martes, 14 de agosto de 2012

FORMAS DE ORAR


 ¿COMO HACER ORACION DE CONTEMPLACION?
1. Se requiere soledad y silencio:
Hay que empezar por crear soledad. "Así lo hacía El siempre que oraba", dice Santa Teresa. Soledad para entender "con Quién estamos". Silencio del cuerpo y de la mente para buscar a Dios en nuestro interior. Es en el silencio cuando Dios se comunica mejor al alma y el alma puede mejor captar a Dios. En el silencio el alma se encuentra con su Dios y se deja amar por El.
2. ¿Quién puede hacer este tipo de oración?
Según Sta. Teresa, la oración de contemplación es la "Fuente de Agua Viva" que prometió el Señor a la Samaritana (cfr. Jn. 4). "Mirad que os llama a todos ... no dijo a unos daré y a otros no". Es decir, no dijo que daría de esta "Agua" a ciertos escogidos, sino dijo: "Todo el que beba de este agua, no volverá a tener sed" (Jn. 4, 13).
3. Nuestra participación en la oración
La persona debe poner su deseo y su disposición, principalmente su actitud de silencio (apagar ruidos exteriores e interiores). El silencio aún no es contemplación, pero es el esfuerzo que Dios requiere para dársenos y transformarnos. Además, orar se aprende orando, "sin desfallecer", como dice el Señor. La única forma de aprender a orar es: orar, orar, orar.
4. La participación de Dios
La participación de Dios escapa totalmente nuestro control y El -soberanamente- escoge cómo ha de ser su acción en el alma del que ora. En ese silencio de la oración contemplativa Dios puede revelarse o no, otorgando o no gracias místicas o contemplativas. Esta parte, el don de Dios, no depende del orante, sino de El mismo, que se da a quién quiere, cómo quiere, cuándo quiere y dónde quiere. La efectividad de la oración contemplativa no se mide por el número ni la intensidad de las gracias místicas, sino por la intensidad de nuestra transformación espiritual: crecimiento en virtudes, desapego de lo material, entrega a Dios, aumento en los frutos del Espíritu, etc.
La oración contemplativa es siempre una experiencia transformante, haya gracias místicas o no.


Anthony de Mello S.J.
Ayudas para la oración

ÍNDICE

Quisiera haceros una serie de indicaciones sobre la oración que han demostrado ser de suma utilidad para muchas personas y que es probable que puedan ayudaros también a algunos de vosotros. Se ha dicho muchas veces, y con razón, que la oración es algo connatural al hombre. En el fondo, el hombre es un «animal orante. Pero, precisamente porque eso es cierto, no quisiera que pensarais que la oración es fácil y que no requiere aprendizaje. También el andar es connatural al hombre, pero lleva tiempo y muy penosos esfuerzos aprender a mantenerse erguido y a caminar. E igualmente connatural al hombre es el amor, a pesar de lo cual son muy pocos los seres humanos que dominan el arte de amar, que también requiere mucho aprendizaje. Pues bien, lo mismo sucede con la oración. Si somos capaces de aceptar que la oración es un arte que, al igual que otras muchas artes, requiere un exigente aprendizaje y muchísima práctica, si es que se desea ser experto en ella, entonces creo que habremos dado un gran paso en la tarea de aprender dicho arte y, con el tiempo, sobresalir en él.
Ahora bien, las indicaciones que voy a daros no tendrán el mismo valor para todos y cada uno de vosotros. Algunas de ellas resultarán para algunos de vosotros completamente inútiles e incluso molestas y perjudiciales. Si es así, no tengáis reparo en rechazarlas, porque se supone que deberían ayudaros a orar de un modo más fácil, más sencillo y más eficaz, no a complicaros las cosas ni a crearos más tensión.
Una vez despejado el terreno con estas advertencias preliminares, comenzaré haciendo la siguiente afirmación general: la principal razón por la que la mayoría de las personas hacen muy pocos progresos en el arte de la oración es que se olvidan de dar a ésta todas las dimensiones humanas que requiere.
Me explicaré: somos seres humanos, criaturas ubicadas en el tiempo y en el espacio. Criaturas que tienen un cuerpo, que hacen uso de las palabras, que viven en estructuras colectivas (o comunidades) y que se ven influidas por emociones. Nuestra oración debe, pues, contener tales elementos. Necesitamos palabras para orar. Necesitamos orar con nuestros cuerpos. Necesitamos un tiempo y un lugar apropiados para la oración... No estoy sugiriendo que ésta sea una norma general, ni mucho menos. Lo que digo es que, de ordinario, nuestra oración necesita todas esas cosas, especialmente en sus primeras etapas, cuando aún no es más que una tierna planta en crecimiento; y lo más probable es que siga necesitándolas cuando ya se ha convertido en un frondoso árbol, aunque para entonces ya haya desarrollado su propia identidad y sea capaz de elegir cuidadosamente entre dichos elementos (el tiempo, el espacio, el cuerpo, las palabras, la música, los sonidos, el ritmo, la comunidad, las emociones...). En esta charla me propongo hablar de algunos de ellos, comenzando por el cuerpo.

El cuerpo en la oración
Cierto autor habla de un hombre al que encontró cómodamente repantigado en su sillón mientras fumaba un cigarrillo. Nuestro autor le dijo: «Pareces abstraído en tus pensamientos...» Y el otro le replicó: «Estoy orando». «¿Orando?», le preguntó aquél; «y dime: si el Señor resucitado se encontrara aquí en todo su esplendor y su gloria, ¿estarías sentado de ese modo?» «No», respondió el otro, «supongo que no...» «Entonces», dijo el autor, «en este momento no tienes conciencia de que está presente aquí contigo. Por tanto, no estás orando».
Hay mucho de verdad en lo que dice este autor. Pruébalo por ti mismo. Un día en el que sientas aridez o sequedad espiritual, trata de evocar la imagen de Jesucristo delante de ti, en todo el esplendor de su resurrección. Entonces permanece de pie (o sentado, o de rodillas) ante él, con tus manos devotamente unidas en actitud orante. En otras palabras, expresa con tu cuerpo el sentimiento de reverencia y devoción que te gustaría sentir en su presencia, pero que en ese momento no sientes. Lo más probable es que, al cabo de un rato muy breve, constates cómo tu corazón y tu mente están también expresando lo mismo que expresa tu cuerpo. Tu conciencia de su presencia se verá intensificada, y tu tibio corazón empezará a sentir calor. Esta es la gran ventaja de orar con el cuerpo, de llevar nuestro cuerpo a la oracion. Hoy está de moda insistir en que somos seres humanos de carne y hueso, seres corporales; incluso tienes que oír cómo algunos te dicen: «Yo no sólo tengo un cuerpo, sino que soy mi cuerpo».., hasta que llega el momento de orar. Entonces es como si fueran puro espíritu o puro intelecto; del cuerpo, sencillamente, se prescinde.

Comunicación no-verbal
Muchos psicólogos son conscientes del valor que tiene el expresar cosas con el cuerpo, en lugar de hacerlo con palabras. Es algo que he intentado hacer en terapias de grupo. Y a veces consigo que una persona se comunique con otra, dentro del grupo, únicamente con los ojos. «Di algo a tu vecino con los ojos (o con las manos)», le digo yo. La fuerza comunicativa que se consigue es casi siempre evidente. A veces la persona dice: «No puedo hacerlo», y confesará que tiene miedo a parecer ridícula. Pero muchas veces no es el sentido del ridículo el que la retiene, sino la profundidad y la autenticidad de la comunicación que ello implica; una profundidad y una autenticidad a la que esa persona no está acostumbrada y que es incapaz de soportar. Las palabras, en cambio, son un medio más cómodo de expresión: podemos ocultarnos detrás de ellas, podemos usarlas (y es lo que hacemos por lo general) no para comunicarnos, sino para impedir una verdadera comunicación.
A veces digo al grupo: «Vamos a emplear los diez primeros minutos de esta sesión en comunicarnos sin palabras. Emplead los medios que queráis, menos las palabras, para comunicaros con los demás». Una vez más, se trata de invitarles a que se comuniquen con el cuerpo, con los ojos, con las manos, con los movimientos... Pues bien, la mayoría de las personas rehusan la invitación, porque les resulta algo demasiado amenazador. La fuerza y la verdad de esta comunicación son para ellas realmente insoportables.
Cuando os retiréis luego a vuestras habitaciones para orar, intentad hacer lo siguiente: poneos ante una imagen de Jesucristo, o imaginad que él se encuentra delante de vosotros. Miradle de un modo suplicante, permaneced así durante un rato y comprobad qué es lo que sentís. Luego cambiad esa mirada por una mirada de amor..., de confianza..., de entusiasmo..., de aflicción y arrepentimiento..., de abandono... Tratad de expresar con los ojos estas u otras actitudes. Lo más probable es que salga muy beneficiada la intimidad y profundidad de vuestra comunicación con el Señor.
Podéis también tratar de expresaros únicamente con el cuerpo. Haced de ello todo un rito. Ponte a solas en su presencia durante un rato. Luego, lentamente, levanta la cabeza hasta que tus ojos queden fijos en el techo. Mantén esa postura unos instantes. A continuación, eleva poco a poco las manos, con las palmas hacia arriba, hasta que queden a la altura del pecho. Déjalas ahí un momento. Luego acércalas lentamente la una a la otra hasta que queden juntas, siempre con las palmas hacia arriba, como sosteniendo una patena o un plato. (También pueden adoptar la forma de un cuenco o de un cáliz). Esta postura pretende expresar el ofrecimiento a Dios de la propia persona. Mantén esa postura durante tres o cuatro minutos, y luego, lentamente, haz que la cabeza y las manos vuelvan a su posición primera. A continuación, puedes expresar de nuevo esta misma actitud de ofrenda repitiendo el mismo rito (o, tal vez, inventando uno nuevo), o puedes también pasar a expresar una distinta actitud o disposición.
He aquí otro ejemplo: mantente erguido en medio de la habitación, con la vista al frente, como si estuvieras mirando al horizonte. Luego, poco a poco, alza las manos hasta la altura del pecho y estíralas hacia afuera, con los brazos totalmente extendidos en cruz y las palmas de las manos hacia adelante. Mantente así durante tres o cuatro minutos. Puedes usar esta postura para expresar el ardiente deseo de que venga el Señor, o bien para manifestar una actitud de acogida (referida al Señor o referida a todos los hombres, tus hermanos, a quienes quieres acoger en tu corazón).
Un último ejemplo: ponte por un momento en presencia del Señor. A continuación, arrodíllate y junta las manos en actitud orante a la altura del pecho. Permanece así unos minutos. Luego, muy poco a poco, ponte a cuatro patas, como si fueras una bestia de carga ante el Señor. Humíllate aún más, hasta quedar tendido en el suelo, y extiende los brazos de modo que tu cuerpo adopte la figura de una cruz. Permanece así durante unos minutos, en expresión de postración, de súplica o de impotencia.
No os limitéis a estos ejemplos que os he ofrecido. Sed creativos y tratad de inventar vuestra propia forma de expresar, de manera no verbal, la adoración, la ternura, la aflicción o cualquier otra actitud, y descubriréis el valor que encierra el orar con el cuerpo. Ya hace muchos siglos que esto fue observado por san Agustín, el cual dijo que, por alguna misteriosa razón que él no alcanzaba a comprender, siempre que alzaba sus manos en oración notaba cómo, al cabo de un rato, su corazón se elevaba hacia Dios. Lo cual me recuerda que es precisamente esto (alzar sus manos hacia arriba) lo que el sacerdote hace en la Misa cuando dice: «¡Levantemos el corazón!» ¡Lástima que no tengamos la costumbre de alzar todos las manos cuando respondemos: «Lo tenemos levantado hacia el Señor»!

