domingo, 27 de octubre de 2013

Calor de nieve




Hablar de la calidez de la nieve puede parecer un alambicado y prosaico intento por impresionar con efectos especiales del lenguaje. No obstante ahí está: la cálida nieve, pidiendo ser nombrada como tal. Verla hoy danzar —casi en cámara lenta— dando cabriolas en el aire cual crías de felino en lúdica incansable, me obliga a pensar si su indisimulable candor no es tal por algo más que su blancura. Y ya lo creo que sí. Cuando el viento detiene su bravura y los copos quedan librados a su autónomo caer, es imposible no notar la pureza que hay en su descenso. Infinitamente suave diría Rilke, en suavísimo alemán.

Claro que el praguense lo dice de las hojas del otoño, pero ¿acaso no hay algo foliar en la textura propia del copo de nieve? ¿No alude a otro otoño, y otro deshoje de alerces intemporales? Verlos caer y sumarse (o sumirse) con tan delicado gesto a la descolorada estepa, es tan elocuente como silente, tan gallardo como humilde. Pureza es su arcano nombre; y bien le sienta. Siendo parientes, tan diferente a esa lluvia sucia cayendo desde nubes de plomo, al decir de Machado. La nieve es infante y es niña, cómo dudarlo. Es genuina, es origen. Mármol incólume hecho polvo y ceniza, ¿a qué bajas? ¿por qué desciendes con tan hidalga parsimonia? Plumas que pendulan en suave oscilar, cayendo de muy lejos, desde remotos nidos de célicos jardines, no caen con arrogancia ni desdén: acomodan su cristalería como recibida con infinita suavidad, por manos invisibles que las reciben y posan con piedad.


Las nieves cubren. Mas también encienden. Vaya si hay misterio en ello. La nieve siembra fuego —diría Hernández— como cubre de blancas vestiduras sus rojas entrañas. Basta tomarla en mano para saber que no es hielo, sino un blanco fuego disfrazado.

Oh nieves que no congelan sino que abrigan, que no confirman los yerros sino que cubren de caluroso olvido cuanto daño hubiera habido. Abrigan como la esperanza. Abrigan dorando en blancos oros toda culpa. Oh nieve, magna y noble como ningún hombre. Y aunque a Eliot le guste hacer llorar a la nieve —and the snowdrop crying for a moment in the Wood— su seco algodón, su inerte plumaje sabe más a recóndito gozo —ajeno al gaudio sol— que al húmedo llanto. Que si hay lágrima en las nieves, será el plañir de la nostalgia (ese curioso gozo de estar tristes, según arriesga Víctor Hugo). ¿Qué trae consigo este mudo silabear, pálidas letras caídas de la Boca de lo alto? Algo Suyo traen, cómo dudarlo; algo muy Suyo desborda los filosos límites del cristal. Tal vez sea su manto (orlas deshojadas), tal vez sea su imagen (chispazos de una semejanza desheredada), tal vez nomás su purísimo amor. Oh nieves, ¿por qué tan hospitalarias con las sombras? ¿por qué tan ecuánimes con el perdón, tan ingeniosas para armonizar lo más disímil del desparejo orbe, tan sagaces para caer sin ruido?



Oh nieve, enséñame el secreto de tu purísima oración.

Ya pronto penderán las traslúcidas llamas impávidas desde los tejados de mazapán. Blancas ermitas mostrando sus colmillos, cual góticas gárgolas. Detenidas locomotoras —la statio del viator— bocanando el oscuro incienso de un cósmico exorcismo. Y así, un nocturno viaje mágico arranca cada blanca Lectio invernal: la detenida maquinaria —con parsimonia primero, a pulso acelerado, luego— desliza a la inerme ermita por quebradas y collados de vértigo y pasmo. Todo es blanco; todo distinto: es el rugoso mundo interno de la divina Grafía, donde el firmamento estrellado es brocado de diamantes; y el yermo nevado, un sembrado de estrellas. Y la volante ermita de abismos sagrados, sobre el estuario del punto final del bíblico fraseo, detiene su andar y se alinea en formación con sus hermanas de mazapán, mientras la congestionada campana tañe —con su inconfundible timbre a nieve— llamando a Misa, donde otra nívea harina, cubriendo de blancura sus plegados fuegos eternos, sabrá nevar el herido corazón, rojo en pecado como la grana, tornándolo más blanco que la cálida y cándida nieve del olvido, nieve de la inocencia devuelta. Es el célico Madero, sagrado Abedul, que, desde el centro del divino Jardín, desprende sus blancas virutas con que siembra el orbe de pureza. Para alimentar las terrosas y grisáceas liebres, que de tanto llevarse nieve a la boca, se tornan blancos conejos de luz.

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