El interés por el arte litúrgico ortodoxo, en particular por el ícono, no cesa de crecer en Occidente. Los libros, las conferencias, los artículos, las exposiciones, las colecciones se multiplican. Todos estos esfuerzos tienen, ciertamente, el mérito de revelar a un gran número de personas la existencia de un modo de expresión que permanecía casi desconocido al público occidental. Sin embargo, la gran mayoría de las obras consagradas al arte litúrgico ortodoxo son obras seculares que tratan un tema religioso. Ellas relegan a este arte ya sea al ámbito de los admirables recuerdos de la arqueología o al dominio de la estética pura. Es así reducido a uno sólo de sus aspectos, al aspecto humano –su valor artístico, las influencias recíprocas de los estilos, de las escuelas, etc… Los ortodoxos que viven y se alimentan espiritualmente de este arte ven, en la actitud general al respecto, una gran incomprensión de lo esencial.
El icono, teología inspirada.
El icono es una santa imagen y no una “imagen santa” o una imagen piadosa. Tiene sus características propias, sus cánones particulares y no se define por el arte del siglo o de un genio nacional, sino por la fidelidad a su destino que es universal. Es una expresión de la economía divina, sintetizada en la enseñanza de la Iglesia ortodoxa: “Dios se hizo hombre para que el hombre se volviera dios”. Tan grande es la importancia que la Iglesia atribuye al icono que la victoria sobre el iconoclasmo fue solemnemente declarada Triunfo de la Ortodoxia, triunfo que siempre se celebra en la primera semana de la Gran Cuaresma.
Para la Iglesia ortodoxa, la imagen, tanto como la palabra, es un lenguaje que expresa sus dogmas y su enseñanza. Es una teología inspirada, presentada bajo una forma visible. Es el espejo que refleja la vida espiritual de la Iglesia, permitiendo juzgar las luchas dogmáticas de tal o cual época. Las épocas de la proliferación del arte litúrgico corresponden siempre a un desarrollo de la vida espiritual: este fue el caso de Bizancio, de otros países ortodoxos y del Occidente en la época rumana. En esos momentos, la vida litúrgica es celebrada plenamente en su conjunto armonioso como en cada uno de sus elementos particulares.
Sin embargo, la imagen no se limita a expresar la vida dogmática y espiritual de la Iglesia, su vida interior. A través de la Iglesia, la imagen refleja también la civilización que la rodea. Ligado por los que lo crean en el mundo de aquí abajo, este arte es también un espejo de la vida del pueblo, de la época, del medio y de la misma vida personal del artista. Es también en cierto modo la historia del país y del pueblo. Así, un icono ruso, teniendo en todo la misma iconografía que un icono bizantino, difiere de éste por sus rasgos y su carácter nacional, un icono de Novgorod no se parece a un icono de Moscú, etc… Es precisamente este aspecto exterior del arte sagrado el que es el objeto de la gran mayoría de los estudios actuales.
El contenido litúrgico de la imagen sagrada se perdió en Occidente en el siglo XIII y en el mundo ortodoxo, según los países en el siglo XV, XVI y XVII. Recién en el siglo XIX los entendidos, los sabios y los estetas descubren el icono. Esto que parecía antes una mancha oscura, cubierto de un rico revestimiento de oro, aparece de repente en su milagrosa belleza. Nuestros antepasados iconógrafos se revelan no sólo como pintores geniales, sino también como maestros de la vida espiritual, habiendo sabido dar forma a la palabra del Señor: Mi Reino no es de este mundo (Jn).
Ahora bien, la incomprensión del contenido de este arte no se debe a nuestra superioridad, ni a la pérdida de su fuerza vital o de su importancia, sino a nuestra profunda decadencia espiritual. Sin hablar de las personas que están completamente fuera de la Iglesia, nosotros estamos en presencia, entre los mismos creyentes, de un pecado esencia de nuestra época: la secularización de nuestro espíritu, la deformación completa de la idea misma de la Iglesia y de la liturgia.