El cuerpo en reposo
Lo que he sugerido hasta ahora será de utilidad para vosotros si queréis usar activamente vuestro cuerpo en la oración; en otras palabras, si queréis orar activamente con vuestro cuerpo. O, lo que es lo mismo, será de utilidad en aquellos momentos en que recurráis a lo que podríamos llamar «oración devocional».
Pero hay otra forma de oración (otras muchas formas, en realidad): la oración de quietud y reposo, oración de la fantasía y las formas mentales, en la que el movimiento del cuerpo sería más un obstáculo que una ayuda. Lo que entonces se necesita es una perfecta inmovilidad del cuerpo que fomente la paz y ayude a disipar las distracciones. Para conseguir esa inmovilidad, sugiero lo siguiente:
Siéntate en una postura cómoda (lo cual no significa «indolente») y pon las manos en tu regazo. Toma conciencia de las diversas sensaciones que ahora voy a mencionar; sensaciones que tú tienes, pero de las que no eres explícitamente consciente. Toma conciencia del contacto de tu ropa con tus hombros... Al cabo de tres o cuatro segundos, fíjate en el contacto de esa misma ropa con tu espalda, o de ésta con el respaldo de la silla... Fíjate luego en la sensación de tus manos que descansan sobre tu regazo... De tus muslos en contacto con el asiento... De las plantas de tus pies en contacto con los zapatos... Luego toma conciencia de tu postura sedente... Y vuelve de nuevo a los hombros, a la espalda, a las manos, a los muslos, a los pies... No te demores más de tres o cuatro segundos en cada una de estas sensaciones.
Al cabo de un rato, puedes pasar a las sensaciones en otras partes de tu cuerpo. Lo importante es que sientas esas sensaciones, no que las pienses. Muchas personas no tienen ninguna clase de sensación en algunas partes de su cuerpo, o en ninguna de ellas. Lo único que tienen es una especie de «mapa mental» de su cuerpo. Por eso, al hacer este ejercicio, es probable que pasen de una noción o imagen (de sus manos, de sus pies, de su espalda...) a otra, pero no de una sensación a otra.
Si permaneces en este ejercicio durante un rato, comprobarás cómo tu cuerpo se relaja. Si te pones tenso, toma conciencia de cada una de las tensiones que experimentas. Comprueba dónde estás sintiéndote tenso y de qué tensión se trata; en otras palabras, cómo estás poniéndote tenso en esa zona concreta... También esto irá llevándote, poco a poco, a una mayor relajación física. Al final, tu cuerpo quedará perfectamente tranquilo y sosegado. Permanece en esa quietud durante algún tiempo. Saboréala, descansa en ella... No hagas el más mínimo movimiento, por muchas ganas que sientas de cambiar de postura, de moverte o de rascarte... Si las ganas de moverte aumentan, toma conciencia de ello, del propio impulso, y éste no tardará en apaciguarse, y tú volverás a experimentar un gran sosiego corporal. Este sosiego o quietud constituye una excelente plataforma para la oración. Pasemos ahora a la oración en cuanto tal.
Por supuesto que la quietud corporal no va a resolver todas las dificultades que aún se te van a presentar en la oración, y entre las cuales ocupan un lugar destacado las distracciones de la mente. Pero si hay algo que tu cuerpo puede hacer para ayudarte a combatir dichas distracciones.
Los que están familiarizados con la práctica del «yoga» nos dicen que, cuando logran dominar la postura del «loto», suelen experimentar un sosiego perfecto, no sólo de su cuerpo, sino también de su mente. Y algunos llegan a decir que en esa postura les resulta imposible pensar. La mente queda en blanco, y lo único que pueden hacer es contemplar, pero no pensar: hasta tal punto puede influir el cuerpo en nuestro estado anímico. Ahora bien, la postura del «loto» es algo a lo que sólo se llega a base de muchísimo esfuerzo y muchos meses de disciplina, lo cual, desgraciadamente, está fuera del alcance de la mayoría de nosotros. Pero, sin necesidad de dicha postura, todavía es mucho lo que tu cuerpo puede hacer para ayudarte a combatir las distracciones.
Una de las cosas que puedes hacer es mantener los ojos semiabiertos y mirar a un punto situado como a un metro de distancia. Esto ha demostrado ser de gran ayuda para muchas personas, que, en cambio, cuando cierran del todo los ojos, de algún modo parecen tener ante sí una especie de pantalla en blanco en la que, a continuación, su mente procede a proyectar toda clase de pensamientos e imágenes. Mantener los ojos semiabiertos les ayuda a concentrarse. Naturalmente, es importante que la vista no vaya de un lugar a otro y que los ojos no se fijen en un objeto móvil, porque ello constituiría otro motivo de distracción. Si ves que el mantener los ojos semiabiertos te sirve de ayuda en la oración, fijalos en un objeto o en un punto poco distante y sumérgete en la oración. Una última precaución: cerciórate de que tus ojos no se fijan en un objeto luminoso, porque es probable que ello ocasione una forma mitigada de hipnosis.
Otra cosa que puedes hacer es mantener la espalda recta. Curiosamente, el hecho de que la espina dorsal esté doblada fomenta las distracciones, mientras que, si se mantiene recta, la distracción es menos probable. Recuerdo haber oído que algunos maestros «Zen» saben si sus discípulos están distraídos o no, simplemente con observar si su espalda está erguida o encorvada. Ahora bien, yo no estoy tan seguro de que una espalda encorvada sea indicio seguro de una mente distraída. En ocasiones, yo mismo he orado sin distracción alguna a pesar de no mantener recta la espalda. Pero si creo que una espalda recta es de gran ayuda para sosegar la mente. De hecho, algunos monjes tibetanos conceden tal importancia a la posición erecta de la espalda que recomiendan tenderse totalmente boca arriba mientras se medita. ¡ Un estupendo consejo... si no fuera porque la mayoría de las personas a las que yo conozco se quedan dormidas a los pocos minutos de haber adoptado semejante postura!

El problema de la tensión y el nerviosismo
Por desgracia, hoy son muchas las personas totalmente incapaces de estar tranquilamente sentadas. Están tan nerviosas y tensas que el mero hecho de permanecer sentadas un par de minutos tiende a incrementar su tensión. Sin embargo, es importante para la oración el que seamos capaces de estar físicamente tranquilos. Ni que decir tiene que es posible hacer oración (y, de hecho, se hace) en movimiento; pero, por lo general, no será una oración profunda. Tan pronto como una persona que anda moviéndose de un lado para otro se ve invadida por un «acceso» de oración profunda, tiende a quedarse quieta, como si de pronto se hubiera visto inmersa en un «algo» indefinible. Es cierto que hay profundas experiencias místicas que le sobrevienen inesperadamente al ser humano y que le inspiran a éste un deseo irrefrenable de brincar, danzar y moverse de un lado a otro; pero esas experiencias son más la excepción que la norma. De ordinario, la oración profunda es inseparable de una quietud y un sosiego corporal. Por eso no te recomiendo que pasees mientras oras. Pero si, por lo que sea, sientes una fuerte necesidad de moverte, te recomiendo lo siguiente:
Toma conciencia de esa necesidad o impulso que sientes. Observa los efectos físicos que ello produce en tu cuerpo: la tensión, la zona concreta en que sientes dicha tensión, la resistencia que opones al impulso de moverte... Si, al cabo de unos minutos, no has logrado tranquilizarte, entonces camina muy lentamente de un lado a otro de tu habitación, de la siguiente manera: mueve hacia adelante tu pierna derecha y sé plenamente consciente de la sensación de movimiento que experimentas en tu pie derecho al levantarlo, al posarlo en el suelo, al sentir sobre él el peso de tu cuerpo... Luego haz lo mismo con tu pie izquierdo. Tal vez te ayude a concentrarte el verbalizar internamente esos movimientos: «Mi pie derecho se levanta... Mi pie derecho avanza... Mi pie derecho se ....... Mi pie derecho se asienta... Mi pie izquierdo se levanta... Mi pie izquierdo avanza... Mi pie izquierdo se ....... Mi pie izquierdo se asienta...» Esto te ayudará sobremanera a calmar tus tensiones corporales y tu necesidad compulsiva de moverte. Trata luego de permanecer durante un rato en una determinada postura y comprueba si puedes mantenerla el tiempo suficiente como para orar.
Si, por la razón que sea, resulta que estás tan tenso y nervioso que todo lo anterior no te ayuda en absoluto, entonces te sugiero que pasees arriba y abajo en tu habitación o en un tranquilo rincón del jardín. Esto puede aliviar tu tensión. Pero cerciórate de que, mientras paseas arriba y abajo, no «pasean» también tus ojos de un lado a otro, porque ello te impedirá concentrarte y orar. Recuerda, no obstante, que esto no es más que una concesión temporal a tu nerviosismo, y no dejes de intentar volver a una postura de inmovilidad y de acostumbrar a tu cuerpo a permanecer quieto y sosegado.
Hay otra cosa que también puedes hacer si no te es posible dejar de moverte: orar con tu cuerpo del modo en que te sugería antes, moviéndolo con gestos lentos y pausados, o cambiar tu postura cada tres o cuatro minutos (muy lentamente, eso si, sin ninguna brusquedad: como los pétalos de una flor al abrirse). Es muy posible que, al cabo de un rato, consigas quedarte en una de esas posturas y no tengas ya necesidad de cambiar.

Tu postura favorita
Si logras adquirir alguna experiencia en la oración, no tardarás mucho en descubrir la postura que mejor se te adapte, y casi invariablemente adoptarás dicha postura cada vez que ores. Además, la experiencia te enseñará cuán acertado es que te atengas a esa postura y no la cambies con demasiada facilidad. Parecerá extraño que nos resulte más fácil amar a Dios o entrar en contacto con El por el hecho de adoptar una postura y no otra, pero esto es precisamente lo que nos dice Richard Rolle, un célebre místico inglés.
Sea cual sea la postura que mejor te resulte para orar (de rodillas, de pie, sentado o postrado), te recomiendo que no la cambies fácilmente, aun cuando al comienzo te parezca ligeramente difícil o dolorosa. Ten paciencia con el dolor, porque el fruto que obtengas de la oración merecerá la pena. Sólo en el caso de que el dolor sea tan intenso que sirva únicamente para distraerte, deberás cambiar de postura. Pero hazlo siempre muy suave y lentamente, «como los pétalos de una flor al abrirse o al cerrarse», en palabras de un maestro indio de espiritualidad.
La postura ideal será la que logre combinar el debido respeto a la presencia de Dios con el reposo y la paz del cuerpo. Sólo la práctica te proporcionará esa paz, ese sosiego y ese respeto; y entonces descubrirás en tu cuerpo un valioso aliado para tu oración e incluso, a veces, un estimulo positivo para orar.

La fragilidad de nuestra vida de oración
Hay personas a las que no les gusta nada que se hable tanto de «ayudas» para nuestra vida de oración. ¿Acaso, piensan ellas, es nuestra vida de oración algo que necesite ser tan cuidado, protegido y «mimado»? ¿Acaso el estar tan curvados sobre nosotros mismos, el velar tanto por nuestra vida de oración y el rodearía de tantos mecanismos de protección no es exagerar excesivamente?
Puede que lo sea. Pero lo cierto es que nuestra vida de oración, como cualquier otra vida en el planeta, es sumamente frágil; y, cuanto antes logremos comprenderlo, tanto mejor. La Naturaleza nos ha rodeado de toda clase de ayudas sin las que no podríamos sobrevivir. Si, por ejemplo, la presión atmosférica sobrepasa, por arriba o por abajo, un determinado punto, o si la temperatura aumenta o disminuye excesivamente, entonces la vida (animal, vegetal e incluso humana) se extingue inmediatamente. Necesitamos comer y beber a diario, y llenar de aire nuestros pulmones cada minuto, si queremos sobrevivir. Por otra parte, ¡cuántos esfuerzos hace la ciencia médica para proteger nuestra salud y nuestro bienestar físico...! Gracias a todas estas precauciones, los seres humanos podemos hoy vivir más tiempo y más saludablemente.
Y no es que nuestra vida de oración vaya a necesitar siempre todas esas ayudas y apoyos. Llegará un momento en que el tierno arbolito se convierta en un robusto roble, y entonces podremos resistir los embates de los vientos de la vida y hasta aprovecharnos de ellos. Pero, mientras ese crecimiento no se haya producido, deberemos proteger muy bien el «arbolito», cuidarlo y alimentarlo constantemente. Tal vez sepamos por experiencia cuán fácilmente se deteriora (y hasta se echa a perder por completo) nuestra vida de oración cuando olvidamos protegerla con el recogimiento, con el silencio, con la lectura espiritual y con tantas otras ayudas que, al cabo de un tiempo, parecen resultar molestas a quienes están impacientes por lograr resultados y tratan de obtener frutos de un árbol que no han cultivado laboriosamente.

