domingo, 27 de octubre de 2013

El otro, el mismo


 


Cristo es el centro de nuestra Fe. Y el centro de este Cristo es un apretado nudo —ñudo dirá la Santa— que nadie sabría cómo desatar (ni da igual, como en el caso del gordiano, cortarlo que desatarlo, según el simplismo alejandrino). Ese nudo es la unión sin confusión de las dos naturas —la divina y la humana— en la constitución misma de Nuestro Señor.

En otro centro —otro y el mismo— se da otro nudo —otro y el mismo— no pocas veces cortado de un bruto espadazo en pos de conquistar el Misterio. Y es de tipo moral: ¿hay que amar a Dios o al prójimo? A ambos, de acuerdo… pero ¿primero a Dios y luego al prójimo?; más a Dios y un poco menos al prójimo?; da igual?; no importa el orden?, sí importa?, hay correlatividad, cuál es la secuencia?

El Evangelio de hoy (Lc X, 25-37) ofrece una magnífica solución al asunto: ni cortar ni desatar; el secreto del nudo está en asumirlo —muy apretado— como tal.

El preguntón tramposo intenta la zancadilla: ¿quién es mi prójimo? Al Señor —esta vez— no le importa la mala intención. Pudiendo espetarle un “entonces yo tampoco te responderé”, como hiciera otras veces, se esmera en alumbrar la aporía, pues sabe que, más allá de la zancadilla, el nudo es real. Pero no responde de forma abstracta, bajo definiciones de diccionario: “prójimo, dícese de aquella persona que…”. No. Ni de

forma hiperconcreta, por singulares, por casuismo: “prójimo: es fulano, mengano y sotano”. Ni conceptos universales y abstractos ni singulares individuales… ni —como ya dijimos— el redondo ninguneo de la pregunta.

La opción del Maestro es sorprendente. Su respuesta es un “había una vez”, es un cuento, un relato, una saga. Donde ocurren cosas y hay personajes… pero al no ser una novela, ni un relato histórico, sino un exquisito mito, todo lo que ocurre dentro del relato pierde la gravedad sublunar y danza mágicamente sobre un registro de consistencia —de pondus, digamos— que sólo se da dentro del presurizado relato. Pues los personajes mutan e intercambian su identidad como en los mejores sueños.

La respuesta del Señor en definitiva se abrevia así: Yo soy la respuesta. No sólo tengo la respuesta; soy la respuesta. Pues en Mí se aúna y anuda el amor a Dios y el amor al hombre. No son dos mandatos. Es Uno solo, como el Padre y Yo somos Uno, como Ustedes son Uno conmigo. Amarme a Mí es concentrar el doble mandamiento del amor en su inefable unidad. Pues yo soy el Dios verdadero y soy tu prójimo más próximo. Yo soy el Extranjero Más-Allá-de-todo y soy más íntimo a ti que tú mismo. En Mí, amen a Dios y al prójimo, unidos (ambos mandatos) sin mezcla ni confusión, diferenciados, sin división.

Pero el Señor no lo dice así: lo cuenta en el famoso relato que es cuento veraz y respuesta rotunda. Y observen entonces de qué modo mágico y exquisito va mutando la identidad de los personajes a medida que avanza la saga: había una vez un Hombre, un hijo de Hombre. Que desciende. El verbo empleado ya es muy sugestivo… muy crístico. Desciende desde las alturas de la Ciudad de Dios, desde el hontanar de la Sión divina. Se anonada rumbo a los bajos más pantanosos, que eso es Jericó (ciudad antiquísima, situada a 240 metros bajo el nivel del mar). ¡Es Cristo! Y el oyente del relato no puede evitar “percibirlo” —¡cuánto más si el relator es Él mismo!—. Cristo atacado, lastimado, mal herido por la malicia de los hombres. Y fuera de la ciudad queda agonizante, pendiendo entre la vida y la muerte. Los hombres todos pasan de largo sin atenderlo: vino a los suyos y los suyos no lo recibieron. Quien logró meterse en la saga a fondo, se encuentra realísimamente ante “este Cristo muy llagado” —al decir de Teresa— que yace en agonía hasta el fin de los tiempos, a la vera de nuestros caminos, buscando consoladores sin hallarlos.

Pero el relato avanza.