Se puede decir que en general no se vive de la vida espiritual más que su aspecto moral. Su fondo dogmático, desplazado al dominio de “sabios teólogos”, es considerado como una ciencia abstracta y no tiene más ninguna relación con las realidades de nuestra vida cotidiana. En cuanto a la liturgia, guía infalible de nuestro camino espiritual, profesión de nuestra fe, para muchos no es más que un rito tradicional o bien una costumbre piadosa y conmovedora. La unidad orgánica del dogma y de la ley moral en la liturgia se ha roto y degradado. Esta ausencia de unidad interior destruye la plenitud litúrgica de nuestros servicios divinos. Los elementos que la componen y del que nosotros no captamos más su objetivo común –la palabra, el canto, la imagen, la arquitectura, la iluminación, etc…- van, cada uno por su propio camino, en la búsqueda de su sentido y de sus efectos particulares. No están unidos los unos con los otros más que por las modas de tal o cual época (barroca, clásica, etc…) o por el gusto personal. Así, el arte de la Iglesia ya no vio más la revelación del Santo Espíritu, la vida dogmática de la Iglesia, sino que se proveyó de la civilización de tal o cual momento histórico. Ya no enseña más sino que busca y tantea con el mundo.
Se oyen a menudo voces indignadas protestar contra las imágenes remilgadas y sentimentalistas “el estilo San Sulplice”, o contra las piezas de concierto que remplazan los cantos litúrgicos. No se trata, como se admite corrientemente, de una decadencia de nuestro gusto. El mal gusto ha existido y existirá siempre. La desgracia de nuestra época es que el gusto personal, sea bueno o malo, es generalmente admitido como criterio en la Iglesia, cuando el criterio objetivo se ha pedido.
El icono, transmisión objetiva
Para captar el significado y el contenido del arte sagrado, en particular del ícono, comencemos por repasar brevemente el todo del que éste no es más que una parte, la iglesia y su significación simbólica por un lado y la actitud de la Iglesia ortodoxa frente al arte por otra.
El principio ortodoxo de la construcción de las iglesias está basado en la tradición heredada de los Padres. Ahora bien, la tradición no es un principio conservador. Ella es la vida misma de la Iglesia en el Espíritu Santo. Es la revelación divina que sigue viviendo. A la experiencia de aquel que la recibe y transmite, se suma la experiencia de aquel que la vivirá después de él. Así, la unidad de la verdad revelada cohabita con la pluralidad de las comprensiones personales.
En su segundo Tratado para la defensa de los santos íconos, san Juan Damasceno dice: “La ley y todo lo que fue instituido por la Ley (el Antiguo Testamento) era una cierta prefiguración de la imagen a venir, es decir de nuestro culto actual. Y el culto que nosotros hacemos actualmente es una imagen de los bienes futuros. En cuanto a los objetos, estos son la Jerusalén celestial, inmaterial, que no es hecha por manos de hombres, siguiendo la palabra del Apóstol: Nosotros no tenemos aquí abajo una ciudad permanente, sino que buscamos aquella que ha de venir (Heb 13,14), es decir la Jerusalén celestial, de la cual Dios es el arquitecto y el constructor (Heb 11, 10). Una iglesia, con todo lo que ella contiene, es pues la imagen de los “bienes que han de venir”, de la Jerusalén celestial.
Según los Padres liturgistas, y en particular san Germán de Constantinopla, gran confesor de la Ortodoxia de los períodos iconoclastas, “la iglesia es el cielo en la tierra, donde habita y se mueve Dios que está más arriba que los cielos”. “Ella ha sido prefigurada en las personas de los patriarcas, anunciada en la de los profetas, fundada en la de los apóstoles, adornada con la de los obispos, santificada en la de los mártires…” “Ella es imagen de la Iglesia divina y la representa aquí sobre la tierra, a la que está en los cielos y a la que sobrepasa el cielo” (san Simeón de Salónica). El precisa: “El atrio corresponde a la tierra, la nave al cielo y el santo santuario a lo que sobrepasa al cielo.”
Así, para los Padres, la iglesia es el cielo nuevo y la tierra nueva, el mundo transfigurado, la paz que ha de venir, donde todas las creaturas se reunirán en orden jerárquico en torno a su Creador.