Escoger un lugar para orar
Una ayuda para la oración que suele pasarse por alto es el «lugar». El lugar que escojas para orar puede afectar enormemente a tu oración, para bien o para mal. ¿No te ha llamado nunca la atención el que Jesús escogiera determinados lugares para orar? Si alguien no tenía necesidad de hacerlo, seria él, que era el Maestro de la oración y que estaba en constante contacto con su Padre celestial. Y, sin embargo, Jesús se toma la molestia de subirse a una montaña cuando quiere orar largo y tendido. La cima de una montaña parece ser su lugar favorito para orar: sube a orar a lo alto de una montaña antes de pronunciar el Sermón del Monte, o cuando le buscan para hacerle rey, o el día de la transfiguración... O bien, acude al huerto de Getsemaní, que también parece haber sido uno de sus lugares preferidos de oración. O, simplemente, se retira a lo que los evangelios llaman «un lugar desierto». Jesús se aleja y escoge un lugar que invite a la oración.
Hay, pues, ciertos lugares que parecen favorecer la oración. La tranquilidad de un jardín, la umbrosa ribera de un río, la paz de una montaña, la infinita extensión del mar, la terraza abierta a las estrellas de la noche o a la belleza de un amanecer, la sagrada oscuridad de una iglesia tenuemente iluminada...: todas estas cosas parecen casi producir por sí solas la oración en nuestro interior.
Naturalmente, no siempre tendremos la suerte de tener a mano semejantes lugares, sobre todo los que estamos condenados a vivir en las enormes ciudades modernas; ahora bien, si hemos disfrutado alguna vez de esos lugares, podremos llevarlos siempre en el corazón. Entonces nos bastará con volver a ellos en la imaginación para sacar de la oración todo el provecho que sacamos cuando estuvimos realmente en ellos. Incluso una fotografía de dichos lugares puede ayudarnos a orar. Conozco a un santo y muy piadoso jesuita que posee una pequeña colección de las típicas fotografías de calendario con preciosos paisajes y que, según me contó él mismo, cuando se siente cansado, le basta con mirar durante un rato una de esas fotografías para ponerse en trance de oración. Teilhard de Chardin habla del «potencial espiritual de la materia». Y es que la materia está en realidad cargada de espíritu, y éste pocas veces resulta tan evidente como en esos lugares propicios a la oración, con tal de que sepamos captar todo el potencial oracional de que están cargados.
Hemos de tener mucho cuidado de no incurrir en una especie de «angelismo» que nos haga pensar que estamos por encima de todas esas ayudas que tales lugares pueden ofrecernos para la oración. Hace falta humildad de nuestra parte para aceptar el hecho de que estamos inmersos en la materia y de que dependemos de la materia incluso por lo que atañe a nuestras necesidades espirituales. Recuerdo que, estando yo todavía en mi etapa de formación, un jesuita nos decía lo siguiente: «El error que solemos cometer los jesuitas cuando tratamos de ayudar a los laicos a orar consiste en pensar que, como nosotros no necesitamos ayudas para orar, tampoco las necesitan ellos. Pero los laicos necesitan la ayuda que un ambiente de recogimiento supone para la oración: el ambiente de una iglesia, por ejemplo, con sus imágenes y sus cuadros que tratan de evocar a Dios. Con nosotros, los jesuitas, la cosa es distinta, porque, debido a nuestra formación intelectual, podemos en cualquier momento interrumpir nuestro trabajo en el despacho o en la mesa de estudio y, allí mismo, sumergirnos en la oración, rodeados de libros, de papeles y de todo ese ambiente del trabajo cotidiano». Ahora que ya tengo alguna experiencia en orientar a jesuitas en su oración y en su vida espiritual, estoy absolutamente convencido de que aquel buen padre tenía razón en lo que decía acerca de los laicos, pero estaba muy equivocado con respecto a sus hermanos jesuitas, que, a fin de cuentas, también somos seres humanos, y por eso tenemos tanta necesidad como los laicos de un lugar y una atmósfera adecuados para orar; más aún, tenemos más necesidad que ellos, debido precisamente a nuestra formación, a veces excesivamente intelectual.
En los Ejercicios Espirituales recomienda san Ignacio que, para mejor obtener el fruto espiritual que busca en la primera semana de los Ejercicios («contrición, dolor, lágrimas por sus pecados»: EE. 4), el ejercitante cierre las ventanas de su habitación al objeto de crear una atmósfera de oscuridad y recogimiento (cf. EE. 79). Intentadlo también vosotros. O dad un paso más y encerraros en una habitación absolutamente a oscuras e iluminadla únicamente con la débil luz de una vela. Luego poneos a orar y comprobad si ello afecta a vuestra oración (tened cuidado, eso sí, de no fijar la vista en la llama, porque podríais entrar en trance hipnótico). Supongo que la idea que subyace a la costumbre de celebrar la cena de Navidad a la luz de las velas es que esta luz crea una atmósfera que influye en nuestro estado de ánimo, del mismo modo que la luz de los tubos fluorescentes crea una atmósfera totalmente distinta. Fijaos en el efecto que produce en vosotros un día nublado y el que produce un día radiante y soleado después de una semana de lluvia, cuando todo respira vida y frescor, y comprenderéis que todas estas cosas «materiales» influyen muy profundamente en nuestro estado de ánimo. Muchos santos lo han comprendido así y han obtenido de ello un gran provecho espiritual.

Orar en el mismo lugar: lugares «santos»
Quiero sugeriros ahora algo que habrá de extrañar a quienes no lo han experimentado. Se trata de que, en la medida de lo posible, oréis en un lugar como cualquiera de los que os he indicado (un lugar en el que poder estar en contacto con la naturaleza), o bien en un lugar «santo», es decir, un lugar reservado a la oración: una iglesia, una capilla, un oratorio... (Si esto no fuera posible, reservad al menos un rincón para la oración en vuestra habitación o en vuestra casa, y orad allí cada día; ese lugar adquirirá para vosotros un carácter sagrado, y al cabo de un tiempo comprobaréis que os resulta más fácil orar allí que en cualquier otro lugar).
Poco a poco, iréis desarrollando lo que yo llamaría un «sentido de los lugares santos». Comprobaréis cuán fácil es orar en lugares que han sido santificados por la presencia y la oración de hombres santos, y comprenderéis la razón de las peregrinaciones a dichos lugares. Conozco a personas que son capaces de entrar en una casa y detectar con bastante precisión la situación espiritual de la comunidad que la habita, porque pueden «olerla», percibirla en el ambiente. A mi mismo me resultaba difícil creerlo, pero he tenido muchas pruebas de ello, y ahora ya no puedo dudarlo.
En cierta ocasión hice un retiro bajo la dirección de un maestro budista que nos dijo que probablemente nos resultaría más fácil meditar en la sala de oración que en nuestras habitaciones. Y, con gran sorpresa por mi parte, comprobé que era cierto. Él lo atribuía a las «buenas vibraciones» de aquella sala, producto de tanta oración como se había hecho en ella. Yo lo atribuí a la autosugestión, al hecho de que el maestro lo había sugerido. Cuando, poco después, dirigí yo un retiro parecido a un grupo de jesuitas, tuve la precaución de no hacer sugerencia alguna acerca del lugar de oración. Pues bien, para mi sorpresa, muchos de aquellos jesuitas vinieron a decirme espontáneamente que les resultaba mucho más fácil meditar y encontrar paz y tranquilidad en la capilla que en sus habitaciones. Recuerdo también lo que, años más tarde, me contó un colega jesuita: había dado unos Ejercicios en cierto lugar, cerca del cual vivía un «sannyasi» (un santón hindú) que, al concluir los Ejercicios, fue a verle y le dijo: «¿Qué hacían ustedes todos los días entre las nueve y las diez de la noche? Desde mi casa podía sentir cómo aumentaban las buenas vibraciones... » El jesuita no salía de su asombro: todas las noches, entre las nueve y las diez, se reunían los ejercitantes en la capilla para tener una «Hora Santa» junto al Santísimo. ¿Cómo podía haberlo detectado aquel «sannyasi», con la calle de por medio, si nadie había ido a contárselo?
Lo cual me lleva al punto siguiente: muchas personas tienen un carisma especial que las induce a orar delante del Santísimo. De algún modo, su oración se hace más viva en presencia de la Eucaristía. Sabemos de algunos santos que han sentido este carisma tan intensamente que eran capaces, como por instinto, de saber si el Santísimo estaba o no reservado en un lugar, aunque no hubiera signos externos que lo revelaran; o que podían incluso detectar la diferencia entre una forma consagrada y otra no consagrada, simplemente por ese especial instinto hacia el Santísimo Sacramento. Tal vez vosotros no poseáis un carisma o instinto tan intenso, pero silo suficiente, quizá, como para haber observado que vuestra oración es distinta cuando la hacéis delante del Santísmo. Si es así, os aconsejo que «explotéis» ese carisma, que no dejéis que se extinga, porque habrá de proporcionaros enormes beneficios espirituales. Orad ante el Santísimo siempre que podáis.
Y una última observación acerca del lugar de oración: sea cual sea el lugar en el que oréis, procurad que siempre esté limpio. Recuerdo haber leído un libro budista sobre la meditación donde se daban instrucciones muy detalladas y concretas acerca del modo de preparar el lugar de la misma: «Barrer y fregar cuidadosamente el lugar, decía el libro, y cubrirlo con una sábana perfectamente limpia; a continuación, tomar un baño para purificar el cuerpo y vestirse con ropa ligera y que esté también perfectamente limpia; quemar un par de barras de incienso para perfumar la atmósfera. Entonces puede darse comienzo a la meditación». ¡ Excelente consejo, realmente! ¿No habéis observado lo que influye en la devoción el hecho de celebrar la Eucaristía en un altar en mal estado, con unos ornamentos viejos y raídos y con un mantel sucio? No lo permitáis fácilmente (os sorprenderá comprobar, si no lo sabéis, lo que pueden hacer un par de religiosas que se encarguen de estas cosas). Procurad que esté todo perfectamente limpio (el altar, el suelo, el cáliz, los candelabros...), usad un mantel blanco como la nieve y unos ornamentos sencillos, pero atractivos, ¡ .. .y será como si os hubierais renovado interiormente!
Recuerdo haber entrado en una pequeña capilla budista en el Himalaya y ver allí, delante de una imagen de Buda, unos recipientes de plata, de distintos tamaños, perfectamente relucientes y llenos de agua cristalina, cuya sola visión me impresionó, y sigue impresionándome todavía hoy cuando lo recuerdo. Aquello bastó para, de algún modo, sentirme en presencia de Dios.
Prestad atención, pues, al lugar donde realizáis el culto, y no tardaréis en comprobar los benéficos efectos que habrá de producir en vuestra oración.

Ayudas para la oración: el tiempo
Os decía en una charla anterior que a la mayoría de nosotros nos cuesta mucho aceptar nuestra dependencia de la materia y obrar en consecuencia. Aparentemente, la materia nos pone límites, concretamente a nuestra libertad; por eso nos resistimos a escoger un lugar que invite a la oración (¿por qué no vamos a poder orar en cualquier parte, sin tener que preocupamos tanto del lugar en que tengamos que hacerlo?). Nos resistimos también a pedir ayuda a nuestro cuerpo, a buscar posturas que favorezcan la oración ¿por qué no va a servir cualquier postura? ¿Por qué tenemos que depender de nuestro cuerpo?).
Pero tal vez no haya ninguna dependencia que nos cueste más aceptar que nuestra dependencia del tiempo. Sería estupendo que no tuviéramos necesidad de tiempo para orar; que pudiéramos «comprimir» toda nuestra oración en un denso y compacto minuto, y punto. ¡Hay tantas cosas que hacer, tantos libros que leer, tantos trabajos que realizar, tanta gente con la que hablar...! Para la mayoría de nosotros, las veinticuatro horas del día no son suficientes para hacer todo lo que tenemos que hacer. Por eso nos parece una verdadera lástima tener que dedicar una gran parte de ese precioso tiempo a la oración. ¡ Si fuera posible disponer de una «oración instantánea», del mismo modo que tenemos «café instantáneo» o «té instantáneo»...! ¿No vale decir aquello de que «todo cuanto hacemos es oración»...? Seria una estupenda forma de eludir la dificultad...
Pero, a medida que pasan los meses y los años, sabemos que esa fórmula, sencillamente, no funciona. No existe tal «oración instantánea», como no existe la «relación instantánea». Si queremos establecer una relación profunda y duradera con alguien, debemos estar dispuestos a darle a esa relación todo el tiempo que haga falta. Pues bien, lo mismo ocurre con la oración, que, a fin de cuentas, es relación con Dios. A medida que pasan los años, constatamos también que nos hemos engañado a nosotros mismos cuando hemos intentado tranquilizarnos queriendo creer que todo cuanto hacíamos era oración. Habría sido más exacto creer que todo cuanto hacíamos debería ser oración. Pero, desgraciadamente, lo que debería ser, y lo que de hecho es una realidad en la vida de muchas personas verdaderamente santas, no es una realidad para nosotros. Simplemente, antes de hacer nuestro ese slogan de que «todo es oración», no hemos llegado a esa profundidad de comunión íntima con Dios que es necesaria para hacer que realmente cada una de nuestras acciones sea una oración.
Tal vez sea más exacto decir que los dos principales obstáculos que le impiden orar al hombre moderno son: a) la tensión nerviosa, que le hace imposible estarse quieto; y b) la falta de tiempo. El hombre moderno tiene su tiempo sometido a excesivas y apremiantes exigencias y, desgraciadamente, es demasiado propenso a sentir que la oración es una pérdida de tiempo, sobre todo cuando esa oración no obtiene resultados inmediatos y perfectamente palpables para la mente, el corazón y los sentidos.

