domingo, 27 de octubre de 2013

¡Dame tu hijo!


Extracto de la homilía del Domingo X durante el año (Lc VII, 11.17)

Por un monje del Cristo orante




"Tres gritos idénticos atraviesan el orbe y el cronos: desde Sarept hasta Naím, de Naím hasta la cumbre del Gólgota. Tres Madre viudas, con hijo único, reciben la misma demanda de Dios, puesta en labios de Elías: "¡dame tu hijo!"

La Humanidad, pero mejor aún, cada hombre recibe de Dios este grito (a veces bramado, otras veces en susurro; como un estruendo por momentos, como brisa ligera, las más de las veces): dame, dame lo más preciado, lo más necesario, lo único, lo mejor de ti mismo. Dámelo.

Dios lo pide. Lo quita, como blanquea Job. 

Pero no lo quita porque tenga hambre y sed de eso. Dios no nos necesita. Dios no necesita nada (verdad de perogrullo muy descuidada). ¿Para qué quita entonces, si no lo precisa?

Todo cuanto Dios hace (y es) es Amor. Todo ‘para qué’ en Dios tiene por unívoca respuesta: para amarnos más. 

Dios pide, Dios toma, Dios reclama, Dios incluso “mendiga” le entreguemos nuestra vida —o aquello que da mayor sentido a nuestras vidas— con el sólo —solísimo— cometido de poder devolverlo resucitado. Lo cual no es un retorno a la posesión previa (juego cruel, macabro, cínico sería), sino en orden a una devolución aumentada. Centuplicada. 

Dios nos insiste: dámelo. Y ante la entrega vuelca todo su ser sobre aquello entregado y sopla con su Pneuma de Fuego su propio Aliento divino hasta el entresijo de la ofrenda. 


Más de uno podría objetarme: “Padre, el problema es que Dios me lo quitó sin ningún pedido ni aviso siquiera. Dejándome no sólo sin el preciado bien sino sin la posibilidad de hacerle la ofrenda”. No, no: vuelvan a leer el texto de Elías (1Re 17,17): el niño ya estaba muerto, pero la viuda de Sarepta lo tenía —exánime— muy aferrado entre sus brazos. Y es en ese momento exacto que brota la súplica divina que atraviesa la Historia: ¡dame tu niño!, ¡dame tu pérdida! Eres libre de dármela o de aferrarte a ella…

Crucial para ingresar en la corriente de este Amor divino es atender al intervalo. ¿Qué intervalo? Ese que va del “dame tu hijo” al “toma tu hijo”. En nuestras biblias pueden distar unos pocos versículos; en la vida, mil años son como un versículo. Este intervalo —Sábado santo— es nuestro “hoy” de cada día. Y está signado por otra consigna del Señor, crucial: “¡no llores!” El imperativo es tremendo: es un mandato. ¿No llores porque no tienes derecho a hacerlo, porque lo quitado Le pertenece? No, no. No tiene timbre de enojo. ¿No llores porque debes confiar en Dios y aceptar sus Designios? Tampoco. No es en tono moralizante. Las palabras del Señor a la madre van en la misma entonación que las que acto seguido dirige al muerto: Yo te lo ordeno: no llores más, no mueras más. Es una Palabra creadora. Es una Voz divina que hace lo que dice. No atormenta con consignas: ofrece en su decir el contenido mismo de lo dicho. San Lucas no lo avisa, pero bien podría haber agregado, tras el “no llores más”, “y al instante el llanto se cortó”. La esperanza es un Don de Dios, un milagro cotidiano de Jesús, que corta en seco ese desangre con que nos deslizamos hacia la nauseosa nada.

El tercer momento (tras el “dámelo”, y tras el “no llores”) es este exquisito “tómalo; toma tu hijo”, ya en boca de Elías en Sarepta, ya en boca de Jesús en Naím, ya en boca de José de Arimatea al entregarle a la Madre Viuda al Hijo Eterno. Y en los tres “tómalo” reverbera la Voz del Padre, al Tercer día, devolviendo la Vida a Su Unigénito. Voz que como un eco atraviesa todas nuestras Misas: tomad y comed, tomad y bebed. Dios le devuelve al Hombre la pérdida más grande que padecía: Dios mismo".

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