domingo, 27 de octubre de 2013

TABOR






Silente noche. Sólo ajada por el ritmado roce de rústicas túnicas, el derrapar de ripio, el tosco y pesado pisar unánime de los cuatro viandantes, cuesta arriba. Noche cerrada, de luna nueva. Nueva como es nuevo el octavo día. Un céfiro viento aumenta su volumen cuando la expedición va acercándose a la cresta del peñasco.

Enfila puntero un hebreo taciturno. Tras él, tres hirsutos y cerdosos discípulos, no sin dificultad, procuran mantenerle el raudo ritmo. Su andar denota prisa.

El ágil cervatillo, vidente nocturno, brinca de roca en roca con una gracilidad más cercana al movimiento de un águila que el de venado. La cumbre parece imantarlo; atraerlo entero hacia sí.

El barbón de apagados grises y penosos ocres pisa ya las nieves finales, esas que coronan la cúspide virginal del escarpado peñasco. La música cambia de clave, de tonalidad y de instrumentos: ya no resuena el ritmado tintineo seco de piedra y guijarro. La melodía ha virado a un suave y mullido croar de nieves impolutas que nadie pisa sin pedir perdón.

El cielo intenso, tan mudo como verboso, derrocha estrellas. El majestuoso ciervo, rey nocturno, detiene su pesado andar y vira su ancho cuello sobre sí para otear a sus agitados y desgarbados seguidores: dos brillantes perlas negras miran prodigando ternura, vida y entusiasmo. La esplendente osamenta —corona real— expuesta en contraste al límpido cielo estrellado, parece enjoyado en diamantes.

No sale sonido de su boca. Y retoma la grave marcha.

Se respira magia en la noche. Hasta las ocho pisadas profundas en la nieve virgen parecen ser parte de una secreta escritura, más cerca de la música que del decir. Densas y espesas nubes bajas —semejantes a sedosos visillos o a sutiles enaguas de vapor— los envuelven por momentos en un juego encantado de escondimiento y aparición. Por momentos parece el tupido incienso de las liturgias del Templo.

Tras un largo rodeo orillando un abisal desfiladero han llegado a la escueta cumbre. Carece de esa redondez más propia de volcanes o cerros bajos. Aquí todo es filosamente escarpado, salvo por las nieves que algodonan un poco el marco tan incisivo. Los tres seguidores se desploman, vencidos por la fatiga y el sueño. No comprenden bien el cometido del viaje ni cómo siga el programa. Fueron llevados, casi de modo inconsulto: “tomados, asumidos” anotaría luego un cronista. Alguno insinuó aún al pie del cerro de cargar un atado de leña para darse calor o cocinarse algo, pero la respuesta del mayoral fue lapidaria: en el monte, Dios proveerá.

El pionero de la travesía estaba no sólo fresco y sobrado de energías, sino brioso, ansioso, acucioso de consumar su propósito. Como quien, no sin esfuerzo y dificultad, llevara tiempo escondiendo y resguardando algo a presión y anhela poder liberar de una buena vez al león enjaulado.

Y se trepó a la punta del peñasco, a la incompartible cumbre. Inevitablemente quedamos los tres a no menos de un tiro de piedra intentando descifrar el gesto. Y el Maestro levantó brazos y ojos hacia lo alto, como derramando su vista en el oscuro aljibe del firmamento: estaba orando.

Arribo ahora al inefable centro de mi relato; empieza aquí mi desesperación de narrador. Pues sabe el hombre en este mundo sublunar de personas iluminadas. Sabe incluso cómo esculpir en el lenguaje la anchurosa gama de matices e intensidades posibles a la hora de traducir en palabras los más y los menos para describir una persona luminosa, una persona bañada en luz. Mas nada de todo eso sería suficiente. Sólo si se me habilita a invertir el orden de adjetivación y se me permite hipostasear la lumbre, creo que no es del todo vacuo decir que lo que vimos esa medianoche en la montaña no fue el brillar de una persona sino a la Luz misma hecha persona. No fue una persona luminosa sino una Luz personificada.