El ritmo de la oración: «Kairós» versus «Chronos»
A no ser que hayamos recibido del Señor un especial don para orar (un don que, por lo que me enseña la experiencia, no es nada frecuente), tendremos que dedicarle una gran parte de nuestro tiempo a la oración si queremos hacer progresos en ella y profundizar nuestra relación con Dios. Aprender a orar es exactamente igual que aprender cualquier otro arte o técnica: requiere muchísima práctica, muchísimo tiempo y muchísima paciencia, porque hoy estás exultante y mañana estás abatido, hoy sientes que has hecho grandes progresos y mañana te preguntas si no te habrás quedado totalmente atascado; y requiere, además, ser practicada con regularidad y hasta diariamente. Si quieres aprender a jugar al tenis o a tocar el violín, sería inconcebible que un día le dedicaras un montón de horas, y al día siguiente ni siquiera pensaras en ello; sería absurdo que sólo jugaras o tocaras cuando te apeteciera: tienes que hacerlo con regularidad, te apetezca o no, si es que realmente quieres que tus manos y todo tu cuerpo se adapten perfectamente a la raqueta o al arco y si de verdad deseas desarrollar ese «sexto sentido» que puede convertirte en un auténtico «virtuoso». Si te entrenas o estudias «a rachas», de manera esporádica, es muy probable que ni siquiera consigas empezar a dominar el arte; sencillamente, estás perdiendo todo el tiempo que le dedicas. Orar sólo cuando tienes ganas es tan funesto como jugar únicamente cuando te apetece... si lo que pretendes es dominar el arte. Cuanto menos ores, tanto peor aprenderás a orar.
Hace algunos años se puso de moda una teoría que fue etiquetada con el nombre de «Ritmo de la oración» y que, en mi opinión, hizo mucho daño (a mi vida de oración ciertamente se lo hizo). Y, aun cuando haya perdido una gran parte de la popularidad de que gozó hace años entre sacerdotes, religiosos y religiosas, tengo la sensación de que aún permanece viva y sigue causando daño. Por eso quisiera explicarla y tratar de refutarla. ¡Ojo!: no estoy en contra de toda teoría conocida con ese nombre de «ritmo de la oración», sino únicamente contra la modalidad a la que voy a referirme.
Según dicha teoría, las diferentes personas están diferentemente constituidas por lo que se refiere a la oración, del mismo modo que lo están por lo que se refiere al ejercicio físico. Es indudable que todo el mundo necesita realizar una cierta cantidad de ejercicio físico para conservar la salud. Pero unas personas lo necesitan más que otras. Unas personas necesitan hacer ejercicio a diario; otras no: les basta con hacerlo cuando el cuerpo siente necesidad de ello. El ejercicio regular, el hacer ejercicio de acuerdo con un programa, parece tan irracional (aunque quizá no tan nocivo) como el comer de acuerdo con un programa preestablecido. Hay que comer cuando se tiene hambre; lo contrario es irracional, además de perjudicial.
Lo mismo ocurre con la oración, según la mencionada teoría. No hay ninguna duda de que la oración requiere tiempo. El problema es determinar cuánto tiempo... y a qué hora. ¿Deberá ser un largo período de tiempo cada vez: una hora entera o más? ¿Deberá hacerse una vez al día o incluso más de una vez al día? Hacer esto significaría orar de acuerdo con un cronómetro y no de acuerdo con la dinámica de la gracia y las propias necesidades espirituales. Hay dos palabras en griego para referirse al tiempo: chronos, que hace referencia a la cantidad (horas, minutos, segundos...), y kairós, que significa la hora de la gracia, no la hora del reloj. Este último habría sido el sentido en que Jesús habría hablado de su «tiempo» o de su «hora»: habría hablado de su kairós, del tiempo divinamente señalado, de la hora de la gracia. Pues bien, dice esta teoría, oremos no de acuerdo con un horario y un programa preestablecidos, sino de acuerdo con nuestro propio kairós personal. Busquemos el tiempo de la gracia, estemos alerta a la llamada de Dios a orar y a nuestras propias necesidades espirituales y, cuando suene esa llamada o sintamos la necesidad, entonces oremos y démosle a la oración todo el tiempo que haga falta para satisfacer dicha necesidad o responder a dicha llamada divina.
La teoría es verdaderamente atractiva, porque parece bastante razonable. Siento tener que decir que yo mismo me «convertí» a ella y la puse en práctica durante algunos años, con no poco daño para mi vida de oración. Y, de entre los muchos sacerdotes, religiosos y religiosas a los que he aconsejado espiritualmente, no sé de nadie que haya sacado algún provecho de esta teoría. Permitidme que os explique por qué.
En primer lugar, como ya he dicho, cuanto menos ores, tanto peor aprenderás a orar, porque siempre lo dejarás para otro momento. Hay mil cosas que reclaman nuestro tiempo y nuestra atención: toda clase de emergencias, de situaciones urgentes, de crisis...; y no tardas en darte cuenta de que hace muchísimo que no le dedicas tiempo a la oración, que no oras; que, tal vez, tu única oración sea la Misa y alguna que otra función litúrgica. Poco a poco, vas perdiendo el «apetito», las ganas de orar; tus «músculos» o tus «facultades» para la oración se atrofian, por así decirlo; y, salvo en momentos de verdadero apuro, cuando necesitas desesperadamente la ayuda de Dios, empiezas a vivir prácticamente sin orar. Yo sostengo que el hombre es, esencialmente, un «animal orante». Si fuera capaz de acallar todo su bullicio interior, si pudiera ser ayudado a reconciliarse consigo mismo, la oración brotaría espontáneamente en su corazón. Sin embargo, el hombre siente también en su interior una profunda resistencia a orar. Muchas veces se decide a hacerlo, a reconciliarse consigo mismo, a presentarse ante su Dios..., pero siente dentro de él una resistencia, una voz apenas perceptible que le incita a desistir. ¿Acaso no lo hemos experimentado todos nosotros cuando, después de haber desoído esa voz y habernos decidido a orar, sentimos una y otra vez la tentación de renunciar, de marchar de la capilla o del lugar en el que estamos orando, de abandonar ese mundo desconocido en el que estamos aventurándonos y regresar a los escenarios, sonidos y ocupaciones de la rutina cotidiana de ese mundo en el que nos encontramos más a nuestras anchas?
Y esto me lleva al segundo argumento en contra de la teoría del «reza cuando te lo pida el cuerpo». Acabo de decir que el peligro de esta teoría radica en que cada vez oigas más espaciada y tenuemente la llamada y te hagas menos sensible a ella. Y he dicho también que hay otra llamada, la llamada a huir de la oración, que no deja de solicitar a nuestra mente. En los Ejercicios Espirituales, san Ignacio, hablando de esta voz que nos llama a huir de la oración, dice que constituye una de las experiencias típicas de la persona que trata de darse a Dios y a la vida de oración. Dice también Ignacio que hay períodos de consolación, en los que orar resulta muy fácil y placentero, y períodos de lo que él llama «desolación», en los que se hace excesivamente difícil orar, y uno acaba perdiendo el gusto por la oración y hasta sintiendo hacia ella verdadera repugnancia. Cuando esto sucede, dice Ignacio, lejos de ceder y abandonar la oración con el propósito de volver a ella cuando el temporal amaine, debemos considerar que se trata de un ataque del maligno y, consiguientemente, debemos oponerle resistencia: a) no reduciendo en lo más mínimo el tiempo que hemos asignado a la oración; b) no efectuando ningún cambio en nuestro horario o programa de oración; y c) añadiendo incluso un tiempo extra al tiempo que nos habíamos fijado. Este último consejo suele revelarse sumamente beneficioso incluso desde el punto de vista psicológico, porque, cuando sabes que vas a ceder a cualquier tentación en el sentido de que dejes de orar, es probable que tú mismo provoques cada vez más ese tipo de tentaciones, aunque sea inconscientemente; mientras que, cuando la tentación es combatida enérgicamente y se incrementa el tiempo de oración, aquélla tiende, de un modo u otro, a disiparse.
Esta manera que tiene Ignacio de ver las cosas es, desde luego, diametralmente opuesta a la teoría que estoy tratando de refutar. Y la propia experiencia os demostrará la sabiduría de la visión de Ignacio y los fecundos beneficios espirituales que encierra. Infinidad de personas me han contado cómo han tenido que esforzarse en su oración por combatir las distracciones, resistir la tentación de levantarse y huir, ignorar la insistente voz que trataba de persuadirles de que estaban perdiendo el tiempo, reforzar su determinación de resistir hasta el final durante todo el tiempo que se habían fijado para orar... y cómo de pronto, misteriosamente, la situación había cambiado por completo y se habían visto inundadas de luz, de gracia y de amor de Dios. Si hubieran huido al entender que aquél no era su «kairós», se habrían perdido las abundantes gracias que Dios había reservado para dárselas, al final de su oración, como recompensa a su esfuerzo y a su fidelidad.
Me acuerdo ahora de un estudiante jesuita al que le fue dado vivir una profunda experiencia de Cristo (una experiencia que produjo un efecto decisivo en su vida espiritual) el día en que hizo justamente lo que acabo de decir: resistir la tentación de sucumbir ante la repugnancia y las distracciones y de abandonar la oración. Había ido a la capilla una noche a cumplir su «deber» diario de dedicar una hora entera a la oración. Al cabo de diez minutos, empezó a experimentar lo que ya había experimentado frecuentemente o, por mejor decir, cada vez que acudía a la oración: un fortísimo impulso de levantarse y marchar de allí. Pero aquel día resistió al impulso, no tanto por un motivo verdaderamente espiritual cuanto por la consideración puramente práctica de que no tenía nada especial que hacer durante aquella hora y que, por consiguiente, tanto le daba perderla en la capilla como en su habitación. De modo que aguantó hasta el final. Y diez minutos antes de que se cumpliera la hora... sucedió: Cristo entró en su vida y en. su mente como nunca lo había hecho antes, invadiendo su corazón y todo su ser con la conciencia cierta de Su consoladora presencia. He ahí el caso de un hombre que siempre agradeció profundamente el no haber seguido lo que podría haber pensado que era su «ritmo de oración». Y como él hay muchos. Estoy completamente seguro de que todos vosotros estáis en el mismo caso; pero no os fiéis de mi palabra: intentadlo vosotros mismos durante un período de seis meses y lo comprobaréis.
Y tengo una tercera y última razón para oponerme a la teoría del ritmo de la oración, y es la siguiente: cuando una persona ha hecho ciertos progresos en su vida de oración, es probable que llegue a lo que los autores denominan la «oración de fe». Es ésta una forma de oración en la que la persona, por lo general, no experimenta ningún tipo de consolación sensible. De ordinario, siente muchas ganas de orar; pero, en el momento en que va a hacerlo, tiene la sensación de «estar en blanco», como si estuviera perdiendo el tiempo, y generalmente se ve tentada a interrumpir su oración y dejarla para otro momento. Pues bien, es de vital importancia que esa persona no deje de orar, sino que siga insistiendo en ello, aunque tenga la sensación de estar perdiendo el tiempo. Lo que le está ocurriendo, aunque ella tal vez no lo sepa, es que está adaptándose poco a poco a otra clase de consolación que, en ese momento, no parece ser sino sequedad; su visión espiritual está aprendiendo dolorosamente a discernir la luz donde ahora no parece haber más que oscuridad; en otras palabras: está adquiriendo nuevos gustos, nuevos sabores en el terreno de la oración. Si decidiera seguir la teoría del «ora cuando te apetezca», corre el riesgo de no sentir ningún tipo de llamada a la oración o, más exactamente, de sentir la llamada, pero también de perder toda gana de orar en el momento de responder a la llamada; y entonces, justamente cuando está progresando en el arte de orar, cuando está ascendiendo a un nuevo y superior nivel de oración, es probable que se dé por vencida.

