domingo, 27 de octubre de 2013

¡Señor, enséñanos a orar! (Lc 11,1)





“¡No te contentes de hablar solo con complacencia de las obras de los padres, sino exige también a ti mismo realizar las mismas obras, sometiéndote a duras fatigas!” Evagrio Pontico


Actualmente, en ambientes eclesiales, se siente a menudo la lamentación: “La fe se evapora rápidamente”. A pesar de haber un “compromiso pastoral” nunca visto hasta ahora, en muchos cristianos la fe parece efectivamente “enfriarse” (cf. Mt 24, 12) o, dicho en un modo un poco más crudo, parece justamente “evaporarse”, volatilizarse. Se habla de una gran crisis de fe, tanto del clero como de los laicos.

A esta pérdida de fe, tan frecuentemente deplorada especialmente en Europa occidental, se contrapone, sin embargo, una realidad a primera vista paradójica: este mismo occidente produce, al mismo tiempo, un enorme flujo de literatura teológica y, sobre todo, espiritual, que de año a año se amplía con miles de nuevos títulos. Ciertamente, entre estos se encuentran muchas “moscas efímeras” que duran un día, según la moda del momento, y que son producidos solo para el mercado. También, son editadas con método crítico y traducidas en todas las lenguas europeas numerosas obras clásicas de la literatura espiritual, por lo cual el lector moderno dispone de un patrimonio de literatura espiritual que el hombre de la antigüedad ni siquiera habría osado soñar.

Si no fuese, pues, por la disminución de la fe de la cual se ha recién hablado, esta abundancia debería ser valorada como signo de un florecimiento de la vida espiritual como nunca se ha visto en el pasado. En cambio, esta marea de libros resulta, más bien, el testimonio de una búsqueda inquieta, que no obstante, de cualquier modo, no alcanza el objetivo. Muchos leen estos escritos, admiran también la sabiduría de los padres, pero en su vida personal no cambia nada. De alguna manera, se ha perdido la llave para acceder a estos tesoros de la tradición. La ciencia habla aquí de una ruptura de la tradición (Traditionsbruch), que ha abierto bruscamente una ruptura entre el presente y el pasado.

Muchos advierten esto, incluso si después no son capaces de formular el problema como tal. Un sentimiento de insatisfacción se extiende siempre más. De esta crisis espiritual se busca un camino de salida, que muchos, en nombre de un ecumenismo entendido en un sentido como nunca dado, piensan encontrar en una apertura en las relaciones con las religiones no cristianas. La oferta de “maestros” de las más diferentes escuelas les facilita, de modo inesperado, este paso más allá de la propia religión. De la misma manera, un colosal mercado de literatura que va de lo “espiritual” a lo “exotérico” salen al encuentro a los que buscan hambrientamente. Y muchos creen encontrar allí lo que en el cristianismo habían buscado en vano, o mejor, como ellos dicen, lo que no había nunca habido en él.

No es en absoluto nuestra intención combatir contra este tipo de “ecumenismo”. Solo al final formularemos algunas preguntas y esbozaremos brevemente la respuesta que los padres habrían ciertamente dado a ellas. La intención de estas páginas es la de dar una auténtica respuesta cristiana a la búsqueda espiritual de muchos creyentes y, precisamente, una respuesta “práctica”, en la cual describiremos un “camino” –fundamentado en la Escritura y en la primitiva tradición- que permita a un cristiano “practicar” su fe de una manera conforme al contenido de la fe.

A la perpleja pregunta sobre el motivo por el cual la fe, no obstante todos los esfuerzos por vivificarla, se desvanece en un número cada vez mayor de cristianos, se puede dar una respuesta muy simple, que quizás no contiene toda la verdad sobre las causas de la crisis, pero que indica un camino de salida: la fe se desvanece cuando ya no es más practicada de modo conforme a su esencia. Con el término “praxis” no nos referimos, aquí, a las múltiples formas de “compromiso social” que desde los tiempos antiguos son expresiones naturales del ágape cristiano. Por más que sea algo esencial, este hacer “hacia el exterior” se vuelve superficial, una suerte de fuga en el activismo, y tiende incluso a una forma sutil de akedía, de acedia [1], cuando a esto no corresponde un hacer dirigido “hacia el interior”.

