domingo, 27 de octubre de 2013

El Pastor herido




Es el lento y pesado pisar sobre la rugosa alfombra ocre de crujientes hojas que cantan su última canción.

Avanza el pastor por las entrañas del espeso bosque. Hilos de luz descienden casi pidiendo permiso al señorío de las frondosas copas centenarias.

Bruma y humedad, líquenes musgos hongos y la hiriente música del ocre quebradizo bajo las sandalias.

Su rostro denota la misteriosa conjunción de experiencias tan diversas como lo son cada una de las formas y figuras de la selva primordial que lo circunda.

Sus rasgos curtidos semejan infinitos cauces de una cuenca milenaria que ha llevado alguna vez aguas al polvo agostado.
O pueda sospecharse también que esa cara tan surcada sea la versión en carne de una escritura arcana que está diciendo un nombre o una pasión, o ambas cosas.

Y mientras los haces puros descienden con callada parcimonia y las húmedas entrañas del orbe responden exhalando su incontenible bruma —gemido y nostalgia de un cosmos en espera—, los ojos del pastor parecen no condescender al contrapunto que unos y otros le ofrecen en ceremonial signo de pleitesía.

Él mira sin ver; o tal vez, muy por el contrario, esté viendo casi sin mirar.
Sabe que jamás un árbol le taparía el bosque, ni el más denso bosque le ocultaría el fresco brote asomando entre las agujas de pinocha.

¿Qué busca este cazador cuyos ojos muestran ansia, inquietud, prisa, atención, pasión, angustia, concentración, y tanto más?

¿Qué buscas, Hombre misterioso e inmenso del magno bosque?
¿Por qué a cada paso tiñes de rojo las caídas hojas inertes?
Hay sangre en tus sandalias y angustia en tu mirada. ¿Quién eres?
Y el pastor detiene con imprevista brusquedad su resuelto andar.
Todo calla repentinamente con él.
La canción de las hojas contienen el aliento mientras el pastor inclina su oído auscultando en un más allá que parece agrietarse detrás de cada corteza, en busca de una moneda, una oveja, un hijo, o todo ello junto.

Sólo su agitada respiración y el rotundo latir de su corazón dominan la muda escena.
El pastor está herido: de sangre están teñidos sus vestidos, manchados como los del lagarero.
Sangre manan sus manos y sus pies, aunque parece también haber un oscuro manchón brotando de su costado derecho.

Mira. Escucha. Piensa. Tal vez rece… cómo saberlo.

Lo cierto es que todo en él denota búsqueda. Un buscar “cuidadosamente”, como aporta Lucas (15,8).
Y el mayoral levanta su rostro cual elegante venado.
Como procurando descifrar en la delgada brisa la clave de su búsqueda.
Y repentinamente, como recibiendo una consigna de recóndita fuente, el pastor toma una flauta de su zurrón y comienza a entonar la canción. Describirla sería agravio y empresa perdida. Sólo decir que su melodía era hiriente como la nostalgia más profunda, y dulce como el arrullo con que una madre mese la cuna de su niño. De su único niño.

Y el bosque entero se inclinó. Ramas frondosas, rígidos troncos se doblaron cual tierna caña al viento ante este Encantador del sinuoso cosmos, nuevo Orfeo enamorado.
Pero la melodía no era para el bosque, ni para la bruma ni para el sol.
Lo entendimos cuando de la oscura entraña del monte una inerme oveja miraba al pastor, literalmente encantada.

Un hilo de  luz la bañaba y atenuaba la totalidad de su entorno casi hasta la inexistencia.



Pastor y oveja sin más.
Sin contexto ni pretexto.
Casi sin tiempo ni espacio. Sin ese andamiaje con que las circunstancias le quitan vértigo a nuestra identidad.
Brutal y desnuda presencia de uno ante el otro.
Y él no disimuló que para ella era su canción, su frenética pesquisa, su pasión y hasta sus heridas. Sólo calló delatar que para ella era su mismísimo existir.
Y guardó su flauta.
Y se le acercó.
Más aún de lo cerca que podría estar ella de sí misma.
Y se inclinó como una muda catarata se derrama —voraz y serena— como hilos de fina sal sobre el indefenso abismo y no vuelve en bruma a las alturas sin haber fecundado la inerte piedra.

Así cargó sobre sí el pastor a su bella oveja.
Y sus sangrados pies de barro se tornaron pies de ciervo, de hábil cervatillo, que brincando de roca en roca dejaron atrás el murmurante y negro bosque para escalar al país de la luz, donde el pastor y ciervo como cordero incandescente alumbra la ciudad sin sombras.

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