Quizá algún día tenga ocasión de explayarme más sobre las dos últimas razones (la necesidad y la sabiduría de orar más, y no menos, cuando nos encontramos en desolación espiritual, y el complejo asunto de la «oración de fe»). De momento, me conformo con hacerlas constar a modo de refutación de la teoría que hemos venido exponiendo. Pero hay un punto, bastante relacionado con el tema de la «oración de fe», que quisiera subrayar. Y es éste: un hombre verdaderamente espiritual siente un deseo casi habitual de orar; anhela constantemente alejarse de todo y comunicarse en silencio con Dios, entrar en contacto con el Infinito, con el Eterno, con el que es Fundamento de su ser y nuestro Padre, con la Fuente de toda nuestra vida, de nuestro bienestar y de nuestra fuerza. No sé de un solo santo que no haya sentido este constante deseo, este compulsivo instinto, estas ganas casi innatas de orar. Lo cual no significa que lo hicieran. De ningún modo. Muchos de ellos estaban demasiado ocupados en realizar la obra que Dios les había encomendado y no tenían tiempo para satisfacer plenamente su deseo. A pesar de lo cual, el deseo no desaparecía, sino que originaba en ellos una santa tensión, de modo que, cuando estaban orando, sentían la urgencia de andar de aquí para allá haciendo grandes cosas por Cristo; y cuando estaban trabajando por Cristo, anhelaban alejarse de todo para estar a solas con El. San Pablo, aunque en otro contexto, expresa perfectamente esta tensión cuando, hablando, no de la oración, sino de su deseo de morir y estar con Cristo, dice a los filipenses: «Para mi, la vida es Cristo, y la muerte una ganancia. Pero, si el vivir en la carne significa para mí trabajo fecundo, no sé qué escoger. Me siento apremiado por las dos partes: por una parte, deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor; mas, por otra parte, quedarme en la carne es más necesario para vosotros para progreso y gozo de vuestra fe...» (Flp 1,21-25). Pablo era un hombre sumamente activo, profundamente comprometido con su trabajo y con la vida de sus comunidades; sin embargo, sentía esta tensión entre la necesidad de seguir trabajando y el deseo de estar con Cristo.
Lo mismo puede decirse de otro hombre extraordinariamente activo: san Francisco Javier; o de san Juan Maria Vianney, que tuvo que resistir constantemente la tentación de dejar su parroquia y hacerse ermitaño para emplear todo su tiempo en estar con Dios. Este intenso deseo de huir y estar a solas con Dios hace que toda la vida y la actividad del apóstol sea una oración; que el apóstol se encuentre constantemente inmerso en una atmósfera de oración. El Mahatma Gandhi solía expresarlo diciendo que podía perfectamente pasarse días enteros sin ingerir ningún alimento, pero que no le era posible vivir un solo minuto sin oración. Y afirmaba que, si se le privara de la oración durante un solo minuto, se volvería loco, dado el tipo de vida que llevaba.
Tal vez sea ésta la razón por la que nosotros no sentimos esa necesidad constante de orar y nos dejamos seducir por teorías como la que hemos mencionado: porque no vivimos con la radicalidad con que el Evangelio nos desafía a vivir por eso no sentimos constantemente la necesidad del alimento, la ayuda y la energía que sólo la oración puede ofrecernos. No «hambreamos» la oración; de hecho, sólo sentimos tal hambre muy raras veces, porque tenemos muchas cosas (muchos intereses, muchos deleites y muchos deseos mundanos; muchos problemas y muchas preocupaciones) en que ocupar nuestra mente y nuestro entendimiento. Estamos demasiado llenos de todo eso para poder sentir el gran vacío de nuestro corazón y la gran necesidad que tenemos de Dios para llenar.

Tipos de oración
Santo Domingo de Guzmán (El Greco)

Los caminos de la oración son muchos. Se puede orar de varias formas. Existen muchos modos de entrar en contacto con Dios. Cada quien elegirá el suyo de acuerdo a su personalidad, a sus circunstancias personales, a lo que le llene más espiritualmente en cada momento determinado.
Las principales formas de oración son:



Oración vocal
Consiste en repetir con los labios o con la mente, oraciones ya formuladas y escritas como el Padrenuestro, el Avemaría, el ángel de la guarda, la Salve. Para aprovechar esta forma de oración es necesario pronunciar las oraciones lentamente, haciendo una pausa en cada palabra o en cada frase con la que nos sintamos atraídos. Se trata de profundizar en su sentido y de tomar la actitud interior que las palabras nos sugieren. Es así como podemos elevar el alma a Dios. Podemos apoyarnos en la oración vocal para después poder pasar a otra forma de oración. Todos los pasos en la vida se dan con apoyos, y la oración vocal es un apoyo para las demás. La palabra escrita es como un puente que nos ayuda a establecer contacto con Dios. Por ejemplo, si yo leo "Tú eres mi Dios" y trato de hacer mías esas palabras identificando mi atención con el contenido de la frase, mi mente y mi corazón ya están "con" Dios.

La lectura meditada
Un libro nos puede ayudar mucho en el camino a encontrarnos con Dios. No se trata de leer un libro para adquirir cultura, sino de tener un contacto más íntimo con Dios y el libro puede ser una ayuda para conseguirlo. No se trata de aprender cosas nuevas, sino de charlar con Dios acerca de las ideas que nos inspire el contenido del libro.
Hay que leer hasta que encontremos una idea que nos haga entrar en contacto con Dios y ahí frenar la lectura "saboreando" el momento. Es así como se profundiza en las ideas del libro para escuchar a Dios.
Si cuando estamos leyendo, se produce una visita de Dios, abandonémonos a Él.
Al orar hay algo que nos "llama", una idea en la que sentimos la necesidad de profundizar. Para profundizar volvemos a la idea para verla en todos sus aspectos hasta que llegue a sernos personal, hasta que la hagamos propia. Esta idea mueve nuestra voluntad, nuestra capacidad para el amor, el deseo y el afecto. Esta oración debe terminar con un propósito de vida de acuerdo a las ideas en las que hemos profundizado en compañía de Dios.

Contemplación del Evangelio
Consiste en leer un pasaje del Evangelio, contemplarlo, saborearlo y compararlo con nuestra vida, tratando de ver qué es lo que debo cambiar para vivir de acuerdo a los criterios de Cristo. Al leer el Evangelio nos vamos a familiarizar con los gestos y las palabras de Cristo, y a comprender su sentido. Poco a poco iremos cambiando nuestra mentalidad y nuestra conducta de acuerdo a los criterios del Evangelio. Comparamos nuestro actuar en la vida con la vida de Jesús en el Evangelio. Se trata de mirar a Jesús más que mirar el pasaje del Evangelio, escuchar su Palabra.
Al orar de esta forma, hemos pasado de la reflexión que se detiene a mirar en cada punto a un mirar simplemente a Cristo.
Para ponerlo en práctica conviene seguir los siguientes pasos:
a) Ponernos en presencia de Dios y ofrecerle nuestra oración. Leer lentamente la escena del Evangelio para tener una visión rápida de conjunto, del lugar donde sucede. Por ejemplo, en Belén, en el templo de Jerusalén, etc. Después pedirle a Dios que adquiramos un conocimiento más hondo de Jesús para amarlo más y poderlo servir mejor.
b) Volvemos sobre el pasaje evangélico y:
- Vemos a los personajes que hablan y actúan en el pasaje. Fijarnos en cada uno en particular viendo primero su exterior para luego contemplar sus sentimientos más íntimos, sean buenos o malos. Sacar algún fruto personal.
- Después escuchamos las palabras: Penetrar en su sentido, poner atención a cada una de ellas. Algunas palabras las podemos escuchar dirigidas a nosotros personalmente. Sacar un fruto personal.
- Como tercer punto, consideraremos las acciones: seguir las diversas acciones de Jesús o de las demás personas. Penetrar en los motivos de tales acciones y los sentimientos que los han inspirado. Sacar algún fruto personal, recordando que la oración nos debe llevar a la conversión de corazón.
c) Terminar charlando con Jesús o con su Madre la Santísima Virgen María acerca de lo que hemos descubierto.

Oración sobre la vida cotidiana
Dios está presente en nuestra vida. Los acontecimientos de la vida son un camino natural para entrar en contacto con Dios. Es necesario buscar la presencia de Dios en nuestra vida y descubrir qué es lo que Dios quiere de nosotros. Esta búsqueda y este descubrimiento son ya una oración. Estar atentos a lo que Dios quiere de nuestra vida es hacer oración y nos invita a colaborar con Él. De esta "mirada" sobre mi vida nacerá el asombro, el agradecimiento, la admiración, el dolor, el pesar, etc. De esta manera nuestra vida entera será una oración.

Oración de contemplación
Se le conoce también como silencio en presencia de Dios.
Este es el punto donde culminan todos las formas de orar de las que hemos hablado con anterioridad. Es el momento en que se interrumpe la lectura, o se deja la reflexión sobre un acontecimiento, una idea o un pasaje del Evangelio. Se da cuando ya no hay deseos de seguir lo demás: se ha encontrado al Señor con toda sencillez, después de recorrer un camino. Hemos experimentado interiormente que Dios nos ama a nosotros y a los demás. Es guardar silencio en presencia de Dios con un sentimiento de admiración, de confusión, de gratitud, cuando nos sentimos invadidos por la grandeza de Dios y su amor hacia nosotros y nos ofrecemos a Él.
La oración contemplativa es mirar a Jesús detenidamente, es escuchar su Palabra, es amarlo silenciosamente. Puede durar un minuto o una hora. No importa el tiempo que dure ni el momento que escojamos para hacerla.
Para tener una oración contemplativa, debemos:
a) Recoger el corazón: Olvidarnos de todo lo demás, encontrándonos con Él tal y como somos, sin tratar de ocultarle nada.
b) Mirar a Dios para conocerle: No se puede amar lo que no se conoce. Al mirarlo debemos tratar de conocerlo en su interior, sus pensamientos y deseos.
c) Dejar que Él te mire: Su mirada nos iluminará y empezaremos a ver las cosas como Él las ve.
d) Escucharle con espíritu de obediencia, de acogida, de adhesión a lo que Él quiere de nosotros. Escuchar atentamente lo que Dios nos inspira y llevarlo a nuestra vida.
e) Guardar silencio: Silencio exterior E INTERIOR. En la oración contemplativa no debe haber discursos, sólo pequeñas expresiones de amor. Hablar a Jesús con lo que nos diga el corazón.
Thomas Merton
La oración contemplativa


Capítulo XV del libro LA ORACIÓN CONTEMPLATIVA
Editorial PPC. Madrid 1996. Págs. 117-125