El “hacer interior” por excelencia es la oración, en toda la plenitud de significado que este concepto tiene en la Escritura y en la tradición. “Dime cómo oras y te diré en qué cosas crees”, se podría decir, parafraseando un conocido proverbio. En la oración, en la “praxis” de la oración, se vuelve visible en qué consiste la esencia del cristiano y cómo el creyente se sitúa en las relaciones con Dios y con el prójimo.

Exagerando, se puede decir: sólo en la oración el cristiano es verdaderamente él mismo.

Cristo mismo da de esto la mejor demostración. En efecto, su ser, su singular relación con Dios, que él llama “mi Padre”, ¿no se manifiesta justamente en su oración, tal como la presentan los sinópticos, de manera discreta, y Juan con gran realce? Los discípulos han entendido esto, y cuando le han pedido: “¡Señor, enséñanos a orar!”, Jesús les ha entregado el “Padre nuestro”. Aún antes que tuviesen un Credo como compendio de la fe cristiana, este simple texto resumía, justamente en forma de oración, la esencia del ser cristiano, o para decir mejor, aquella nueva relación entre Dios y el hombre que el Hijo unigénito de Dios ha creado en su propia persona. Esto no ha ciertamente sucedido por casualidad.

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Según las enseñanzas bíblicas, el hombre ha sido creado “a imagen de Dios” (Gen 1, 27), es decir, como los padres interpretan con mucha profundidad, “como imagen de la imagen de Dios” (Orígenes), del Hijo, que sólo es, en sentido absoluto, “imagen de Dios” (2 Cor 4,4). Pero el hombre está destinado a ser “imagen y semejanza de Dios” (Gen 1, 26). Él está pensado en base a un devenir: del ser “a imagen de Dios”, a llegar a alcanzar el estado –escatológico- de la semejanza con el Hijo (1 Juan 3,2).

Por la creación “a imagen de Dios” resulta que la naturaleza más íntima del hombre consiste en un estar-relacionado con Dios (Agustín), según la analogía de la relación que existe entre un prototipo y su imagen. Sin embargo, esta relación no es estática, como puede ser la que se da entre el sello y la impresión, sino viva, dinámica y se realiza plenamente sólo en el devenir.

Concretamente, para el hombre esto significa que –por analogía con su Creador- él posee un rostro. Dios, que es persona en sentido absoluto y el único que puede crear un ser personal, posee un “rostro”, este es su Hijo unigénito: por este motivo los padres equiparaban sin dificultad la expresión bíblica “imagen de Dios” y “rostro de Dios”. Del mismo modo también el hombre, creado como ser personal, posee un “rostro”.

El rostro es aquel “lado” de la persona que se dirige hacia otra persona cuando entra con esta en una relación personal. Al final de cuentas, “rostro” significa estar-vuelto-hacia. Sólo una persona puede, en sentido propio, tener realmente “otro de frente” hacia el cual se dirige o del cual desvía la mirada. El ser persona – y para el hombre esto significa siempre volverse persona- se realiza en el estar de frente, “cara a cara”. Por este motivo Pablo pone en comparación nuestro actual conocimiento indirecto de Dios – “por medio de un espejo en forma enigmática”- con el estado escatológico de perfecta bienaventuranza en el conocimiento “cara a cara”, en el cual el hombre “conoce del mismo modo en el cual él es conocido” (1 Cor 13, 12).

Esto que aquí se ha dicho de la naturaleza espiritual del hombre encuentra su expresión también en su ser físico. Es sobre el rostro físico en efecto que se refleja la naturaleza espiritual. Volver el propio rostro hacia otro o bien por él desviarlo intencionalmente no es un fenómeno en sí indiferente, como cada uno sabe por la experiencia cotidiana, sino es más bien un gesto de profundo significado simbólico. Indica, en efecto, si nosotros queremos entrar en una relación personal con otro o bien si se la queremos negar.