Y tras el sacerdote y el levita, muy gradualmente va asomándose a la escena un nuevo personaje, bajando por el mismo sendero. Lento en el alba, diría Borges del Alquimista. Se trata de un extranjero, nos avisa el Relator. Pero, vaya sorpresa y emoción cuando, a medida que se va acercando al centro de los hechos empezamos a notar… ¡que otra vez es Cristo mismo! ¡Son sus atávicos rasgos, es su géstica, su modo de viandar los polvorientos senderos palestinos… ¡es el Señor! gritaría Juan desde la barca.

Y sí, es Él, el Buen Samaritano. No en vano la Literatura (y la mística) cristianas lo han llamado “El Extranjero”, como uno de sus Nombres más propios: el totalmente Otro, el venido de otro mundo. Se detiene, se inclina, colma de luz con su solo mirar el hondón de cada llaga, de cada trauma (como dice el griego), de cada hombre lacerado por el pecado y el abandono. Él es el Filántropo, como le canta tanto el Oriente cristiano. Y el Compasivo. Nos es a todos conocida la imagen de este Cristo Médico, que con el aceite y el vino de los Sacramentos sana y redime al hombre herido.

Pero cuando el divino Relator avanza en su narración con los detalles mismos con que el Extranjero cuida del malherido, vendando las heridas, echando vino en el abierto cáliz de esas Llagas… pues —como en los mejores sueños, insistamos— vuelve a mutar la identidad y Aquel que recibe el Élaion —que es aceite pero también piedad (Eleison)— es Cristo mismo en su perpetua Pasión y Agonía. Y el inclinado sobre el Siervo Sufriente vuelve a ser el Cireneo, la Verónica, la Magdalena, la Madre, el Centurión… y el amor sincero del cristiano piadoso que ya no sabe cuál de ambos mandamientos está “cumpliendo” inclinado —¿en adoración?, ¿en auxilio?— sobre este Cuerpo y esta Sangre, sobre este Cordero degollado-pero-vivo, presente en todos los Sagrarios y leprosarios que jalonan el itinerario de Jerusalén a Jericó.

Y el Cireneo carga al hombro la Cruz de nuestro Señor, y Cristo carga a sus hombros a la agónica oveja y llegan a la Posada y —¡nuevamente!— el Posadero es Cristo mismo, Cabeza de su Iglesia, que en sus ministros y bautizados todos cuida, atiende, cobija, vela por cada hombre que llega a su Refugio malherido. Yo soy Sacerdote y Templo; Yo soy Posada y Posadero. ¿Y de quién, sino de Cristo, puede ser la sólita expresión “cuando vuelva”? El Peregrino extranjero retornará; y cuánto gusta en avisarlo de mil modos, en cientos de registros… Volverá y pagará a los ayudantes de la posada todo lo gastado en su Nombre.

Volvamos ahora al afuera del Relato; salgamos de su clima y gravitación propias. Allí está Jesús, cerca de Betania, afrontando la pregunta, la aporía, la inquietud cristiana de dos mil años: ¿cómo conciliar el doble mandamiento del amor? ¿Dónde se cruzan los maderos de la Cruz? ¿Hay un dónde, hay un quién, hay un cómo que ofrezca genuinamente la densidad completa de ambos mandatos?

Sí —responde límpido el Señor. En Mí. Mío es el oro, el inmutable oro: en el arco, en el brazo y en la flecha. Yo soy la Llaga y el cauterio suave. Mía la herida y su medicina. Soy la endíadis de todo lo divino y todo lo humano.

Desde este “en Mí”, desde esta Vida “en Cristo”, el nudo de su doble natura ha mudado a ser el nudo de la doble caridad que hace factible la inverosímil Religión donde piedad y solidaridad se han inmixiados —si me permiten el neologismo eucarístico— para siempre. Desde entonces, el Único es el otro, y el otro, el mismo Único. En el astro y en el lodo, el mismo y solo Oro. Desde entonces, adorar el Santísimo es el acto de mayor fraternidad humana, es la acción social más eficaz; y la delicada inclinación sobre la cama de hospital del moribundo, un acto de latría, una Liturgia ante el Dios Viviente. Un culto a la sinestesia, si se quiere. Una vindicación al hipostasiado oxímoron, hecho un Tú fiel e inalterable.

Tan Uno es este Cristo hecho mandato, que el Cielo prometido y el infierno tan temido no varían ni un ápice en lo que abordan: su Rostro —incesante, intacto, incorruptible—: infierno para los réprobos, Paraíso para los elegidos. Dios Único y Comunión de Hermanos. Y retumbará desde los angélicos coros, cual litúrgica cadencia, ante las eternas Bodas del Herido Samaritano: que el hombre no separe lo que Dios ha unido.

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