XV
La oración contemplativa es, en cierto modo, simplemente la preferencia por el desierto, el vacío, la pobreza. Cuando uno ha conocido el sentido de la contemplación, intuitiva y espontáneamente busca el sendero oscuro y desconocido de la aridez con preferencia a ningún otro. El contemplativo es el que más bien desconoce que conoce, más bien no goza que goza, y el que más bien no tiene pruebas de que Dios le ama. Acepta el amor de Dios en fe, en desafío a toda evidencia aparente. Ésta es una condición necesaria, y muy paradójica, para la experiencia mística de la realidad de la presencia de Dios y de su amor para con nosotros. Sólo cuando somos capaces de «dejar que salgan» todas las cosas de nuestro interior, todos los deseos de ver, saber, gustar y experimentar la presencia de Dios, entonces es cuando realmente nos hacemos capaces de experimentar la presencia con una convicción y una realidad abrumadoras, que revolucionan toda nuestra vida interior.
Walter Hilton, un místico inglés del siglo catorce dice en su Scale of Perfection:
Es mucho mejor ser separado de la visión del mundo en esta noche oscura, por muy penoso que eso pueda resultar, que morar fuera, ocupado en los falsos placeres del mundo... Porque cuando estás en esa noche, te encuentras mucho más cerca de Jerusalén que cuando estás en la falsa luz. Abre tu corazón al movimiento de la gracia y acostúmbrate a residir en esta oscuridad, intenta familiarizarte con ella y encontrarás rápidamente que la paz, y la verdadera luz de la comprensión espiritual inundarán tu alma...
La contemplación es esencialmente una escucha en el silencio, una expectación. Y también, en cierto sentido, debemos empezar a escuchar a Dios cuando hemos terminado de escuchar. ¿Cuál es la explicación de esta paradoja? Quizá que hay una clase de escucha más elevada, que no es una atención a la longitud de cierta onda, una receptividad para cierto mensaje, sino un vacío que espera realizar la plenitud del mensaje de Dios dentro de su aparente vacío. En otras palabras, el verdadero contemplativo no es el que prepara su mente para un mensaje particular, que él quiere o espera escuchar, sino el que permanece vacío porque sabe que nunca puede esperar o anticipar la palabra que transformará su oscuridad en luz. Ni siquiera llega a anticipar una clase especial de transformación. No pide la luz en vez de la oscuridad. Espera la Palabra de Dios en silencio, y cuando es "respondido", no es tanto por una palabra que brota del silencio. Es por su silencio mismo cuando de repente, inexplicablemente revelándose a él como la palabra de máximo poder, llena de la voz de Dios.
Pero no debemos aceptar una visión puramente quietista de la oración contemplativa. No es mera negación. Nadie se convierte en contemplativo sencillamente por «oscurecer» las realidades sensibles, y permanecer solo consigo mismo en la oscuridad. En primer lugar, uno que hace eso como un montaje, a propósito, como conclusión de un razonamiento práctico sobre el tema, y sin una vocación interior, sencillamente entra en una oscuridad artificial que se ha fabricado él mismo. No está solo con Dios, sino solo consigo mismo. No está en presencia del Único Trascendente, sino de un ídolo, el de su propia identidad complaciente. Se ve inmerso y perdido en si mismo, en un estado de narcisismo inerte, primitivo e infantil. Su vida es »nada» no en el sentido misterioso, dinámico, en el que la nada del místico es paradójicamente el todo de Dios. Es sencillamente la nada de un ser finito, abandonado a si mismo en su propia trivialidad.
Los místicos Rhenish del siglo catorce tuvieron que luchar contra muchas formas heréticas de contemplación y contra la pasividad de la voluntad propia, arbitraria, de los que abrazaban la forma quietista de oración de una manera sistemática, dedicándose a cultivar simplemente la inercia como si ella fuera, por si misma, suficiente para resolver los problemas. De ésos dice Tauler:
Estas personas han entrado en un camino sin salida. Confían totalmente en su inteligencia natural y están totalmente orgullosos de ellos mismos al hacerlo. Nada saben de las profundidades y riquezas de la vida de Nuestro Señor Jesucristo. Ni siquiera han formado sus propias naturalezas por el ejercicio de la virtud y no han avanzado en los caminos del verdadero amor. Confían exclusivamente en la luz de su razón y en su falsa pasividad espiritual.
El problema que entraña el racionalismo es que se engaña a sí mismo en su racionalización y manipulación de la realidad. Hace culto del «permanecer sin moverse", como si eso en si mismo tuviera un poder mágico para resolver todos los problemas y llevar al hombre al contacto con Dios. Pero de hecho es sencillamente una evasión. Es una falta de honradez y seriedad, una banalidad con la gracia y una huida de Dios. Esto es realmente el "quietismo puro". Pero, ¿podemos decir que algo semejante existe en nuestros días?
El quietismo absoluto no es un peligro omnipresente en el mundo de nuestro tiempo. Para ser un quietista absoluto, uno tendría que hacer esfuerzos heroicos para permanecer sin hacer nada, y tales esfuerzos están más allá del poder de la mayoría de nosotros. Sin embargo, existe una tentación de una clase de pseudoquietismo que afecta a los que han leído libros sobre el misticismo sin entenderlos en absoluto. Y eso los lleva a una vida espiritual deliberadamente negativa, que no es más que una dejación de la oración, por ninguna otra razón que por la de imaginar que, dejando de ser activo, uno entra en la contemplación. Eso lleva en realidad a la persona a estar vacía, sin una vida espiritual, interior, en la que las distracciones y los impulsos emocionales gradualmente los afirman a expensas de toda actividad madura, equilibrada, de la mente y el corazón. Persistir en esta situación de paréntesis puede llegar a ser muy perjudicial espiritual, moral y mentalmente.
El que sigue los caminos ordinarios de la oración, sin prejuicio alguno y sin complicaciones, será capaz de disponerse mucho mejor para recibir su vocación a la oración contemplativa a su debido tiempo, dando por sabido que le llegará su momento.
La verdadera contemplación no es un truco psicológico, sino una gracia teologal. Sólo nos viene en forma de un regalo, y no como resultado de nuestro empleo inteligente de técnicas espirituales. La lógica del quietismo es una lógica puramente humana, en la cual dos más dos son cuatro. Desgraciadamente, la lógica de la oración contemplativa es de un orden enteramente diferente. Está más allá del dominio estricto de causa y efecto, porque pertenece enteramente al amor, a la libertad, a los desposorios espirituales. En la verdadera contemplación no hay "razón por la que" el vacío nos deba llevar necesariamente a ver a Dios cara a cara. Ese vacío nos puede llevar de la misma manera a encontrarnos cara a cara con el demonio, y de hecho a veces lo hace. Es parte del riesgo de este desierto espiritual. La única garantía contra el enfrentamiento con el demonio en la oscuridad, si es que podemos hablar realmente de algún tipo de garantía, es simplemente nuestra esperanza en Dios, nuestra confianza en su voz, en su misericordia.
Ha quedado claro que el camino de la contemplación no es de ninguna manera una "técnica" deliberada de vaciarse uno mismo, para conseguir una experiencia esotérica. Es una respuesta paradójica a la llamada de Dios casi incomprensible, lanzándonos a la soledad, zambulléndonos en la oscuridad y el silencio, no para retirarnos y protegernos del peligro, sino para llevarnos a salvo a través de peligros desconocidos, por un milagro de su amor y de su poder.
El camino de la contemplación no es, de hecho, camino alguno. Cristo es el único camino, y él es invisible. El "desierto" de la contemplación es sencillamente una metáfora para explicar el estado de vacío que experimentamos cuando hemos abandonado todos los caminos, nos hemos olvidado de nosotros mismos y hemos tomado a Cristo invisible como nuestro camino. Como dice san Juan de la Cruz:
Y así grandemente se estorba un alma para venir a este alto estado de unión con Dios, cuando se ase a algún entender, o sentir, o imaginar, o parecer, o voluntad, o modo suyo, o cualquiera otra obra o cosa propia, no sabiéndose desasir y desnudar de todo ello... Por tanto, en este camino, el entrar en camino es dejar su camino; o por mejor decir, es pasar al término y dejar su modo, es entrar en lo que no tiene modo, que es Dios. Porque el alma que a este estado llega, ya no tiene modos, ni maneras, ni menos se ase ni puede asir a ellos... aunque en sí encierra todos los modos, al modo del que no tiene nada, que lo tiene todo.
Esto podría completarse con las palabras que siguen de John Tauler:
Cuando hemos probado esto en la auténtica profundidad de nuestras almas, nos hace hundirnos y disolver-nos en nuestra nada y pequeñez. Cuanto más brillante y más pura es la luz que se derrama en nosotros por la grandeza de Dios, tanto más claramente veremos nuestra nada y pequeñez. En realidad así es cómo podemos discernir la autenticidad de esta iluminación. Porque es el brillo divino de Dios en lo más profundo de nuestro ser, no por medio de imágenes, no por medio de nuestras facultades, sino en las auténticas profundidades de nuestras almas. Su efecto será hundirnos más y más en nuestra propia nada.
Se pueden sacar dos sencillas conclusiones de todo esto. Primero, que la contemplación es la culminación de la vida cristiana de oración, porque el Señor no desea nada de nosotros más que convertirse él mismo en nuestro "camino", en nuestra "verdadera vida". Esta es la única finalidad de su venida a la tierra para buscarnos, para poder elevarnos, juntamente con él, al Padre. Sólo en él y con él podemos alcanzar al Padre invisible, al que nadie podrá ver y seguir viviendo. Muriendo a nosotros mismos, y a todas las "maneras", "lógicas" y "métodos" propios nuestros, podemos ser contados entre aquellos a los que la misericordia del Padre ha llamado a sí en Cristo. Pero la otra conclusión es igualmente importante. Ninguna lógica propia puede conseguir esta transformación de nuestra vida interior. No podemos argumentar que el "vacío" es igual a la "presencia de Dios", y luego sentarnos tranquilamente para conseguir la presencia de Dios vaciando nuestras almas de toda imagen. No es cuestión de lógica ni de causa y efecto. Tampoco es cuestión de deseo, o de una empresa proyectada, o de nuestra propia técnica espiritual.
Todo el misterio de la oración contemplativa simple es un misterio de amor divino, de vocación personal y de don gratuito. Esto, y sólo esto, consigue el verdadero «vacío», en el que ya nada queda de nosotros mismos.
Un vacío deliberadamente cultivado, para llenar una ambición espiritual no responde en absoluto al concepto de vacío espiritual. Es la plenitud de uno mismo. Tan lleno que la Luz de Dios no tiene sitio alguno por donde poder penetrar. No hay grieta ni rincón abandonado donde algo pueda encajarse en ese duro corazón, fruto de la autoabsorción, que es nuestra opción de vivir centrados en nuestro propio ser. Y, en consecuencia, cualquiera que aspire a convertirse en contemplativo debe pensarlo dos veces antes de ponerse en camino. Quizá la mejor forma de convertirse en contemplativo seria desear con todo el corazón ser cualquier cosa menos contemplativo. ¿Quién sabe?
Pero, naturalmente, tampoco eso es verdad. En la vida contemplativa, ni el deseo ni el rechazo del deseo es lo que cuenta, sino sólo aquel "deseo" que es una forma de "vacío", que asiente con lo desconocido y avanza tranquilamente por donde no ve camino alguno. Todas las paradojas acerca del camino contemplativo se reducen a ésta: estar sin deseos significa ser llevado por un deseo tan grande que es incomprensible. Es demasiado grande para ser completamente sentido. Es un deseo ciego, que parece un deseo de "la vaciedad", sólo porque nada puede contentarlo. Y porque es capaz de descansar en la vaciedad, entonces, relativamente hablando, descansa en la vaciedad. Pero no en una vaciedad como tal, en una vaciedad por si misma. Realmente no existe tal entidad como pura vaciedad, y la vaciedad meramente negativa del falso contemplativo es una "cosa", no la "nada". La «cosa" que se reduce a la oscuridad misma, de la cual todos los demás seres están excluidos deliberadamente y por todos los medios.
Pero la verdadera vaciedad es la que trasciende todas las cosas, y aún es inmanente a todas ellas. Porque lo que parece vaciedad en este caso es puro ser. O al menos un filósofo podría describirla así. Pero para el contemplativo es otra cosa. No es ni ésta ni aquélla. Todo lo que digáis de ella es diferente a lo que se decía. Lo propio de la vaciedad, al menos para un cristiano contemplativo, es puro amor, pura libertad. Amor que está libre de todo, no determinado por nada, o visto en alguna clase de relación. Es un compartir, a través del Espíritu Santo, en la infinita caridad de Dios. Y así, cuando Jesús dijo a sus discípulos que amaran, se refería a una forma de amar tan universal como la del Padre, que envía su lluvia lo mismo sobre justos que sobre pecadores. "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto." Esta pureza, libertad e indeterminación del amor es la auténtica esencia del cristianismo. A esto aspira sobre todo la vida monástica.


Pequeño tratado de oración contemplativa
para buscadores solitarios de Dios
 

ALGUNOS CONSEJOS A LA HORA DE USAR UNA IMAGEN
        Una imagen es una obra de arte destinada a propiciar la oración y la contemplación. No es por lo tanto un objeto de decoración o de adorno.
         Ha sido creada para ayudar a los creyentes en la plegaria individual, familiar o de pequeños grupos.
         Mantenla oculta siempre que no estés en oración y evita que lo profanen miradas de otras personas o las tuyas propias cuando no estás orando.
         No es un objeto para enseñarlo a las amistades ni una decoración exótica para la casa.
         Es una evocación de lo Sagrado a través de una imagen.
         Antes de elegir un icono, una imagen o una figura, mira bien si realmente evoca en ti lo Sagrado. No tengas prisa en elegir. Tómate todo el tiempo que haga falta.
         Un icono, una figura, una imagen, un templo o cualquier lugar de oración no es imprescindible; afortunadamente Dios está en todas partes; pero lo que tienes que ver es si tú lo ves en todas partes. Si es así, no te hace falta ningún elemento externo de ayuda, pero tienes que ser muy sincero y si no es así, y resulta que una imagen, un icono, determinadas iglesias o cualquier otro elemento te ayuda a evocar la presencia de lo Sagrado, entonces es bueno y sabio el que lo utilices.