Es sobre esta imagen que se basan la construcción y la decoración de las iglesias. Allí están los símbolos dogmáticos que se limitan a fijar los principios generales y esenciales. Los Padres no describen ningún estilo de arquitectura, ni indican cómo se debe adornar el edificio, ni de qué manera se deben pintar los íconos. Todo esto se deriva de la idea general de Iglesia y se sigue una regla de arte análoga a la regla litúrgica. Dicho de otro modo, nosotros tenemos una fórmula general muy neta y muy clara que dirige nuestros esfuerzos, dejando una libertad completa a la acción del Espíritu Santo en nosotros.
Es pues la imagen del mundo transfigurado que está en la base del principio que define el aspecto de la iglesia, la forma de los objetos y su lugar, las características de los cantos litúrgicos y las reglas del orden de los temas de decoración, así como del aspecto exterior de la imagen.
Resulta claro que semejante concepción de iglesia necesita una armonía perfecta de todos los elementos que la forman, es decir, su unidad y su plenitud litúrgica. La arquitectura, la imagen, el canto, todo debe llamar a los fieles que se encuentran en un lugar sagrado. Cada parte del edificio debe, por su aspecto, mostrarle su sentido y su destino.
Para formar un conjunto armonioso, cada elemento que compone una iglesia debe, ante todo, estar subordinado a su idea general y estar dispuesto a renunciar a toda ambición de jugar un rol propio, de valer por él mismo. La imagen, el canto dejan de ser artes que van cada uno por su propio camino, independientemente de los otros, para convertirse en varias formas que expresan, cada una a su manera, la idea general de iglesia, del universo transfigurado, de la prefiguración de la paz futura. Este camino es el único donde cada arte, formando parte de un todo armonioso, puede adquirir la plenitud de su valor y se enriquece infinitamente de un contenido siempre nuevo.
Esta armonía que forma de la iglesia y del servicio divino un todo homogéneo realizado, en su domino propio, esta “unidad en la diversidad” y esta “riqueza en la unidad”, que expresan, en el conjunto y en cada uno de los detalles, es el principio de catolicidad de la Iglesia ortodoxa.
Así, el arte de la Iglesia es, por su misma esencia, un arte litúrgico. No solo él sirve de marco al servicio divino y lo completa, sino que le es perfectamente conforme. El arte sagrado y la litúrgica no son más que uno, tanto por su contenido como por los símbolos que sirven para expresarlo. La imagen deriva del texto, ella toma de él sus temas iconográficos y la manera de expresarlos.
La correspondencia perfecta de la imagen y del texto ha sido el principio del arte sagrado, desde los primeros siglos del cristianismo. En las catacumbas y en las primeras iglesias, nosotros no vemos jamás imágenes de caracteres anecdóticos o psicológicos. Como la liturgia, ellas unen las realidades más concretas a un simbolismo profundo.
Ahora bien, lo que nosotros vemos en nuestras iglesias está a menudo bien lejos de lo que debe ser el arte litúrgico. Hay una confusión de dos cosas absolutamente distintas: la santa imagen y la imagen santa, es decir, el arte litúrgico y lo que se llama comúnmente arte “religioso”, arte que, tanto por su esencia como por su fin, su manera de expresión y su manera de tratar la materia, es un arte profano con temas religiosos. Del hecho de esta confusión, el arte sagrado ha sido casi completamente excluido de nuestras iglesias y remplazado por el arte religioso.
Este arte es de concepción realista y subjetiva. Expresión de un estado del alma del artista y de su piedad propia y no, como el arte litúrgico, transmisión de la objetividad de la revelación. Refleja el mundo sensible y emocional, pensar a Dios a imagen del hombre. Esta no es más la Iglesia que enseña, sino la personalidad humana que impone sus búsquedas individuales a los creyentes. El objetivo del arte religioso es el de provocar una cierta emoción. Ahora bien, el arte litúrgico no se propone emocionar, sino transfigurar todo sentimiento humano.
La misma concepción de la felicidad, en el arte religioso, es completamente diferente de la del arte litúrgico. Para la Iglesia ortodoxa, la felicidad es el vestido real del Dios triunfante: El Señor reina, está vestido de esplendor (Sal 92,1). En el plano humano, es el coronamiento divino de una obra, la correspondencia de la imagen a su prototipo. Ahora bien, en el arte religioso, como en el arte profano, la felicidad tiene su valor en ella misma. Ella es el objetivo de la obra. Esta no es más la felicidad en el sentido ortodoxo de la palabra, sino más bien una deformación de esta felicidad, desembocando en la imagen del mundo caído, llegando a veces hasta la imagen del mundo descompuesto (Picasso, los surrealistas…). La felicidad de una imagen aquí es algo subjetivo, tanto para el artista que la crea como para el espectador que la mira. En la manera de crear, como en la manera de apreciar, es la personalidad humana que se afirma, consciente o inconscientemente. Es a esto a lo que se llama comúnmente la “libertad”.