Este estar orientados hacia Dios encuentra sobre la tierra su más pura expresión en la oración, cuando la creatura se “dirige” a su Creador, vale decir, cuando quien ora “busca el rostro de Dios” (Sal 26, 8) y pide que el Señor “haga brillar su rostro sobre él” (Sal 79, 4). En estas y otras expresiones semejantes del libro de los salmos, que no son en absoluto simples metáforas poéticas, se expresa la experiencia fundamental del hombre bíblico, Para el cual Dios no es en absoluto un principio abstracto e impersonal, sino una persona en sentido absoluto: un Dios que se vuelve hacia el hombre, que lo llama a sí y quiere que también el hombre se vuelva hacia él. Y el hombre hace esto, en la forma más pura, justamente en la oración, en la cual él “se pone ante Dios” alma y cuerpo.

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Habiendo dicho esto volvemos nuevamente al tema verdadero y propio de estas páginas: la “praxis” de la oración. “Aprender del Señor a orar”, por eso, orar, como hacían el hombre bíblico y nuestros padres en la fe, significa no solo hacer propios determinados textos, sino también hacer propio todos aquellos métodos, formas, gestos en los cuales tal oración encuentra su expresión adecuada. Esta era sin duda la convicción de los mismos padres, para los cuales no se trataba para nada de una exterioridad ligada a una determinada época histórica. Al contrario, ellos prestaron siempre mucha atención a estos temas, que Orígenes lo sintetiza de este modo al final de su escrito Sobre la oración:

[A continuación de lo que ha sido dicho] no me parece fuera de lugar profundizar el problema de la oración; tratar con mayor penetración el argumento sobre el comportamiento [exterior] y sobre las disposiciones [interiores] que deben estar en el orante; sobre el lugar donde es necesario orar; sobre qué dirección se debe dirigir en cada caso la mirada; y así también sobre el tiempo idóneo o preferible para la oración, y de otras cosas semejantes.[2]

Orígenes, provisto de citas bíblicas, esclarece rápidamente que, en realidad, estas preguntas no están en absoluto “fuera de lugar”, más bien, nos vienen dadas por la misma Escritura. También nosotros queremos dejarnos conducir por estos datos escriturísticos. Intencionalmente nos limitaremos, en esto, a la oración personal, ya que esta es el fundamento seguro no solo de la vida espiritual, sino también de la oración litúrgica comunitaria.

Como sabían muy bien los mismos padres, no se puede jamás separar a la Escritura de su contexto, si se la quiere entender rectamente. Para el cristiano este contexto es la Iglesia, cuya vida y fe son testimoniadas por la tradición apostólica y patrística. Como consecuencia de las rupturas de la tradición que acompañan sobre todo a la historia de la Iglesia de occidente, este tesoro se ha vuelto hoy casi inaccesible para muchos cristianos, más allá de que hoy se disponga de una abundancia de preciosas ediciones y traducciones de textos patrísticos jamás vista hasta ahora. El fin de estas páginas es por esto el de poner en las manos del cristiano de nuestro tiempo las llaves de acceso a estos tesoros.

La llave misma, la “praxis”, abre, además, también las puertas de acceso a otros tesoros, como la liturgia, el arte y, no menos importante, la teología, en el significado originario de esta palabra, entendida como un “hablar de Dios” no basados en un estudio científico, sino como fruto de un muy íntimo conocimiento.

                                        “Seno del Señor: conocimiento de Dios.
                                        Quien sobre este reposa, se convierte en teólogo.”
                                                                                        Evagrio, Mon 120.



 


[1] Este tema es desarrollado en nuestro libro Akedia. Il male oscuro, Bose 1999
[2] Origene, Orat. XXXI, I

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