ALGUNOS CONSEJOS SOBRE LA ORACIÓN
         En la oración no se trata de pedir cosas a Aquel que todo conoce. La oración no es para decirle a Dios lo que quieres sino para escuchar lo que Él quiere para ti y que no es otra cosa que compartir lo que Él es: Tranquilidad profunda, Beatitud, Paz, Bondad, Belleza, Amor ...
         No se trata de pedir cosas sino de comprender que no necesitas nada más que la presencia de Dios y descansar en esa morada llena de sus cualidades.
         Antes de orar debes de comprender que detrás de todos tus deseos de objetos o de situaciones del mundo, solo hay un deseo: la paz profunda. Y ese deseo último que tanto anhelas y que proyectas en los objetos y situaciones del mundo solo lo puedes obtener en la interioridad. La tranquilidad y la plenitud solo están en tu espíritu, que es el espíritu de Dios.
         Una persona se pone a orar cuando ha comprendido claramente la futilidad y la relatividad de todos los objetivos convencionales humanos que, aún teniendo su importancia relativa, no pueden darle la paz profunda, la plenitud que todo ser humano anhela con nostalgia. Es comprendiendo claramente esto, bien sea por la propia inteligencia, o movido por las constantes dificultades de la vida, cuando uno se acerca a la Paz, la Belleza, la Bondad, la Plenitud y la Alegría que proporciona el contacto con lo Absoluto y con lo Sagrado a través de la oración en su calidad más contemplativa.
         Sumergirse en el "acto orante" es el síntoma más claro de que se ha llegado al discernimiento (entre lo verdadero y lo falso), al desapego (de las cosas del mundo), a la sumisión (a la presencia de Dios), a la humildad (respecto a nuestra capacidad humana), a la sabiduría (habiendo comprendido donde está la plenitud y el gozo verdaderos), a la caridad (al abrazar en nuestra oración a toda la creación), y a todas las demás virtudes... Todas las virtudes están contenidas en la oración.
         Orar es un acto simple de colocación ante la presencia de lo Sagrado.
         No te compliques con rituales ni con palabrería o con lecturas excesivas. Orar es muy sencillo, no hace falta que te leas todos los libros que hay sobre el tema. Se trata de orar, no de leer sobre ello. Vale más un minuto de presencia en lo Sagrado que un año de lecturas sobre la oración.
         El rato de oración es un paréntesis de tranquilidad en tu vida. Nunca tengas prisa. La prisa, la ansiedad, la complicación y la dispersión son los mayores enemigos del espíritu. Mantenlos a raya cueste lo que cueste. Nunca te dejes llevar por ellos. Mantente todo el tiempo que haga falta hasta que reconozcas la presencia de lo Sagrado. Esto puede llevarte desde unos pocos minutos hasta horas. Ten paciencia y espera.
         Evita hacerlo de manera mecánica y rutinaria; hazlo, no por obligación, sino por devoción. Eso te coloca en una actitud y en una atmósfera totalmente diferentes.
         El pensamiento racional puede llegar a ser un gran enemigo del espíritu. No pienses, razones ni elucubres sobre lo que haces. Simplemente hazlo; simplemente reza. Entra en esa atmósfera, no pienses sobre ella. El pensamiento no entiende esos estados y antes, durante o después de la oración, pondrá todo tipo de impedimentos y de razonamientos haciéndote ver lo absurdo de la práctica. El pensamiento empleará todo tipo de argumentos de lo más convincentes e ingeniosos. ¡No hagas caso al pensamiento! Diga lo que diga la mente, tú continúa con tu práctica de oración.
         Ten en cuenta que esto te sucederá, incluso, después de muchos años de práctica y de frecuentación de esos "lugares del Espíritu". Muchos son los testimonios de personas de oración y de vida interior que así lo confirman. Nunca hagas caso a esos pensamientos. La mente pensante, hiperdesarrollada en las personas actuales, no puede abarcar ciertas moradas y se resiste con todas sus fuerzas poniendo una barrera que debemos vencer con perseverancia e inspiración.
* * *
         Enciende una vela delante del Oratorio y siéntate en el suelo, con las piernas cruzadas, sobre los talones o en un banquillo, según prefieras.
         Puedes permanecer así desde unos minutos.... hasta el día entero. No hay límite para la adoración. Acuérdate del consejo evangélico de «permanecer en oración constante».
         Preferentemente puedes rezar el Santo Rosario o el Ave María, haciéndolo con tranquilidad y dejando que en tu alma se reproduzca la receptividad de la Virgen María ante el anuncio del Ángel.
         También puedes emplear una invocación más simple como por ejemplo:
AMOR
PADRE
DIOS
¡¡ TE AMO !!
         La repetición se irá uniendo, poco a poco, a la respiración: AMOR al tomar aire, AMOR al expulsarlo.
         Puede llegar un momento en el que el aliento en sí, se transforma en oración. El contenido de la palabra se trasvasará al aliento, al cuerpo y al mundo. Entenderás lo que es «ver a Dios en las formas y las formas en Dios».
         Si decides usar otra plegaria, mira que sea una sencilla frase o palabra que evoque en ti lo Sagrado y que repetirás con tranquilidad dejándote impregnar por su sabor.
         Puedes centrar tu atención en el corazón. Eso enraíza la oración en el cuerpo y despeja a la mente del continuo pensamiento. De esa manera el espíritu se "corporaliza" y el cuerpo se "espiritualiza". En el corazón vivirá entonces una llama orante permanentemente encendida; como una luz que señala donde hay un "templo vivo de Dios".
         Puedes abrir los ojos de vez en cuando un momento y mirar a la imagen que te inspira, de manera que añadas un impulso más hacia las alturas a través de la visión.
         No fuerces la plegaria, ni mucho menos la respiración. Una de las claves fundamentales de la oración está en aprender la manera en que la plegaria "suceda" por sí misma, a su propio ritmo, "se rece" en ti, lo mismo que la respiración "ocurre" sin ningún esfuerzo.
         Los momentos más propicios para la oración son el amanecer y el anochecer (los tradicionales momentos de Laudes y Vísperas), pero puedes hacerlo en cualquier otro momento del día o de la noche.
         Con el tiempo la oración se irá haciendo continua en tu vida, tanto la «Oración Verbal» cuando sea posible, como la «Presencia en el Sabor de lo Sagrado» que se mantendrá como plano de fondo a lo largo de todo el día.
         Sobre ese sagrado "lienzo de fondo" verás que se van dibujando las situaciones, los movimientos, las conversaciones, el trabajo etc... Toda tu vida quedará cubierta por el manto de tranquilidad de lo Sagrado e iluminada por la "dorada luz del Tabor"; un gran manto de tranquilidad, lucidez, comprensión y gracia que irá abarcando las situaciones, los paisajes, las personas en cada momento de tu vida.
         También con el tiempo esa invocación, ese sabor o esa luz, se mantendrán por la noche durante los sueños.
         Si sois una familia, acostumbraros a orar juntos al atardecer o antes de dormir. ¡Apaga la televisión y enciende el Oratorio... tu alma te lo agradecerá!
         A los niños les resulta muy fácil la oración siempre y cuando no se les complique con palabrerías inútiles o con doctrinas que no llegan a comprender. Enséñales a orar con el Padre Nuestro o con una invocación simple. Ya tendrán tiempo para doctrina y teología más adelante. Los niños captan magníficamente el "sabor" de lo Sagrado y les deja un recuerdo indeleble en sus almas. Valen más unos minutos de oración contemplativa todas las noches &endash;viendo además el ejemplo de sus padres&endash; que todas las explicaciones teóricas que se les pueda dar. Cuando sean mayores te agradecerán las horas pasadas en esa atmósfera sagrada en vez de viendo la televisión. Habrás sembrado una semilla de paz, alegría y plenitud con unas consecuencias que ni siquiera imaginas ahora.
         Si en periodos largos de oración sientes molestias en el cuerpo, aprende a moverte muy lenta y armoniosamente. Inclínate hacia delante, hacia los lados o extiéndete hacia atrás. Haz, armoniosa y lentamente, torsiones hacia los lados o cualquier otro movimiento que te alivie las molestias. Aprende a moverte tan suavemente que el movimiento no perturbe el estado de oración. Así el movimiento también será oración e invocación.
         De la misma manera que una palabra o una frase pueden invocar y evocar lo sagrado, también un movimiento, un gesto o la evocación visual de una imagen pueden hacerlo. Si sinceramente ese es tu caso hazlo así, pero no lo hagas por estar a la moda o por ser original; mira si eso realmente te sitúa en presencia de lo Sagrado. A fin de cuentas lo que importa es llegar a la presencia de Dios y el vehículo que empleemos para ello será, simplemente, aquel que más nos ayude a ese fin.
         Reconocerás la presencia del Espíritu por sus frutos. Ahí donde aparezca una Alegría sin motivo mundano, una Bondad desinteresada, un Amor en estado puro y sin excepciones, una Belleza que todo lo abarca con su manto, una Paz interior y un Agradecimiento independientes de las circunstancias exteriores, ahí estará sin duda el Espíritu.
         Cuando aparezca esa Alegría sin objeto, contémplala, quédate mirándola; permanece en esa vivencia durante todo el tiempo que puedas, minutos, horas o días. Cuando aparezca la Bondad, contémplala, quédate impregnándote de esa vivencia; quédate con ella todo el tiempo que puedas. Así con todas las demás cualidades divinas: el Amor, la Libertad, la Misericordia, la Infinitud, el Silencio, la Paz profunda, etc... Conforme vayan apareciendo en la oración, quédate contemplándolas y así irán tomando cada vez más presencia en tu vida.
         También reconocerás la presencia de lo Sagrado cuando al intentar describir la vivencia aparezcan las paradojas. Expresiones como: una "vacuidad plena", una "plenitud sutil", un "silencio sonoro", una "densidad ligera", una "soledad acompañada", etc. denotan que se ha visitado ese lugar donde mora el Espíritu.
         A veces también lo puedes reconocer por algunos cambios físicos: notarás un cambio en la respiración que tomará una calidad "diferente", más profunda o más intensa o más lenta, según el momento o las personas. Puedes notar también algunos cambios en la calidad de la mirada, o en la relajación de la columna o de los plexos nerviosos. Pero todos estos cambios, si es que ocurren, ocurrirán de manera espontánea y como consecuencia de la profundización, no puedes forzarlos ni fingirlos desde afuera.
         De la oración contemplativa al silencio contemplativo solo hay un paso. No fuerces el silencio; llegará de forma natural cuando el alma quede impregnada del Espíritu en una unidad. Entonces, de manera natural, cesará la repetición de la plegaria y te mantendrás en la simple presencia silenciosa. No quieras, por orgullo, llegar a lo más alto y permanece tranquilamente ahí donde Dios te ha puesto y donde puedas sentir su presencia. En estos tiempos es una pena que muchas personas con gran capacidad y vocación de interioridad, por querer llegar directamente al último peldaño de la unión mística.... ni siquiera alcancen el primero de paz interior. El silencio forzado será un silencio "vacuo", desprovisto de gracia, y que no tiene ningún sentido espiritual. Con frecuencia, incluso, se convierte en algo angustioso. Eso en vez de acercarte al Cielo, te deja a las puertas del Infierno. El silencio en sí mismo no es el objetivo, sino la presencia de Dios. La presencia de Dios viene acompañada de silencio, pero el silencio no siempre es acompañado por la presencia de Dios.
         La palabra caerá como una fruta madura cuando aparezca lo que ella invoca. Entonces reposa y descansa en ese Santo Silencio, en esa Santa Presencia. Cuando veas que ese perfume desaparece, cuando veas que vuelve la inquietud o la sequedad, entonces vuelve a la palabra hasta que el fuego se avive de nuevo. Una y mil veces.
         Por otra parte no debes forzar la oración verbal, la palabra, cuando veas que el silencio te ha tomado o esté llamando a tu puerta. En esos momentos, incluso la palabra que te elevaba puede convertirse en un estorbo y hacerte descender de esa «ligereza plena». No tengas miedo al silencio. La simple presencia, o el simple aliento son oración cuando están impregnados de Gracia.
         Si tienes la bendición de encontrar un maestro de oración aprende de él, será una gran suerte. Desgraciadamente en los tiempos que corren, esto es cada vez más difícil por no decir imposible. Esto no debe desanimarte, confía en la inspiración y en la ayuda del Espíritu Santo y haz el camino en soledad. Si no tienes ayuda en la tierra confía en la ayuda del Cielo. La ayuda para el espíritu llega a raudales a las pocas personas que, en este profanado mundo de hoy en día, optan por una orientación interior. Con el tiempo puede que encuentres a algunas pocas personas como tú. Os reconoceréis enseguida.
         Aunque estés en soledad, ponte en camino y ora en soledad. El mundo del espíritu ha estado desde siempre lleno de ermitaños y solitarios, y ahora, con el actual descalabro espiritual, sigue estándolo aunque permanezcan ocultos en las ciudades. Si lo puedes hacer en grupo o en familia hazlo así, pero sea cual sea la situación no dejes de meditar, orar y contemplar lo Sagrado.
         No puede un ser humano hacer acto más bello que la oración. Sumergirse en el acto orante es sumergirse en la belleza que encierra dicho acto... El abandono y la entrega al acto orante es la mayor belleza que puede acompañar nuestra vida; esa entrega... esa rendición ante lo que nos sobrepasa...
         Uno puede optar por cubrir su vida con un manto de belleza o permanecer en la sequedad, el desasosiego, la inquietud, la fealdad o en la amargura. En algún momento de tu vida tendrás que optar por lo uno o por lo otro, más allá de ideologías, argumentaciones y razonamientos de la mente pensante.
         Merece la pena apostar por lo primero y que tu paso por este mundo esté acompañado de la Luz, el Calor y la Belleza de lo Sagrado, convirtiéndote así en un foco de irradiación de esas cualidades para tu entorno.
         Si tu impulso y tu vocación son fuertes, esa opción se hará de una vez y para siempre. Pero lo más habitual es que esa opción sea un gesto que se renueva cada día o cada momento del día en una apuesta y una decisión constante.
         Hay momentos de "sequedad" interior; cuando la "noche oscura", el desánimo y la aspereza invaden cada célula. En esos momentos lo mejor es poner orden en la vida exterior y mantener un "mínimo" de oración. Pueden bastar tres minutos a la mañana y tres a la noche. Eso no cuesta ningún esfuerzo a pesar de que estemos en plena "noche oscura". Aunque te parezca poco, eso es mejor que nada. En esos momentos tienes que ser humilde y reconocerte en tu humanidad. No puedes en ese estado ponerte metas muy altas; se como un niño, Dios no te pide nada más allá de tus posibilidades actuales. Comprobarás como tan solo tres avemarías pueden obrar milagros...