Esta libertad consiste en una expresión de la personalidad del artista, de su yo. La piedad personal, los sentimientos individuales, la experiencia de tal o cual persona humana pasan delante de la confesión de la verdad objetiva de la revelación divina. Es, en realidad, el culto de la arbitrariedad. Añadiendo que, en una imagen religiosa, esta libertad se ejerce a costa de la de los espectadores: el artista les presenta su personalidad que se interpone entre ellos y la realidad de la Iglesia. Esto no puede más que provocar una revuelta, y esto que estaba destinado a estimular la piedad de los creyentes confirma a los no creyentes en su impiedad. Un artista que, consciente o inconscientemente, emprende este camino, es esclavo de su emotividad, de sus impresiones sentimentales. La imagen creada por él pierde inevitablemente su valor litúrgico. Además, la concepción individualista del arte destruye fuertemente su unidad y priva a los artistas del lugar que los une a unos con los otros y con la Iglesia. La catolicidad cede paso al culto lo personal, lo exclusivo y de lo original.
Totalmente distinto es el camino seguido por los pintores litúrgicos ortodoxos. Es el camino de la sumisión ascética, de la oración contemplativa. La belleza de un icono, aunque comprendida por cada uno de los que la miran a su manera personal, en la medida de sus posibilidades, es expresada por el artista objetivamente, según el rechazo de su yo, se eclipsa ante la verdad revelada. La libertad consiste en la “liberación de todas las pasiones y de todos los deseos de este mundo y de la carne”, siguiendo a Simeón el Nuevo Teólogo (Sermón 87). Es la libertad espiritual, de la cual habla san Pablo: Allí donde está el Espíritu del Señor está la libertad (2 Co 3,17). La cualidad litúrgica y espiritual del arte es proporcional al nivel de la libertad espiritual del artista. Este camino es la única que lleva a la personalidad del artista a la plenitud de su importancia real.
La tarea de pintar iconos y la del sacerdote tienen muchos puntos en común. Según san Teodosio el Ermitaño, por ejemplo, “uno compone el Cuerpo y la Sangre del Señor y el otro lo representa”. Como el sacerdote, el pintor tiene el deber, en su arte, de no ponerse delante de la realidad, dejando a cada uno la libertad de reaccionar en la medida de sus medios, siguiendo su carácter y las circunstancias.
Otro punto en donde el arte litúrgico difiere esencialmente del arte religioso es la manera en la cual se trata la materia. Este sigue, allí también, el principio esencial de la Iglesia. La imagen del mundo transfigurado no sabría, sobre todo, tolerar ninguna mentira. Ella es lo opuesto a la ilusión, la verdad por excelencia. Esta es la razón por la cual la materia, entrando en su composición, debe ser auténtica. Hay una necesidad de que su tratamiento sea conforme a la materia en cuestión y que, de su lado, la materia sea conforme al empleo del objeto. Es esencial que el objeto no de la ilusión de ser otra cosa distinta de lo que es. Así es también que, en el icono, el espacio está limitado por la superficie plana de la plancha y no debe dar la impresión artificial de sobrepasarla.
Nosotros vemos, por esto, cómo el principio mismo de la creación en el arte litúrgico es diametralmente opuesto al del arte religioso. Esta es la razón por la que una imagen religiosa puede ser interesante y útil en su lugar, pero este lugar no es en la iglesia.
El icono, visión del mundo espiritual
Es en el curso del período iconoclasta de los siglos VIII-IX que la Iglesia formula claramente el alcance dogmático del icono. En la defensa de las imágenes no es sólo su función didáctica, ni su lado estético lo que defendía la Iglesia ortodoxa, sino que es lo que está en la base misma de la fe cristiana: el dogma de la Encarnación de Dios. En efecto, el icono de nuestro Señor es a la vez un testimonio de su Encarnación y el de nuestra confesión de su divinidad. “Yo he visto la imagen humana de Dios y mi alma fue salvada”, dice san Juan Damasceno (Primer tratado para la defensa de los santos iconos, capítulo 22).
