domingo, 27 de octubre de 2013

La época de los padres y de las madres del desierto



 

El monaquismo cristiano tuvo inició un domingo a la mañana, del año 270 o 271, en un pequeño pueblo egipcio.

En el pasaje del evangelio leído durante la liturgia, aquel día, estaban estas palabras:

Si quieres ser perfecto, ve, vende lo que posees, dalos a los pobres y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sígueme. (Mt 19, 21)

En la asamblea estaba sentado un joven de nombre Antonio que, al oír esas palabras, se puso a la búsqueda de una vida no sólo pobre sino de radical soledad.

En el momento en que Antonio decide partir al inhabitable e inhóspito desierto era poco conocido las afuera del pueblo, y probablemente para él también el interior.

No obstante, cuando él muere a la edad de ciento seis años [1], su amigo y biógrafo Atanasio de Alejandría nos informa que “el desierto se había convertido en una ciudad” [2], dando a entender con esto que miles acudían en masa regularmente a Antonio para recibir su enseñanza, y habían hecho del desierto su casa. Antonio el Egipcio sería conocido como el padre y el fundador del monaquismo del desierto.

En Egipto, tres son los tipos principales de monaquismos que se desarrollaron, tipos que corresponden a groso modo a tres localizaciones geográficas:

a. La vida eremítica, fundada en el bajo Egipto, de la cual el mismo Antonio se convirtió en modelo. En ese lugar los monjes llevaban una vida aislada y austera.

b. La forma cenobítica o comunitaria, fundada en el alto Egipto, donde Pacomio formó diversas comunidades de monjes y monjas, que oraban y trabajaban juntos.

c. Y finalmente, el camino medio, inaugurado en Nitria y Escete, al oeste de la desembocadura del Nilo, a partir de la figura de Amun (o Ammonio). Esta última es conocida como vida semi-eremítica o semi-cenobítica.

Aquí un grupo de asentamientos no estrictamente ligados entre ellos, formados de dos a seis monjes, estaban relacionados a un anciano espiritual con el cual compartían la vida. El sábado y el domingo,  cierto número de estas pequeñas familias monásticas se reunían para el culto. Es principalmente sobre los representantes de esta tercera forma de monaquismo con la cual se origina nuestra colección de los dichos de los padres del desierto.

Antonio vivió en un tiempo de crisis y transición. Por trescientos años, ser bautizados cristianos había constituído un riesgo. Los adherentes a esta fe eran considerados parias y sufrían la exclusión por el mismo hecho de su conversión. Con el edicto de persecución del 303, en efecto, Antonio dejó por primera vez su retiro en el desierto y fue a Alejandría, donde esperaba sufrir el martirio. El objetivo de la vida cristiana, después de todo, era siempre el de estar preparados para morir mártires por Cristo o, por lo menos, de vivir una vida de continuo sacrificio. De hecho, Antonio no encontró el martirio durante su permanencia en la ciudad y volvió a su retiro en el desierto. Esto dura sólo diez años, hasta el edicto de tolerancia promulgado en 313, y Antonio entra en la “montaña interior”, como gustaba llamar al lugar de mayor profunda soledad.

En el momento en el cual el resto del imperio comenzaba a atenuar el rigor en las relaciones con los cristianos, Antonio intensifica la propia disciplina ascética.

Los historiadores a menudo han hecho referencia a Antonio como un revolucionario. Si bien, en cierto sentido, saliendo al desierto Antonio no fue un innovador. De hecho, era el resto de la iglesia la que estaba inaugurando un nuevo capítulo de su propia historia. La iglesia cristiana comenzaba una nueva relación con las autoridades de este mundo, con el imperio Romano. Por coincidencia pero no por casualidad, Antonio agudiza el propio esfuerzo ascético justamente mientras sus otros hermanos y hermanas de la iglesia cristiana les era levantada la amenaza de la persecución, siempre inminente a través de los primeros tres siglos del cristianismo. Él consideraba las propias fatigas ascéticas monásticas intercambiables con el sacrificio extremo del mártir. Antonio en realidad, sentía nostalgia del espíritu del martirio, que por tres siglos había nutrido a la iglesia. Ser un cristiano, en torno al año 300, ya no constituía más un riesgo. Por el contrario, el cristianismo se convertiría pronto en la religión oficial del imperio.