No sé si lo entendimos con el intelecto o fuera de él o siquiera si lo entendimos; tal vez más certero sea sospechar lo contrario: fuimos alcanzados, abrumados y derribados por una verdad indescifrable: el Maestro, Jesús de Nazaret, era él mismo la Luz; no la poseía, pues nada había en él que hiciera de soporte poseedor: él era la luz, arquetipo de toda lumbre. Sabíamos a ciencia cierta que había nacido de madre, como nacen los linajes que en el polvo se deshacen… pero esa cerrada noche, más clara que el día, le susurraría a todas las noches del orbe su mensaje: la Luz misma había venido a visitar nuestras tinieblas y sombras de muerte. Ella misma, con facciones, ademanes y timbres humanos, estaba entre nosotros.

A pesar de que todo yacía ya envuelto en una peculiar calma y quietud, fue imposible no percibir en ese instante algo así como si el universo físico se hubiera detenido, ahora por completo. Menos el inmenso Orante, a cuyo derredor todo parecía como pulverizarse en su ser, mientras la inefable Tea flameaba al aire en una danza libérrima y temible. Era la Oración incesante del Eterno.

Exaspera el habla en el fatuo intento por describir lo inefable. Pero la luz que emanaba (¿emanaba, fluía, nimbaba?) era distinta a todas las lumbres que los humanos conocemos. Era muy a la vez tan blanca como la nieve, pero sin su frialdad; bramaba en ocres y bronces, cercanos a un bosque otoñal o a una pira sagrada. “Un fuego sin ruido” pensé, si es que pensé. Lo cierto es que la nieve a su derredor, alumbrada por su resplandor, cobraba un tono rosado como el de la encía de los jabalíes o los leopardos.

Tuve miedo y lloré. Y me postré conmovido a sus pies.

El Mago orante, erguido, posa sin peso, liviano como un ave, solemne como alce, llameante como antorcha, como zarza ardiente. (Tuvieron que pasar varios lustros para enterarnos que la escena no constituía una proeza de su magia, sino todo lo contrario: la fugaz interrupción —descanso, tal vez— de una magia que ejercía con esmero desde hacía décadas y que retomaría con minucioso empeño al bajar del monte).

El mayor de los testigos balbuceó una pasmosa frase, que sin lustre alguno constituye la afirmación más sabia y aguda que hubiera proferido el humano en toda su larga historia de ingenios, cavilaciones, sentencias y aforismos. Tremolando como una hoja de otoño susurró: qué bueno es que estemos aquí. Y nunca jamás la boca del hombre profirió una verdad tan pura y certera.

La nube que los había acompañado lúdicamente se instaló solemnemente sobre ellos y cubrió todo el casco de la cumbre como una inmensa mano inmaterial.

Y surgió una voz ubicua, grave tal vez, de un timbre tan peculiar que, a riesgo de abusar de los oxímoros, me atrevo a decir que era el sonido mismo del silencio. O de la nieve. O del sonoro Orión coronando el firmamento. La arcana Voz dijo Hijo, dijo Elegido y tras un misterioso y sobrecogedor bramar y tronar, resonó con la fuerza con que un viento arrasador descuaja los cedros: ¡escuchadle!

Tremenda consigna; tanto más en cuanto señalaba al venado mudo, al hombre de boca sellada, que sin hablar, sin que se escuchara su voz, había conducido la subida al monte en solemne silencio. Mucho después sospechamos que se tratara de escuchar a la Luz…

No era ese el mejor contexto para pergeñar frases esbeltas ni sacar lustre a alguna línea de poema; más bien primaba —y se imponía— el estupor, que es vecino del pasmo atónito. No obstante, junto a la inefable imagen de la Luz humanada, me ha quedado grabado por largas décadas una vaga sentencia que oscuramente alberga la verdad más profunda de esa noche misteriosa. Y es que, aun confinado en esa cáscara de nuez —no en su cavidad, sino sobre su diminuta cresta convexa— fui digno de ver al inconmensurable Rey de espacio infinito.

Al bajar del monte e internarme en la ruidosa ciudad, al notar que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos, me di cuenta que el vasto e incesante universo se apartaba de la escena del monte, sin retorno. Y temblé entero de sólo imaginar que en pocos años ni yo mismo pudiera recordar bien ese tono rosado de encía que cobra la nieve alumbrada por la luz tabórica del Cristo Orante.

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