Por una parte, el icono testimonia, representando la Persona del Verbo encarnado, la realidad y la plenitud de su Encarnación. Por otro lado, nosotros confesamos por esta imagen sagrada que este “hijo del Hombre” es realmente Dios, la verdad revelada. Así, nosotros vemos en san Pedro que, primero, confiesa la divinidad de Cristo, no por un conocimiento humano natural, sino por un conocimiento de orden superior, siguiendo la palabra de nuestro Señor: Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás, ya que esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre sino mi Padre que están en los cielos (Mt 16,17).
El impulso del hombre hacia Dios, el lado subjetivo de la fe, se encuentra aquí con la respuesta de Dios al hombre, un conocimiento espiritual objetivo, expresado tanto por la palabra como por la imagen. Así, el arte litúrgico no es solo nuestra ofrenda a Dios, sino también el descenso de Dios hacia nosotros, una forma en la cual se obra el reencuentro de “Dios con el hombre, de la gracia con la naturaleza, de la eternidad con el tiempo”. Las formas de esta interpenetración de lo divino y de lo humano son perpetuamente transmitidas y siempre vivientes en la tradición.
La tradición en el arte litúrgico, como en la misma Iglesia, se basa en dos realidades: un hecho histórico por una parte y la revelación que supera los límites del tiempo por otra. Es así que la imagen de una fiesta o de un santo reproduce lo más fielmente posible la realidad histórica y nos vuelve a llevar a su prototipo, sin la cual no es un icono. Desde allí, el poder de las imágenes de obrar milagros, ya que “los santos, en el curso de sus vidas, estaban llenos del Espíritu Santo. Después de su muerte también, la gracia del Espíritu Santo permanece perpetuamente en sus almas, en sus cuerpos sepultados, en su aspecto y en sus santas imágenes” (san Juan Damasceno). En el caso en donde una semejanza física absoluta no puede ser alcanzada, la realidad histórica es expresada por símbolos perfectamente adecuados. Es por esta razón que la Iglesia ortodoxa no admite imágenes pintadas según un modelo viviente o según la imagen del artista. Una imagen así no expresa, aparte de su inevitable mentira, más que el hecho de que san Pedro por ejemplo era un hombre y la Santa Virgen una mujer. Los concilios prescriben de pintar como pintaban los antiguos iconógrafos. Existe, a este efecto, unas selecciones fijadas de rasgos iconográficos de cada santo.
Por otro lado, una imagen sagrada no representa simplemente un acontecimiento histórico o un ser humano entre otros. Ella nos muestra de este evento o de este ser humano su rostro eterno. Nos revela su sentido dogmático y su lugar en el encadenamiento de los acontecimientos salvíficos de la economía divina. Las imágenes de nuestro Señor y de la Virgen, ellas solamente, desprenden ya la plenitud de esta economía. Para el icono de un santo, nosotros vemos su lugar y su importancia en la Iglesia, así como su manera particular de servir a Dios sea como profeta, mártir, apóstol, etc…, expresada por los atributos iconográficos y los colores simbólicos. Así el ícono, como la Santa Escritura, nos muestra los temas supremos y el sentido profundo de toda la vida humana: vida de martirio, vida contemplativa, activa u otras. Ella nos revela el camino a seguir y los medios para cumplirlos, nos ayuda a descubrir el sentido de nuestra propia vida.
Como el Evangelio, el arte sagrado es lacónico. La Santa Escritura no consagra más que algunas líneas a los acontecimientos que deciden la historia de la humanidad. La imagen sagrada también nos muestra solo lo que es esencial. Los detalles, aquí y allá, no son tolerables, sólo cuando ellos son indispensables y suficientes, como por ejemplo en el relato y en la imagen de la Resurrección, las sábanas que estaban en el suelo y el sudario con el cual estaba envuelta la cabeza de Jesús, no en el suelo con las sábanas sino doblado en un lugar aparte (Jn).