El número de los bautizados subía de modo espectacular. Los estándares, en cambio, descendían drásticamente. La iglesia comenzó a actuar comprometida entre “las cosas de Dios y las cosas del Cesar” (cf. Lc 20, 25). La voz del corazón del desierto sustituía a la voz de la sangre de los mártires. Y los padres y las madres del desierto se convirtieron en testimonios de otra vía, de otra era, de otro reino [3].

Los eremitas que buscaban refugio en el desierto egipcio recordaban al resto de la iglesia que nosotros cristianos “no tenemos aquí una ciudad permanente, sino que buscamos la futura” (Hebreos 13, 14). Haciendo esto, ellos fundaban una ciudad cristiana alternativa. Esto probablemente sucedía sin que por parte de ellos hubiera intención. No obstante, su influencia tuvo una larga duración. Ellos promovieron un modo de vivir que refleja un cambio total de todos los valores y las expectativas sociales ordinarias.

La sociedad pretende de sus ciudadanos que sean activos y productivos. En la sociedad, ser inútil no tiene valor. Tal expectativa se traduce al día de hoy en nuestras actitudes hacia las minorías, o hacia los ancianos, los discapacitados y sobre todo los niños pequeños. Los padres y las madres del desierto afirmaban una escala de valores distinta, en el cual la transformación viene  mediante el silencio y no la guerra. En el cual la inacción puede ser la más eficaz fuente de acción. Y en la cual la productividad puede ser medida por la obscuridad, incluso por la invisibilidad. Los mismos valores eran vistos desde una nueva perspectiva, según nuevas dimensiones. Los ancianos del desierto buscaban las raíces de las actitudes y de las acciones de los seres humanos. Iban en busca de la raíz espiritual de nuestra vida. Si queremos considerar a Antonio un radical, entonces puede ayudarnos el recordar que la palabra “radical” deriva del término latino que implica una búsqueda de “raíces”.

Cuanto Atanasio escribe su Vida de Antonio, solo un año después de la muerte del eremita en el 356, realizaba sin duda algo absolutamente radical. En la época, estaba de moda escribir biografías de personajes importantes. La importancia, sin embargo, era totalmente juzgada según los criterios como el estatus de nobleza, la riqueza o la influencia de la propia familia. Lo que importaba más era la autoridad secular o la posición social. Poniendo la biografía de Antonio junto a la de los famosos emperadores y gobernantes, Atanasio comunicaba un mensaje claro: recordaba a la gente de su tiempo, como al del nuestro, que la espiritualidad de los padres y de las madres del desierto era verdaderamente revolucionaria. La transformación que ellos realizaban estaba privada de visibilidad, no registrada en los libros de historia. Sin embargo, era un cambio que mostrará la fuerza de impacto de un cataclismo silenciosamente registrado en los corazones humanos. Era una protesta contra la actitud complaciente y compromisoria del mundo cristiano. Atanasio informaba a sus lectores que el desierto ponía a prueba la disponibilidad de aquellos ancianos a vivir y a también morir por Dios. El desierto fue, en último término, lo que mantuvo vivo el ardiente espíritu de los mártires. Las palabras de estos ancianos del desierto, por tanto, son más que simples dichos: son una profunda aserción.




 

[1] Cf. J. Lawyer, “St. Antony of Egypt and the Spirituality of Aging”, en Cistercian Studies Quarterly 35, 1 (2000, pp. 55-74, en el cual el autor habla de “un envejecimiento bien logrado”)

[2] Atanasio de Alejandría, Vita di Antonio 14, a cargo de L. Cremaschi, Paoline, Milano 1995, p. 132. En realidad, el monaquismo no es “iniciado” en Egipto, sino en la inspiración divina de distintas personalidades esparcidas por el mundo cristiano de los orígenes. Hay pruebas a favor de la aparición simultánea e independiente del ascetismo del desierto en numerosas regiones del imperio, como Egipto y Siria.

[3] En efecto, el término griego para el mártir (mártys) es el mismo que designa al del testimonio (martyría). Orígenes de Alejandría consideraba la ascesis “un martirio de la conciencia”. Véase su tratado Esortazione al martirio; cf. También Eusebio de Cesarea, Historia de la Iglesia VI, 3. 

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