de Juana de Aza muchas cosas que
hoy no sabemos, muchas cosas que, sin duda, completarán la
única anécdota, la única acción que de ella traen los
historiadores del siglo XIII, en cuyos primeros años moría Juana.
Pero ¿por qué tengo la convicción de que este único
episodio que conocemos basta para darnos lo esencial de su
persona y de su estilo?
He aquí lo que pasó.
Don Félix, su marido, estaba lejos. Juana había quedado al
frente de la casa. Digo Juana y no doña Juana,
y digo don Félix y no Félix, porque el don
aleja, y todos los personajes de esta historia, todos los
miembros de esta familia los vemos hoy lejanos y borrosos;
todos, menos Domingo; todos, menos Juana. A éstos los sentimos
cercanos. ¡Curiosa cosa que la santidad acerque! Curiosa, pero no
extraña. Pedimos a los santos las cosas que nos hacen
falta, nos acercamos a ellos en busca de ayuda y
les contamos todo lo que nos pasa. Y esto no
sucede sólo después de que han muerto. No, no; ahí
tenéis a Juana de Aza. Mirad con qué confianza se
acercan a ella los pobres, los débiles, los enfermos. Es
verdad que saben, por experiencia y porque lo sabe todo
el mundo, que aquella mujer domina el difícil arte de
dar. Lo domina porque da, y lo domina porque da
con gracia, con sencillez, sin duda con esa sonrisa que,
según monsieur Vincent —otro santo, Vicente de Paúl—, es lo
único que hace perdonar al que da con ese privilegio
que tiene de poder dar. Por tu sonrisa te perdonarán
tu limosna: ¡qué honda intuición! No basta dar, en efecto,
sino que hay que dar con humildad, con sencillez, sabiendo
que es siempre Jesucristo el que nos ve desde el
pobre. Y también con alegría, claro que sí, porque está
escrito que Dios ama al que da con alegría, y
porque la alegría se contagia y acaso sea ese contagio
de alegría el mayor que podemos comunicar con el pretexto
y el vehículo de cualquier otro don palpable. Don palpable,
y sobre todo gustoso, que hablando de alegría puede ser,
por ejemplo, el vino.
Sí, el vino. Don Félix tenía
una cuba de vino generoso que por lo visto —por
lo que luego veremos— apreciaba especialmente. El vino alegra el
corazón del hombre (¿no está en la Escritura esto?) y
el corazón valeroso de don Félix, señor de la villa
de Caleruega, sin duda sentía de vez en cuando, acaso
en los ratos de descanso y de fatiga, la necesidad
de ser confortado con un vaso de aquel buen vino.
Allá estaba el vino, en la bodega, y lejos don
Félix, y Juana, como de costumbre, pensando qué podría hacer
con los pobres.
Ignoramos, la verdad, cómo vino la cosa.
No sabemos si aquel día Juana no tenía otra cosa
que dar, o bien si no tenía otra cosa mejor,
puesto que para los pobres, o para Cristo que vive
en ellos, es lo mejor justamente lo que hay que
dar. Los relatos indican más bien que, además de las
limosnas, repartió el vino: además de los socorros, la alegría.
Nos agrada pensar que fuera así. Lo que sabemos, en
todo caso, es que la cuba de vino generoso fue
repartida entre los pobres y enfermos. Y la repartió Juana,
la señora de Caleruega, mientras su marido estaba lejos. Juana
aquel día dio con alegría, y dio alegría. El vino
que consolaba el animoso corazón de don Félix pasó a
consolar los agobiados corazones de los que no tenían vino,
como en Caná. Y como en Caná fue una mujer
—allá, María; acá, Juana— la que se dio cuenta del
problema y quiso ponerle remedio.
Y llegó don Félix, el
marido, con su comitiva. Y algo debió de oír por
ahí acerca del reparto de vino generoso, pues en presencia
de todos pidió a su esposa que le diera un
poco de aquel vino que tenían abajo, en la bodega.
Ya sabía ella de qué vino hablaba. Y la pobre
Juana que baja a la bodega. En qué estado de
ánimo es cosa que no sabemos. Claro que quien da
con alegría no se arrepiente nunca de haber dado; claro
que quien da con gracia sabe también sonreír cuando le
toca pagar las consecuencias de su generosidad. Juana baja a
la bodega en busca del vino de la cuba que
había vaciado para alegrar un poco la vida de los
pobres y los enfermos; y arriba, don Félix, con su
comitiva. ¿Sería don Félix un bromista? Para que la broma
tuviera gracia nos sobra la comitiva. Sin testigos la broma
sería inocente; con testigos resultaba cruel. ¿Sería don Félix, que
ha dejado fama de hombre virtuoso, un marido severo, un
hombre de celo austero, desabrido y exigente? No nos gusta
pensarlo. No hubiera sido buen marido, pensamos, para una mujer
generosa, compasiva, alegre. ¿Cómo hubiera podido él compartir estas virtudes?
En fin, que lo único que sabemos es que Juana
bajó a la bodega y, en su apuro, pidió ayuda
al Señor. ¿Sería el Señor menos generoso que Juana? ¿Se
quedaría atrás en lo de "pedid y recibiréis" que Juana
practicaba tan bien? De ninguna manera. En la cuba se
encontró vino, y don Félix pudo alegrar su corazón con
el buen vino. Las crónicas dicen que todo el mundo
hubo de reconocer la santidad de Juana de Aza y
dar gracias por todo ello. Habían pedido los pobres, y
les dio. Y pidió el marido, y también le pudo
dar. ¿No lo haría, además, con alegría? Nos gusta imaginar
en Juana una esposa amorosa y pensar que luego los
dos se reirían juntos. Si lo cortés no quita lo
valiente, lo noble no tiene por qué quitar lo humano.
Y si los tiempos eran otros, y otras las costumbres,
el amor siempre es amor y la alegría, alegría.
No
importa enlazar esta palabra con la última palabra de una
vida. La muerte de Juana tuvo que ser otra manera
de dar. La que tan bien conocía el arte de
dar, y de dar con alegría, ¿no había de encontrar
su propio estilo a la hora de dar lo mejor
que le quedaba: la vida? Juana murió, dicen que en
Peñafiel, pero ni siquiera después de haber muerto dejó de
recibir peticiones. Cuando faltaba la lluvia la gente se acordaba
de Juana. Cuando la langosta aparecía, la gente acudía a
Juana. Y Juana seguía arreglándoselas para dar. Y es que
una madre de familia sabe mucho de eso: de dar...
y de sonreír.
Juana de Aza, pide para nosotros este
don: la generosa alegría.
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