Pero si el icono sobrepasa los límites del tiempo, éste no rompe sus relaciones con el mundo, ni se encierra sobre sí mismo. Los santos son siempre representados de frente o de tres cuartos hacia el espectador. Ellos no son casi nunca vistos de perfil, incluso en las composiciones complicadas, donde el movimiento está dirigido hacia el centro de la composición. El perfil, en efecto, interrumpe de alguna manera la comunión, es como un comienzo de la ausencia. Se lo permite en la representación de los personajes que no han adquirido la santidad, como por ejemplo los pastores o los reyes en el ícono de la Natividad de nuestro Señor.
Esta ausencia de perfil es una de las expresiones de la relación íntima entre aquel que ora y el santo representado. En una iglesia, donde la decoración, como ya lo hemos dicho, no es un ensamblaje de íconos más o menos arbitraria, sino que forma, de alguna manera, un icono general de la Iglesia, de la liturgia, es decir, de la “acción común”, se une la asamblea de los santos representados y la de los fieles, los santos vueltos a la vez hacia ellos y hacia el Señor, y estos son un objeto de oración y son también mediadores junto a Dios.
Si hoy nosotros hemos dejado de comprender el mensaje que nos aporta el icono, es porque nosotros hemos perdido la llave de su lenguaje. Esta llave es el sentido concreto y viviente de la Transfiguración, idea central de la enseñanza cristiana. Como decía un obispo ruso del siglo XIX, san Ignacio Brjancaninov: “el conocimiento de la capacidad del cuerpo humano de ser espiritualmente santificado se ha perdido para los hombres” (Ensayo ascético, primer volumen).
El icono es precisamente el testimonio de este conocimiento concreto, vivido por la santificación del cuerpo humano, por su transfiguración. Del mismo modo que la palabra, pero por medio de imágenes visibles, él nos muestra la creación penetrada y deificada por la gracia increada. “El hombre, del cual el alma se ha vuelto toda fuego, transmite también a su cuerpo una parte de la gloria adquirida interiormente, así como el fuego material transmite su acción al hierro” (san Simeón el Nuevo Teólogo, sermón 83)
San Ignacio Brjancaninov describe este estado de una manera que a nosotros nos es más accesible: “Cuando la oración es santificada por la gracia divina, el alma entera es atraída hacia Dios por una fuerza incognoscible, y arrastra con ella al cuerpo… En el hombre nacido a una vida nueva, no es el alma solamente, ni únicamente el corazón, sino también la carne que se llena de una consolación y de una felicidad espiritual: la alegría del Dios viviente… .
Así, el ser entero toma parte en la oración: el cuerpo, los sentidos, los sentimientos, son santificados por la gracia. Su dispersión habitual, “los pensamientos y las sensaciones que provienen de su naturaleza caída” dan lugar a una oración concentrada, todo se funda en el impulso del hombre entero hacia Dios. Nuestros sentidos regenerados se convierten en otros. Es este cuerpo humano transformado el que es representado sobre el icono. Esto no quiere decir que el cuerpo humano se convierte en otra cosa distinta a lo que es. Al contrario, el cuerpo permanece cuerpo y conserva todas las particularidades físicas de la persona. Pero el cambio de su estado es representado por rasgos que, no estando naturalizados, nos son a menudo incomprensibles.
El icono es pues, como venimos diciendo, un testimonio de la deificación del hombre, de la plenitud de la vida espiritual, una comunicación por la imagen de lo que es el hombre en un estado de oración santificada por la gracia. Este es de algún modo una pintura según la naturaleza, pero según la naturaleza renovada, con la ayuda de símbolos. Ella es el camino y el medio; ella es la oración misma. De allí, la majestad del ícono, su simplicidad, la calma del movimiento, de allí el ritmo de sus líneas y de sus colores que deriva de una armonía perfecta.
Conviene precisar que este estado de santificación no hay que confundirlo con el éxtasis. En efecto, el estado extático no es una unión de la naturaleza humana con Dios, ni transfigura a la creatura. Él es una ruptura del alma con el organismo sensible (raptus), una visión que llega a veces a los principiantes en la vida espiritual. A medida que el principiante crece en la gracia, penetra en toda su naturaleza. El ya no es deslumbrado por la visión del mundo sobrenatural, sino que conoce desde aquí abajo, desde la vida presente, el misterio de su deificación” (san Simeón el Nuevo Teólogo, Sermón 83, capítulo 3).