ALGUNOS CONSEJOS PARA CUANDO SE HACE ORACIÓN EN GRUPO
         Si en algún momento tienes la bendición de encontrar otras personas que, como tú, también practican la oración contemplativa, puede ser positivo el reunirse para orar en común algún día de la semana o quizás en períodos más largos como un fin de semana.
         Cuando varias personas se reúnen es necesario un mínimo de estructuración para que la reunión pueda ser espiritualmente productiva y no termine por ser un desorden y una dispersión totalmente antiespiritual. Recuerda que la belleza y el orden son un reflejo y una cualidad de lo Absoluto.
         Al tomar cualquier decisión, hasta la más mínima, o hasta la que parezca sin ninguna importancia, no perdáis nunca de vista el objetivo de «estar en presencia de lo Sagrado». Comprobar si aquella decisión realmente es buena para favorecer la presencia de Dios o no.
         Hay que ser muy sincero y muy tajante en esto porque de ello depende la eficacia espiritual del grupo.
         Tanto en el caminar solitario como cuando se hace en pequeños grupos, es posible y puede ser incluso recomendable la practica del Oficio Divino o la simple salmodia del Salterio como fuente de gracia, de inspiración y, cuando se hace en grupo, como oración compartida. Esto se puede hacer al comienzo del periodo de práctica y sin que llegue a ser la parte predominante, de manera que la mayor parte del tiempo sea de oración interior.
         Los salmos se pueden recitar en grupo simplemente con el tono normal de lectura, pero todavía mejor es hacerlo con la entonación gregoriana que es muy sencilla de aprender y practicar, y que además crea una atmósfera mucho más contemplativa.
         En reuniones de varios días, y si esto fuera posible, se puede incluir la celebración de la Eucaristía. Hacerlo de la manera más austera. Hacerlo sin prisa. Que no se pierda el sabor interior orante durante la celebración.
         De utilizar cánticos, que sean gregorianos, evitando esa clase de músicas emocionales y dulzonas que se acostumbran hoy en día y que no favorecen para nada la elevación espiritual. No confundáis una subida emocional o sentimental, con la ascensión espiritual. Es mejor no emplear cantos antes que emplearlos mal. Si no conocéis la música gregoriana mejor hacerlo con la simple y austera palabra, y con abundantes momentos de silencio.... la mejor de las músicas.
         Al estar en grupo es mejor marcar unos periodos de oración que resulten adecuados para el grupo. Alguien se encargará de marcar el tiempo con un toque de campana y si se hace la salmodia, alguien se encargará de dirigirla mínimamente.
         Sobre todo nada de complicación y de dispersión. Lo más simple es lo más eficaz. Si a la simple oración se añaden algunos elementos es con el fin de facilitar la presencia del Espíritu, la inspiración, o el funcionamiento grupal, pero no es para nada obligatorio. Si no es necesario añadir nada, tanto mejor; y si se hace, que sea para mejorar la calidad de transparencia interior no para difuminarlo todo con decoraciones o emocionalidades.
         El lema de un grupo contemplativo orante debe de ser el tradicional monástico de «Soledad compartida».
Inicien siempre con  la oración dada a María La Inmaculada Concepción.
“SEÑORA Y MADRE nuestra. María. La Inmaculada Concepción, te suplicamos que intercedas por nosotros ante el Santo de los Santos, la Trinidad Santísima, para que nos de fervor y corazón dispuestos  a las inspiraciones y gracias del Espíritu Santo.
Todo por los méritos de la Sangre de Cristo, el Cordero de DIOS que quita los pecados del mundo, en su Nombre; por la acción del Espíritu Santo y por tu entrega y oración. Amén.”
  • Si están en grupo, divídanse, inmediatamente, en” células trinitarias de oración”, repitiendo: Somos esclavos de la Esclava de DIOS, de la Orden Trinitaria, amén”.
(Igual hagan en la oración individual).
  • Una vez reunidos y sin pérdida de tiempo digan, cerrando los ojos, para mayor recogimiento y gracias:
  • Espíritu Santo bendito: penetra profundamente en mí para hacer una nueva creación. (Repítanlo tres veces).
  • Después de una pausa breve, o más o menos breve, según lo sientan digan: “DIOS mío”, “me abandono en Ti”. (siete veces también).
  • Tras breve silencio:
“DIOS Padre, DIOS Hijo, DIOS Espíritu Santo, Santísima Trinidad: Haz en mí tu Voluntad e impúlsame a hacerla” (siete veces también).  Concluyen repitiendo; Amén.
Abren los ojos, tras una breve pausa (más o menos larga, según lo sientan. Pues el Espíritu estará en ustedes y Él los guiará).
  • Vuelvan entonces al grupo general sin deshacer las células. Pues deben mantener el clima de oración. Esto es, de disponibilidad y de abandono.
De silencio interior y de vacío y entrega disponible, para llenarse de modo personal y colectivo.
  • El pastor o guía del grupo, señalado para el acto, lea entonces una de las actas o parte de ellas, o parte de un Evangelio y reflexionen, según el Espíritu les guíe.
  • Esto, de este modo, para las reuniones de estudio que serán una o dos por mes.
  • Haya otras reuniones de oración semanales de modo regular, para crecer en oración y respirarla. Esto es: vivir en estado de oración.
  • La necesidad y las circunstancias pueden aumentar la frecuencia, hasta hacer de cada uno de ustedes, individuos orantes en sus actividades.
  • Esto es: con estilo de vida consecuente.
Un modo de vivir y de hacer.
  • No malgasten su tiempo.
  • No dejen de cumplir con sus deberes y actividades propias, personales y de estado.
  • El modo de orar, como se indica, debe hacer de ustedes, por la acción del Espíritu Santo, en ustedes creaturas ejemplares.
  • Sean noticia feliz de un orden nuevo.
  • Esto es: del Reino.
  • Muestren que el Reino es posible y saludable, ahora y aquí, con el modo de vivir y hacer de ustedes.
  • Sean irreprensibles.
  • Cuando obren mal, pidan perdón.
  • Si contra ustedes mal se hace, perdonen.
  • No se cansen de dar pasos constantes de reconciliación.
  • Por esto, amen.
  • Muestren el amor ustedes de modo espontáneo y normal, con el modo prudente de entregarse.
  • Bendigan siempre.
  • La Bendición sea de este modo:
  • A ustedes en sí, en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y uniéndose a María Santísima la Inmaculada Concepción cuya gracia y compañía invocarán.
  • A sus familiares inmediatos con quienes vivan en  la misma forma. Todos los días y con la frecuencia que les sea posible, hasta crear el hábito en ustedes de bendecir, perdonar y amar, que todo se produce así por el esfuerzo del Espíritu en ustedes si tal lo hacen. Y este modo, sea con ustedes y con todos y con todo.
  • Bendigan los ambientes que comprenden personas, ideas y circunstancias concurrentes.
  • Bendigan las actividades.
  • Bendigan la naturaleza y el cosmos.
  • Sean ustedes bendición permanente para todo y para todos.
  • Respiren bendiciones. Esto es: Amor.
El amor es bendición; porque presencia de Nosotros es. Esto es: deben ustedes, dar de ustedes. Darse al modo Mío y como Yo: Darse ustedes sin esperar la recompensa.
  • Traten de adquirir los de mi Orden este hábito.
  • Estimúlense, los unos a los otros a hacerlo.
  • Muévanse los unos a los otros a hacerlo, a experimentarlo y practicarlo.
  • Traten, individual y colectivamente de vivir esto, hasta hacerlo tan natural y tan normalmente, como respirar, y como, aun sin darse cuenta y sin pensarlo, en ustedes, fluye la sangre entre sus venas.
  • Si tienen problemas que los llenen de odio, individual y colectivamente, considérenlos en oración. Trátenlos en oración, no en innecesarios análisis y disgreciones; sino en orante y decidida entrega sino en constante y decidida entrega, como aquí ya se ha escrito: involucrando nuestra asistencia, sin descanso y solo eso.  Porque solo eso basta. Y, Yo, Nosotros, el Santo de los Santos, DIOS, tu DIOS, el Único y El Cordero de DIOS que quita los pecados del mundo, El Santo de los Santos, La Trinidad Santísima, vendrá a ustedes y dará la solución indispensable.
             Oren le he dicho.
                        Oren, Oren, Oren.
 El modo de hacerlo es este y para esto, para crear hábitos de amor,                               climas de amor, un modo de amor, esto es; el amor que da la paz. La única y verdadera paz y la que no es del mundo y que solo DIOS da.
  • No se reúnan para juzgar a los demás.
  • Háganlo para amar. Para esto, reúnanse cuanto sea necesario y ustedes en particular, para esto, oren.
  • No se detengan a compadecerse.
  • Sigan con la cruz que Yo les mando: la del amor. El amor es la cruz que para ustedes  quiero y, no es la más fácil y la que menos cuesta y pesa. Es pesada y cara; porque vida de ustedes les exige. Porque, para llevarla, hay que vivirla. Esto es: deben ustedes dar de ustedes, darse al modo mío y como Yo:
  • Amen, no esperen ser amados.
  • Sirvan, no esperen ser servidos.
  • Comprendan, no esperen que a ustedes los comprendan.
  • Den, no esperen recibir.
  • Cuando den y será siempre, en lo que den, dense ustedes mismos. Por esto, lo de ustedes sea diferente del estilo de los otros.
  • Sean mi noticia.
  • Anuncien mostrándome en la concordancia de los frutos; en el modo de los actos.
  • Sean ustedes mansos y humildes de corazón.
  • En un mundo de arrogantes, ustedes no lo sean.
  • En un mundo de  injusticias, ustedes sean justos.
  • En un mundo de mentira, sean ustedes veraces.
  • En un mundo de ambiciones de poder, de riquezas y de prestigios, sean ustedes pobres.
  • Vacíense de todo, por amor.
  • Amen, Amen, Amen.
  • Solo el amor los salvará.
  • Solo el amor transformará la tierra.
  • Solo el amor hará un mundo nuevo.
  • Solo el amor hará una raza de hombres nuevos.
  • Solo el amor transformará la historia creando un mundo nuevo, el soñado por el hombre. Y eso, solo Yo lo puedo hacer y quiero hacerlo.
  • Ayúdenme ustedes.
  • Ayúdenme                               Ayúdenme                             Ayúdenme
  • “No serán dignos de mi Reino, esto es, de Mí; si con amor no viven la cruz que les señalo. La personal que ustedes tienen. La que ahora cada uno lleva.
Eso sí, ayúdense como cirineos, a compartir sus cruces, a llevarlas, a enseñarlas con amor. Para eso, oren los unos a los otros y bendíganse los unos a los otros. Oren, Oren, Oren.

Bendiciones.

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