Solo los hombres que, por experiencia personal, conocen este estado, pueden crear tales imágenes, revelando la participación del hombre en la vida del mundo transfigurado que contempla. Y sólo esta imagen, auténtica y convincente, puede comunicarnos su impulso hacia Dios. Ninguna imaginación artística, ninguna perfección técnica pueden remplazar el conocimiento positivo “que proviene de la visión y de la contemplación”.
Es fácil comprender ahora por qué todo esto que recuerda a la carne corruptible del hombres y al espacio físico es contrario a la misma naturaleza del icono, ya que “la carne y la sangre no pueden heredar el Reino de Dios y la corrupción no hereda la incorruptibilidad” (1 Cor 15, 50).
De todo lo dicho, no resulta en absoluto que sólo los santos pueden pintar iconos. La Iglesia no consta más que de santos. Todos nosotros formamos parte de ella por los sacramentos y ella nos confiere el deber, el derecho, la audacia de caminar por las huellas de los santos. Todo pintor ortodoxo viviendo en la tradición puede pintar iconos auténticos. Esto explica las exigencias de la Iglesia en lo que respecta al lado moral de la vida de los pintores de iconos. La pintura de iconos no es solo un arte, es una ascesis cotidiana. Y la fuente inagotable que abreva al arte sagrado es el Espíritu Santo por intermedio de la Iglesia, para la contemplación de los hombres, de la cual la oración ha sido santificada por la gracia divina. Es por esto que la Iglesia ortodoxa, entre las diferentes órdenes de santos, doctores, mártires, etc… tiene un orden de santos pintores de íconos canonizados por su arte.
El icono, realidad del reino
El arte litúrgico es una teología inspirada, expresada por las formas, las líneas y los colores. Contiene los tres elementos que forman la religión cristiana: el dogma –que él confiesa por la imagen-, la enseñanza espiritual y moral –que él traduce por su tema y su contenido-, y el culto, del cual es parte integrante.
Del mismo modo que nuestro Señor sobre el monte Tabor muestra a los discípulos la verdad del siglo venidero y los hace partícipes del misterio de su transfiguración “en la medida en la cual ellos eran capaces”, el arte litúrgico, pone delante de nuestros ojos la imagen de esta misma verdad del siglo venidero (el Reino de Dios viene con fuerza (Mt)), santificando todo nuestro ser según nuestras capacidades.
Olvidando la capacidad del cuerpo humano que tiene de ser santificado, se ha llegado a aplicar en el arte sagrado las mismas medidas y las mismas exigencias que en el arte profano, abajando así lo sobrenatural hasta lo humano. El hombre caído es convertido en la medida de todas las cosas, crea a Dios a su imagen en lugar de encontrar en el hombre la imagen de Dios.
Si en el tiempo del iconoclasmo de los siglos VIII y IX, en la lucha por la misma existencia de la imagen, es el dogma de la encarnación de Dios lo que se estaba defendiendo, “Dios se hizo hombre”, hoy, es el resultado de la encarnación: “para que el hombre se haga Dios”, lo que está en juego. El iconoclasmo de nuestros días, inconsciente sin duda, no es tanto una negación de la imagen como su desfiguración, incluso su corrupción, una incomprensión de su alcance dogmático y educador. La mayoría de las veces, la imagen es considerada como algo secundario. Sólo la palabra es juzgada suficiente. Se olvida que nuestro Señor no es solo el Verbo del Padre, sino también la imagen del Padre y que, desde los primeros tiempos, la misión de la Iglesia en el mundo se realizaba tanto por la imagen como por la palabra.
Lejos de ser para nosotros un objeto de deleite estético o de curiosidad científica, el icono tiene un sentido teológico muy claro: del mismo modo que el arte profano representa la realidad del mundo sensible y emocional, tal como es visto personalmente por el artista, el icono representa la realidad del Reino que no es de este mundo, tal como nos lo enseña la Iglesia. Dicho de otra manera, representa, con la ayuda de los símbolos, este mismo mundo sensible y emocional, liberado del pecado, transfigurado y deificado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario